Del amor, del dolor y del vicio/XII
Robert tenía la costumbre de no levantarse nunca antes de las doce; pero aquel día, a las siete, esta ba ya despierto sin ningún deseo de volverse a dormir. Comenzó, pues, a vestirse perezosamente, sin saber a punto fijo lo que iba a hacer durante las horas largas y fastidiosas de las mañanas parisienses. “Si estuviésemos en verano —pensó—, me marcharía a Versalles o a San Germán; pero en invierno el campo es horrible. No sé cómo hay gente que vive fuera de las ciudades en este tiempo”. La imagen de Carlos y de Liliana, desterrados por sus propias voluntades en las inmediaciones de París, apareció ante su imaginación y le llenó de tristeza. “Al fin y al cabo —se dijo— son jóvenes; tienen más dinero que yo y viven allá porque se les antoja. ¡Pobres chicos!” Para convencerse de que era imposible salir a la calle, asomose un instante a la ventana y se puso a contemplar, con melancólico mal humor, el espectáculo que la gran ciudad ofrecía en esa mañana de enero.
El cielo estaba gris y glauco. La nieve caía en copos menudos, blanqueando los techos de las casas y dando a la capital un aspecto de aldea fantástica o de paisaje de ópera cómica, somnoliento y letárgico. En el aire flo taba un escalofrío de Navidad inglesa, una monotonía de cántico de día de los santos, algo que era majestuo so, vago y tierno como los cuadros en que se mueven las figuras de Dickens y las evocaciones de Hoffmann.
Robert trajeábase ante el espejo de su tocador, preguntándose siempre lo que ba a ser de su persona antes del almuerzo. “¿Ir al estudio de Plese? Sí, tal vez eso es lo mejor. Plese habrá leído ya los periódicos de la mañana y tendrá noticias. ¡Qué actividad la de ese muchacho! Por las noches se le ve en todas partes hasta muy tarde, y por la mañana, a las ocho y media está ya en su taller, modelando cabezas de Medusa o figurillas atormenta das a la Baudelaire. ¡Y con talento! Un talento especia lísimo, más ideológico que plástico, hecho de quintas esencias, de refinamientos y de rarezas; un verdadero ta lento moderno. Si, lo mejor es hacer una visita a Plese”.
Antes de ponerse el gabán y el sombrero, Robert se examinó largamente en el espejo. “Para no tener más que cincuenta y tantos años —pensó—, ya comienzo a estar algo viejo. Pero aún soy aceptable, ¡qué demonio! y, además, mi cabellera es siempre abundosa. ¡Nada! Mientras no esté calvo, no renuncio a hacer conquistas o, por lo menos, a tratar de hacerlas. Muchos de mis compañeros que están más viejos y más feos que yo tie nen todavía veleidades donjuanescas. Al lado de Sarcey y de Rochefort casi soy un Adonis y un pollo. ¡Un pollo algo feo! Feo, pero simpático; ¿no te parece, Margot?”
Robert se burlaba de su propia figura y de sus más íntimos defectos, diciéndose a sí mismo y diciendo a los demás lo que la hipocresía personal acostumbra, en general, ocultar cuidadosamente. Por eso le llamaban cínico y por eso se creía él más franco que los demás.
Al entrar en casa de Plese, una criada le dijo que “el señorito” estaba aún en el lecho.
—No importa —repuso el periodista—, voy a des pertarle enseguida.
—Es que...
—Nada, nada: yo pertenezco a la policía secreta para mí no hay misterios.
Y diciendo y haciendo, penetró en la alcoba de su amigo con el bastón levantado en actitud amenazadora:
—¡Arriba, perezoso, hombre que puede dormir con la conciencia intranquila, arriba! ¡Y qué olor tan terrible el que hay aquí! ¡Almizcle a dos pesetas el litro y mujer a dos duros la noche! ¡Arriba!
Al oír las palabras truculentas del periodista, Plese se despertó sobresaltado y entreabrió las cortinas de la cama. A su lado, una muchacha, robusta y fresca, frotá base los ojos con las manos preguntando quién era aquel loco.
—Es mi padre —díjole en voz baja el escultor.
—¿Tu qué?...
—¡Mi padre, chica, mi padre; estamos perdidos!
Ella sonreía con una sonrisa amodorrada e incré dula.
—¡Sí, señora! —exclamó Robert, en voz muy alta—. Yo tengo la desgracia de haber engendrado a este caballero que deshonra mis canas y ahonda mis arrugas, echándose, como un loco, entre los brazos de la pri mera condesa que le hace la corte, ¡Se lo juro a usted, señora!
La rolliza muchacha, ya del todo despierta, con el pecho redondo y poderoso fuera de las sábanas, miró al periodista; miró en seguida al escultor, y soltando una carcajada que dejó ver sus dientes blancos y cuadrados, dijo a su compañero de lecho:
—¿Tu padre? ¡Pero si es más joven que tú, hombre!
—Y más bello, ¿no es cierto?
Robert seguía bromeando, pero su vanidad sentía se halagada por la frase de la desconocida. Un senti miento muy hondo llenaba de orgullosa alegría todo su corazón.
Plese echó de ver la dicha pasajera de su amigo, cuando éste se acercó al lecho llevando en las manos las prendas de vestir de la chica, para que ella no tuviese necesidad de molestarse yéndolas a buscar al otro ex tremo de la estancia y, sobre todo, cuando, más tarde, les invitó a almorzar a ambos.
—¿Aceptas tú, Plese?
—Con mucho gusto.
—¿Y tú, duquesa?
Ella también aceptó con verdadero placer, segura de que “ese tipo elegante” los llevaría a un restauran te del bulevar (a un restaurant chic, pensaba la pobre).
Durante el almuerzo, Robert mostrose tan satisfe cho como alegre, haciendo bromas a propósito de todo, elogiando la fresca hermosura de su invitada y dando consejos artísticos a su amigo. Luego, en cuanto la chi ca se hubo marchado, y ya en la intimidad casi desierta de una sala de redacción, habló a Plese de sus proyectos y de los planes de Carlos.
—Ya lo ves —decía el pobre satírico—; yo suelo experimentar deseos violentos, como los de todo el mundo. Ese demonio de Margot me tiene medio loco, pero no creas que estoy enamorado de ella, ni mucho menos. ¿Quererla? ¡Pues no faltaba más! Al contrario, la detesto con toda el alma y su frialdad me repugna. Pero la necesito físicamente; quiero estrecharla entre los brazos, quiero morderla, quiero estrujarla toda una noche. Al día siguiente me burlaré de ella como de una corbata usada o de una copa vacía.
—Ten cuidado —respondiole Plese—, porque en muchas ocasiones la sed, en vez de calmarse, se agrava. Así, por ejemplo, yo creí que una vez que hubiera dor mido con Gabriela…
—Tú eres un niño —terminó Robert—. Ya verás.