Del amor, del dolor y del vicio/XVII
Con una serenidad que nadie le habría creído capaz en semejante situación, Carlos salió, para siempre, de su nido, tarareando una canción á la moda:
«¡Montmartre es la mitad del mundo
Y París es la otra mitad!...»
En la puerta encendió un cigarrillo. Algunos pasos más adelante detúvose para comprar los periódicos del día. Luego echó á andar hacia el bosque de Bolonia, cuyos árboles sin hojas erguían sus ramas amarillas en la oscuridad friolenta de esa tarde invernal... ¡Anduvo, anduvo, anduvo! Atravesó los senderos desiertos que van á la Cascada; pasó frente á los cafés de la alameda de las Acacias; bordeó los lagos.... Anduvo durante una hora, sin pensar en nada, sin sufrir, sin atormentarse interiormente, moviéndose como un autómata, no sabiendo á punto fijo de dónde venía ni á dónde iba... Anduvo, anduvo...
De pronto un relámpago de cólera pasó por su cerebro. «¡Miserable!» —dijo en voz alta, pensando, no en la mujer que le había engañado, sino en el amigo que tuvo la franqueza brutal de abrirle los ojos á la realidad.
Ya cerca de París, al contemplar en el horizonte las filas interminables de faroles encendidos que corren desde la puerta Maillot hasta el Arco del Triunfo, y que luego se esparcen, á lo lejos, en un aleteo luminoso de puntos dorados; al verse cerca de esa gran ciudad gris, ruidosa, febril; al pensar en la tristeza de su porvenir, no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar, de pie, en medio de la ruta, como un niño que hubiera perdido a su madre y que no supiese a dónde ir.
Realmente, no sabía a dónde ir. Lo había perdi do todo, había perdido la paz del alma, la tranquilidad del espíritu, la dicha. ¿La dicha? ¡Si no fuera más que eso! Había perdido el único objeto de su existencia y el único ideal de su vida. ¿Qué iba a ser de él en adelante? Ni aun preguntárselo a sí mismo se atrevía. ¡El futuro! ¿Acaso existe el futuro en esos casos? Lo que le martirizaba era el presente con su realidad solitaria y su recuerdo del pasado venturoso.
Porque Carlos había olvidado por completo las dudas, los celos y los tormentos de la víspera, para no recordar sino la época paradisíaca durante la cual su vida había sido un idilio perpetuo, un abrazo sin fin, una interminable caricia, una embriaguez perenne de los sentidos y un eterno embeleso del alma... ¡Oh! ¡aquellos días! ¡aquellos días en que todo sonaba á sus oídos como un divino epitalamio, en que el sol no parecía brillar sino para dar más esplendor á la cabellera de Liliana, en que el aire parecía traer, en sus alas, besos, suspiros, alientos tibios!... Y viviendo de nuevo, con la imaginación, todo su pasado adorable, Carlos sentíase sin fuerzas para soportar el aislamiento... Y de sus párpados las lágrimas resbalaban, abundosamente, bañando su rostro crispado y lívido.
«¿Adónde ir?» Él no lo sabía, en verdad... «¿Adónde ir? ¿A qué?...» Su vida no tenía ya objeto ninguno.
Una chiquilla friolenta y enfermiza se acercó y le pidió, «por el amor de Dios, una limosnita». Instintivamente y sin volver siquiera hacia ella los ojos llorosos, Llorede sacóse del bolsillo una moneda y se la dio. Un instante después, la chiquilla volvió sofocada diciendo: «¡Caballero! ¡Caballero!» —«¿Qué quieres?» —«Que se ha equivocado Ud., caballero, y que me ha dado una pieza de oro.» Este rasgo hizo sonreír al amante sin fortuna. «Guárdala, niña, es para ti.» Y luego, dándola otra moneda de cuatro duros: «Esta también es para ti; toma.» La niña harapienta se echó á los pies de su protector y le besó las manos con un ardor que tenía algo de hambriento.
Esa escena, desgarradora en su rápida simplicidad, consoló momentáneamente á Carlos, haciéndole ver que no sólo él era desgraciado en el mundo. «¡Dios sabe! —exclamó dirigiéndose con una solemnidad macabra á un árbol— tal vez el porvenir me reserva el goce de dejar de sufrir, que para mí es más necesario que el goce de gozar.» En seguida echó de ver que Baudelaire había dicho aquello antes que él, y su plagio involuntario le obligó á pensar, por una literaria asociación de ideas, imposible de analizarse, en sus amigos, en los cafés artísticos, en las borracheras de vino, de luz y de carcajadas que habían constituido su vida en otro tiempo.
Al llegar á la puerta de Neuilly, tomó un coche y se hizo llevar á una taberna de Montmartre, en la cual comían algunos literatos con sus queridas, y dos ó tres pintores con sus modelos.
— Allí —pensó—, al menos, no estaré solo.
Al volver á su «casa de soltero», después de las cuatro de la madrugada, habiendo ya apurado muchas copas de champaña, y habiendo, sobre todo, dicho muchísimas tonterías, acostóse en un diván, cantando estribillos estúpidamente obscenos:
«Te escribo de San Nazario,
que es una buena ciudá:
aquí no reso el rosario,
cuando Juana... la-ra-lá...»
... y sin quitarse la ropa, se quedó al fin dormido.