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Cuesta abajo (Leopoldo Alas)/Día 12 de enero de 18...

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

12 de enero–¡Allí está! –gritó Emilia–. Y dio un salto, como un gato que hubiera vuelto a encontrar la pista de un ratón en vano perseguido largo tiempo. Detrás del montón de yerba vislumbré por un segundo la falda de una bata de percal blanco con lunares rojos, muchos y muy pequeños. Pero a la voz de Emilia, que se lanzó tras el rastro, desapareció la tela. Es de advertir que, según supe después, estas dos señoritas, una de veinticuatro años y otra de quince y unos meses, pero que, como se verá, ya representaba sus diez y siete o diez y ocho, se entretenían casi todo el día en jugar a una cosa que llamaban ellas la queda, y consistía en dar una a otra un cachete suave y decir

–Quedaste–, y enfurecerse la que había quedado, como si le hubiesen pegado la peste, y no descansar hasta poder devolverle la bofetadita a su hermana y decir a su vez

–Quedaste–. Y así se pasaban la vida, según explicó después D.ª Eladia, la tía, sin pizca de formalidad; y, a pesar de estar muy bien educadas, aquel vicio de la queda las dominaba de manera que más de una vez, ante una visita que venía a honrarlas y arrancarlas a su soledad, Elena, la menor, que había quedado, aprovechaba la ocasión del cumplido que su hermana mayor tenía que guardar ante los extraños, y disimuladamente le daba la bofetadilla, diciendo por lo bajo:

–Quedaste–; y no siempre la otra había podido contenerse, y caso había habido de echar a correr una tras otra y dejar a la tía colorada como un pimiento y dando explicaciones a la pasmada visita de aquellas locuras impropias, singularmente, de la doña Emilia. La cual, si he de decir la verdad, me pareció más hermosa y provocativa que nunca cuando, sin género alguno de coquetería, olvidada de mí y de sus años, se arrojó tras de su presa, que por lo visto le debía la queda; y se lanzó con tanta gracia, que el sacudimiento la hizo brincar y enseñar por debajo de la falda una aprensión de media azul, en juego con el traje que me dejó viendo azul por un rato. No fue muy largo, porque pronto apareció, por el lado opuesto del montón de yerba, huyendo de la cautelosa persecución de Emilia, que quería sorprenderla, la figura entera de Elena, de mi mujer. A la cual vi por vez primera en mi vida, con el rostro moreno tendido hacia mí, un dedo sobre sus labios implorando silencio pidiéndome que le guardara el secreto de que estaba allí. Me miraba con los hermosos ojos de castaño muy oscuro, no muy grandes, muy hondos en las sombras centrales, de niñas misteriosas y apasionadas, fijos en los míos; pero sin pensar en mí, atenta a su idea, que era su hermana que la acechaba y de quien se escondía. Parecía que estaba allí quieta, en postura escultural, imagen de la gracia, para retraerse por una eternidad en el fondo de mi alma. Aun ahora, cierro los ojos y la veo como entonces la vi. La bata de lunares menudos rojos que le llegaba al cuello, cerrada por una tirilla muy ceñida, no era, en buena estética, propia del color de mi Elena: parecía un desafío aquel atrevimiento de vestirse una morena con tal color... y resultaba una delicia de los sentidos. Los pómulos algo abultaditos, atezados, infantiles, que parecían tener sendos letreros gritando –Aquí se besa–, eran una inefable tentación contrastando con el vestido blanco y rojo. La nariz era fina, algo abierta, de las que con razón se llaman símbolo de apasionamiento; su boca, más bien pequeña que grande, de labios delicados, dibujados con mucha intención de malicia amorosa, en una inexplicable relación de armonía con los ojos, como si ofreciesen sancionar con sus besos lo que las miradas prometían. Si otro fuere que hiciese tamañas descripciones de mi mujer, nos veríamos las caras; pero yo tengo derecho para detenerme en estos pormenores y hacer estos comentarios a las facciones de Elena, que en su vida besó a persona mayor del sexo fuerte más que a mí, y no con esos extremos y apasionamientos carnales que anunciaban los rasgos de su fisonomía. Me quería mucho, mucho, harto más que yo merecía; pero no era una loca de amor, ni una odalisca, ni nada de lo que parecían prometer aquel rostro, y aquellos ojos sobre todo. En los tiempos del noviazgo, que vinieron mucho más adelante, como verá el que leyere (que soy yo, que ya lo sé), es indudable que Elena llegó a derretirme alma y cuerpo con aquellas chispillas de sus pupilas de que ella no se daba cuenta.

Aquella fidelidad absoluta de su amor, aquella excepcional absorción de su instinto femenino en mí (todo el hombre, todos los hombres, para ella), aquella seriedad de su cariño, tan opuesta a las apariencias de sus facciones y de sus gestos y de sus juegos y alegrías, que parecían prometer una máquina de amor hecho al fuego y de carcajadas; toda aquella ventura, reservada para mí solo y elocuentemente expresada por los pozos de las niñas de sus ojos, es claro que a su tiempo debido me tuvieron en éxtasis celestial, y por eso y nada más que por eso contraje matrimonio; pero después nada de extremos: lo natural, lo lógico, lo decente... lo occidental, como si dijéramos; lo cristiano, lo canónico. Mi matrimonio, loado sea Dios, no fue nada fin de siècle: fue puro Concilio de Trento. Por parte de mi mujer, se entiende; por la mía... ¡ay!... por eso escribo la mayor parte de estos apuntes.

Mas no adelantemos los acontecimientos, como dicen los novelistas líricos: estábamos en la descripción de Elena; y, antes que se me olvide, quiero consignar que la nariz, de que ya he hablado, era un si es no es remangada, lo bastante nada más para darle un aire de malicia infantil. Este carácter de su fisonomía se acentuaba cuando la joven se quedaba distraída mirando hacia arriba. De la línea de la nariz a la dirección que tomaban los ojos iba no sé qué secreta simetría: se me antojaba a mí que, si la tendencia de la mirada era mística, la nariz, subiendo tras ella, rectificaba, volvía a la realidad la expresión total... ¡qué sé yo!... disparates para mí llenos de sentido, de fuerza espiritual, de recónditas armonías. El cabello, de castaño casi negro, tendía a encresparse: no era rizoso y lo parecía: las hebras cortas, en sublevación desusada, formaban alrededor de la cabeza un nimbo que la luz del sol, que declinaba, convertía en aureola. Entre el pelo había yerbas enredadas.

Elena era alta, más que su hermana. Parecía delgada, pero recia. Se podía creer en el peligro de una enfermedad, de un desarrollo viciado; mas al contemplar la plenitud y hasta exuberancia de las formas principales se desvanecía el temor. Era espigada, sí, demasiado para su edad, se iba a decir; y después se rectificaba el juicio, porque no había allí desproporción: era muy mujer a pesar del aspecto delicado, de la flexibilidad que parecía excesiva. Cabía compararla a una columna que nos pareciese delgada para cumplir con el peso que tenía encima, pero que por ser de hierro nos diese garantía de su fortaleza.

La impresión general era (fue para mí a lo menos) ésta: una gracia infantil, picaresca e inocente, soñadora y positiva; elegancia y distinción que se imponían a pesar de que el rostro de Elena recordaba esas caras de niños pobres, de Miñones de Ilustración. No había allí mujer todavía... hasta que se reparaban las hermosas y turgentes pruebas de que la había; no había allí seducción todavía... hasta que se miraba aquellos ojos de pupilas hondas, sombrías, que si se fijaban atraían y manaban una voluptuosidad líquida, untuosa, irresistible... ¡Pobre Elena mía! ¡Quién te había de decir, cuando me dabas aquellos besos en la frente (los de los últimos años), cuando yo te los devolvía distraído, pensando en mis papeles, que tu Narciso había de pintarte a lo novelista cursi, con pelos y señales, como tú dirías en aquel lenguaje voluntariamente prosaico con que te placía oponer contrastes a mis tradiciones de estilista oral, alambicado y pulquérrimo!

Aunque me haga pesado, debo insistir en relatar lo que a mí me dijo la presencia de aquella niña–mujer, que me miraba sin pensar en mí, con un dedo puesto sobre los labios.

–Soy huérfana –decía toda aquella hermosura–; me faltan muchos besos que debieron darme en la cuna. Crecí y crecí, pero hay algo en mí que pide todavía cariño de madre, caricias a la inocencia. El amor del que me quiera ha de empezar pareciéndose al de mi madre: quiero cobrar el amor infantil que se me debe: lo dicen mis ojos pasmados, mis mejillas morenas y salientes, mi cabeza de loca, todo este aire de hospiciana bonita y aristocrática...

Más de una vez, mucho más adelante, en los paseos, en los teatros, cuando iba Elena produciendo en transeúntes o espectadores la extraña y profunda impresión que en los más causaba siempre, vi yo, un día y otro día, a un vulgo y otro vulgo, explicar groseramente la síntesis de aquel efecto diciendo: –Es casi feúcha, pero tiene picardía; es picante, pero parece una... (¡y lo decían!) de la calle de tal (una calle mala).

–¡Miserables! Mejor dicho: ¡imbéciles!

Clarín

(Continuará)