Carlo Lanza/Jabon en el piso
Aquel dinero que le facilitara Caraccio, no podia haber sido para él de mayor utilidad.
Con él no solo se habia podido mantener lucidamente en su posicion de grandeza, sinó que habia podido comprarse un poco de ropa blanca y perfumes que tanta falta le hacian.
¿Qué diablos podia hacer con las dos mudas de ropa que habia traido de Montevideo?
Ya habia empezado á tomar un aspecto de dejadez poco agradable.
Empilchado de nuevo y perfumado, habia vuelto á su aspecto gentil y paqueton.
Pero al paso que iba, aquel dinero no podia durarle mucho, puesto que no tenia como reponerlo.
Sin embargo allí estaba Caraccio que no lo dejaria en ningun mal paso.
Pero es que Caraccio al fin y al cabo tendria que irse, y de todos modos aquello no podia ser eterno: tarde ó temprano tendria que concluir.
Y esto lo consideraba Lanza tan inevitable, que ya iba habituando su espíritu á este final, mas ó ménos cercano.
Apénas habia transcurrido un mes de su llegada á Buenos Aires, cuando Caraccio anunció su partida.
Su buque estaba ya cargado y no podia demorarse mas sin sufrir sérios perjuicios.
—Me voy, dijo, y declaro que nunca me ha costado mas que ahora separarme de este pedazo de tierra donde tanto me he divertido.
Aquella noticia hizo á Lanza un efecto de todos los diablos.
¿Qué seria de él sin aquel hombre que tanto lo habia protegido?
¿Cómo hacer frente á su situacion desesperante?
Todavia le quedaba la señora Nina, pero ésta al fin se cansaria, exigiria el pago de su cuenta, viendo que el dinero nunca llegaba y quedaria él en medio de la calle, esto si no iba á la Policia.
Hasta entónces todo iba bien, pues en uno ni en dos meses era explicable que no recibiera cartas de Italia, pero no seria explicable que toda la vida sucediera lo mismo.
Lanza dió cartas para su familia á Caraccio, quien se comprometió á hacerlas llegar á su destino.
El no podría entregarlas personalmente, porqué no podría pasar hasta Biela, pero tenia con quien remitirlas de manera que llegaran con seguridad á su destino.
En aquellas cartas Lanza se limitaba á dar noticias de su salud y asegurar que estaba en camino de hacer fortuna.
Pero á Caraccio le encarecia su entrega manifestándole que en ellas recomendaba la mayor premura en los giros, porqué estaba sin recursos.
—Bueno le dijo Caraccio ántes de irse, yo en viage para nada necesito dinero, miéntras que usted se queda en Buenos Aires sin dinero, y esto no es posible aquí.
Hágame el servicio de quedarse con estos diez mil pesos, que para nada necesito, y que á usted vendrán como llovidos del cielo.
Me hago de cuenta que los dejo depositados en un banco y así en eso ménos tendré que pensar á mi vuelta, puesto que de aquí á entónces ya usted estará en otras condiciones.
Lanza hizo el aparato de no quererlos aceptar diciéndole que demasiado le debia ya, pero Caraccio tenia un modo de ofrecer que no dejaba lugar á negativa alguna.
—Si yo me perjudicara en algo al dejarle el dinero, decia, santo y bueno.
Pero, como tenerlos aquí en su poder ó en mi camarote viene á ser lo mismo, déjese de tonteras y quédese con ellos.
—Y si cuando usted vuelva me he muerto yo, decia sonriendo Lanza, ¿quién le devolverá su dinero?
—Harto sentimiento tendría con el suceso para pensar en esos pocos francos.
Eso mismo debe resolverlo á aceptar mi dinero.
Puede usted enfermarse, puede sucederle cualquier desgracia, y sin dinero su situacion seria desesperante.
Vamos, tome el dinero, porqué si no, de todos modos se lo dejaré á Nina ó á algun otro para que se lo entregue cuando yo me vaya.
—A usted no se le puede decir que no, exclamó Lanza abrazando á su amigo y tomando el dinero lleno de emocion.
Usted ha sido mi providencia en América, capitan, mi verdadera providencia, pues sin su amparo, sabe Dios lo que habria sido de mi.
—Dejémonos de paradas, si el dinero no sirviera para hacer gozar tambien al espíritu, bien podria irse al diablo, y yo demasiado pago estoy con el placer que experimento de haber podido servirlo; lo que siento es no tener cien mil francos en vez de la porquería que le he dejado.
La víspera de la partida de Caraccio tuvo lugar una verdadera fiesta en el Marítimo, á la que asistiéron todos los capitanes de buque amigos de Caraccio y aquellos grandes traviesos de la Maledicenza; que entre brindis y brindis le deseáron toda suerte de calamidades.
Caraccio estaba en el colmo de la alegría y de la íntima satisfaccion.
Rodeado de sus buenos amigos y de botellas llenas, el viejo marino aseguraba que no podia haber en la vida satisfaccion mayor.
Y á todos les recomendó que atendiéran á Carlo Lanza en todo lo que pudiera necesitar, pues era un jóven acreedor á toda fineza y á todo género de atenciones.
La comida duró hasta las diez de la noche, hora en que se levantáron todos, dispuestos á seguir la parranda en otra parte, pues la fiesta no podia terminar hasta el momento del embarco, que era la madrugada siguiente.
Todos, ménos Lanza, salieron del Marítimo algo envinados, por lo que la señora Nina recomendó al jóven que no dejara beber mucho á Caraccio, pues se iba á embarcar y no era prudente que andara con la cabeza pesada.
Pero esta recomendacion estaba de mas con un hombre de tal carácter.
El capitan Caraccio tenia una voluntad á prueba de toda tentacion, y ya al salir del Marítimo les habia dicho:
—Siento mucho no poderlos acompañar como yo quisiera, pues mañana necesito tener el pleno dominio de la cabeza, lo que me impedirá beber á mi antojo.
Si yo llegase borracho á bordo, no habria medio de hacerme á la vela, y aquellos sacramentos de marineros, ántes de salir, serian capaces de hacer cualquier descalabro que me costara mas caro de lo que pueda imaginarse.
En tierra todo anda bien, pero una vez á bordo todo cambia ya; es preciso ser el capitan y tener el pleno comando del buque y de la canalla que lo tripula.
A pesar de esta declaracion, todos se divirtiéron enormemente.
Caporale mandaba la parada desde que saliéron del Marítimo y no habia mas que decir para que la farra fuera tal y en toda regla.
Los habia llevado á casa de sus amigos donde se armó la cena, ó mejor dicho el beberaje, pues ellos habian comido de tal manera, que no les cabía ni un bocado mas.
Caraccio, haciendo el lujo de fuerza de voluntad cuando le pareció que habia bebido bastante, declaró que cerraba registro porqué tenia su carga completa, y no hubo forma ni ruego que le hiciera beber un trago mas.
Solo á la madrugada y cuando se levantáron para irse, tomó una copa de viejo barbera y se la echó al buche de un trago, a la salud de aquellos buenos amigos.
No habia ya tiempo que perder: Caraccio ya pertenecía á su barco donde se estarian haciendo los preparativos de la partida y apénas tenian el necesario para trasladarse á bordo.
Solo Lanza y dos amigos mas pudiéron seguirlo acompañando, y estos dos no muy firmes.
Los demas habian agarrado un peludo que no los dejaba mover de su asiento.
¡Habian bebido como tinaja!
Fuéron al Marítimo á buscar el equipaje de Caraccio, y allí la señora Nina dió muestras de buena alegría cuando vió el estado sereno en que regresaban el capitan y Lanza.
—Los demas han naufragado, le dijo alegremente el capitan; las borrascas no son para todos y no se corren así no mas.
En fin, el mal momento ha llegado y no hay mas remedio que resignarse.
Es el viage que hago con mas pesar; no sé qué diablos tenga, que hubiera preferido quedarme en Buenos Aires un tiempo mas.
En fin, fuera tristeza que la vuelta no ha de tardar; en cuatro ó cinco meses mas, me vuelven á tener por acá.
Despedido de todos y habiendo hecho cargar su equipage, ya Caraccio nada tenia que hacer en tierra y al fin se dirigió á bordo, acompañado por Lanza.
Este quiso acompañarlo hasta su barco mismo, pero Caraccio no se lo permitió, despidiéndose en la punta del muelle.
Carlo Lanza se estuvo parado en la punta del muelle hasta que el botecito que llevaba á Caraccio se le perdió de vista confundido en el enjambre de embarcaciones que habia en el rio.
Estaba allí triste é inmóvil, pensando que la partida de aquel hombre iba á precipitar el desenlace de su situacion, que no podia sostenerse mucho tiempo mas.
¡Demasiado la habia sostenido todo aquel tiempo!
Así regresó tristemente al Maritimo, pensando una vez mas en el nebuloso porvenir que lo esperaba.
Y se recogió despues de dar un minucioso balance en el dinero que poseia.
No tenia mas que once mil pesos, ni esperanzas de poder tener un centavo mas.
Era preciso hacer durar aquel dinero todo el tiempo posible para retardar el descalabro que le vendria encima á pasos ue gigante.
¿Qué diablos podria hacer él para ganarse la vida en Buenos Aires?
Y no era esto solo lo desesperante, sinó que cualquier empleo que tomase, lo haria descender en la posicion que él mismo se habia adjudicado.
Y adios entónces esperanzas de grandes negocios y de rápida fortuna.
Sus propios pensamientos lo acobardáron y se durmió agitadamente.
Montevideo, donde podia haberse empleado ó trabajado humildemente hasta conseguir algunos medios de vida, era país muerto para él, porqué no podia ir allí sin jugar hasta su libertad personal.
Lanza durmió hasta el otro dia, en que fué la señora Nina á recordarlo y darle el pésame por la partida de su compañero.
Felizmente ya puedo manejarme solo por la ciudad, dijo el jóven, y cuento ya con algunas relaciones que él me ha dejado, y que en lo futuro me serán de alguna utilidad.
Desde que se fué Caraccio, Lanza cambió por completo su sistema de vida.
Con aquel, siempre tenia que andar disimulando y privándose de muchas cosas para no mostrarse ante su protector como una persona disipada.
No hubiera sido prudente entregarse á cierto género de calaveradas, no teniendo para gastar mas dinero que el facilitado por Caraccio.
Cuando ménos, aquel se hubiera acobardado y habria cerrado su bolsillo.
Ahora podia entregarse sin restriccion de ninguna especie á su vida disipada, y disfrutar el dinero que le quedaba, del mejor modo posible.
Siquiera en su caida le quedaria el recuerdo de los goces que habia disfrutado.
Pagando él unas veces y dejando pagar otras á los amigos, con los que Caraccio le habia presentado, tenia de sobra para divertirse y exprimir á la vida de Buenos Aires todo el jugo que le pudiera sacar.
La señora Nina empezó á notar el cambio que se operaba en la vida de su jóven pensionista, alarmándose por las malas consecuencias que aquello podia tener para el jóven.
Todas las noches se retiraba muy tarde, cuando se retiraba, pues lo general para él era venir á la madrugada.
Esto no podia ser sinó efecto de malas juntas y habia que prevenirlo para que no fuera á sufrir algun fracaso.
—Usted está cambiando en sus costumbres, le dijo, y yo quiero cumplir con un deber haciéndole una prevencion.
Tal vez usted diga que no tengo que meterme en sus cosas, pero yo habré cumplido con un deber de conciencia.
Yo no pretendo imponerle que lleve una vida mas arreglada, ni que deje de ir á tal parte para ir á aquella, pues usted tiene bastante juicio para comprender lo que le conviene.
Lo que yo quiero decirle es que es preciso tener mucho cuidado con la gente con quien se hace amistad, porqué aquí hay muchos explotadores, muchos haraganes malos que pueden hacerlo caer en algun mal paso.
No se fie de cuanta persona se le acerque y mírese mucho en las personas con quienes se junte.
Lanza trató de tranquilizar á la señora Nina, dándole una explicacion que la satisficiera.
No le convenia que aquella mujer lo tomara entre ojos ni tuviera con él el menor motivo de resentimiento.
Así es que se apresuró á decirle:
—Yo le agradezco mucho su fina atencion, señora Nina, atencion que me demuestra el bondadoso interés que le inspiro, y la encuentro muy razonada.
Pero debo prevenirle que la gente con que yo me junto es gente buena, que me ha sido presentada por el capitan Caraccio, que hubiera sido incapaz de ponerme en relacion con mala gente.
—Ya lo creo, en los amigos que le haya presentado Caraccio, puede tener ciega confianza.
Pero estos le presentarán otros y estos otros á otros y ya no es lo mismo, porqué sabe Dios entre qué clase de perdidos andará á horas avanzadas de la noche.
A altas horas de la noche no anda sinó la gente que no trabaja de dia y semejantes amigos no pueden convenir á un jóven como usted, porqué el solo hecho de andar con ellos lo desacreditará ante las personas que lo vean y no lo conozcan.
—Tiene usted mucha razon, señora Nina, dijo Lanza, resolviéndose á estar de acuerdo con su patrona por la cuenta que le tenia, tiene usted mucha razon y poco á poco me voy á ir alejando de ellos.
Sucede que tratando de serme agradable, me invitan á ir á una parte ó á otra y como no tengo un buen motivo para escusarme, muchas veces acepto, ó mejor dicho siempre acepto, y ahí tiene usted como en conversacion y en jarana, se me pasa la noche.
—Pues precisamente es en las partes donde se vá que hay que tener mas cuidado.
—Tiene usted siempre razon, concluyó Lanza, voy á empezar á retraerme con diferentes pretextos.
Esta vida así no me conviene bajo ningun punto de vista y es preciso cambiarla.
De esta manera Lanza quedó bien con su patrona, destruyendo la alarma que esta empezaba a tener.
Pero aquellas eran promesas que no habia de cumplir.
Ya se habia enviciado en aquella vida desordenada, además que en algo habia de distraerse quien como él no tenia nada que hacer.
¿Cómo iba á someterse así á la voluntad de la señora Nina y vivir amarrado en un hotel como un menor de edad?
Lanza supo conciliarlo todo de manera de no faltar á sus parrandas y tener contenta á la señora Nina.
Todas las noches se recogia temprano, pero apénas notaba que todos dormian en la casa, se vestia y salia sigilosamente sin que nadie lo sintiera.
Los mozos que eran los únicos que podian verlo entrar ó salir, estaban ganados á fuerza de propinas.
Una noche al fin sucedió á Lanza un descalabro con el que no habia contado y que lo puso en una posicion desesperante, apresurando el percance que tanto temia y dando la razon á la señora Nina de cuanto le habia dicho ántes.
Existia entónces una casa de juego, al lado de la Bolsa de Comercio, sin duda para que los que interrumpian sus jugadas de dia, pudieran seguirlas de noche, aunque en menor escala.
Esta casa de juego estaba establecida en el entresuelo del mismo casino que existe aun, de modo que miéntras unos cenaban y se paseaban abajo, otros arriba se peleban y acaloraban de lo lindo.
Allí caían á desplumarse y á desplumar, todo ese enjambre de jugadores que viven para la carpeta y en la carpeta.
Tambien concurria allí esa última camada de calaveras que hacen de noche una tanteada á la suerte, buscando en las jugadas el puchero del dia siguiente.
Este es un tipo original de jugador criollo, curioso y digno de estudio.
Sin oficio y sin ambicion alguna de trabajo, pasan el dia durmiendo y vagando en las calles, segun ellos, en busca de conchabo, conchabo que nunca encuentran porqué la desgracia los persigue por todas partes.
Toda mision en la vida la reducen á conquistar el puchero de cada dia, considerándola llenada una vez que lo han conseguido.
Y como no pueden conseguirlo de otro modo, van á las casas de juego, donde infaliblemente y tentando la suerte agena, ganan los pocos pesos que para el puchero necesitan.
Esta clase de jugadores nunca se guia por su propia suerte, convencida tal vez de que no tiene ninguna.
Se acerca á la jugada y observa atentamente lo que en ella sucede entre los jugadores.
Es del lado del que gana que se recuestan y siguen observando el juego.
Y cuando ven que la suerte está decidida por uno, le siguen en su jugada, apuntando á su mano los pocos pesos que han llevado con aquel único objeto.
Una vez que han ganado los veinte ó treinta pesos que necesitan, ponen estos á un lado, y juegan al sobrante con el mismo tino y prevision.
Si pierden este pucho, se retiran satisfechos é indiferentes, porqué su exclusivo objeto ha quedado llenado.
Si ganan, siguen las peripecias de la jugada, apuntando siempre con el que está de suerte y guardando lo que van ganando, porqué son estos otros tantos pucheros que tienen adelantados.
Aunque gane toda la noche y sin errar un solo apunte, su ganancia nunca es famosa, porqué sus apuntes son siempre moderados y hechos de modo que los golpes de desgracia no puedan hacer honda brecha en su capital.
Y aumenta siempre su capital á la salida, pidiendo al jugador que ha ganado mucho, un diez ó un veinte para el puchero, porqué ha perdido cuanto tenia.
Este diez ó veinte que siempre consiguen, es el capital con que han de tentar la suerte al siguiente dia.
El sencillero es otro tipo conocido de estas casas de juego, digno de algun estudio.
El sencillero es el prestamista de la desesperacion, á quien acude el que ha perdido cuanto dinero llevó encima.
El sencillero no toma parte en el juego, ni en sus peripecias.
Qualquiera que lo vea tendido largo á largo en una banca y entregado al mas profundo sueño, al parecer, ó recostado con abandono en la mesa como quien dormita, pensaria que es un calavera desventurado, sin hogar ni cosa que se le parezca, y que atorra allí plácidamente porqué está seguro que nadie ha de venir á turbárselo.
Ni la maldicion ni la blasfemia del que pierde, ni el estruendo producido por un golpe de suerte imprevisto, ni el tumulto de una discusion acalorada, logran distraerlo de su posicion ni de su sueño.
Un tiro de cañon disparado á su oido, no haria mayor efecto en él que el canto de un mosquito.
Parece ageno á todo, un hombre á quien solo puede preocuparlo el hecho de que lo dejen dormir tranquilo.
De pronto un jugador se separa de la carpeta, lanzando una blasfemia formidable.
Las dos manos hacen presa en su propio pelo, que sacude con ademan desesperado y mira á todas partes con desesperacion suprema.
De pronto sus ojos se dilatan y su semblante livido adquiere una expresion de sonriente esperanza, que lo contrae con un gesto inimitable.
Ese es un jugador que ha perdido cuanto tenia y que vá al sencillero, como única esperanza de desquite.
Y sacudiéndolo con una mano, le muestra en la otra un puñado de alhajas.
Son los botones de brillantes de su pechera, un reloj y su cadena, y hasta su anillo de casamiento de que se ha despojado en un movimiento de desesperacion.
El sencillero se despereza como quien sale recien de un profundo sueño, mira al jugador, mira las alhajas como quien no comprende lo que sucede, y al fin exclama sordamente:
—Bueno, quinientos pesos.
Esa es la cantidad que ofrece sobre los diez ó veinte mil que representan aquellas alhajas.
—Deme mas, necesito mas, exclama el jugador con voz sofocada.
—Bueno, seiscientos pesos, agrega el sencillero, como quien dice su última palabra.
Y viendo que el jugador vacila, se acucurra nuevamente á seguir su sueño, dando un bostezo tremendo.
El jugador mira con desesperacion la carpeta, le parece que allí está su desquite y entrega por seiscientos pesos aquel capital de alhajas donde van hasta los recuerdos de su cariño.
Y se acerca á la carpeta con aquel dinero, miéntras el sencillero guarda tranquilamente aquellas alhajas, cuyo valor ha calculado ya en su justo precio.
Y vuelve á su finjido sueño, miéntras el jugador pone todo el dinero á una carta.
Si el jugador ha cambiado de suerte y gana, recupera sus alhajas, dando por ellas cuatro veces lo que recibió, porque ese es el interés que el sencillero cobra por su préstamo.
Si pierde, no le queda mas remedio que salir desesperado, pensando tal vez en pegarse un tiro cuando llegue á su casa, miéntras el sencillero que no lo ha perdido de vista un solo momento, se frota las manos al verlo salir, pues ha comprada por seiscientos el valor de veinte mil.
Otras veces el sueño del sencillero es turbado por otra clase de jugador que pone á contribucion sus bolsillos.
Este no viene como el de las alhajas.
Ha perdido cuanto llevaba, y otro tanto mas sobre su palabra, pero esto no lo aflije en lo mas mínimo.
Ni la suerte ni la desgracia puede traslucirse en aquel semblante, donde estas dos emociones han borrado toda expresion.
Este jugador dá una palmada sobre el hombro del sencillero y le dice llanamente:
—Dame mil pesos, ó dame cinco mil pesos á sencillas.
El sencillero lo mira, y esta vez no hace el aparato de desperezarse como quien sale de un sueño; está delante de un marchante que conoce todos los «golpes.»
Y saca del bolsillo el dinero que se le pide y lo entrega sin el menor inconveniente.
Y vuelve á su fingido sueño como si nada hubiera pasado.
Es que aquel jugador es un conocido, á quien se le puede abrir crédito sin limitacion.
Si gana, devuelve al sencillero dos veces mas de lo que recibió.
Si pierde, el sencillero sabe que al otro dia, infaliblemente, tiene su dinero.
Aquel usurero espantable, que no prestaria igual suma á Anchorena, con un simple pagaré, presta al jugador, bajo su sola palabra, todo el dinero que le ha pedido, sin imaginarse siquiera, por ser cosa imposible, que pueda dejarle de pagar.
Es que aquellos jugadores de profesion tienen un modo estupendo de entender el honor.
Ellos, que ponen sobre la carpeta el porvenir y la tranquilidad de sus familias; ellos que sin inconveniente alguno son capaces de jugar entre un puñado de dinero el honor de su mujer y de sus hijas, no dejarian por nada de este mundo, de pagar una deuda de juego: por ese solo hecho se considerarian deshonrados.
Y el sencillero tiene así mas fé en la palabra de aquel mismo jugador á quien ya no queda nada que perder, que en una letra de cambio girada por la mejor firma del comercio y que no le ofrece otra ganancia que el simple interés de plaza.
Este es el sencillero, que se encuentra presente y representado por diversos tipos, en todas las casas de juego de Buenos Aires.
A esta casa de juego, reunion de jugadores y de verdaderos atorrantes de jugada, de especuladores y pescadores de puchero, habia acudido Carlo Lanza, llevado por ciertos amigotes con quienes habia hecho relacion en la Cruz de Malta.
Le habian olido dinero y juzgándolo un inocente, lo habian llevado con la intencion de desplumarlo.
Uno de estos amigotes, jugador de profesion y calavera en toda regla, pasaba ante Lanza por un hombre rico y de posicion.
El jóven se habia acercado á él, estrechando relacion y creyendo que podia explotarlo en su buena fé como habia explotado al capitan Caraccio.
Era una buena veta que no debia dejar de mano.
Junto con este y otros mas, habia ido Lanza al Casino de la Bolsa, asombrándose de la frescura é indiferencia con que aquel jugador perdia ó ganaba gruesas sumas.
Tentado por él, Lanza jugó una ó dos veces, pero jugó flojo, como podia hacerlo un hombre de su prevision, un hombre que no quería arriesgarse á perder demasiado.
La primera noche Lanza hizo dos ó tres jugadas desgraciadas, en las que perdió sus apuntes, felicitándose de haber sido tan prudente para apuntar solo de á cincuenta pesos, diciendo:
—Voy á jugar para no estar de miron y nada mas, porqué yo no entiendo estas cosas, y ni sé siquiera donde se coloca un apunte.
En cambio su amigo jugaba con una magnificencia espléndida.
Si ganaba recogia su dinero impasiblemente, y si perdia se limitaba á sonreir y á sacar de su cartera mas dinero.
Por eso Lanza se habia convencido de que su amigo debia ser muy rico, poniéndole los puntos para explotarlo en su beneficio.
La segunda noche que Lanza jugó, ganó, pero apénas lo que habia perdido la noche anterior, porqué aunque su amigo lo tentaba, nunca habia querido hacer un apunte mayor de cien pesos.
El amigo á su vez se había figurado que Lanza era muy rico, y trataba de «amansarlo» para hacerlo su víctima á la fija.
Aquella noche su amigo ganó bastante dinero, retirándose con unos treinta mil pesos.
¿Qué emocion puede hacer esto en un jugador que sabe que, si esta noche gana cincuenta, á la siguiente puede perder quinientos?
Lanza se retiró con su amigo que lo habia invitado á cenar, hallándolo tan impasible como si nada hubiera ganado.
Así siguiéron asistiendo al Casino de la Bolsa, jugando siempre su amigo, que ganaba unas noches para perder otras.
Una noche, y esta fué la del fracaso de Lanza, su amigo le dijo que aquella noche iba dispuesto á alzarse con todo el dinero de la jugada.
—Siento que estoy de una suerte loca, le dijo, y pienso aprovecharla en toda regla.
Si quiere ganar dinero, no tiene mas que jugar á mi mano.
—Vamos á ver si su presentimiento es exacto, respondió Lanza, porqué en estas cosas de presentimientos uno se equivoca siempre de la manera mas famosa.
—¡Oh! yo no me equivoco nunca! podré perder al principio, pero despues gano y gano hasta que me canso.
No hay sinó tener constancia y no dejarse acobardar por lo que se pierda.
Ya me ha sucedido una noche; habia venido con la misma inspiracion y traia como cincuenta mil pesos.
Diez jugadas despues habia perdido hasta el último centavo.
Jugué sobre mi palabra y perdí tambien.
Iba ya á retirarme, cuando un amigo me alcanzó cinco mil pesos, diciéndome:
—Ha perdido tanto que al fin tiene que empezar á ganar.
Tomé el dinero y lo jugué de un golpe, con la intencion de retirarme en seguida si lo perdia.
Habia jugado á la peor carta, una sola contra un rey, y ya confieso que habia perdido toda esperanza de desquite, no ya de ganancia.
Y salió la sota, quebrando aquella corriente de adversidad que me habia azotado toda la noche.
Diez y siete veces salió la sota contra diversas cartas: diez y siete veces apunté duro á la sota, y las diez y siete veces gané.
Los jugadores estaban asombrados, pues nunca habian visto ganar tan seguido, y muchos se habian puesto las botas jugando á mi carta.
El tallador estaba desesperado y solo se mantenia en la banca porqué como yo jugaba tan grueso, tenia esperanzas de desquitarse en un solo golpe.
En la jugada número diez y ocho, volvió á salir la sota, pero esta vez contra un rey, como en la jugada primera.
No sé que ráfaga me sopló y puse al rey un puñado de billetes, calculando que era la mitad de lo que tenia.
Aquello se llamaba quebrar la suerte; la sota no podia ganar toda la noche y alguna vez habia de perder.
Era cuestion de adivinar el momento y nada mas.
Habia tal emocion entre los jugadores, que todos suspendiéron el apunte no atreviéndose á seguirme en aquella deslealtad contra la sota, pero sin animarse á apuntar contra mi suerte.
El tallador corrió las cartas y no tardó en aparecer el rey.
Era el décimo octavo apunte que ganaba sin haber perdido uno solo.
El banquero concluyó por declararse vencido y no tuve ya quien me hiciera frente.
Mi inspiracion habia sido buena y mi presentimiento exacto.
Entregué veinte mil pesos al amigo que me prestó los cinco con que me rehice, y cuando llegué a casa y conté el dinero, me encontré con que no solo me habia desquitado de lo perdido, sinó que estaba ganando sesenta mil pesos.
Desde entónces nunca he dudado un momento cuando me he sentido con el mismo presentimiento.
He persistido en el juego aun teniendo que recurrir al sencillero, y siempre me ha ido bien.
Carlo Lanza escuchaba maravillado a su amigo, envidiando su suerte y su decision.
Aquello no habia sido sinó un tejido de embustes hecho con el único objeto de preparar el terreno de una estafa en grande escala.
Pensaba que Lanza era rico, muy rico, y queria darle un golpe en regla.
—Si la suerte lo empieza á ayudar como en la famosa jugada de la sota, pensaba Lanza, juego cuanto tengo, no hay remedio.
Puede ser que la suerte me proteja y salga así de un golpe é impensadamente de mi situacion crítica.
Ambos se dirigiéron al Casino y cuando las jugadas empezáron á tomar cuerpo, el amigo de Lanza se acercó á la carpeta y empezó á jugar con la misma esplendidez de siempre.
Pero empezó tambien á perder con una insistencia aterradora.
Lanza, pálido y conmovido, estaba al lado de su amigo, siguiendo todas las peripecias del juego y asombrándose de la frialdad con que este jugaba á pesar de lo que perdia.
—Me gusta así, me gusta mucho mas así, exclamaba el amigo á su oido á cada nuevo golpe de desgracia: como en la jugada de las sotas.
Si hubiera empezado ganando no estaria tan contento.
Lo único que temo es que á lo mejor me falte el dinero y nada mas, por eso estoy jugando con cierto método.
Efectivamente, no apuntaba en todas las jugadas.
Siempre dejaba pasar algunas jugadas, y cuando le gustaban las cartas salidas apuntaba, y apuntaba fuerte.
Pero perdia siempre; aquella noche en vez de estar de suerte estaba de una desgracia insuperable.
Muchos jugadores estaban especulando con su desgracia y jugaban á favor de la banca, ganando siempre.
Era tan constante su adversidad, que Lanza mismo estuvo tentado muchas veces de jugar en su contra, no haciéndolo porqué no quiso desagradar á su amigo.
La desgracia de este siguió así constantemente hasta que se separó de la carpeta en completo estado de fundicion.
Habia perdido todo su dinero, á no quedarle ni un medio mas.
—Voy á aventar un poco esta mala suerte, dijo, y pidió al mozo dos copas de rom, invitando á Lanza á que lo acompañara.
—Poca suerte, poca suerte, le dijo Lanza, parece que esta noche anda en la mala.
—Lo mismo que en la jugada de las sotas; esto para mí es andar con suerte; ya verá como me compongo y gano ahora hasta que me aburra.
Lo que siento será tener que ir á casa á buscar mas dinero.
Voy á esperar que venga una persona que pueda prestarme con comodidad.
Si usted por casualidad trajera dinero, podia hacerme ese pequeño servicio.
¿Cómo negarse á ese pedido, tratándose de una persona como aquella, que siempre andaba con gruesas sumas de dinero que perdia ó ganaba con la mayor indiferencia?
Aquello para Lanza era como una bolada, porqué recordaba que en la jugada de las sotas, aquella famosa jugada de que tanto hablaba su compañero, al que le habia prestado cinco le devolvió veinte.
Si perdia, su dinero estaba seguro y le sería devuelto el día siguiente.
Nada perdia entónces con prestárselo y tal vez ganara mucho.
Lanza se echó rápidamente estas cuentas y sin la menor vacilacion repuso:
—Yo traigo dinero, pero es poca cosa para usted, porqué apénas le alcanzará para un par de jugadas.
—Con una me basta, la suerte es cuestion de una sola jugada, que no quiero hacer sobre mi palabra, sinó en un último caso.
Présteme entónces todo lo que tenga, que tal vez en un momento logremos desquitarnos del todo.
Lanza andaba siempre con todo su dinero sobre sí, porqué así lo tenia mas seguro que en ninguna otra otra parte.
Sacó su cartera del bolsillo del pecho, y sin inconveniente de ningun género, entregó á su amigo ocho mil pesos, no quedándose sinó con el pico de seiscientos y tantos.
Su amigo se acercó á la carpeta y Lanza lo siguió lleno de una emocion extraña, pues en la suerte de su amigo iba la suya propia.
El jugador estuvo mirando un momento las alternativas del juego, hasta que se decidió y puso cinco mil pesos sobre un siete.
Y ganó, mirando á Lanza de reojo como si quisiera decirle: ¡ya ves que yo tenia razon!
Dejó pasar dos jugadas, y volvió á poner los diez mil pesos sobre otro siete que apareció en la tercera.
Y volvió á ganar, recogiendo su dinero con la misma indiferencia que lo habia perdido momentos ántes.
Lanza pasaba por una angustia suprema y desconocida para él.
Tenia deseos de pedir á su amigo la devolucion del dinero, pero no se atrevia, aunque el jugador lo habia doblado ya.
Hubiera sido un rasgo de desconfianza, una ofensa que le hubiera inferido, ademas de que estaba seguro de que se lo devolveria doblado.
Su amigo espió todavía algunas jugadas, y puso en seguida un monton de billetes sobre otra carta, que volvió á ganar.
Contados aquellos billetes para ser pagados, resultáron ser doce mil pesos.
—Es una locura seguir, dijo Lanza, puede dársele vuelta la suerte otra vez y perderlo todo.
—¡Qué esperanzas! ¡estoy en la buena veta, ahora tengo que ganar hasta que los deje á todos sin un medio!
Lanza, absorto en el juego y dominado por la emocion, no habia notado una operacion del jugador afortunado.
A medida que ganaba y con todo disimulo, iba echándose al bolsillo los billetes mas gruesos.
Un nuevo siete salió sobre la carpeta, y el jugador, ávido de ganancia y para aprovechar la buena suerte, puso en esa carta un puñado de billetes, mayor que el que le quedaba delante.
Y perdió, haciendo experimentar á Lanza un estremecimiento en todo su cuerpo.
Aquellas emociones eran fuertísimas para Lanza, que se sentia con fiebre y con dolor de cabeza.
La suerte se ha dado vuelta, murmuró á su oido y fingiendo una gran indiferencia; mire que una buena retirada es equivalente á una victoria.
—¡Qué esperanzas! respondió su amigo; estoy sobre la veta y esto no vale nada.
Y volvió á jugar con mas fé que nunca, y volvió á perder tambien una suma que hizo disminuir de una manera notable el monton de billetes que tenia por delante.
—¡Todavía es tiempo! murmuraba á su oido, ¡todavía es tiempo!
—Ahora no vale la pena, ó lo pierdo todo ó me rehago, ¡qué diablos! esta mala veta no puede durar mucho.
Lanza estaba tembloroso y lívido, cualquiera que lo hubiese visto habria dicho que él era el jugador, y su amigo el que miraba indiferente.
Se movia á todos lados y paseaba su mirada ávida y nerviosa de la banca cargada de dinero á la baraja y de la baraja á la banca.
Le parecia mentira que su amigo despues de haber tenido tanto dinero fuera á quedarse sin un medio.
Lanza tenia tentaciones de agarrar de un brazo á su amigo y levantarlo de la mesa.
Apénas se veia ya entre el dinero que tenia por delante, un solo papel azulado de mil pesos y dos ó tres de quinientos.
El amigo esperó dos ó tres jugadas, como si espiara la segura, y puso al fin sobre una carta todo el dinero que tenia por delante.
Y de pié y con las dos manos apoyadas sobre la mesa, clavó en el naipe una mirada expresiva.
Lanza pasó entónces por el momento mas amargo de aquella noche.
Se sintió enfermo y un enfriamiento raro circuló por todo su cuerpo.
Una palidez cadavérica envolvia su semblante y la agitacion de su cuerpo era tal, que tuvo que retirarse porqué movia la mesa.
Aquel momento de suprema angustia, aunque á él le pareció que se prolongaba una hora larga, apénas duró medio minuto.
La carta vencedora cayó al fin sobre la mesa y el banquero estiró la mano recogiendo el dinero que estaba al lado de la carta.
El jugador habia perdido hasta el último peso en aquella infame jugada.
Y se levantó frio é indiferente como la vez primera, yendo seguido de Lanza á pedir otra copa de rom.
—¡Si se hubiera levantado cuando yo le dije! murmuró Carlo ¡qué buena suma habia ganado ya!
—¿Y qué diablos se pierde con esto? es cuestion de dos jugadas mas y ya está.
¡Ahora verá como me compongo y dejo á todos sin ni un medio!
Lo único que siento es la incomodidad de tener que ir á casa á buscar dinero, porqué quiebro la suerte y pierdo un tiempo que es positivamente dinero.
Pero no importa: me bastan cinco minutos para alzarme con todo el dinero que hay aqui.
Espéreme unos minutos, amigo mio, y vuelvo.
Era tal la seguridad absoluta con que hablaba y la tranquilidad de que hacia gala, que Lanza se sintió mas calmado.
Y se sentó á esperar á su amigo, concluyendo de tomar su copa de rom.
Para él era indudable que su amigo se compondria y ganaria todo lo perdido, proponiéndose hacerlo levantar de la mesa en cuanto le viera una buena ganancia, para que no volviera á sucederle lo mismo.
Pero el tiempo pasaba de una manera desesperante y su amigo no volvia.
Ya algunos de los jugadores mas fuertes empezaban á separarse de la mesa, contando sus utilidades y retirándose en seguida, sin que el jugador volviera.
Si tardaba mucho mas, ya no llegaria á tiempo de poder jugar.
Uno de aquellos jugadores que tenia costumbre de verlo allí siempre, pidió tambien una copa y se sentó á su lado á tomarla, y calculando que habria perdido, le preguntó cuanto.
—Yo no he jugado, respondió Lanza, acompañaba á Scotto que ha perdido cuanto tenia y se ha ido á traer mas dinero: yo me he quedado á esperarlo.
—Scotto no vuelve mas ya ¿qué vá á hacer á estas horas? no sabria que ya eran tan tarde.
Ya los puntos empiezan á retirarse, como que son las tres y media y dentro de cinco minutos no queda nadie.
Lanza miró á la carpeta principal y vió que efectivamente los jugadores gruesos se habian ido.
No quedaban mas que los picholeadores que liquidan su puchero de á cinco y de á diez pesos.
—Es extraño, dijo Lanza, hace mas de una hora que el amigo se ha ido y ya podia estar de vuelta: ¡tal vez le haya sucedido algo!
—¡No crea! Scotto siempre es así, cuando pierde su último peso se vá y no vuelve mas.
Es un jugador que trae lo que tiene y no se vá miéntras no le conviene.
Ademas que no lo ha perdido todo, porqué yo recuerdo ahora que mientras ganaba iba apartando dinero en sus bolsillos.
—¡Si ha perdido hasta el último centavo! exclamó Lanza, ¡como que yo mismo he tenido que prestarle dinero!
Y Lanza refirió como habia prestado á Scotto los ocho mil pesos con que empezó á ganar.
—Ta, ta, ta, exclamó el jugador con aire zumbon; entónces, amigo mio, no lo espere mas, porqué no solamente no vuelve aqui, sinó que no usted volverá á verle la cara.
Esa es costumbre veterana en Scotto; el que le presta plata no vuelve á verlo en la vida; lo que me asombra es que usted que es su amigo y debe conocerlo, le haya aflojado los ocho mil pesos.
Lanza refirió entónces que su relacion con Scotto era una relacion de poco tiempo, y manifestó que le habia prestado el dinero porqué lo creia un hombre rico y leal, lo que hizo soltar á su interlocutor una sonora carcajada.
—Scotto es un diablo, le dijo; lo que ha hecho á usted es lo que ha hecho ya á muchos novatones.
Se dá con ellos un poco de tiempo, los amansa, cuando les vé plata, como decimos nosotros, y una vez que les ha dado el golpe, no lo vuelven á ver en la vida.
Ahora me explico el aparte de dinero que estaba haciendo el muy bribon; cada vez que ganaba ponia en sus bolsillos los billetes mas grandes.
Usted cree que lo ha perdido todo, y sin embargo yo estoy persuadido que se ha retirado ganando y ganando mucho; no tenga duda.
—Entónces, ¿quiere decir que me ha robado? ¿quiere decir que me he dejado saquear como un imbécil?
—Es un abuso de confianza como los que se ven todos los dias.
Yo le aconsejo que no lo espere mas, porqué será inútil; Scotto no vuelve mas, ni usted le vuelve á ver la cara.
Aquello fué para Lanza un golpe tremendo.
La pérdida de su dinero era para él un acontecimiento terrible que lo sumia en una situacion espantosa.
El que le habia hecho aquellas tremendas revelaciones se retiró con los demas y Lanza quedó allí todavía, alimentando la esperanza de verlo llegar de un momento á otro.
No podia creer que aquel jugador tan caballeresco fuera un estafador miserable, un estafador que lo habia estado estudiando para robarle y dejarlo en la calle.
—Tal vez él se figure que esos ocho mil pesos no me hacen la menor falta y por eso no se ha apurado en volvérmelos, pensaba.
Todo lo que me ha dicho este hombre ha de ser mentira.
Enemistades de juego le han hecho hablar así de Scotto, para hacerle daño.
Esta gente viciosa es mala por naturaleza; mala y pequeña, pues por mas que me lo juró yo no puedo creer que Scotto sea un estafador.
Y si lo fuera no lo admitirian aqui á jugar ni se darian con él.
Pero el tiempo pasaba; ya todos se habian retirado del Casino y su amigo no habia vuelto.
No habia ya la menor duda; ó á su amigo le habia sucedido algo, ó era realmente un estafador que, una vez cometido el robo, huia de la víctima.
Aquel detalle sobre el dinero que habia ido apartando miéntras jugaba, tenia que ser una solemne mentira.
¿Cómo no lo habia de haber visto él que habia estado á su lado toda la noche?
Lanza decidió no creer nada por el momento y esperar hasta la noche en que veria á Scotto y sabria á qué atenerse.
Era preciso retirarse de alli, porqué ya habia amanecido y no quedaban mas que los mozos de dia, que acababan de reemplazar á los de la noche.
Lanza se retiró del Casino, pálido y desencajado por todas las emociones que habia experimentado aquella noche, y que lo habian fatigado como el mas rudo ejercicio.
—¿Hemos andado de jarana? le preguntó la señora Nina al verlo entrar á aquella hora y con aquel semblante.
—Lo hubiera preferido, respondió Lanza, que ahora mas que nunca iba á necesitar del amparo de la señora Nina.
Hemos estado cuidando á un pobre amigo que se ha enfermado y que estaba en un sério peligro.
Por la mañana hemos sido relevados por los que han de acompañarlo todo el dia; esta ha sido la jarana de anoche.
Nina tragó inocentemente la mentira y mandó al jóven una taza de café con leche para que se repusiera de la mala noche.
A pesar de su cansancio, Lanza no podia conciliar el sueño.
¿Cómo iba á poder dormir cuando estaba amenazado de un cataclismo formidable?
¿Qué sería de él cuando no tenia mas dinero que aquellos seiscientos pesos con que se habia quedado, porqué á Scotto no le dió la gana de pedírselos?
En fin, no faltaba ya mucho para salir de dudas, pues era imposible que aquella noche no lo viera.
Lanza no sabia donde vivia Scotto, pero esto poco importaba, porqué no faltaria quien se lo dijera en la Cruz de Malta.
Todo aquel dia lo pasó Lanza en la mayor angustia.
Por momentos se quedaba dormitando, pero en seguida se despertaba y se sentaba en la cama lleno de agitacion; se sentia con fiebre y hasta tuvo miedo de caer enfermo.
Nunca se habia visto tan impresionado.
Cuando fuéron á llamarlo para almorzar, creyendo que dormiria, dijo que no almorzaba porqué no se sentia bien, pero que lo recordaran á la hora de comer.
La señora Nina se sentia de algunos dias atras algo preocupada respecto á su jóven huésped.
A ella le constaba mejor que á nadie que Lanza no tenia dinero ni de donde sacarlo.
Y sin embargo sabia que gastaba porqué le veia comprar ropas y perfumes, y sabia que daba á los mozos del hotel fuertes propinas.
¿Habria encontrado quien le prestara dinero? y si tenia para aquellas superfluidades, ¿cómo no le pagaba á ella, con quien tenia tan sérios deberes?
Jugaria acaso Lanza y la procedencia de su dinero sería acaso de las carpetas.
Nina se propuso observar mas atentamente al jóven y guardó silencio sobre sus sospechas.
Fuera del juego ó de otra parte, si tenia dinero era justo que le pagara á ella ántes que nada, puesto que ya llevaba tres meses de pension sin haber soltado un cobre, siendo aquel el primer deber que tenia que atender.
A la hora de comer se levantó Lanza y bajó al comedor.
Espíritu fuerte en medio de todo, se habia repuesto ya de todas sus fatigas, al extremo que nadie hubiera conocido en su semblante las tremendas impresiones porqué habia pasado.
Despues de comer se vistió con el esmero de costumbre y se dirigió á la Cruz de Malta.
Al volverse á poner sobre la pista de Scotto, al acercarse el momento en que habia de aclarar todas sus dudas, la agitacion de la noche anterior volvia á apoderarse de su espíritu.
Por fin iba á saber á qué atenerse.
En la Cruz de Malta, como siempre, halló reunidos á sus concurrentes habituales, pero allí no estaba Scotto.
Lanza disimuló admirablemente su angustia y estuvo conversando de cosas alegres é indiferentes.
Preguntó por Scotto, pero incidentalmente, como si no tuviera mayor interés en verlo.
—No ha de tardar en caer, le dijéron, y ante esta seguridad Lanza se sintió mas tranquilo.
Era para él indudable que aquella noche su amigo le traeria los ocho mil pesos.
Pero le sucedió como la noche anterior en el Casino.
Estuvo esperando hasta que se retiró el último de los concurrentes sin que Scotto hubiera aparecido.
Lanza, como la noche anterior, empezó á sentirse ganado por una agitacion suprema.
Pero disimuló todavía, se disimuló á sí mismo cuanto le fué posible, porqué tenia miedo de dejarse ganar por el desconsuelo.
Y se fué al Alcázar para lograr distraerse un poco y en la esperanza de hallar allí á su amigo.
Pero nada; allí no estaba Scotto y la funcion le fastidiaba de una manera invencible.
—Todo es cuestion de paciencia, pensó, y con agitarme nada gano.
El ha de estar en el Casino, calculando que allí ha de verme.
¿Cómo se ha de figurar que yo desconfie de una manera tan bárbara? él no me ha dado el menor motivo para ello y entónces no lo puede pensar.
Lanza, despues de la funcion del Alcázar estuvo haciendo tiempo y solo á la una de la mañana se dirigió al Casino, en la esperanza de llegar mucho despues que su amigo y disimular su desconfianza.
Cuando llegó al Casino, estaban en lo mas entretenido de la jugada y pudo acercarse á la carpeta general donde solia jugar Scotto, sin que nadie lo notara.
Y recorrió los jugadores con mirada ávida, pero entre ellos no estaba su amigo.
Preguntó al mozo que los servia habitualmente, pero este contestó que no habia ido todavia.
El jóven empezó recien á perder toda esperanza de recuperar su dinero.
Es claro que no habiendo ido ya, Scotto no iria en el resto de la noche, porqué lo fuerte de la jugada era desde la una hasta las tres de la mañana.
Entre los jugadores estaba el que la noche anterior le había dado aquellos terribles informes de su amigo, pero este, absorto en el juego no lo habia visto.
Lanza pidió una copa de rom y se sentó á esperar á su amigo, pero presa de mayor desaliento.
Y pasó aquella noche como la anterior, sin que Scotto hubiera vuelto.
No podia dudar ya ni un momento de que habia sido víctima de una estafa consumada con la mayor habilidad.
Una vez concluida la jugada, se le acercó el jugador de la noche anterior, sonriendo y acompañado de dos jugadores mas.
—¡He! le dijo amigablemente apénas lo vió, ¿no ha tenido noticias de ese hombre?
—No, contestó Lanza disimulando su agitacion.
He venido á buscarlo, por lo que calculo, como le dije anoche, que algo le habia sucedido.
El interlocutor de Lanza soltó una gran carcajada y volviéndose á los que con el estaban les dijo:
—El señor ha cometido la inocentada de prestar anoche á Scotto ocho mil pesos y lo anda buscando para que se los devuelva.
Los que oyéron esto, como movidos por una misma cosquilla, soltáron una carcajada y miráron á Lanza como una cosa curiosa.
—Scotto, dijo una de ellos, no lo vuelve á ver usted en su vida; y aunque lo vea á él, lo que es á sus ocho mil pesos, no alimente esperanzas; son sus tiros habituales.
¿Como dudar ya, si aquellas palabras estaban plenamente confirmadas por la conducta de su amigo?
—¿Y dónde vive? preguntó Lanza ya dejándose ganar por la desesperacion.
—Ese es un problema indescifrable, le dijéron, porqué nadie le ha conocido jamas su domicilio.
Siga nuestro consejo y no se preocupe mas de su dinero si quiere vivir tranquilo; haga de cuenta que lo ha puesto á una mala carta y nada mas.
—No son los ocho mil pesos lo que me mortifica, exclamó entónces Lanza, tratando como siempre de disimular su necesidad de dinero.
Es esta una suma que no vale la pena de mortificarme.
Lo que á mí me irrita hasta la desesperacion es que ese hombre me haya hecho pasar la plaza de un imbécil.
Si yo llego a agarrarlo entre mis manos puedo asegurar á ustedes que lo hago ocho mil pedazos.
Lanza se hallaba presa de profunda irritacion.
Estaba convencido que no veria mas su dinero, y no podia conformarse con haber caido tan buenamente en la trampa que se le había tendido.
—Pero ¿quien lo manda prestar dinero á una persona que no conoce bien, que no sabe cuáles son sus antecedentes?
—Lo veia jugar aquí noche á noche, y perder ó ganar el dinero con una indiferencia tan suprema, que jamas hubiera creido habérmelas con un estafador.
El ha jugado aquí hasta sobre su palabra y se lo han permitido; ¿cómo quieren que me figure que es un pillo?
—Entre los jugadores hay sus costumbres que tienen siempre una razon de ser.
A un jugador se le puede tomar siempre sobre su palabra un apunte al que puede responder, por mala que sea su conducta.
No es que uno esté seguro que pagará porque sea un hombre de honor.
Pero uno está seguro que pagará porqué asi le conviene.
Un jugador que no paga lo que ha perdido sobre su palabra, se expone á que nadie le tome un solo apunte, lo que no le conviene, y á ser espulsado de la casa donde cometió la fea accion.
Por eso es que, aunque uno sepa que particularmente es un estafador, se le toma una parada de boca, pues si la pierde esta en su propria conveniencia pagarla.
Lo que Scotto ha hecho con usted, lo ha hecho ya con cincuenta, y lo hará con todos los que pueda.
Pero si pierde dinero sobre su palabra, no lo dejará de pagar por nada de este mundo.
Si esos ocho mil pesos usted se los hubiera ganado bajo palabra, ya se los habria pagado.
Pero prestados así, yo le aconsejo que no se mortifique y no piense mas en ellos.
Ya Scotto no vuelve aquí hasta que no calcule que usted se ha aburrido de venir: irá á otras casas, porqué no puede vivir sin jugar, pero irá donde usted no pueda hallarlo.
—Es que yo lo agarraré del pescuezo y lo obligaré á pagarme, respondió Lanza dejándose dominar por la ira.
—Es lo que él querría, porqué así daria por chancelada la deuda, respondió el jugador.
Muchos de los estafados como usted han tentado hacerse pagar á puñetazos, y él ha recibido los golpes, dando así por chancelada la deuda.
Lanza, con semejantes informes, quedó sumido en la mayor desesperacion.
Aquel golpe venia á dejarlo en condiciones tremendas, y en la mayor miseria.
Pero no era cosa de darlo á entender, porqué un hombre que perdia ocho mil pesos sin dar á la pérdida mayor importancia, demostraba que era una persona rica á quien esa suma poco importaba.
Así es que mirando á sus interlocutores con frialdad, les dijo:
—Ocho mil pesos no valen la pena de lo que he hablado, pero por la insolencia de haberme tomado por zonzo, el primer dia que yo agarre á Scotto, le rompo el alma.
Un hombre que miraba con tal desprecio esa suma, es porqué era rico, y un hombre que tan fácilmente se habia dejado estafar, era una bolada.
Así es que los jugadores creyendo ganarle impunemente otro tanto, invitáron á Lanza á jugar.
—Yo no juego porqué no sé ni he jugado nunca, respondió Carlo, ademas aunque jugase, tengo muy poco dinero sobre mí.
—Eso poco importa, le respondiéron tentándolo, su palabra es dinero para nosotros, así olvidará el mal rato que le ha dado Scotto.
Los jugadores se habian entendido con una rápida mirada para pelar á Lanza.
Este pensó que aquella era una brillante ocasion de desquite.
Podía ganar una buena suma, y si perdia, con no volver mas allí estaba saldado.
Sin embargo, y creyendo engañarlos mejor, se resistió un momento.
—No me gusta jugar sin dinero en el bolsillo, dijo, porqué no me gusta quedar debiendo; aunque no sé jugar, otra vez tendré el gusto de hacerlo.
No nos haga la ofensa de decir eso, le replicáron; juegue lo que trae, y si pierde, pagará mañana ó cuando le dé la gana.
Lanza se dejó tentar por el negocio que se le presentaba y sacó quinientos pesos, dejando cien como único fondo de reserva.
Los jugadores echáron cartas y empezáron á jugar flojito y familiarmente.
Convenidos con una sola mirada para desplumar á Lanza, empezáron á dejarse ganar para entusiasmarlo, y hacerle perder toda prudencia.
—Pues para no saber, le decian, no lo hace mal; si nos descuidamos nos va á poner en apuros.
Lanza se dejó engañar, mordió el anzuelo, se vió con unos cinco mil pesos por delante y empezó á jugar mas grueso.
El que tallaba tenia unos diez mil pesos de banca.
Otro jugador invitó entónces á Lanza para copar aquella banca en sociedad.
—Está de suerte, le dijo, no la deje perder y cope la banca en sociedad conmigo.
Cinco mil pesos cada uno, apúntelos copando á la carta que le guste mas.
Trémulo de emocion y de deseo, Lanza aceptó la invitacion y copó sobre la primera carta que salió.
Y en medio minuto mas, Lanza se encontró sin un centavo por delante; habia perdido el copo y la banca quedó aumentada á veinte mil pesos.
Aquel golpe medio desconcertó á Lanza.
—Eso es natural, le dijo el nuevo socio que le habia salido; no todos los golpes se ganan, pero usted está de suerte.
Copemos á medias la otra banca, con veinte mil pesos, y así lograremos rehacernos.
—Es que no tengo mas dinero, respondió Lanza vacilante, y es mucho para jugar bajo palabra.
—No importa, ¡caramba! no quiebre la suerte, cope no mas que yo respondo si perdemos, pero cope á su inspiracion, que la suerte está con usted.
Lanza copó; copó y perdió como en la jugada anterior, quedando empeñado en diez mil pesos que le correspondian.
Su adversario ni siquiera pareció conmoverse.
Su socio pagó los diez mil pesos que le correspondian y los que correspondian á Lanza, con la mayor frescura, y le dijo:
—Hay cuarenta mil pesos de banca, cópelos en sociedad; se el último golpe, es el último golpe y es seguro que lo ganaremos, no tenga duda.
—Puede copar, agregó el banquero, pero no necesita que nadie ponga por usted.
Si pierde, tendré el honor de ser su acreedor.
Lanza se sintió poseído de un vértigo de ambicion.
Miró aquel monton de billetes de banco, pensó que todo aquello podia ser suyo en un solo golpe de fortuna, y aceptó.
Su socio copó la banca á un siete, que salió primero, y todos claváron la vista en el naipe, de donde empezáron á caer las cartas.
Nunca habia pasado Lanza por una emocion tan fuerte.
Aunque queria disimularlo, temblaba todo de una manera nerviosa.
El deseo de ganar era inmenso y el vértigo de los jugadores lo habia acometido.
El banquero suspendió el tallo y miró sonriente á los jugadores.
—¿Quieren retirarse? les dijo, si quieren retirarse lo permito.
—Por mi parte no consiento, dijo el socio de Lanza, ese copo es ganado por nosotros: ¿qué dice compañero?
—No me retiro tampoco, respondió Lanza sordamente, no me retiro, tengo fé en la jugada y en la buena mano de mi compañero; siga pasando las cartas.
El banquero sonrió é hizo á sus compañeros una seña que no fué perceptible para Lanza, aunque fué comprendida por aquellos.
Aquel cambio de señal habia querido decir:
—¿Le caemos?
—Cáigale.
A las cinco cartas corridas la partida habia terminado y Lanza habia perdido.
Su socio manifestó que no le alcanzaba el dinero para pagar el todo.
—Pague por su parte no mas, que el señor se entenderá conmigo, dijo el banquero, por lo perdido y por todo lo mas que quiera jugar.
—¡Oh! no juego mas, respondió Lanza, cuya palidez era intensa.
Me parece que para un debut es bastante.
Habia perdido treinta mil pesos y no tenía mas que cien para responder á su deuda.
—Puede jugar todo lo que quiera, respondió el banquero, no se acobarde, que en un solo golpe de suerte puede desquitarse de lo que ha perdido.
Lanza fijó en diez mil pesos mas lo que iba á jugar y los puso en una sola carta, volviéndolos á perder como habia perdido lo demas.
—Ahora sí me retiro, dijo, porqué si sigo jugando voy á perder todo cuanto tengo.
No estoy de suerte.
Y se levantó de su asiento, pero siempre aparentando la mayor indiferencia, aunque en su cabeza sentia el estallido de un volcan.
—Treinta mil pésos que usted me pagará cuando le dé la gana, murmuró el banquero, guardando los billetes que tenia delante.
—Diez á mí, añadió su socio, que tampoco me corren prisa.
—Luego los tendrán aquí, respondió Lanza, han hecho ustedes demasiado honor á mi palabra para que no me apure en pagarles.
Tomáron juntos una nueva copa y se retiráron cada uno por su lado como los mejores y mas viejos amigos.
—¡Cuarenta mil pesos! pensaba Lanza, ¿y de dónde los voy á sacar?
Y aunque los tuviera, confieso que no los pagaria, porqué á mí me han ganado en combinacion, no me cabe duda.
Me dejáron ganar al principio para confiarme y darme despues el golpe con seguridad: ¡se van á divertir con el resultado! ¡el zonzo les ha salido mas vivo que ellos!
Lanza entró á su hotel ya muy entrado el dia.
Estaba enfermo, febril, no por los cuarenta mil pesos que habia perdido sobre su palabra, que poco le suponian, desde que no los habia de pagar, sinó por los quinientos pesos que habia distraido de su capital y que lo reducian á una condicion miserable.
¿Cómo atenderia en adelante á sus necesidades?
¿Qué sería de él cuando hubiera gastado el último peso de los cien que le quedaban?
¡Aquel maldito Scotto! y ahora que no podria ir mas á la casa de juego donde podria encontrarlo!
Lanza ganó la cama muy enfermo.
La impresion de todo lo que le habia sucedido aquellos dos dias concluyó por tumbarlo.
Felizmente cuando él entró, la señora Nina no estaba en casa, porqué ya se habia ido al mercado.
Y se recogió, encargando al mozo que lo llamase cuando ella viniera.
Se sentia tan enfermo, que creyó que si no se ponía en asistencia, podia muy bien llevárselo la trampa.