Del amor, del dolor y del vicio/X
Margarita del Campo no era perfecta. Era graciosa, era infantil, era fresca, era extraña, era fina, era tentadora; pero perfecta no. Su belleza carecía de correc ción y su alma de grandeza. Su ingenio mismo, tan elo giado entre artistas y escritores, no consistía realmente sino en un don asimilativo completado por cierta viva cidad natural muy común entre las muchachas de París.
Menuda y elegante a la manera de las colombinas de Willette, con algo en el modo de inclinar la cabeza, que hacía pensar en las aristocráticas pastoras de Wat teau, y mucho, también, en los ademanes y en los gestos de las precoces pecadoras de Steinlen; fresca, sin ser rosada, con una frescura de fruta primaveral, luciente y redonda; llena de agujerillos que sonreían en sus me jillas, que sonreían en su mentón, que sonreían en las articulaciones de sus dedos; pequeñita como una figu ra de Sajonia; con los cabellos muy negros; con la piel morena cual la de una bailadora gaditana, Margot pro ducía una sensación de fragilidad voluntariosa y atre vida. Su más irresistible atractivo nacía del contraste diabólico que producían sus ojos oscuros, profundos, ardientes, casi feroces, con sus labios frescos e ingenuos de niño goloso y alegre.
Su carácter no engañaba a nadie, por otra parte. Todos sabían que era incapaz del menor sacrificio, in teresada e instintivamente cruel y poco sensitiva en el fondo. Pero había tanto buen humor en su risa sonora y tanto atractivo en sus maneras, que nadie lograba esca par con facilidad a sus mimos y a sus zalamerías, cuando ella se proponía seducirle.
Carlos mismo, que desde el principio la vio con pocas simpatías, parecía inquieto cuando Margot no iba a comer en compañía suya y de su querida.
Liliana, por su parte, hubiera querido no separarse nunca de su amiguita, cuyo modo de ser, no obstante, era tan diferente del suyo propio.
—Margot “me completa” —decía a menudo la Muñeca—, porque tiene lo que a mí me falta: la vida exterior, la violencia, la alegría ruidosa, la ligereza ca llejera, la picardía parisiense.
Y Robert, cuya afición iba arraigándose, replicaba:
—A mí también me completaría. ¡Vaya!
Algunas mañanas, la marquesa iba a París acompa ñada de Margarita, con el propósito de hacer compras indispensables, y una vez en medio de esos inmen sos bazares de lujo frívolo que se llaman Printemps o Louvre, olvidábase de sus propias necesidades para no ocuparse sino de los caprichos de la chiquilla: “¡Oh, esos encajes! ¡Ese terciopelo, mira! ¡Qué camisas tan lindas, tan lindas!”. Y, en vez de comprar las telas que a ella le hacían falta, la Muñeca compraba las transparen tes camisas, los finos encajes y los suntuosos terciopelos que su amiga había admirado.
—¿Sabes? —dijo un día Margarita a Liliana—, todo lo que hay en mi casa me lo has regalado tú, ¡hasta las sábanas! Lo que me compran los demás se lo doy enseguida a mi portera.
Para recompensar la galantería, la Muñeca cogió a su amiguita entre los brazos y la estrechó fuertemente contra su pecho, besándola al mismo tiempo los cabe llos y la nuca, como a Carlos.
—También los besos que me dan los demás —con tinuó diciendo Margarita— se evaporan antes de volver yo a casa, mientras los tuyos se impregnan en mi piel y me pican durante la noche, cuando estoy sola, sola. ¡Es curioso lo que me pasa contigo! Yo soy tu amiga, tú eres más bonita que yo, tú tienes un hombre, y, sin embar go, muchas veces, cuando me abrazas, se me figura que soy tu mujercita. ¡Pero no te enfades, rica! Son locuras mías, sin importancia. Dime que no te enfadas y que me perdonas. Si no me lo dices, me vas a hacer llorar. ¡Lili, Lili! ¿Te enfadas?
Sin responder una palabra, la marquesa seguía es trechando a Margot con un ardor nervioso, en el aisla miento discreto del gran salón oro y púrpura.
La chiquilla trataba de hacerse más diminuta aún entre los brazos de su amiga, como para que todo su cuerpo pudiera ser acariciado:
—¡Qué buena eres! —decía—, ¡qué buena! Te juro por las cenizas de mi padre que nunca he querido a nadie como te quiero a ti, ¡a nadie!, a nadie; ni a mamá, ni a mi pobre hermanito que se murió, a nadie en el mundo, ¡rica! ¡Si supieras que a veces he tenido envidia pensando en Alina que vive a tu lado, que te desnuda por las noches, que te viste por las mañanas, que pue de verte a todas horas, que es tuya! ¿No te incomodas, Lili?
—No —respondió al fin la marquesa—, no, pero cállate, me haces daño.
Luego, cogiéndole las manos con violencia, aleján dose algo de ella, mirándole los ojos, con voz sorda y descompuesta:
—¿Y los otros? —le dijo.
Margot parecía no comprender:
—¿Qué otros?
—Sí, los otros: Robert, que está loco por ti; Luis Galbé, que te ofrece palacios y castillos; los otros, en fin, ¡los otros!
—¡Tonta!, ¿qué me importan a mí los otros? Lo único que me interesa en el mundo eres tú. Sólo que...
—¿Qué?
—No. Nada. —¿Qué?
—Nada; nada... ¿Acaso tengo yo derecho para pe dirte cuentas de tu conducta? Con un poquito de ca riño que quieras darme seré feliz y, en cambio, te daré todo mi amor. Yo soy libre. Yo no quiero a ningún hom bre. Tú eres mi única amiga.
Liliana comprendió las alusiones a Carlos, y quiso hablar, sin saber lo que iba a decir; pero Margot le tapó dulcemente la boca con sus labios de niño vicioso, di ciéndole:
—¡No mientas!