El cerco de pitas

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EL CERCO DE PITAS

I

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fi fiu, hiu hiu hiuuu!...—silba uno de los carreteros. Y en pos de ese silbido que lo distingue de los demás, se oye el "¡mulaa!" y el sonar de cohete del látigo.

Ya el día brilla sobre el mar.

Al paso de las carretas que vienen de los médanos cargadas de arena, el modo original de azuzar a las bestias, repetido antes de que el silbador llegue frente a la tranquera, ha logrado intrigar a doña Rita. Y, desde la cama, y arrullada en su dulce vigilia por cacareos de gallinas, gruñir de cerdos, rumor de frondas y bullanga de pío píos, la obstinada señora ha creído tener una revelación, pues el silbido ese no se produce sino a la hora en que Carmen, su sobrina, sale en busca de la leche. Doña Rita llama a la moza; pero ésta no viene.

—¡Carmen! ¡Carmen! — repite.

La negra Casimira, que desde antes de amanecer se halla junto a la batea, lava que lava, asómase a la alcoba y dice en su media lengua y no sin zozobra que la niña Carmen fué al tambo.

Y la vieja criada, cuando se vuelve, no lava ya a compás. Presiente que doña Rita ha dejado la casa, movida por alguna de sus peregrinas ocurrencias.

En efecto: al rato ve que la señora, alejada entre los duraznillos y laureles que dan sombra al patio, va, como juntando ramas caídas, hacia la tranquera cerrada entre dos sauces.

Si estuviera convencida Casimira de que por sólo las leñas se ha levantado su ama, ya se apresuraría a ofrecerse para reemplazarla. Pero bien sabe la criada vieja lo zorra que es doña Rita.

Esta ha llegado ya a treinta pasos de la tranquera, y se ha detenido. Ha visto, junto a uno de los sauces, a un mozo de chambergo echado atrás. El hombre, cuyo rostro se anima al hablar, se inclina sobre la cabeza abandonada de Carmen. Apenas logra ver esto cuando el Sultán, que a los pies de los enamorados reposaba, viene hacia doña Rita, salta y ladra en redor de ella, y destruye con su alegría un idilio confiado y un atisbo perspicaz.

Jarro en mano, ruborosa la cara morena, gachos y mirando de soslayo los grandes ojos negros, pasa Carmen junto a doña Rita, y, animándose, da los buenos días.

La tía, como si no hubiese oído, dirígese al Sultán que le roza la mano apartadora con las largas lanas crespas.

Bandido de perro! ¡ Anda: dejame quieta!

Carmen, medio volcando la leche con la premura de llegar a casa, pregunta a Casimira:

—Yo creo que no nos vió, ¿ verdad?

—¡Ay! ¡Yo cleo que sí, niña! responde la criada muy por lo bajo, con disimulo.

II

A medida que en la nueva mañana crece el rumor de las carretas, el sol abre una nube que lo ocultaba y se derrama sobre la mar que cabrillea como plata en hervor; sobre los médanos de oro pálido; sobre el verde movedizo de los árboles que rodean las chozas de los pescadores, y llega más aquí, donde cargan la arena, y alcanza ya a la carreta que avanza próxima a las pitas de la casa.

¿No es la de Nicanor esa carreta? El cuidado de Carmen, la inquietud en la criada confidente, lo origina la posibilidad de que el mozo, creyéndose acechado por doña Rita, suspende esa mañana el silbido anunciador.

Por eso está la joven encaramada en un tiesto, mirando por sobre el cerco hacia los médanos distantes de donde vienen los areneros.

Avivan su rostro, lleno de emoción, la luz y la brisa marinas.

La negra a su lado teme y, recelosa, no deja de mirar a la casa.

— Qué locura! exclama de pronto la joven, saltando al suelo. Ambas se han estremecido al llamado del carretero, más agudo que nunca. Y temerosas han ido a informarse de si aquel aviso infernal logró despertar a la señora.

Doña Rita, a estar despierta, hubiera visto aparecer en la puerta de su alcoba, primeramente el rostro sonrosado de la joven y luego la cabeza de ébano de la sirvienta.

—¡ Duerme ! — dice la joven.

— Milaglo! — contesta la negra.

¡Huí fi fíu, híu híuuu!...—viene el silbido de afuera, y en pos el "¡mulaa!" alargadísimo y el chasquido estallante del látigo.

Las dos mujeres se miran y no pueden hacer menos que reirse, tras el renovado susto.

—Si tía Rita se levanta, das tres golpes con el jabón en la tabla ¿eh?—ordena Carmen a Casimira, a quien deja bajo el alero.

—Ta güeno, niña — dice la negra, que no las tiene todas consigo. ¡Dios y la Vilgen nos ampare!

Carmen se va con su jarro. Casimira ha comenzado a lavar, suavecito, pensativa.

III

El mozo desde el camino y la moza desde adentro, quedan mirándose, interrogantes, sobrecogidos de terror. La tranquera aparece como embrujada.

Tres lazos de tiento cuelgan de ella hasta el suelo, uno cerca de cada sauce y otro en el centro.

—¡Los lazos de tía Rita! — exclama alarmada la joven.

—¡Pa su entierro! — concluye Nicanor, no con tanta broma como respeto.

Los lazos con que doña Rita atrapa cuanto gato, zorro y hasta ratero de gallinas se atreve a meterse en sus dominios, son famosos de tiempo atrás en toda la comarca.

—¡Oh! ¡Yo entro! — prorrumpe impaciente el mozo.

—¡No te muevas, Nicanor!

Los endemoniados lazos afligen a Carmen. Debido a ellos, ni el cortejante podrá entrar ni ella buscar la leche.

—¡Bah! ¡Me meto nomás! ¡Vas a ver cómo desde adentro los deshago!

—¡Te lastimarás! ¡Qué hombre éste, Dios mío!

Carmen sospecha que su galán llevará a cabo una de esas hazañas de enamorados, absurdas pero sublimes, que hacen sufrir y gozar a la galanteada.

Ni más ni menos. Ahí lo tiene a su gentil carretero, de bruces, arrastrándose lentamente, rojísimo a tanto hacer para poder pasar entre las dos pitas menos estrechas del cerco.

—¡Oh, Nicanor! — ha exclamado Carmen, después de mirar, más alarmada que nunca, hacia la casa. — Puesta en cuclillas, toma una mano del esforzado y tira.

¿Qué hubiera hecho el Sultán, a estar allí? Quizás hubiese querido salir, en busca del amigo de su amita, quedando entonces preso en alguno de los lazos.

Pero... es que se halla precisamente en la tranquera, sujeto de una cadena que tiene doña Rita, quien lo tironea y amenaza en silencio. Ambos están fuera, en el camino. Aguarda la señora que la "violación de domicilio" se cometa para salvar la tranquera y tomar "in fraganti" al casal.

La negra, sin abandonar su fregado, mira la doble escena, desde allá junto a la casa, con unos ojos que se le quieren salir de las órbitas. La temerosa, cuando fué a ver si su patrona seguía durmiendo, halló la puerta cerrada y el ojo de la llave tapado.

Y no quiso saber más, abrumada al fin de responsabilidad.

Entretanto, doña Rita había salido por la excusada puerta de sus célebres capturas nocturnas. Y ahí está ahora, pasando entre los lazos que recoge con la mayor naturalidad, mientras los enamorados, a quienes vió besándose, se quedan estupefactos primero, azorados luego, con la evidencia de tener a dos pasos a la terrible cazadora. Esta ha soltado al Sultán, el cual festeja en vano a los desazonados amantes.

Andá a buscar la leche, vos!

dice doña Rita a su sobrina, la que recoge la jarra y permanece indecisa un instante, alargando un pañuelo ensangrentado a Nicanor.

—Señora, dispénseme...—se apresura a balbucear éste, tomando el pañuelo y deseando marcharse detrás de la moza.

—No. Vos podés pasar. ¿No estás de visita? Entrá, nomás: no andés titubeando. Te voy a dar agua para que te laves—ordena doña Rita indicando la casa.

El mocetón, con los pantalones manchados de tierra, la blusa rota a lo largo de una manga, la frente cruzada por un gran rasguño que mana sangre, el sombrero entre las manos desasosegadas, va adelante de doña Rita con aspecto de prisionero.

Al rato se halla en la cocina, inclinado sobre una palangana. Doña Rita, que lo observa, toma el primer mate de manos de Casimira.

—Dejá la leche— dice a Carmen que regresa y cepillale el sombrero. El rajón, eso sí, te lo llevarás como un recuerdo agrega para el mozo:

—así otra vez no me tomarás la casa a traición.

—Señora! — exclama el mozo suplicante, con la toalla en suspenso.

—¿Qué? ¡Ya, ya te comprendo! Te venís todos los jueves a ver a tu dama.

El carrero, todavía con expresión de súplica, permanece frente a doña Rita, mientras devuelve el lienzo y recobra el chambergo.

—¿No te basta?

Carmen, no tan atemorizada al cabo, pone asimismo cara de ruego.

—¿Ajá? ¿Vos también haciendo pucheros?

—Señola — se insinúa como árbitro la criada, viendo la situación salvable: — cleo yo que quedlán vese todos los días.

—Bueno: aceptado. Se viene usté por las mañanas concluye muy explícita doña Rita, mirando firme al joven y cambiando el tratamiento de tú por el de usted, para hacer, según es costumbre criolla, más imperativa la palabra. — Toma usté dos mates que, en mi presencia, le cebará ésta... ¡A ver, descarada, ya podés comenzar a dárselos!... Toma usté dos mates, como le digo, y sigue otra vez con su carreta.

—¡Gracias, doña Rita!

—¡Ah, che! Y haceme el favor: suspendé el pito ¿no? Sí, bien me comprendés: que no te anunciés chiflando.

El carrero, al par que devuelve el segundo mate a la moza, bosqueja un gesto que expresa:

—¡Bah! ¡Ya no es necesario!

Y, momento después, en la espléndida mañana rumoreante de gorjeos, deja Nicanor la casa de Carmen, acompañado por el Sultán que brinca como un descosido. Al recobrar su carreta, ve que otras dos se hallan detenidas detrás, mientras sus conductores fuman tranquilamente sentados a la sombra de las heridoras pitas.