Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Nota

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NOTA



Como los lectores tienen, por lo general, costumbre de exigir explicaciones terminantes sobre el paradero de cuantos personajes han salido a la palestra con el intento de despertar su interés, nos hemos dedicado, a fin de satisfacer su loable deseo, a las más activas pesquisas acerca de la suerte que cupo al capitán Leopoldo d’Auverney, a su sargento y a su perro. Quizá recordará el lector que su profunda tristeza dimanaba de dos causas: la muerte de Bug-Jargal, alias Pierrot, y la pérdida de su adorada María, quien no logró escapar de las llamas en el castillo de Galifet sino para perecer en breve en el primer incendio de la ciudad del Cabo. Por lo que al capitán toca, he aquí cuanto hemos averiguado:

Al próximo día de una gran batalla, ganada por los soldados de la república francesa contra el ejército europeo, se hallaba en su alojamiento el general de división M..., comandante en jefe, redactando a solas en su tienda, y con arreglo a los apuntes de la plana mayor, el parte que debía dirigirse a la Convención nacional acerca de la victoria de la víspera. Un ayudante entró a decirle que el representante del pueblo, en comisión cerca de él, pedía luego hablarle. Aborrecía el general a esta especie de embajadores de gorro colorado, enviados por la Montaña a los campamentos para degradarlos y diezmarlos, hambrientos delatores a quienes encargaban los verdugos el servir de espías contra la gloria. Hubiera, sin embargo, sido peligroso negarse a recibir sus visitas, y hubiéralo sido más aún después de un triunfo, porque el ídolo sangriento de aquella época prefería las víctimas ilustres, y los sacrificadores de la plaza de la Revolución se llenaban de júbilo cuando lograban de un golpe solo echar a tierra una cabeza y una corona, ya fuese de espinas, como la de Luis XVI, ya de flores, como la de las doncellas de Verdun; ya, por fin, de laureles, como las de Andrés Chenier o Custines. Mandó, pues, el general que entrase sin demora el representante.

Después de algunas enhorabuenas, ambiguas y llenas de cortapisas, sobre la victoria reciente de las armas republicanas, acercándose el representante al general, le dijo a media voz:

—Pero no es eso todo, ciudadano general: no basta vencer a los enemigos de afuera, sino que es también preciso exterminar a los enemigos domésticos.

—¿Qué queréis decir, ciudadano representante?—respondió el general, sorprendido.

—Hay en vuestro ejército—prosiguió con misterio el comisionado de la Convención—un capitán llamado Leopoldo d’Auverney, que sirve en el regimiento número 32. ¿Le conocéis, acaso?

—Y tanto—replicó el general—. Ahora mismo estaba leyendo el parte del coronel sobre ese mismo sujeto. El regimiento número 32 tenía un excelente capitán.

—¡Cómo es eso, ciudadano general!—-dijo el representante del pueblo con altivez—. ¿Por ventura, le habéis dado algún ascenso?

—No negaré, ciudadano representante, que tales eran mis intenciones...

En esto, el comisionado interrumpió con enojo al general.

—La victoria os ciega, general M... Tened cuidado con lo que hacéis y con lo que digáis. Si fomentáis en vuestro seno a las serpientes enemigas del pueblo, no extrañéis que el pueblo os aniquile al exterminarlas. Este Leopoldo d’Auverney es un aristócrata, un contrarrevolucionario, un realista, un moderado, un girondino. La vindicta pública le reclama, y hay que entregarle entre mis manos sin tardanza.

El general respondió con frialdad:

—No puede ser.

—¿Que no puede ser?—repuso el comisionado, cuya ira se acrecentaba—. ¿Ignoráis, general M..., que aquí no existen otras facultades ilimitadas sino las mías? ¡La república lo ordena, y vos no podéis! Escuchadme: en consideración a la victoria que habéis obtenido, tendré la condescendencia de leeros los apuntes que me han entregado acerca de este tal D’Auverney, y que habré de remitir a manos del fiscal público a la par que el preso. Es un extracto de cierta lista de nombres, a la que no querréis obligarme que añada el vuestro. Hela aquí: Leopoldo Auverney (ex-de), capitán en el regimiento número 32, está convicto: Primo, de haber contado en un conciliábulo de conspiradores cierta fingida historia contrarrevolucionaria, encaminada a poner en ridículo los principios de igualdad y libertad y a ensalzar las añejas supersticiones intituladas trono y religión; secundo, de haberse valido, para caracterizar diversos sucesos memorables, y entre ellos la emancipación de los ex negros de Santo Domingo, de voces que desaprueba todo buen descamisado; tertio, de haber empleado siempre en el hilo de su discurso la palabra señores, y nunca la de ciudadanos; quarto, de haber, por fin, con dicha relación conspirado abiertamente para subvertir la república, a favor de la facción de los girondinos y los brisotistas. Por tales crímenes antipatrióticos merece la muerte. Ahora bien: ¿qué tenéis que decir a esto, general? ¿Protegeréis aún al traidor? ¿Titubearéis aún en entregar a este enemigo de la nación para que sufra la pena merecida?

—Este enemigo de la nación—replicó el general con dignidad—se ha sacrificado por ella—. A esos apuntes que me habéis leído contestaré con otros muy diferentes; escuchadme ahora a vuestro turno: Leopoldo d’Auverney, capitán del regimiento número 32, ha decidido la nueva victoria conseguida por nuestras armas. Los enemigos, coligados, tenían establecido un reducto formidable, que era preciso tomar, por ser la llave de la posición de donde pendía el éxito de la batalla. La muerte del primer valiente que fuera al asalto era cosa segura: el capitán D’Auverney se ha sacrificado. Tomó el reducto, conseguimos la victoria y él murió en la empresa; se han encontrado muertos también, a sus pies, al sargento Tadeo, del mismo regimiento, y a un perro. Por lo tanto, propongo a la Convención nacional que se sirva declarar benemérito de la patria al capitán Leopoldo d’Auverney. Ya veis, representante—añadió el general con calma—, la gran diferencia de nuestros cargos. Cada cual enviamos una lista a la Convención, y el mismo nombre se encuentra en ambas. Pero vos le proclamáis por traidor y yo por héroe; vos le consignáis a la ignominia; yo, a la gloria; vos le erigís un cadalso; yo, un trofeo; a cada cual su oficio. ¡Fortuna, sin embargo, que este valiente ha sabido escapar del suplicio que le teníais preparado, pereciendo en el campo de batalla! A Dios gracias, murió la víctima que deseabais inmolar sin querer aguardaros.

El representante, furioso al ver desvanecerse su conspiración con el conspirador, prorrumpió entre dientes:

—¡Ha muerto! ¡Qué lástima!

El general lo oyó, y repuso indignado:

—Aún os queda un arbitrio, ciudadano representante del pueblo. Id y buscad entre los escombros del reducto el cuerpo del capitán D’Auverney. ¡Quién sabe! ¡Quizá las balas de los cañones enemigos habrán dejado intacta para la guillotina nacional la cabeza del cadáver!


(Escrito en 1826.)


FIN