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Cuesta abajo (Leopoldo Alas)/Día 11 de enero de 18...

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

11 de enero.–No pretendo describirme a mí propio el paisaje que se ofreció a nuestros ojos cuando, después de llegar a la vega y de subir por la pomarada que se llama el Castelete, vimos de repente, muy cerca, como quien lo tocaba con la mano, todo El Pombal que teníamos enfrente, al otro lado de aquella hondonada de maíz, que parecía el hueco de una gran ola verde. Estas memorias no son descriptivas sino allí donde a mí me conviene; y, además, de las cosas y personas que no he de pintar sino aquello que en mí haya dejado impresión y que especialmente me importe por cualquier concepto. Aquella tarde, en aquel momento en que a lo mejor podía hallarme a un paso de las señoritas a quien había que alargar la mano y saludar como un caballero, no estaba yo para contemplar cuadros de la naturaleza. Aquella misma vista general de la posesión de mi mujer miles de veces me llenó el alma y el sentido, y ahora con cerrar los ojos veo todo aquello como una cámara oscura podría verlo si tuviese conciencia de lo que refleja; pero entonces sólo noté que estaba más cerca todo aquello que yo estaba acostumbrado a ver desde la meseta de mi colina; que el castillo, que quedaba a la izquierda, en un altozano de hierba de segar muy alta, tenía las piedras comidas por el tiempo, y que la hiedra le subía por los muros como si fuera una caries. De lo que yo comparaba a un templo griego levantado en una ladera entre follaje, distinguí, como si dijéramos, las facciones, que eran las puertas, las ventanas y balcones, la solana, el terradillo y la escalera exterior de sendos tramos laterales, y un descanso y una balaustrada modesta y risueña, bordada de enredaderas; todo esto delante de una puerta al uso del país, de la aldea, es decir, de una puerta de un solo batiente, superpuesto, de modo que la parte de abajo quedaba cerrada durante el día, mientras no tenía que dejar paso. Se abría la parte superior, y parecía aquello un balcón. La casa del Pombal, toda blanca, con las maderas y hierros de verjas y balcones todo verde, estaba como empotrada en la espesura del monte que por detrás del edificio seguíase viendo, cargado de árboles cuyas copas formaban sobre el terradillo y los tejados de pizarra toldos, pabellones y hasta mosquiteros si así quiero figurarme aquella frescura gárrula y movible, que vertía la sombra como un rocío, y cantaba, pulsada por el viento, un poema de alegría con su contraste puro entre el cielo azul y las paredes blancas. Mi madre, al llegar a lo alto del Castelete, sudaba, encendido el rostro, y me sonreía como para darme ánimos.

Se detuvo, apoyó una mano en la cadera, respiró con fuerza, y con trabajo, y entre aliento y aliento, dijo:

–Ya falta poco.

Contempló la huerta, que estaba debajo de la casa, en la falda del cerro, y el jardín, que se extendía por ambos lados del edificio.

–No se ve a nadie. Estarán dentro.

Mi madre, aunque disimulaba, no las tenía todas consigo. Estimaba a la tía como una gran señora, muy buena y muy bien educada, pero... ¿y si estaba resentida? ¿Si le haría pagar tantos años de olvido con un poco de frialdad, poca que fuera? En fin, bajamos del Castelete por el otro lado de la cuesta, llegamos a las tapias de la huerta, que bordeamos, siempre subiendo, y tras nueva fatiga de mi madre, la última, nos vimos en la puerta de la quintana, pues lo era la cortijana del Pombal, aunque cerrada y con ciertos adornos y circunferencias que solía haber en las quintanas comunes de la aldea. La puerta, que era de grandes tablas de roble, estaba entreabierta, pero no nos atrevimos a entrar sin previo aviso, y mi madre buscó en vano campanas o aldabones; y entonces se aventuró a decir con voz fuerte:

–¡Deo gracias!...

–¡Guau! ¡Guau! –contestó un perro, un mastín de color canela, que nos salió al encuentro.

Retrocedimos un poco, porque yo... valga la verdad, he variado mucho de ideas y preocupaciones en materias religiosas, políticas, filosóficas, etc., pero siempre he sido constante en mi racional temor a los perros villanos, la lucha con los cuales, sobre ser casi siempre desventajosa, no puede acarrear gloria de ningún género, y sí un mordisco y hasta la rabia en perspectiva. Mi madre, que empezaba a picarse un poco, gritó:

–¡Quieto, chito, quieto! ¿No hay aquí más portero que tú?

–¡Volante! ¡Torna, Volante! ¡Silencio, majadero! –exclamó a nuestra espalda la voz de una joven que al otro lado de la calleja abría la portilla del prado próximo, de donde ella salía.

–Perdonen Vds...

–¡Emilia! ¿Vd. es Emilia? –dijo mi madre, conmovida, algo temerosa de que no se recibiese la sincera expresión de su enternecimiento como era debido.

–¿D.ª... Paz? ¿Vd... es D.ª Paz... la señora de Arroyo?

Y las dos mujeres se abrazaron y se besaron, y al separarse los rostros, estaban húmedos de lágrimas.

Cada cual lloraba sus muertos, y las dos la tristeza del tiempo perdido, del pasado, que es otro muerto de las entrañas. Emilia se volvió hacia mí, y, alargándome una mano, dijo:

–Este es Narciso.

Había llegado el momento. De la manera más desgarbada me dejé apretar los dedos por aquella mano blanca, pulida, fuerte en su delicadeza, que oprimía francamente, con una cordialidad que me dejó sorprendido.

Unos ojos verdes, con pintas de oro, se clavaron en los míos, valientes y escudriñadores, amables y provocativos, contentos de turbarme y llenos de proyectos.

Emilia Pombal tenía veinticuatro años. Era alta, muy blanca, de frente estrecha y brillante, con cejas abundantes y bien dibujadas, los ojos verdes y poderosos, llenos de pudores interiores; la nariz, fina, aguileña, pero corta; los labios, húmedos y delgados; la barba, carnosa, con un hoyuelo, provocaba a besarla más que los labios, y, con todo, iba un poco en busca de la nariz, que salía al encuentro; pero estas tendencias no eran acentuadas. Después de mirar un rato aquel rostro, parecióme su expresión ni más ni menos que el parecido lejano que toda aquella hermosura de la faz tenía con el aspecto de cualquier ave de rapiña que fuera muy bella, muy bella... pero de rapiña. El encanto de aquella mirada y de aquella blancura hacía desvanecerse a poco la primera impresión de semejanza con un volátil rapaz, a que contribuían, a más de las facciones citadas, los pómulos, un poco duros y altos y demasiado distantes uno de otro. Tenía Emilia el cuello del mejor mármol que se quiera nombrar, pero algo corto; los hombros robustos, airosos, audaces, de una expresión petulante y graciosa, pero muy anchos, así como las caderas, que, redondas y ampulosas, hacían resaltar más el primor de la cintura, todo lo esbelta y delicada que podía convenir a torso tan arrogante.


Dominaba, seducía, exaltaba los sentidos la presencia de aquella buena moza, y a mí, además, por lo tanto, me asustó y me hizo sentir así como un malestar lleno de tentadoras delicias.

Mi madre estaba radiante después de esconder su pena y secar las lágrimas. La acogida que merecíamos a la mayor de las de Pombal no podía ser más halagüeña: no había allí fingimiento, era evidente que aquella señorita estaba muy contenta con tenernos allí, muy satisfecha con la visita, y que la antigua amistad de ambas familias vivía en su recuerdo y revivía en su corazón con sencilla espontaneidad, con fuerza natural y expansiva.

Hablaba mucho, con una voz sonora, como un orador, y precipitadamente, desordenada en su discurso, pero no incorrecta. Su lenguaje era escogido, hasta delicado, sin afectación. No se comía las desinencias en ado, nunca, y, sin embargo, era su pronunciación familiar y corriente.

A mi madre le oprimía la mano de nuevo, con efusión, cuando ella tenía que callar, para que mi madre dijese algo. Preguntaba mucho y le costaba trabajo contener la lengua para aguardar la respuesta, a que a veces se adelantaba, adicionándola o equivocándose; y cuando tenía que callar, se entretenía en eso, en apretar la mano de mi madre, y en gorjeos muy bonitos que eran admiraciones, ahogadas por cortesía.

A mirarme a mí se volvía muy a menudo, y cuando las noticias de mi madre aludían a mi humilde persona, entonces se cuadraba enfrente de su humilde servidor, y me miraba de arriba abajo, y aprobaba con movimientos de cabeza, que también eran a su modo admiraciones.

Comprendía yo entonces ya que me miraba como a un chiquillo, y ahora comprendo, además, que me miraba como a un chiquillo que le hacía mucha gracia por lo que iba teniendo de hombre.

Algo empezaba a molestarme, y aun a humillarme, que en mí todo le pareciese milagro: lo que había crecido, lo adelantado que estaba en mis estudios, lo que me parecía a mi padre, a quien ella recordaba; porque, como dijo:

–Los recuerdos de mi niñez los tengo yo como plasmados aquí dentro. Aquel plasmados (que mi madre creyó, según después supe, una incorrección: plasmados por pasmados) me dio mucho que pensar desde luego.

Todas aquellas impresiones buenas y medianas se desvanecieron en mí cuando de repente Emilia soltó este chorro de agua rosada sobre mi inocente espíritu:

–Este señor D. Narciso no sabe que en el Pombal se le admira, y se le quiere, y se le espera hace mucho tiempo. Yo me sé de memoria muchos versos tuyos, y mi tía guarda recortes de periódicos en que se habla de tus triunfos.

Mi madre prorrumpió en una carcajada, una de las pocas que le había oído hacía muchos años. Aquella risa era la expresión de una gran alegría, de un placer entero que quería ocultarse en aquella forma.

Mi madre no me hablaba nunca, jamás aludía a lo que llamó Emilia mis triunfos, pero me tenía por un grande hombre futuro. «¡Lástima que el mundo, de todas suertes, fuera tan triste, un engaño, pese a toda clase de grandezas!» Sí: yo era para mi madre casi tan notable como mi padre.

«¡Y con ser quien era el otro, se había muerto!» Estas ideas de mi madre se las leía yo mil veces entre ceja y ceja, durante sus melancólicas cavilaciones cuando se quedaba mirando al suelo, con los ojos muy abiertos.

En cuanto a mí, he de confesar que las palabras de Emilia me supieron a gloria. ¡Quería decirse que en aquel Pombal misterioso, que yo contemplaba casi con miedo, tardes y tardes, desde la colina de enfrente, pensaban en mí, y me esperaban, y me querían... y me admiraban... por mis triunfos!

¡Pobres triunfos! No he hablado al lector (¡pobre lector!) de tales grandezas por lo poco que estas fruslerías importaban a la parte seria y digna de mi historia. Como una especie de escoria del trabajo interior de mi espíritu, salían a la superficie, sonsacados por las vanidades escolares, ciertos productos de una precocidad que el mundo no miraba como síntoma de lo que yo podía ser por dentro algún día, sino como habilidad y gracia y maravilla a cuyo valor real, inmediato, presente, se atendía tan sólo. Sí: en este concepto yo había sido apreciado desde mis primeros años como un niño precoz; y bien sabe Dios que, a no ser por ráfagas pasajeras de vanidad, excitada por los extraños, yo no me admiraba a mí propio; y todas aquellas precocidades me repugnaban casi, me daban vergüenza, prefiriendo yo el valor que atribuía a mis adentros a todas aquellas expansiones que a lo sumo eran disculpables.

Débil mi voluntad, por entonces, para esa pasividad en que ha de consistir la defensa del hombre que no ha nacido para los afanes ordinarios del mundo y que no quiere perder la originalidad y fuerza de su idea en una acción insuficiente, floja, inadecuada, me dejaba llevar por la rutina de maestros, condiscípulos, amigos y parientes, para los cuales un chico listo ha de dar a conocer que lo es mediante obras exteriores que sean imitación de las que las personas mayores llevan a cabo.

Dócil a sugestiones de este género, que no me llegaban al alma, yo figuraba en academias de estudiantes y allí me lucía: escribía a veces versos para el público, y se insertaban en revistas y periódicos locales o se leían en veladas poéticas. Si al principio, de los diez a los catorce o quince años, durante lo que yo llamo la edad épica de mi vida, tomé con algún calor estas nimiedades, de los quince en adelante, cuando empieza la edad lírica, procuré huir, en cuanto pude, de exhibiciones de ese género, y cuando no había modo de eludirlas sus resultados me dejaban bastante frío, como si aquellas habilidades fuesen de otro yo muy inferior a mí mismo; como si fuesen res inter alios acta.

De todas suertes, las palabras lisonjeras de Emilia Pombal resonaron en mi alma como una música espiritual, suave y dulce. Una emoción completamente nueva, poderosa, que tenía algo de los caracteres cuasi místicos de mis entusiasmos intelectuales y mucho de voluptuosidad sensual alambicada, me tenía embargado y absorto, como sujeto a aquellos ojos sombríos que se clavaban en los míos y gozaban de las miradas como un paladar que saborea un manjar exquisito.

A todo esto la señorita mayor de Pombal nos tenía parados en mitad de la quintana, sin acordarse de invitarnos a entrar en la casa blanca y verde, que ahora me atraía como ofreciéndome ignoradas delicias.

Mi madre y la robusta habladora de los ojos verdes se olvidaban hasta de andar, con aquella charla nerviosa, precipitada; y no sé cuánto tiempo hubiéramos estado de antesala... en la calle, si la conversación no hubiera llevado a las buenas amigas a hablar de Elena y de la tía... que no estaban en la quinta.

–No, señores: no están en casa: están en el prado Somonte viendo segar yerba y cargar los carros. ¿Quieren Vds. subir y tomar algo y que después vayamos a buscarlas? Es ahí, muy cerca.

Se decidió ir en busca de las otras damas antes de todo.

Mi madre se me cogió de un brazo, porque había que subir otro poco por la colina; y... ¡diablo de hembra!, Emilia, pidiéndome permiso con una seña clara, graciosísima, se me cogió del otro brazo.

Era tan alta como yo. Su brazo se apretó un poco contra el mío, sin escrúpulo, para apoyarse de veras. Era duro, redondo y echaba fuego, fuego dulcísimo. La cabellera abundante parecía más negra de cerca. Por el camino me acribilló a preguntas: hasta me preguntó si tenía novia. Yo estaba como una cereza. Mi madre reía.

–¡Qué novia, si es un hurón! –decía mirándome gozosa, segura de que todavía mi corazón no era más que suyo–. A eso vengo: a que me lo enamoréis vosotras.

–Eso allá Elena: yo ya soy vieja para éste.

Aquel vieja lo pronunció con tal acento y acompañado de tal mirada que fue como una provocación cargada de pimienta. ¡Vieja, y costaba trabajo contenerse y no hincar el diente en aquella carne blanca que debía de saber a manzana fresca, entre verde y madura!

Llegamos a la zarza que limitaba por aquella parte el prado Somonte, el cual doblaba, como un manto de terciopelo verde sirviendo de gualdapa a un elefante monstruoso, el lomo de la colina y se extendía por la otra vertiente en cuesta suave, en que brillaba, con sus puntas de esmeraldas, la yerba rapada, a los rayos del sol poniente.

Al otro extremo del prado, allá abajo, un grupo de mozos y mozas, robustos aldeanos de vistosos trajes chillones, amontonaban la yerba en altos conos, bálagos provisionales. Las yuntas pastaban a dúo cerca del carro, apoyado en su pértigo, uncidas para llevar el heno a la tenada entre chirridos y cánticos agudos de las ruedas y el eje, a trompicones por callejas arriba y abajo.

Junto a uno de los montones de la yerba apilada, apoyando la espalda en las peinadas hebras verdes y perfumadas, una dama, sentada en el santo suelo, leía, absorta en su lectura. Su cabeza era un rizo de plata, de una belleza venerable y melancólica, algo semejante a la de un árbol cubierto de las hojas secas que pronto ha de arrancarle el primer soplo del invierno.

Emilia nos presentó a su señora tía, que no sin disgusto dejó en el suelo Los Mohicanos, de Dumas; pero justo es decir que en cuanto reconoció a mi madre mostró sincera alegría, y, en cuanto a mí, se dignó contemplarme como a un verdadero portento a quien tenía vivos deseos de conocer y tratar. Tal dijo en un lenguaje exquisito, con una voz solemne y afectuosa a pesar de cierta circunspección aristocrática que ya debía de ser en aquella dama segunda naturaleza.

–¿Y Elena? –preguntó Emilia.

Una carcajada fresca, cristalina, que llenó de poesía el prado, el horizonte, el cielo, sonó detrás del bálago de yerba.

Clarín

(Se continuará)