Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LVIII

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LVIII

Rask iba siguiéndonos. Ni aun la más elevada cumbre del valle lucía ya bañada por los rayos del sol, cuando una fugaz vislumbre de luz apareció en su cima y pasó luego cual súbito relámpago. El negro se estremeció y me apretó con violencia la mano.

—Escucha—dijo—.

Y, en seguida, un sordo ruido, semejante al estrépito de un cañón, resonó en las cañadas y perdióse retumbando por los ecos del monte.

—¡Esa es la señal!—exclamó el negro en lúgubre acento.

Y luego añadió:

—¿No ha sido un cañonazo?

Hice con la cabeza un gesto afirmativo. Él entonces trepó en dos saltos a una encumbrada loma, y yo le seguí. Llegados arriba, cruzó los brazos y me preguntó con melancólica sonrisa:

—¿Lo ves?

Miré hacia el punto que señalaba, y observé el elevado pico que me indicó en nuestra entrevista con María, único iluminado aún por los postreros rayos del astro del día, y en cuyo más empinado risco ondeaba al viento una negra bandera.

Aquí, D’Auverney hizo una pausa.

—Después supe que Biassou, ansioso de ponerse en movimiento y creyéndome muerto, mandó enarbolar el estandarte sin esperar el regreso de mis verdugos.

Allí seguía inmóvil Bug-Jargal, en pie, con los brazos cruzados y contemplando el lúgubre pendón. De súbito se volvió con ímpetu y dió algunos pasos como para bajar la ladera.

—¡Oh, Dios! ¡Eterno Dios! ¡Mis infelices compañeros!...

Se acercó de nuevo a mí y me preguntó:

—¿Oíste el cañonazo?

Yo no repliqué.

—Pues bien, hermano, era la señal convenida. Ya los sacan...

E hincó la cabeza sobre el pecho; luego se me aproximó aún más, diciendo:

—Hermano, anda a buscar a tu mujer, que Rask te enseñará el camino.

Y se puso a silbar una canción africana; el perro entonces empezó a menear la cola y aparentó querer encaminarse hacia un extremo del valle.

Bug-Jargal me agarró la mano e hizo un esfuerzo por sonreírse; mas era aquella una sonrisa convulsiva.

—¡Adiós!—gritó con voz de trueno.

Y se lanzó a través de la enmarañada espesura de los vecinos árboles.

Yo me quedé convertido en estatua, porque lo poco que comprendía me hacía prever mayores desdichas. Rask, viendo desaparecer a su amo, se acercó al borde de la peña, aullando con tono lastimero. En seguida se vino a mí con los ojos húmedos y la cola baja, me miró con desasosiego, se volvió hacia el punto por donde había penetrado su amo y empezó a ladrar repetidas veces. Le comprendí, participé de sus temores y di algunos pasos hacia él; entonces partió como un rayo, siguiendo las huellas de Bug-Jargal, y pronto le hubiese perdido de vista, aun cuando corría con toda la velocidad a que alcanzaban mis fuerzas, si de rato en rato no se hubiera detenido para darme tiempo de alcanzarle. Así atravesamos cañadas, y subimos collados, y cruzamos selvas, hasta que al fin...—

Faltóle ahora a D’Auverney el aliento; la más lúgubre desesperación se retrató en su semblante, y consiguió apenas articular estas palabras:

—Prosigue, Tadeo, que yo no tengo más fuerza de ánimo que una vieja.

El sargento veterano no estaba menos conmovido que el capitán; pero, sin embargo, trató de obedecer el mandato.

—Con permiso, pues que usted lo ordena, mi capitán. Ahora bien: es el asunto, señores oficiales, que aun cuando Bug-Jargal, llamado Pierrot, fuese un negrazo de muy buen genio y muy robusto y de mucho ánimo, y el hombre más valiente de la tierra después de usted, mi capitán, no dejaba yo de tenerle mucha tirria, que nunca me lo perdonaré a mí propio aun cuando el capitán me lo haya perdonado. Así, mi capitán, cuando supe que se anunciaba su muerte de usted para dentro de dos días, entré en un arrebato de cólera contra el pobre hombre y tuve un verdadero gusto infernal en anunciarle que él, o bien, a su falta, diez de los suyos, irían a servirle a usted de compañía, fusilados por vía de represalias, como se dice. A esta nueva no dijo nada, sino que dos horas después se escapó, haciendo un gran agujero...

D’Auverney hizo un gesto de impaciencia, y Tadeo prosiguió así:

—¡Pues vamos! Cuando se vió la bandera en la montaña, como él no había vuelto—lo que, dicho sea con licencia, caballeros, nadie lo extrañaba—, se disparó el cañonazo de señal y me encargaron a mí que llevase los diez negros al sitio señalado para el suplicio, que se llamaba la Boca Grande del Diablo, a distancia del campamento como de... en fin, ¿qué hace al caso? Cuando llegamos allí, claro está que no era para darles suelta; con que los mandé atar, y estaba arreglando el piquete, cuando vean ustedes aquí que me encuentro con el negrazo saliendo del bosque. Me quedé pasmado, y él, acercándose sin aliento, me dijo: “Buenos días, Tadeo; a tiempo llego.” No, señores; no dijo nada de eso, sino que corrió a desatar a sus compatriotas. Yo allí me estaba, atónito, sin saber qué hacer ni qué decir. Entonces empezó una lucha de generosidad entre él y los negros, ¡que ojalá hubiera durado un poco más! No importa; sí, yo tengo la culpa de que concluyera tan pronto. Luego se puso él en lugar de los negros, y en aquel momento llegó su perrazo, ¡pobre Rask!, y se me abalanzó al pescuezo; ¿por qué no se aguantaría un poco más, mi capitán? Pero Pierrot hizo una seña y el pobre perro soltó presa, aunque Bug-Jargal no pudo impedir que se fuera a echar a sus pies. Entonces, mi capitán, yo le creía a usted muerto... y estaba furioso... y mandé...

El sargento alargó el brazo, miró al capitán y no supo proferir la fatal palabra.

—Cayó Bug-Jargal y una bala le quebró la pata al perro... Desde entonces acá, caballeros—y meneaba el sargento con dolor la cabeza—, está cojo. Oí luego quejidos entre las matas vecinas, y cuando acudí le encontré a usted, mi capitán, ¡que había caído herido cuando se apresuraba por llegar a salvar al negro! ¡Sí, mi capitán; usted gemía, pero era por él! ¡Bug-Jargal había muerto! A usted, mi capitán, le llevamos al campamento, y su herida fué menos grave, porque curó gracias al cariñoso cuidado de la señorita María.

Calló el sargento, y D’Auverney repitió en voz solemne y afligida:

—¡Bug-Jargal había muerto!

Tadeo inclinó la cabeza.

—Sí—dijo—. ¡Me había perdonado la vida, y yo fuí quien le maté!