Del amor, del dolor y del vicio/XVI
Después de haber pasado la noche en vela, preguntándose siempre si «eso sería verdad»; examinando todas las circunstancias de su vida amorosa; recordando la expresión de las miradas de Margarita y de las sonrisas de sus amigos; oyendo la respiración de Liliana; razonando consigo mismo; sufriendo, en fin, el más horrible de los tormentos sentimentales, Carlos se levantó con el día.
Cuando comenzaba á vestirse, su querida entreabrió los ojos y le preguntó si tenía intenciones de salir tan temprano.
—Sí —repuso Llorede—, un instante; volveré antes de que tú estés vestida.
Sin decir una palabra más, ella volvió á dormirse, mientras él pensaba nostálgicamente en otras madrugadas análogas, en las cuales su Muñeca había parecido inquieta al verle saltar del lecho. «Sin duda —se dijo—, esta mujer ya no es la misma; ya no me quiere como antes... Pero, aun no queriéndome puede serme fiel... Y sobre todo, es tan inverosímil lo que me ha dicho Robert... Al mismo tiempo, las mujeres son tan capaces de todo... Tal vez... ¡Pero no; no!»
En la exaltación de su dolor, Carlos llegó á resignarse á no ser amado, con tal de no haber sido engañado. Su orgullo inconsciente aceptó la perspectiva de la separación, del olvido, del sacrificio de su propio amor; mas no el sacrificio de su amor propio. Con mucha tranquilidad decíase á sí mismo: «¡Ya no me quiere; se acabó!» Pero al decirse «¡Prefiere á otro, á otra; me engaña!», no podía menos que experimentar un padecimiento casi material, que le oprimía el pecho haciéndole un nudo misterioso en la garganta.
Ya vestido, entró en la biblioteca; quiso leer para «huirse á sí mismo»; buscó un libro, é instintivamente se dirigió al estante en el cual la Muñeca tenía sus obras predilectas: La Tentación, de Flaubert; Thaïs, de Anatole France; El Triunfo de la muerte, de D'Annunzio; Afrodita, de Pierre Loüys; Sonyeuse, de Lorrain; las novelas de Goncourt, de Maizeroy, de Catulle Mendès, de Daudet... —«¡No, no!... ¡Todo eso es inmoral, todo eso es disolvente; eso es lo que ha pervertido á Liliana... no... no...!» Y las escenas de tales libros, los besos de Crisis, el orgullo de Thaïs, los consejos de D'Annunzio, la libertad de Sapho, todas las descripciones pasionales que él mismo había considerado como puras obras maestras dignas de ser leídas por el mundo entero, sólo parecíanle ahora dignas del fuego de la Inquisición, por haber contribuido á formar el alma libre, sensual y caprichosa de la Muñeca. Al fin tomó un volumen encuadernado en terciopelo rosa, y, sin ver el título, lo abrió y comenzó á leerlo. Era un diálogo («¿de Gyp?... ¿de Lavedan?...»): Thaïs aconsejaba á su amiga que no llorase la pérdida de su amante, «porque un amante puede reemplazarse en el acto con otro amante, y ningún hombre joven y hermoso vale más que otro hombre hermoso y joven.» «¡Excelentes ideas!», murmuró colérico Llorede, leyendo el título: «Diálogos de las Cortesanas, de Luciano.» Luego tomó otro libro más voluminoso y de aspecto más serio, cuya cubierta no ostentaba rótulo ninguno; lo abrió y vio en la primera página el siguiente título: Justina, por el marqués de Sade... «¡Bonitas novelas lee esta mujer!» Iba á buscar otra obra, cuando Alina penetró en la biblioteca llevando las cartas que el correo acababa de traer, y que eran todas para él. Al reconocer en el sobre de una de ellas la letra de Robert, abrióla ansiosamente con una vaga esperanza de excusas ideales. «Querido Carlos —decía el periodista—: Te escribo á casa de Liliana sin saber á punto fijo si aun vives allí. Te escribo para confirmarte todo (todo, hijo mío), todo lo que te dije esta mañana. Yo creo que eso es cierto: que tu querida y la que no quiso ser mi querida, duermen juntas. ¡Lo creo firmemente! Sin embargo, te ruego, en nombre de nuestra antigua amistad, que no digas una palabra (si aun no la has dicho) antes de buscar una prueba. Cuando te marchaste casi sin saludarme, me arrepentí de haber sido franco; mas á medida que pienso en tu situación, me convenzo mejor de que hice bien. Cuenta conmigo para todo, en todo caso, toda la vida, y perdóname si te he hecho mucho daño. Ven en cuanto puedas á darme un abrazo, ó mejor dicho, á recibir los que yo quiero darte. —Tu Robert.»
El primer impulso de Llorede fué llamar á un criado y mandar buscar un carruaje, con objeto de ir á París, á casa de su amigo. No lo hizo, empero, porque tuvo miedo de leer en el rostro de los servidores de Liliana una revelación irónica é insultante. Se quedó quieto en la biblioteca, hojeando libros, leyendo de nuevo, de vez en cuando, algunas frases de la carta que había recibido, dejando que la lucha formidable de sus dudas siguiese atormentándole interiormente. «¿Será posible? ¿Será posible?»
Al fin tomó una determinación definitiva: hablar francamente á Liliana del asunto. «En cuanto se levante —pensó—, la digo mis penas y mis suposiciones.» Pero no lo hizo; no se atrevió á hacerlo. Almorzó al lado de su querida, la dirigió mil interrogaciones que no tenían que ver nada con su idea fija; la habló de Robert, de Rimal, de Plese; le habló de política y de literatura; la habló de todo y no la habló de nada...
«Soy un niño —díjose al salir del comedor—, no le he explicado las razones de mi frialdad y de mi mal humor. En seguida...» —Mas tampoco lo hizo en seguida.
Al fin, á eso de las cinco de la tarde, cuando Alina principiaba á encender las lámparas, Carlos dijo con una frialdad temblorosa á su amiga:
— Lee eso —y al mismo tiempo le entregó la carta que había recibido por la mañana.
La Muñeca comenzó á leer con indiferencia; enseguida leyó con atención; luego leyó en alta voz sonriendo las últimas frases acusadoras «... cuando te marchaste casi sin saludarme, me arrepentí de haber sido franco; mas á medida que pienso en tu situación, me convenzo mejor de que hice bien...» Al fin, una carcajada sarcástica brotó de los labios de Liliana.
Carlos permanecía ante ella de pie, como petrificado.
Después de mirarle en silencio con sus grandes ojos catalépticos, la marquesa exclamó enérgicamente:
— Bueno, ¿y qué?
— Nada... que necesito que me digas si es cierto lo que Robert asegura con tanta insistencia.
— ¿Y qué es lo que asegura? Yo no veo que asegure nada.
— Sí, Lili, sí; asegura que tú y Margot...
— ¿Qué? —interrumpió ella, colérica.
Haciendo un esfuerzo, Carlos prosiguió:
— ... dormís juntas y os burláis de mí. ¿Es cierto? Dime la verdad, Lili... Mi Lili..., dime la verdad...
— Eso no merece respuesta ninguna.
— Sí; es necesario... te exijo una respuesta, una prueba... algo que me tranquilice ó que me confunda. ¡Necesito saber lo que tú has hecho... te lo ordeno!
— ¿Me lo qué?
— ¡Te lo ordeno... te lo ruego... te lo imploro!...
— Pues bien: no tengo nada que decirte. Yo soy libre; puedo hacer lo que quiera; nadie debe ordenarme nada... ¿Que te dé cuenta de mis acciones? ¡Pues no faltaba más! Lo único que te digo es que quiero á Margot más que á ti, y que si eso te incomoda, puedes marcharte.
— Entonces...
— Entonces lo que se te antoje... Y después de todo, hace mucho tiempo que hubieras debido comprender que ya nuestro amor estaba muerto.
Con una tranquilidad súbita, Carlos repuso:
— Está bien: me marcho ahora mismo para dejarte sumida en tu fango...
— ¡Ah! —rugió Liliana—. ¿Mi fango? Pues hace algunos días te parecía muy agradable, mi fango... Y después de todo, si quieres quedarte aquí, me marcharé yo misma... Te regalo los muebles, mira, y... la casa también, si la quieres... ¡el fango!... ¿no quieres la casa?... ¡mi fango!...