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Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXIX

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XXXIX

Cuando acaecimientos extraordinarios, angustias y catástrofes estallan de súbito en medio del sosiego de una existencia feliz y deliciosamente uniforme, estas inesperadas emociones, estos golpes de fortuna cortan atropelladamente el letargo del alma que estaba adormecida en la monotonía de su próspero destino. Mas, sin embargo, en los infortunios que así llegan no nos parece que despertamos, sino que soñamos. Para quien siempre fué feliz, las desdichas empiezan por atontecerle. La adversidad imprevista se asemeja a la conmoción eléctrica del torpedo, que nos sacude, pero al mismo tiempo nos pasma los miembros, y el espantoso resplandor que arroja de súbito ante nuestros ojos nos deslumbra, pero no ilumina. Los hombres, los objetos y los sucesos nos pasan por delante con un aspecto en cierto modo fantástico, y se mueven cual en un ensueño. Todo ha cambiado en el horizonte de nuestra vida: la perspectiva y la atmósfera; pero largo tiempo transcurre antes que se borre de los ojos aquella cual luminosa imagen de la dicha pasada, que nos persigue, y que, interponiéndose entre ellos y la lúgubre realidad de lo presente, desfigura los colores y comunica no sé qué tinte engañoso a la verdad misma. Entonces, lo que efectivamente es nos parece imposible y absurdo, y apenas tenemos fe en nuestra propia existencia, porque no encontrando alrededor de nosotros nada de cuanto componía nuestro ser, no alcanzamos a concebir cómo todo aquello pudo desaparecer sin arrastrarnos consigo y por qué de toda nuestra vida nosotros quedamos aislados por único vestigio. Si esta posición violenta del alma se prolonga, destruye el equilibrio del pensamiento y se torna en demencia, estado quizá de dicha en que la vida es para el infeliz una visión tan solo, en la que él mismo aparece cual un fantasma.