Del amor, del dolor y del vicio/XI
Mientras Carlos discutía ruidosamente con Plese á propósito de las últimas creaciones de Rodin; mientras la Muñeca y Margot se decían, al oído, frases ligeras y misteriosas; mientras todo el mundo, en fin, parecía contento y excitado, Robert permanecía silencioso, en su butaca, fumando cigarrillos y sirviéndose copas de coñac.
— ¿Qué te pasa, Robert? ¿Por qué estás preocupado y cabizbajo? —preguntóle la marquesa.
—Nada, nada... No se ocupen ustedes de mí.
— Déjale —dijo en voz alta Margarita á su amiga—. ¡Es un oso!
Las risas y los discursos continuaron.
Robert era uno de esos escritores parisienses, de la escuela de Villemesant y de Rochefort, que saben ser, al mismo tiempo, ligeros y rudos, batalladores y artistas; y que, en medio de la corrupción casi general de las costumbres periodísticas, conservan siempre un espíritu de rectitud y honradez. Por hacer una broma habría sido capaz de desacreditar á un hombre público. Ninguna ridiculez escapaba á su ingenio sutil, y nunca un enemigo encontró piedad ante su cólera sagrada de defensor del buen gusto. Él conocía su propio mérito, y sin ninguna vaidad, pero con un orgullo melancólico, hablaba á gritos, en los cafés y en las redacciones, de la multitud de escritores jóvenes que parecían despreciarlo, y que, no obstante, «saqueaban sus libros», aprovechando sus ocurrencias felices ó sus frases originales. Lo único que le había hecho falta para conquistar la celebridad y la riqueza, había sido la buena suerte. «Yo escribo con talento —decía él— y soy trabajador; pero tengo la desgracia de ser al mismo tiempo honrado, y eso hace más daño que la idiotez.»
A los cuarenta años de edad, habiendo publicado ya seis volúmenes compactos sobre la vida de sus contemporáneos, logró entrar, como redactor literario, en uno de los grandes cotidianos del boulevard. «Haga Ud. cuentos, haga Ud. crónicas, hable Ud. contra los poetas alemanes ó contra los dramaturgos escandinavos; pero no me toque Ud. á los hombres del partido, ni menos aún á los filósofos de la Academia», habíale dicho el director. Robert se había sometido, por la primera vez en su vida, á no expresar en sus crónicas todo el horror y todo el asco que la mayor parte de sus contemporáneos célebres le inspiraban. De vez en cuando, sin embargo, su indignación era tal, que, no pudiendo contenerse, fundaba un periodiquillo, que generalmene moría al cabo de pocos meses después de haber desencadenado una tormenta de calumnias sobre las cabezas de sus redactores.
Lo que todos envidiaban en Robert, era la alegría de su carácter y el tono regocijado de su palabra. Nadie le vió nunca triste. Cuando no estaba de buen humor, estaba furioso; pero sus cóleras mismas eran alegres, ruidosas, chispeantes, llenas de carcajadas y de chistes bonachones.
«¡Un atrabiliario!», decían, hablando de él, los que le conocían poco; mas sus verdaderos amigos, Llorede, Plese, Domer, y algunos otros, sabían que en el fondo de ese «atrabiliario» genial, palpitaba un corazón de poeta, tierno, honrado, sensitivo y aun algo loco.
Una noche, hacía tiempo, Plese habíale preguntado, al encontrarle en un baile público:
— ¿Qué haces aquí?
— Estoy buscando una familia.
— ¿Una familia en este baile?
— Sí; en cualquier parte. A mí me hace falta una familia. ¿No conoces á alguien que quisiera venderme una, baratita?
Ese sentimiento, expresado en tono de broma, una noche de juerga, era, en realidad, uno de los más arraigados en el alma de Robert. Necesitaba una afección; tenía urgencia de encontrar algo que le proporcionase ciertos goces tranquilos; deseaba, en suma, un poco de cariño para endulzar las agitaciones de su vida.
... Y ese deseo familiar había sido colmado, al fin, por Carlos y Liliana, que eran, para Robert, «como dos hijos»; dos seres más jóvenes que él, dos seres que le querían entrañablemente, que aceptaban sus consejos, y que si no lo trataban como á un padre, tratábanle, al menos, como á un hermano mayor, llamándole á veces «tío», á veces «viejo», á veces «maestro»; amándole siempre mucho.
... Y esa familia se iba desuniendo sin que Llorede lo notase... Y con la luna de miel, que terminaba, evaporábase también el calor del hogar amigo, del hogar que casi era suyo, «su único hogar».
— «¡Lástima! —pensó el periodista, contemplando á su amigo, que seguía en el otro extremo de la estancia, tratando de convencer á Plese de que Rodin era superior á Miguel Ángel.
«... ¡Lastima! Él está loco por ella, y hace algunos meses el amor de ella era tan grande como el suyo... ¡Quién lo hubiera pensado!.. Es cierto que en cuestiones de amor lo más natural es lo sobrenatural... Y, por otra parte, quizás ella le quiera mucho aún, pues no tiene nada de raro que una mujer engañe á un hombre aun estando enamorada de él... Pero ¿le engaña, ó no le engaña?... Sólo Dios y ella lo saben; y tal vez ni aun ella está segura de lo que hace... ¡Son tan complicadas las mujeres, y en especial las nerviosas é impresionables como la pobre Muñeca!... Ellas mismas ignoran lo que sienten, lo que piensan, lo que desean. Estoy seguro de que entre mil mujeres infieles, hay por lo menos quinientas que no se dan cuenta de sus propias deslealtades... ¡La que no ignora nada es la otra, la Margarita! Ese monstruo fino como un puñal, frío como un puñal, atrayente como un puñal, haría de mí lo que quisiese, si tuviera el menor interés en convertirme en instrumento suyo! No; esa no ignora lo que hace; pero ¿por qué lo hace?... ¿Por amor? No; no. Liliana pudo excitar durante una noche, ó una semana, su instinto vicioso y malsano de flor perversa; nunca durante tres meses... Y ya hace tres meses que la veo, que la adivino, que siento el verdadero objeto de sus zalamerías, de sus caricias, de sus humildades, de sus besos. La primera vez, sin embargo, que comprendí con claridad lo que iba á suceder aquí, fué cuando yo mismo la obligué á enseñar sus senos, admirables cual el pecado, ante todos nosotros... ¡oh! ¡los ojos de Liliana, esa noche!... Al ver hacia el porvenir, tuve deseos de coger á Carlos por el brazo, de sacudirle, de despertarle... ¡Sólo que es tan cruel despertar á alguien que sonríe al dormir!... Ahora mismo me hallo en un caso igual; ¿por qué no le llamo aparte y le digo todo lo que pienso? Por timidez y por cobardía. Hay algo que me ordena que espere, diciéndome hipócritamente que una circunstancia dichosa puede detener los labios de Liliana, si aún no se han manchado... Porque, después de todo, nadie me prueba á mí que las dos mujeres han dejado de ser amigas... ¡Ojalá! ¡Yo he sido siempre tan mala lengua!... Y si hubiese algo de irreparable, Plese lo vería y los demás lo verían.... En fin... ¡Ojalá!...»
Carlos se acercó á él, y poniéndole cariñosamente la mano en la cabeza, le preguntó la causa de su aburrimiento:
— Nunca te había yo visto así; ¿qué te pasa?
— ¿A mí? —repuso Robert con una sonrisa macabra—; nada; el spleen.
— ¿No será...?
— ¿Qué?
— Un misterio; un amor; el deseo de dar un beso á Margarita, por ejemplo...
— ¿Un beso? Sí, eso es; algo más que un beso: un mordisco.
— ¿De veras?
— Después de todo, ¿á ti qué te importa, puesto que tú no me has de regalar á esa mujer?
Carlos se echó á reír.
Luego dijo á su amigo:
— Espérame un instante en la biblioteca, pues tengo que hablar contigo.
«¿Qué querrá decirme? —pensaba Robert esperando á Carlos—. ¿Sabrá algo? Si tiene dudas y quiere preguntarme lo que yo he visto, se lo diré todo. Al fin y al cabo, por eso no se ha de morir... A los veinticinco años las heridas amorosas cicatrizan pronto... y peor para los dos, ¡qué demonio!»
Llorede entró en la biblioteca cinco minutos después de Robert, y desde luego le dijo:
— Tengo un plan.
— ¿Un plan? ¿Para qué?
— Para que puedas dormir con Margot: ¿no quieres dormir con ella? Pues bien: mañana damos una fiesta; ella se emborracha, tú la acompañas a París en nuestro carruaje, y en vez de dar su dirección al cochero, le das la tuya, ¿qué te parece?
— Me parece sencillo como la Ilíada. Pero para hacer la Ilíada es preciso ser Homero, y para ejecutar con éxito tu plan, es necesario ser un buen mozo como tú. En fin, como nada se pierde...