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Charla de viejo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CHARLA DE VIEJO


Como la puerta de mi escritorio está entornada, siempre que en ella dan un golpe con los nudillos tengo la amabilidad, á despecho de cierto joven que dijo que el doctor Patrón y yo somos un par de ogros intratables, de contestar:—¿Quién es? y pase quien fuere.

Con la entrada del nuevo siglo me declaré escritor jubilado, me despedí del oficio de emborronar papel para el público, y guardé la pluma literaria bajo llave, jurándome no entintarla sino impelido por fuerza mayor.

Bien dice el aforismo francés: qui a bu boira, pues el intríngulis está en hacerle llegar á la nariz el bouquet ó tufillo del buen vino. Vínole en antojo á un señor que firma Amigo de Tejerina, muy señor mío y mi dueño, dar un golpe á mi puerta para hablarme de mi chifladura, si, señores. Han de saber ustedes que yo soy un chiflado del siglo xix, y que mi inofensiva chifladura consiste en preocuparme de cuestiones sobre gramatiquería y lingüística castellana. Una mala concordancia, por ejemplo, en pluma que estimo como castiza y correcta, me crispa los nervios. Nunca fumé cigarro con exterioridades de habano y realidades de hamburgués.

A los muchachos de mi tiempo se nos forzaba á pasar cuatro años aprendiendo latín y nociones de griego. Esta circunstancia, unida á la de que, en las pocas y pobres librerías de la capital, era difícil encontrar libros en francés, inglés ó alemán, influyó para que aquellos jóvenes de mi tiempo, picados por la tarántula de las aficiones literarias, se diesen un hartazgo de lectura con las obras de los grandes hablistas castellanos desde el siglo xiv hasta nuestros días juveniles, en que la batuta de la literatura española estaba en manos de los románticos Espronceda, Zorrilla, Arolas, etc., etc. De este hartazgo de lectura castellana nació mi ya incurable chifladura ó apasionamiento por la lengua de Cervantes. Peor habría sido que me acometiese la chifladura politiquera.

Hoy pasa lo contrario, y no sabré decir si para bien ó para mal de las letras. La juventud hace ascos al latín y al griego; lee pocos libros castellanos y muchísimos franceses; y el cerebro, como es natural, se amolda á pensar en francés, traduciendo el pensamiento al idioma nacional con no escasa incorrección. Así me explico que sean ya numerosos en mi tierra los afiliados á esa jerga llamada decadentismo y que, en puridad de verdad, tengo por decadencia. En fin, para todo pecado hay bula, y ya veo con gusto á dos ó tres inteligentes jóvenes en vía de arrepentimiento.

No es tan numerosa ó rica, como generalmente se propala, nuestra habla castellana. Noble, solemne, robusta, armoniosa, flexible y lógica en la sintaxis, que es el alma de toda lengua, convengo; pero, ¿rica?... Tinta no poca he consumido probando lo contrario en mis librejos. Felizmente va ganando terreno en la docta corporación la idea de que es quimérico extremarse en el lenguaje, defendiendo un purismo ó pureza más violada que la Maritornes del Quijote. Lengua que no evoluciona y enriquece su Léxico con nuevas voces y nuevas acepciones, va en camino de convertirse en lengua litúrgica ó lengua muerta. Con la intransigencia sólo se obtendrá que el castellano de Castilla se divorcie del castellano de América. Unificarnos en el Léxico es la manera, positiva y práctica, de confraternizar los dieciocho millones de españoles con los cincuenta millones de americanos obligados á hojear, de vez en cuando, el Diccionario. Hay que convencerse de que la revolución en el lenguaje es una imposición irresistible del siglo xx, pues como dice Miguel de Unamuno, catedrático salmaticense, vinos nuevos no son para viejos odres.

Creo como usted, señor Amigo de Tejerina, y también mío si usted permite, que nada hay de más democrático y en que más impere la ley de las mayorías que el lenguaje. No son los doctores precisamente los que imponen tal ó cual vocablo, sino el uso generalizado, y ese generalizador irresistible es siempre el pueblo soberano... hasta en la plaza de Acho. Vea usted algunos ejemplitos en materia de acepciones y aún de género gramatical. El día en que por primera vez funcionó en Madrid el ferrocarril urbano, habló el académico don Alejandro Oliván sobre la conveniencia de dar nombre á esa novedad, y desde aquella sesión se incorporó en el Léxico la palabra tranvía, sólo que don Alejandro le asignó por género el femenino. El pueblo se negó á decir la tranvía, y á la postre su negativa se ha impuesto á la Real Academia, que nada tiene de democrática y sí mucho de autoritaria, como cuando nos enseña que llamemos lengua quechúa ó quichúa á la que desde los tiempos de los Incas hasta los de nuestros republicanos gobernantes se llamó quechua ó quichua, y lo notable es que ya hay en mi tierra dos novedosos predicadores de la innovación ortográfica. Desde la última edición del Diccionario aparece el tranvía, masculinizado (adjetivo ó participio, que aún no tiene sanción académica).

La Academia sostuvo durante siglo y medio, que el verbo verificar no admitía otra significación que la de comprobar. Verifique usted esa cuenta, era como decir compruebe usted su exactitud ó verdad. Pues dale que le darás, se encaprichó el pueblo en que verificar había de significar también efectuar, realizar, acontecer, y á la postre tuvo la Academia que someterse declarando que no era incorrecto escribir, verbi-gracia: Ayer se verificó el matrimonio de don fulano con doña zutana. Un académico, famoso por su intransigencia, y que en cada pelo del bigote se encontraba escondido un galicismo, declaró guerra sin cuartel á la locución tener lugar. Pues la locución se empeñó en vivir, y ya no hay académico que tenga escrúpulo de monja boba en decir ó estampar:—Ayer tuvo lugar la recepción solemne de don X. Antes se desplome la bóveda celeste sobre la Academia, y perezca la lengua, y perezcamos todos, que dar entrada en el Diccionario á la palabra gubernamental, clamoreaba ha cuarenta años el caprichoso académico Baral. Pues no hubo ni un temblorcillo y la voz campa ya muy fresca en el Diccionario. Por eso no desespero de que los verbos presupuestar, clausurar é independizar, por los que tanto he bregado y brego, así como la locución terreno accidentado, alcancen carta de naturalización en el Léxico. Y no sigo con más ejemplos, porque eso sería el cuento de la buena pipa.

Empiezo á convencerme de que no hay corporación más dócil que la Real Academia, y de que yo anduve un mucho desatinado y con los nervios en total sublevación cuando, en las veinte sesiones á que concurrí en el ahora leyendario caserón de la calle de Valverde, comprometí batalla ardorosa en favor de más de trescientas voces que, en América, son de uso corriente. Yo ignoraba que con paciencia y saliva se alcanza todo en España.

Curiosa idiosincracia la de ese pueblo. Está usted vestido de levita y con chistera y guantes, entre la muchedumbre más ó menos desarrapada, empeñado en abrirse camino á fuerza de empujar á los delanteros, y no logra avanzar media pulgada. Pero dice usted cortésmente: «Permítame pasar» y le abren campo diciéndole: «Pase usted, caballero». Vaya usted con orgullitos y presunciones fundadas en la indumentaria de levita, guantes y sombrero de copa, y se clava con clavo de tuerca y tornillo. En esta idiosincracia, si no miente el licenciado Montesinos, éramos idénticos á los españoles de ogaño los peruanos del siglo xvi. Tuvimos en Lima todo un Oidor de la Real Audiencia llamado don Fernando de Santillana, el cual decía: «Al perulero, para que no se tuerza, hay que darle con maña y no con fuerza».

Cuatro cuartos de lo mismo sucede en la Academia Española. Mi idiosincracia, hasta entonces batalladora, me proporcionó una derrota cada noche, fracaso del que me consolaba murmurando: «Causa, victrix Diis placuit, sed viola Catoni, que para mí Catón era mi inolvidable y queridísimo amigo don Ramón de Campoamor, cuyo voto nunca me fué adverso. Gratísima sorpresa tuve, pues, cuando, transcurridos siete años, llegó á mis manos la última edición del Diccionario, y encontré en ella casi la mitad de los vocablos por mí patrocinados, figurando entre ellos los verbos dictaminar y tramitar, en defensa de los cuales agoté mi escaso verbo.

¿Qué había pasado? Que con paciencia y saliva, mi sabio compañero don Eduardo Benot, el ilustre autor del libro Arquitectura de las lenguas, se puso al frente del elemento nuevo, y secundado por don Daniel Cortázar y otros noveles académicos, sin pelear batallas, pasito á pasito, un vocablo hoy y otro mañana, hizo aceptar la lista de voces, que, por entonces, publicó El Comercio.

Como la charla va haciéndose larguita, pongámosla remate y contera entrando en el meollo del artículo que la ha motivado.

Tiene razón el Amigo de Tejcrina, hasta más arriba de la coronilla, al decir que lo nuevo reclama é impone la creación de voz apropiada.

No opina así la Academia, pues rechaza la palabra cablegrama, aferrándose en que basta y sobra con telegrama, como si fuera cosa igual la transmisión de un despacho por intermedio de hilos ó alambres eléctricos y la misma acción por intermedio de cables marítimos. La formación de ambas voces, en buena filología, no puede ser más correcta. Telegrama viene de los vocablos griegos tele (lejos, distancia) y gramos (escrito) como cablegrama tiene por raíz kalo que significa cable. No disparataron ciertamente los que, en la prensa, preferían el kalograma al cablegrama.

El adjetivo inalámbrico nunca se había empleado antes de ahora, y tengo por seguro que la Academia no lo desairará. Tal vez llegue á ser inalamgrama la voz con que se bautice al nuevo aparato, ó bien sinalamgrama; pero no sinalambrama, pues en la formación de la palabra no habría de prescindir la corporación de la desinencia grama. Esto sería romper con las leyes filológicas.

Lo que sí me atraganta es aquello de marconigrama, por la fundada razón que voy á exponer.


Cuando Mr. Daguerre, allá por los años de 1830 á 1840, hizo no el invento, sino el descubrimiento de fijar la imagen con auxilio del rayo solar, la Academia adoptó la voz daguerrotipo como la más apropiada para bautizar esta novedad, honrando á la vez el nombre del mortal que le diera vida. Después, sobre la base del daguerrotipo vinieron la fotografía y la mar de inventos que mejoran ó perfeccionan á aquél. Aquí cabe lo de gracias á Mr. Daguerre, lo de la fábula, gracias al que nos trajo las gallinas.

Si el inventor del telegrama hubiera sido el italiano Marconi, sería justiciera y acaso hasta correcta la palabra marconigrama; pero Marconi ha venido como los fotógrafos y demás, hasta después de existir el cablegrama. Sin las gallinas telegrama y cablegrama, generadoras de la supresión del alambre y cable eléctricos, seguiría en el limbo el nuevo invento que no pasa de ser un progreso del primitivo, como fijar la imagen sobre el papel albuminado fué mejoramiento de la plancha ó lámina metálica de Daguerre.

Lo que es al aerograma (no aereograma, que no sería castizo, como no lo es decir aereonauta en vez de aeronauta), le niego mi pobre voto. Sería un vocablo muy rebuscado y tal vez falso, pues aun no está suficientemente demostrado que en la teoría de Marconi sea el aire atmosférico el factor más importante.

En conclusión, mi opinión es (y si no vale, que no valga) que serían de buena cepa castellana las palabras sinalagrama ó inalagrama, y sus derivadas análogas á las de telegrama y cablegrama, y que no estaría en lo discreto la Academia insistiendo en rechazar este último vocablo que ha adquirido ya, entre nosotros, hasta carácter histórico, después de la zalagarda á que dió campo el cablegrama de mi amigo Carlos Wiese.

Perdone la gran lata ó kinderyarteo el señor Amigo de Tejerina, y créame muy suyo atento y s. s.