Chicho

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CHICHO

-¡V

ai per la via petrosa, figlio mio! — solía decirle la madre en sus reprimendas de buen sentido y de amor.

Pero la sentencia, expresada con habitual quejumbre típicamente napolitana, alborotaba a Chicho tanto como cuando cambiando de tono doña Carmen exclamaba irónica al verlo entrar:

—¡Pronto, pronto la comita, que viene l'emplegato!

La buena mujer, menuda, expresiva, fingía a las mil maravillas el aspaviento de la sirvienta tomada en falta de retraso por el amo grave e importante.

Recalcaba en lo de empleado, titeando así a su hijo por la pretensión de fineza y la preocupación del qué dirán, vicios criollos que le habían impedido ganarse la vida y ayudar a la casa con la primera ocupación hallada al paso.

Entonces Chicho se descosía a bravatas y perversos dicharachos en habla maleva, cosechados con fruición a lo largo de su descarriada juventud.

Eso de no avenirse los hijos a la sencillez de medios de los padres es común en Buenos Aires.

Chicho, napolitano como sus padres y hermanos mayores, había llegado con ellos al país a un año de edad. Recibió su instrucción en los colegios del Estado y allí bebió o alimentó la vanidad de creerse un ente social distinto de los demás miembros de su familia.

Es ese un efecto muy corriente de deseducación producido por el colegio, donde los niños afectan hábitos propios de una posición que no es la de ellos y se contagian entre sí de esa mentira.

Y más tarde, si no se tiene empleo digno de la falsa importancia creada, se cae en la mala vida.

Chicho, hombre ya, pretendió varias veces volver sobre sus pasos y reeducarse por su propia iniciativa y esfuerzos. Luchaba entonces cuanto le era —dable. En una de tantas veces, la más meritoria por lo larga, logró cursar una carrera de tres años, mediante una pequeña beca, y cuando tocó cumplir a los mozos del aula el mes final de experiencia, no pudo resistirse a sus frecuentes ímpetus de quijotismo perverso y cometió una enorme gracia reída por los otros pero llorada luego por él.

Aquella gracia fué su perdición: anuló su carrera.

Casi siempre fuera de su casa, desde entonces vivió sin pie ni cabeza, aunque parecía querer convencer a todos de que usaba ambas cosas con tanta sensatez como poca suerte. Detenía a uno en las calles de mayor actividad tan sólo con ese fin persuasivo. Pero echaba a perder adrede su relato. Después de admirar por la flúida precisión con que explicaba una aventura política o comercial en que estaba metido y que le reportarían un puesto espectable o pingües ganancias, salía refiriendo hazañas mejores, de las que era el héroe: trompeaduras, viles acciones, hechos de sangre, enamoramientos de meretrices que le querían administrar la existencia, y todo ello lo aderezaba con posturas y ademanes que tenían algo de felino, amagos de canchada y risas para festejarse a sí mismo.

Yo siempre le creí la mitad de lo malo como de lo bueno que me refería. Notaba que quería asombrar y despertar envidia a la vez suponiéndosele terribles capacidades y generosidades de perdonavidas. Y día tras día pronunciábase en él mayormente el afán de crearse una fama infame.

Cuando lograba zafarme de él, lo que una vez atrapado me costaba una hazaña más real y difícil que las suyas, poníame a recordarlo niño y escolar, y no comprendía cómo el mejor alumno en historia antigua cual había sido, aquél reseñador de los grandes hechos de César que poseía y sabía de memoria una historia romana voluminosa, desviara su amor a la acción brillante hasta degenerarlo en un prurito de hechos delictuosos y repulsivos.

Cuando se confesaba vivir normalmente porque había logrado "algo", le insinuaba la idea de volver junto a los suyos. Nada más mal empleado con él que todo intento de buen consejo. El, sin embargo, como siempre, quería demostrar que tenía razones para no atenderlo. Sacaba a relucir su último combate descomunal librado contra su hermano mayor, ante madre y hermanas espantadas. Trompis, insultos descalabrantes, cuchillos en alto, revólver pronto a hacer saltar los fraternales sesos... Y pagaba yo mi propósito moralizador con nuevas historias infamantes, pues él no paraba en simples baraundas caseras.

Ultimamente estaba ya fatigado. El buen mozo de tipo moruno que fuera, completado por la espesa barba que había decidido dejarse, carecía del aire elegante de antaño. La parálisis lo iba ganando. Sus grandes ojos, que acaso muchas porteñas recuerden por lo negros y bellos y porque eran dulces y altivos en el mirar algo cínico, tenían ya un poco de súplica cuando los amigos parecían no quererse detener. El no podía pasarse sin referir sus patrañas.

Un asunto que no cambiaba, que tal vez se hiciera crónico como su parálisis, lo ocupaba en los últimos años. Ese asunto se habría siempre de resolver al siguiente día. Era una transacción que le dejaría en el acto veinte mil pesos de ganancia. Mostraba el papel del contrato golpeando sobre él con los nudos de la mano. El gozo con que entonces reía descubriendo sus blanquísimos dientes entre la barba negra, era el de quien ha logrado una presa, un demonio de presa largamente perseguida.

—¡20.000 pesos, hermanito!—Y volvía a reir y a hacer el ademán de agujerearnos el vientre con un estoque.

De repente Chicho desapareció. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado. En la familia, no había dato alguno. Madre y hermanas se afligían, lo lloraban. Era la oveja extraviada de aquel redil.

Los años transcurrieron, y nada. Cada vez que iba yo por noticias a la casa, salía desgarrado. El pesar de la madre de Chicho me conmovía y desesperaba, pues no me era posible mitigarlo. A veces pensaba haberlo provocado con mi visita y me remordía por ello.

Por fin, la semana pasada recibí, con la sorpresa de un aereolito caído a mis pies, una tarjeta postal de Chicho que sus hermanas se encargaron de remitirme. Está fechada en Gaeta, Italia, y dice: "Baci, carezze, dice la canzone, e saluti cordiali assieme a la tua famiglia manda el tuo amico Chicho".

—¡En la guerra! — exclamé — ¡En la guerra los cuatro años de ausencia!

Y me eché en cara el no haber pensado en esa posibilidad, el no haber creído a mi amigo de la infancia capaz de un bello gesto digno de quien había sido un admirable comentador de César.

Cierto es que yo jamás pensaba en que el ausente era italiano. Pero mi deslumbramiento lo recibí al siguiente día, cuando la hermana de Chicho, cuyos ojos lo recuerdan vivamente, me leyó la carta del perdido, tardía pero triunfal, que refiere su viaje, su presentación a tomar las armas, las peripecias de la lucha, los sucesivos grados y honores militares ganados, su casamiento en Gaeta, su completa regeneración.

Es ese un beneficio de la guerra, pensé, creyendo adivinar resultados morales que aliviasen la visión de la matanza más espantosa que vieron los siglos.