Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo V

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CAPÍTULO V

Bahía Blanca.
Bahía Blanca.—Geología.—Numerosos cuadrúpedos gigantes extintos.—Extinción reciente.—Longevidad de las especies. — Los animales corpulentos no requieren una vegetación exuberante.—Africa del Sur.—Fósiles siberianos.—Dos especies de avestruz.—Hábitos del hornero.—Armadillos.—Culebra venenosa, sapo, lagarto.—Invernación de los animales.—Costumbres de la pluma de mar.—Guerras y matanzas de indios.—Punta de flecha reliquia de antigua época.


El Beagle arribó a Bahía Blanca en 24 de agosto, y una semana después zarpó para el Plata. Con el beneplácito del capitán Fitz Roy, me quedé atrás, para viajar por tierra hasta Buenos Aires. Añadiré aquí algunas observaciones hechas durante esta visita y en una ocasión anterior, cuando el Beagle se ocupaba en la hidrografía del puerto.

La llanura, a la distancia de unas cuantas millas de la costa, pertenece a la gran formación pampeana, que se compone en parte de una roca margosa muy calcárea, y en parte de arcilla rojiza.

Más cerca de la costa hay algunos llanos formados por el desgaste de la planicie superior y por el cieno, grava y arena arrojados por el mar durante la lenta elevación del país, cuya elevación es evidente por las capas recientes de molusco que se hallan en ciertas alturas, así como por los cantos rodados de piedra pómez esparcidos por el país. En Punta Alta tenemos una sección de uno de esos pequeños llanos formados últimamente, la cual es interesantísima por el número y carácter extraordinario de los restos de gigantescos animales terrestres sepultados en ella. Han sido enteramente descritos por el profesor Owen en la Zoología del viaje del «Beagle» [1] y han sido depositados en el Colegio de Cirujanos. Aquí me limitaré a presentar indicaciones generales acerca de su naturaleza.

  1. Varias partes de tres cabezas y otros huesos del Megatherium, cuyas enormes dimensiones expresa su nombre mismo.
  2. El Megalonyx, gigantesco animal afín.
  3. El Scelidotherium, animal también afín, del que obtuve un esqueleto casi completo. Ha debido ser tan grande como un rinoceronte; por la estructura de la cabeza se acerca muchísimo al hormiguero del Cabo, según Owen; pero en otros particulares se parece a los armadillos.
  4. El Mylodon Darwinii, género estrechamente relacionado con los precedentes, de tamaño un poco menor.
  5. Otro gigantesco cuadrúpedo desdentado.
  6. Un animal grande, con caparazón óseo en compartimientos o divisiones, muy parecido al de un armadillo.
  7. Una especie extinguida de caballo, al que volveré a referirme.
  8. Un diente de un animal paquidermatoideo, probablemente el mismo que el Macrauchuenia, bestia enorme, con un largo cuello como un camello, del que trataré más adelante.

Finalmente, el Toxodon tal vez uno de los más extraños animales que hayan sido descubiertos; en la talla es igual al elefante o megaterio, pero la estructura de sus dientes, como asegura Mr. Owen, demuestra indiscutiblemente que guardaba estrechísimas relaciones con los roedores, el orden que hoy incluye la mayor parte de los cuadrúpedos menores; en muchos pormenores se acerca a los paquidermos; juzgando por la posición de sus ojos, oídos y narices, era probablemente acuático, como el dugong y el manatí, con el que tiene gran parentesco. ¡Cuán maravilloso es que órdenes tan diferentes, al presente enteramente separados, coincidan en diferentes puntos de la estructura del Toxodon!

Los restos de estos nueve grandes cuadrúpedos y muchos huesos sueltos se encontraron enterrados en la playa en el espacio de unos 200 metros cuadrados. Es notable la circunstancia de que se hallaran reunidas tantas especies distintas, y prueba cuán numerosas debieron ser las que habitaron en este país. A la distancia de unos 50 kilómetros de Punta Alta, en un cantil de tierra roja, hallé varios fragmentos de huesos, algunos de gran tamaño. Entre ellos había los dientes de un roedor de tamaño y forma muy parecidos al capybara, cuyos hábitos se han descrito, y, por lo tanto, según todas las probabilidades, un animal acuático. También se encontraba en ese lugar parte de la cabeza de un Ctenomys, especie que es distinta del tucutuco, pero muy parecida a él en general. La tierra roja, semejante a la de las Pampas, en que dichos restos estaban empotrados contiene, según el profesor Ebrenberg, ocho animálculos infusorios de agua dulce y uno de agua salada; por tanto, probablemente es un depósito de estuario.

Los restos de Punta Alta estaban sepultados en grava estratificada y cieno rojizo exactamente igual al que el mar podía acumular en un banco somero. Con ellos había 23 especies de conchas, de las que 13 son recientes y otras cuatro están íntimamente relacionadas con las formas recientes. Sin embargo, como las especies modernas estaban encastradas en número casi proporcional a los que ahora viven en la bahía, creo que apenas cabe dudar que esta acumulación pertenece a una época del período terciario, muy reciente. De la circunstancia de hallarse enterrados en sus relativas posiciones propias los huesos del Scelidotherium, incluso la rótula, y del hecho de estar bien conservado el caparazón óseo del animal, parecido al del armadillo grande, podemos concluir con seguridad que estos restos estaban frescos y unidos por sus ligamentos cuando fueron depositados en la grava junto con las conchas. De aquí podemos inferir con bastante fundamento que los gigantescos cuadrúpedos arriba enumerados, más diferentes de los actuales que los cuadrúpedos terciarios de Europa de mayor antigüedad, vivieron cuando el mar estaba poblado por la mayor parte de los habitantes que hoy tiene, y tenemos una confirmación de la notable ley en que tantas veces ha insistido Mr. Lyell, o sea que «la longevidad de las especies en los mamíferos es, en general, inferior a la de los testáceos» [2].

El enorme tamaño de los huesos de los animales megateroideos, incluyendo el Megatherium, Megalonyx, Scelidotherium y Mylodon, es verdaderamente asombroso. Los hábitos de vida de estos animales era un completo enigma para los naturalistas, hasta que el profesor Owen [3] resolvió el problema con notable ingenio. Los dientes indican por su simple estructura que estos animales megateroideos se alimentaban de substancias vegetales, y probablemente de las hojas y ramitas de los árboles; sus poderosas formas y grandes garras curvas parecen tan poco apropiadas para la locomoción, que algunos eminentes naturalistas han creído que, como los perezosos, con los que se relacionan íntimamente, vivían colgados de las ramas, boca abajo y comiendo las hojas. Sin embargo, es una idea atrevida, por no decir absurda, la de suponer árboles, aunque sean antediluvianos, con ramas bastante fuertes para sostener animales tan corpulentos como elefantes. El profesor Owen, con mucha mayor probabilidad, cree que en vez de trepar a los árboles doblaban hacia abajo las ramas y arrancaban las más débiles, alimentándose así de las hojas. La anchura desmesurada y peso enorme de sus cuartos traseros, que apenas puede imaginarse sin haberlo visto, resultan útiles, según este modo de ver, en vez de ser un estorbo; su aparente monstruosidad desaparece. Con sus grandes colas y enormes pies firmemente asentados en tierra, como un trípode, podían desarrollar libremente toda la fuerza de sus potentísimos brazos y grandes uñas. ¡Robustas raíces necesitaban, por cierto, los árboles capaces de resistir tal tracción! El Mylodon, además, estaba provisto de una larga lengua prolongable, como la de la jirafa, la cual, por una de esas hermosas previsiones de la Naturaleza o con ayuda de su largo cuello, alcanzaba la alimentación foliar. Creo del caso advertir que, en Abisinia, el elefante, según Bruce, cuando no puede llegar con la trompa a las ramas, excava con los colmillos el tronco del árbol, arriba y abajo y todo alrededor, hasta que le deja bastante debilitado para derribarlo.

Los depósitos en que se incluyen los restos fósiles antes mencionados se hallan solamente a cuatro metros y medio a seis sobre el nivel de la pleamar, y de aquí que la elevación del país haya sido pequeña (prescindiendo de que haya habido un período intercalado de sumersión o descenso, que no hay razón para suponer), puesto que los grandes cuadrúpedos vagaban por las llanuras circunvecinas y los caracteres externos del país debieron de ser entonces casi los mismos que hoy. ¿Cuál fué—cabe preguntar—el carácter de la vegetación en ese período? ¿Era el terreno tan ingrato como lo es ahora? En vista de que entre las conchas sepultadas en el mismo lugar había tantas idénticas a las que ahora viven en la bahía, me sentí inclinado en un principio a creer que la primitiva vegetación era probablemente parecida a la existente; pero esto hubiera sido una deducción errónea, porque alguna de esas mismas conchas viven en la costa fertilísima del Brasil, y generalmente el carácter de los seres que pueblan el mar es un guía inútil para juzgar de los que viven en tierra. Sin embargo, por las consideraciones que siguen, no creo que el simple hecho de haber vivido muchos cuadrúpedos gigantescos en los llanos de alrededor de Bahía Blanca sea guía segura para afirmar que en época remota estuvieron cubiertos de una vegetación exuberante, y no abrigo la menor duda de que el estéril país situado un poco hacia el Sur, cerca del río Negro, con sus ralos árboles espinosos pudo alimentar a muchos y grandes cuadrúpedos.


Que los animales corpulentos requieren una vegetación lujuriante, ha sido un supuesto general que ha pasado de una obra a otra; pero no vacilo en afirmar que es enteramente falso y que ha sido equivocado el razonamiento de los geólogos sobre algunos puntos de gran interés en la historia antigua del mundo. El prejuicio ha procedido probablemente de la India y sus islas, donde todo el mundo asocia las tropas de elefantes con los grandiosos bosques y las selvas impenetrables. Pero si hojeamos cualquier obra de viajes por las regiones meridionales de Africa, hallaremos en casi todas las páginas alusiones al carácter desértico de la región y al número de grandes animales que la habitan. Lo mismo se patentiza al echar una mirada a los muchos grabados que se han publicado relativos a varias partes del interior. Cuando el Beagle estuvo en la ciudad del Cabo hice una excursión de algunos días tierra adentro, que bastó, por lo menos, para hacer más inteligible lo que había leído.

El Dr. Andrés Smith, que, a la cabeza de sus audaces compañeros, ha conseguido últimamente pasar el trópico de Capricornio, me hace saber que la parte meridional de Africa, considerada en general, es indudablemente un país estéril. En la costa Sur y Sudeste hay algunos bosques magníficos; pero, con estas excepciones, el viajero puede pasar días y días por llanuras francas cubiertas de escasa y raquítica vegetación. Es difícil formar idea exacta de los grados de relativa fertilidad; pero con toda certeza puede afirmarse que la cantidad de vegetación producida en cualquier época del año en la Gran Bretaña [4] excede quizá diez veces a la cantidad de un área igual en las regiones interiores de Sudáfrica. El hecho de que las carretas de bueyes pueden viajar en cualquier dirección, excepto cerca de la costa, sin detenerse a cortar arbustos mas que alguna media hora de cuando en cuando, suministra quizá una idea más completa de la escasez de vegetación. Ahora bien: si fijamos la atención en los animales que habitan esas extensas llanuras, hallaremos que su número es extraordinariamente crecido y su tamaño inmenso. Podemos enumerar el elefante, tres especies de rinocerontes, y probablemente, de acuerdo con el Dr. Smith, otras dos; el hipopótamo, la jirafa, el búfalo—tan grande como un toro de tres años—y el alce, y como animales algo menores, dos cebras y el quaccha, dos gnus y varios antílopes mayores aún que estos últimos [5]. Podría suponerse que aunque las especies son numerosas los individuos de cada una son pocos. Gracias a la amabilidad del Dr. Smith puedo demostrar que el caso es muy diferente. Me comunica, en efecto, que a los 24° de latitud, en un día de marcha con las carretas de bueyes, vió, sin separarse a gran distancia, por ambos lados de la ruta, entre 100 y 150 rinocerontes que pertenecían a tres especies; el mismo día descubrió varios rebaños de jirafas, que ascendían a unas 100, y añade que, si bien no divisó elefante alguno, existen, sin embargo, en esta región. A la distancia de algo más de una hora de marcha desde el sitio en que había acampado la noche anterior, sus compañeros mataron en un área de poca extensión ocho hipopótamos y vieron muchos más. En este mismo río había también cocodrilos. Por supuesto, fué un caso excepcional el ver reunidos tantos animales de gran tamaño, pero evidentemente prueba que deben existir en gran número. El Dr. Smith habla del país atravesado en aquel día y dice que «estaba cubierto de hierba, con algunos arbustos de un metro de altura y mimosas arborescentes más ralas que las anteriores». Las carretas viajaron sin obstáculo casi en línea recta.

Además de estos grandes animales, aun el menos familiarizado con la historia natural del Cabo tiene noticia de los rebaños de antílopes, sólo comparables a las bandadas de aves emigratorias. El número de leo- nes, panteras y hienas y la muchedumbre de aves de rapiña indican bien claramente la abundancia de cuadrúpedos pequeños; en una sola noche se contaron hasta siete leones merodeando a la vez en torno del campamento del Dr. Smith. Y según me hizo observar este sabio naturalista, la carnicería diaria de Sudáfrica debe ser en realidad aterradora. Confieso que es a todas luces sorprendente cómo semejante número de animales puede sustentarse en un país que produce tan poco alimento. Los cuadrúpedos mayores vagan por extensiones incultas en busca de él, y su principal alimento lo constituyen arbustos enanos, que probablemente contienen mucha substancia nutritiva en pequeño volumen. También me participa el Dr. Smith que la vegetación se desarrolla rápidamente, y que no bien se ha consumido una clase de ella cuando la reemplaza otra nueva. A pesar de todo, no hay duda de que son muy exageradas nuestras ideas sobre la cantidad de alimento necesaria para el sustento de los grandes cuadrúpedos; convendría recordar que el camello, animal de tamaño no despreciable, ha sido considerado siempre como el emblema del desierto.

La creencia de que donde existan grandes cuadrúpedos la vegetación ha de ser necesariamente lujuriante es tanto más notable cuanto que la proposición inversa dista mucho de ser verdadera. Mr. Burchell me hizo observar que al entrar en el Brasil nada le impresionó tanto como el esplendor de la vegetación sudamericana, comparada con la de Sudáfrica, junto con la ausencia de animales de gran tamaño. En sus viajes [6] ha sugerido la idea de que la comparación de los respectivos pesos (si hubiera datos suficientes) de un número igual de los mayores herbívoros de cada país sería por extremo curiosa. Si tomamos, por una parte, el elefante [7], hipopótamo, jirafa, búfalo, alce, seguramente tres y acaso cinco especies de rinocerontes, y por lo que respecta a América, dos tapires, el guanaco, tres ciervos, la vicuña, el pecarí, el capybara (después de lo cual tenemos que acudir a los monos para completar el número), y colocamos luego estos grupos uno al lado del otro, no es fácil imaginar mayor desproporción en el tamaño. Tras de los hechos anteriores nos vemos compelidos a concluir, frente a la anterior probabilidad [8], que por lo que respecta a los mamíferos no existe directa relación entre el volumen de las especies y la cantidad de la vegetación en los países que habitan.

En cuanto al número de cuadrúpedos corpulentos, seguramente no hay región del globo que pueda compararse con el Africa del Sur. Y, sin embargo, después de los testimonios que hemos producido no habrá quien ponga en tela de juicio el carácter extremadamente desértico de esta región. En la división europea del mundo debemos volver los ojos a las épocas terciarias para hallar un estado de cosas entre los mamíferos parecido al que ahora existe en el Cabo de Buena Esperanza. Esas épocas terciarias, que nos inclinamos a considerar como abundantes hasta un grado asombroso en animales de gran tamaño, por el hecho de hallar acumulados en ciertos sitios los restos de muchas edades, con dificultad pudieron ufanarse de poseer cuadrúpedos mayores que los actuales del Africa del Sur. Si nos aventuramos a conjeturar la naturaleza y condiciones de la vida vegetal durante esas épocas, nos veremos precisados, al menos mientras tengamos en cuenta las analogías existentes, a no deducir la absoluta necesidad de una vegetación exuberante, puesto que en el Cabo de Bueno Esperanza tenemos un estado de cosas tan totalmente distinto de semejante deducción.

Sabemos [9] que las regiones extremas de Norteamérica, muchos grados más allá del límite en que la tierra permanece helada, se hallan cubiertas de bosques formados por árboles elevados y corpulentos. De un modo análogo, en Siberia tenemos bosques de abedules, abetos, álamos temblones y alerces que crecen a los 64° de latitud [10], allí en donde la temperatura media del aire desciende por debajo del punto de congelación, y donde la tierra está helada tan completamente que el cadáver de cualquier animal sepultado en ella se conserva perfectamente. Con estos hechos a la vista debemos conceder, por lo menos en lo concerniente a la cantidad sola de vegetación, que los grandes cuadrúpedos de las últimas épocas terciarias pudieron en casi toda Europa y Asia del Norte haber vivido en los sitios donde se hallan ahora sus restos. No hablo aquí de la especie de vegetación necesaria para su sostenimiento, porque habiendo evidentes señales de cambios físicos y estando extinguidos los animales de referencia, podemos suponer que las especies de plantas han cambiado de igual modo.

Séame permitido añadir que estas observaciones se refieren directamente al caso de los animales de Siberia conservados en el hielo. La firme convicción de la necesidad de una vegetación de exuberancia tropical para alimentar animales tan enormes, y, por otra parte, la imposibilidad de conciliarla con la proximidad de la perpetua congelación, contribuyeron principalmente a que se inventaran varias teorías de súbitas revoluciones de clima y asoladores cataclismos, a fin de inventar su enterramiento. Muy lejos estoy de suponer que el clima no ha cambiado desde el período en que vivían los animales que hoy yacen sepultados en el hielo. Por el momento únicamente deseo hacer ver que, en lo relativo a la sola cantidad de alimentación, el antiguo rinoceronte pudo vagar por las estepas de la Siberia Central (ya que las regiones septentrionales estaban probablemente cubiertas por el agua) aun en las condiciones que hoy tienen, de igual modo que viven hoy en las llanuras o Karros de Sudáfrica los rinocerontes y elefantes contemporáneos.


Ahora describiré las costumbres de algunas de las más interesantes aves que abundan en las desiertas llanuras de Patagonia Septentrional, comenzando por la mayor de esas aves, el avestruz sudamericano. Las costumbres ordinarias del avestruz son generalmente conocidas. Se alimentan de materia vegetal, como raíces y hierba; pero en Bahía Blanca he visto muchas veces a tres o cuatro bajar a los bancos de cieno, durante la bajamar, para buscar pececillos, según me dijeron los gauchos. Aunque el avestruz es esquivo, receloso y solitario, y a pesar de la extraordinaria velocidad de su carrera, los indios y los gauchos, armados de sus bolas, los cazan sin gran dificultad. Cuando se ven cercados por varios jinetes se aturden y no saben por dónde escapar. Generalmente prefieren correr contra el viento, y al primer arranque extienden las alas y se lanzan raudos como bajeles a toda vela. En cierto día despejado y caluroso vi a varios avestruces penetrar en una espesura de altos juncos, donde se ocultaron agachándose, y así permanecieron hasta que llegué muy cerca de ellos. No todos saben que el avestruz se mete sin dificultad en el agua. Mr. King me participa que en la bahía de San Blas y en Puerto Valdés, en Patagonia, vió varias veces a dichas aves pasar nadando de una isla a otra. No sólo corrieron a lanzarse al agua cuando se vieron acorralados sin tener otro lugar de escape, sino también espontáneamente y sin que nadie los espantara; la distancia salvada fué de unos 200 metros. Al nadar quedan casi enteramente cubiertos por el agua. Llevan el cuello tendido hacia adelante y avanzan lentamente. En dos ocasiones vi algunos avestruces atravesar a nado el río Santa Cruz en un punto donde la anchura era de unos 400 metros y la corriente rápida. El capitán Sturt [11], al descender por el río Murrumbidge, en Australia, vió dos emús [12] en el acto de echarse a nadar.

Los habitantes del país distinguen fácilmente el macho de la hembra, aun a distancia. El primero es mayor, más obscuro [13] y con un pico más largo. El avestruz, a mi juicio, el macho, emite un sonido peculiar, silbante y profundo; cuando le oí por primera vez, estando en medio de unos montículos de arena, le creí producido por alguna bestia feroz, pues es un ruido tal que no se puede decir de dónde viene ni de qué distancia. Mientras estuvimos en Bahía Blanca, en los meses de septiembre y octubre, se hallaron en todo el país huevos de avestruz en número extraordinario. O bien están dispersos o aislados, en cuyo caso nunca tienen pollos, y los españoles los llaman huachos, o bien se los halla reunidos en una excavación somera, que forma el nido. De los cuatro nidos que vi, tres contenían 22 huevos cada uno, y el cuarto, 27. En un día de caza a caballo se hallaron 64 huevos; 44 estaban en dos nidos, y los 20 restantes eran huachos dispersos. Los gauchos aseguran unánimemente, y no hay razón para dudar de su afirmación, que sólo el macho incuba los huevos y algún tiempo después acompaña a la pollada. Cuando el avestruz está en el nido se aplasta enteramente contra la tierra, y a mí me ha ocurrido estar a punto de pasar a caballo por encima de un macho echado. Se asegura que en esta época se muestran fieros si la ocasión lo pide, y aun peligrosos, y que se los ha visto acometer a un hombre a caballo intentando herirle y saltar sobre él. El que me dió estas noticias me señaló a un viejo al que había visto huir aterrado de un avestruz. Observo en los viajes de Burchell por Sudáfrica que ha notado: «Habiendo matado un avestruz macho que tenía sucias las plumas, se me dijo por los hotentotes que era un ave de nido». Tengo entendido que el macho emú es el que se encarga del nido en los Jardines Zoológicos; de manera que este hábito es común a esta familia de aves.

Los gauchos están contestes en afirmar que varias hembras ponen en el mismo nido. Se me ha referido positivamente que en la mitad del día se ha visto a cuatro o cinco hembras ir al mismo nido una tras otra. También se cree en Africa que dos o más hembras ponen en un solo nido [14]. Aunque este hábito parece extraño a primera vista, creo que la causa puede explicarse de una manera sencilla. El número de huevos de cada nido varía de 20 a 40, y aun 50, y, según Azara, a veces hasta 60 u 80. Ahora bien: es más probable, atendido al número extraordinariamente grande de huevos hallados en una comarca limitada, en proporción al de aves padres, y con relación al estado del ovario de la hembra, que ésta ponga durante la estación un gran número, bien que el tiempo requerido sea muy largo. Afirma Azara [15] que una hembra en estado de domesticidad puso 17 huevos dejando un intervalo de tres días entre uno y otro. Si la hembra tuviera que incubar sus huevos antes de poner el último, el primero probablemente estaría huero; pero si cada una pusiera unos pocos huevos en períodos sucesivos y en diferentes nidos, y si varías se reunieran en uno mismo, según se asegura que ocurre, entonces los huevos de una colección serían próximamente del mismo tiempo. Si el número de huevos en uno de estos nidos es, como creo, no mayor, por término medio, que el de los que pone una hembra en la estación, debe haber tantos nidos como hembras y cada macho ha de tener su buena parte en el trabajo de incubación, y durante el periodo en que las hembras no pueden probablemente incubar por no haber terminado la puesta [16]. He mencionado anteriormente el gran número de guachos o huevos abandonados, y a propósito de ello he dicho que en un día de caza se hallaron 20 en ese estado. Parece extraño que se pierdan tantos. ¿No provendrá de la dificultad de asociarse varias hembras y de hallar un macho dispuesto a emprender el trabajo de incubación? Es evidente que en un principio debe de haber algún grado de asociación, al menos entre dos hembras; a no ser así, los huevos permanecerían dispersos en las grandes llanuras, a distancias demasiado grandes para permitir al macho recogerlos en un nido; algunos autores han creído que los huevos dispersos son puestos para alimentar a las crías. Difícilmente puede suceder así en América, porque los huachos, aunque frecuentemente hueros y podridos, están generalmente llenos [17].

Cuando estuve en el río Negro, en la Patagonia Septentrional, oí repetidas veces a los gauchos hablar de un ave muy rara, que llamaban Avestruz Petise. Decían que era menor que el avestruz común, allí abundante, pero de una estrecha semejanza o forma general. Añadían que tenía el color obscuro y moteado, y las patas más cortas, guarnecidas de pluma en una longitud mayor que la del avestruz común. Se le caza más fácilmente que a otras especies con las bolas. Los pocos habitantes del país que habían visto las dos clases afirmaban que podían distinguirlas desde una gran distancia. Sin embargo de esto, parece ser que los huevos de la especie pequeña eran conocidos más generalmente, y se observó con sorpresa que su tamaño era casi igual al de los huevos del Rhea, pero diferenciándose en la forma y en un tinte azul pálido. Esta especie se halla muy rara vez en las llanuras de las márgenes del río Negro, pero cerca de grado y medio más al Sur abundan en cantidad regular.

Estando en Puerto Deseado, en. Patagonia (48° de latitud), Mr. Martens mató de un tiro un avestruz; le eché una ojeada, olvidando momentáneamente, del modo más inverosímil, toda la historia de los Petises, y creí que era un ejemplar ordinario, todavía no bien crecido. Fué guisado y comido antes de que volviese mi memoria. Por fortuna, se conservaron la cabeza, el cuello, las patas, las alas, muchas de las plumas mayores y una gran parte de la piel, y con estos elementos se ha reconstituido un ejemplar casi del todo perfecto, que al presente se exhibe en el Museo de la Sociedad Zoológica. Mr. Gould, al describir esta nueva especie me ha honrado designándola con mi nombre [18].

Entre los indios patagones del estrecho de Magallanes hallé un mestizo que había vivido algunos años con la tribu, pero que había nacido en las provincias del Norte. Preguntéle si había oído hablar del avestruz petise, y me respondió: «¡Cómo! ¡Ya lo creo! No hay otros en estas regiones». Me hizo saber que el número de huevos en el nido del petise es mucho menor que en el de la otra especie, esto es, no superior a 15 por término medio; pero aseguró que los ponía más de una hembra. En Santa Cruz vi varias de estas aves. Son excesivamente esquivas; en mi opinión, pueden ver a las personas que se les acercan cuando éstas no aciertan todavía a distinguirlas. Vimos pocos al ascender río arriba, pero en nuestro tranquilo y rápido descenso divisamos muchos, ya por parejas, ya de cuatro en cuatro o de cinco en cinco. Se ha observado que este ave no abre las alas al empezar a correr a toda velocidad, al modo de la especie del Norte. En conclusión, debo hacer constar que el Struthio Rhea habita el territorio del Plata hasta un poco al sur del río Negro, a los 41° de latitud, y el Struthio Darwinii se halla en la Patagonia Meridional, ya que la parte cercana al río Negro es territorio neutral. Mr. A. d'Orbigny [19], cuando estuvo en el rio Negro hizo grandes esfuerzos para procurarse un ejemplar de este ave, pero nunca tuvo la fortuna de conseguirlo. Dobrizhoffer [20] tuvo ya noticia, hace mucho tiempo, de que había dos clases de avestruces, pues escribió lo siguiente: «Debéis saber, además, que los emús se diferencian en tamaño y hábitos en las distintas regiones de la tierra, porque los que habitan las llanuras de Buenos Aires y Tucumán son mayores y tienen las plumas negras, blancas y grises; los de cerca del estrecho de Magallanes son más pequeños y hermosos, por terminar sus plumas blancas en manchas negras con vetas blancas.»


Es muy común en estos lugares un avecilla muy singular, el Tinochorus rumicivorus; en sus hábitos y aspecto general participa, casi en partes iguales, no obstante ser tan diferente, de los caracteres de la codorniz y la agachadiza. El Tinochorus se halla en todo el mediodía de Sudamérica, dondequiera que haya llanuras estériles o terrenos secos y descubiertos que producen pastos. Es frecuente, en parejas o pequeñas bandadas, en los sitios más desolados, donde apenas puede subsistir criatura. Al acercarse al suelo, se agacha de tal modo, que cuesta trabajo el distinguirle. Mientras comen andan algo despacio, con las patas muy separadas. Se revuelcan por el polvo de los caminos y lugares arenosos, y frecuentemente en sitios particulares, en que puede vérselos día tras día; como las perdices, vuelan en bandadas. En todos estos respectos, por la molleja muscular adaptada a la alimentación vegetal, por el pico arqueado y narices carnosas, patas cortas y forma de los pies, el Tinochorus guarda afinidad estrecha con las codornices. Pero apenas se le ve volar cambia enteramente su aspecto; las largas alas puntiagudas, tan diferentes de las del orden de las gallináceas; la irregularidad del vuelo y el grito quejumbroso proferido en el momento de remontarse, remedan la agachadiza. Los cazadores del Beagle designaron unánimemente a este ave con el nombre de agachadiza de pico corto. Con este género, o más bien con la familia de las zancudas, revela su esqueleto estar realmente relacionado.

El Tinochorus tiene estrechas relaciones con algunas otras aves sudamericanas. Dos especies del género Attagis son en casi todos respectos Lagopus en sus costumbres; una vive en la Tierra del Fuego, más arriba del límite del bosque, y la otra, justamente bajo la línea límite de las nieves, en la cordillera del Chile Central. Un ave de otro género muy afín, la Chionis alba, es un habitante de las regiones antárticas; se alimenta de algas y mariscos en las rocas de alta marea. Aunque no es palmípeda se la encuentra frecuentemente a distancia mar adentro, sin duda a causa de algún hábito no conocido. Esta pequeña familia de aves es una de aquellas que por sus variadas relaciones con otras familias, a pesar de ofrecer hoy dificultades al naturalista clasificador, en último término puede ayudar a revelar el gran plan, común a las edades presentes y pasadas, conforme al que han sido creados los vivientes todos.

El género Furnarius contiene varias especies, todas de aves pequeñas que viven en tierra y habitan en comarcas secas. Por su estructura no pueden ser comparadas a ninguna de las formas europeas. Los ornitólogos las han incluído generalmente entre las trepadoras, no obstante ser opuestas a esta familia en todas sus costumbres. La especie mejor conocida es el común hornero de La Plata, el casara, o albañil de los españoles. El nido, especie de minúscula casa, de donde le viene el nombre anterior, está colocado en los sitios más visibles, como el remate de un poste, una roca desnuda o un cactus. Se compone de barro y pajitas y tiene paredes fuertes y gruesas; en su forma se parece mucho a un horno o colmena de bóveda deprimida. La entrada es grande y arqueada, y frente a ella, en el interior, hay una división que llega casi al techo, formando así un paso o antecámara al verdadero nido.

Otra especie más pequeña de hornero (F. cunicularius) se parece a la anterior en el tinte rojizo general de su plumaje, en un grito peculiar, reiterado y penetrante, y en la extraña manera de correr a saltos. Por razón de su afinidad con la precedente, los españoles la llaman casarita (o albañilito), aun cuando su nidificación sea del todo diferente. La casarita construye su nido en el fondo de un estrecho agujero cilíndrico, que se prolonga, según dicen, casi dos metros bajo tierra. Varios campesinos me contaron que dos muchachos habían intentado excavar hasta el fondo del nido de la casarita, pero sin lograrlo. El ave escoge un banco bajo suelo arenoso y firme, al lado de un camino o corriente. Aquí (en Bahía Blanca) las paredes que rodean las casas se hacen de barro, y observé que la del patio en que me alojé estaba taladrada por agujeros redondos en una veintena de sitios. Al preguntar al dueño la causa de tal novedad se quejó amargamente de la pequeña casarita, y posteriormente vi trabajar a varias en la labor de perforar las paredes. No deja de ser curioso el hecho de que estas aves sean incapaces de adquirir la mejor noción de espesor, pues a pesar de sus constantes revoloteos alrededor de la cerca continuaron perforándola vanamente, creyéndola un excelente banco para sus nidos. Y tengo por cierto que estas casaritas, siempre que llegaron a descubrir luz por el lado opuesto, quedaron sorprendidas del hecho maravilloso.

Anteriormente he mencionado todos los mamíferos comunes de este país. Hay tres especies de armadillos, a saber: el Dasypus minutus, o pichi; el D. pillosus, o peludo, y el apar. El primero se extiende diez grados más al Sur que todas las otras especies; otra cuarta especie, la mulita, no desciende al Sur hasta Bahía Blanca. Las cuatro especies tienen costumbres muy semejantes; el peludo, sin embargo, es nocturno, mientras las otras vagan de día por las llanuras descubiertas, alimentándose de escarabajos, larvas, raíces y hasta culebras pequeñas. El apar, llamado comúnmente mataco, es notable por tener sólo tres bandas movibles; el resto de su teselado caparazón es casi inflexible. Puede enrollarse en forma de esfera perpleta, como la cochinilla inglesa. En ese estado se halla seguro contra las embestidas de los perros, porque éstos, no pudiendo hincarles el diente, tratan de morderlos en un lado y la bola se les escapa. El resbaladízo caparazón del mataco constituye una defensa mejor que las aguzadas púas del erizo. El pichi prefiere un suelo muy seco, y las dunas arenosas próximas a la costa, donde no puede probar el agua en muchos meses, son su morada favorita; muchas veces procura pasar inadvertido pegándose estrechamente al suelo. En un día de viaje a caballo cerca de Bahía Blanca se suelen encontrar varios, y así nos ocurrió a nosotros. Apenas divisamos uno fué preciso tirarse al punto del caballo para cogerle, porque en suelo blando el animal abre tan rápidamente una madriguera en que sepultarse que sus patas traseras desaparecen antes de haberse uno apeado. Casi da lástima matar estos curiosos animalitos, pues, como decía un gaucho, al afilar su cuchillo en el dorso de uno, «¡son tan mansos!...» [21].

En cuanto a reptiles, hay muchas clases: una culebra, Trigonocephalus, o Cophias (después llamado por M. Bibron T. crepitans), que, a juzgar por el calibre del canal de sus dientes venenosos, debe de ser muy mortífera. Cuvier, contra el parecer de otros naturalistas, hace de este reptil un subgénero del Crotalus [22], intermedio entre éste y la víbora. En confirmación de esta opinión, he observado un hecho que me parece muy curioso e instructivo, por demostrar cómo todos los caracteres, aun en el caso de que puedan ser independientes de la estructura, en cierto modo tienen una tendencia a variar por grados lentos. La extremidad de la cola de esta culebra termina en una punta ligeramente ensanchada, y cuando el animal se desliza hace vibrar constantemente la última parte, la cual, chocando contra la hierba y maleza dura, produce un cascabeleo, perfectamente perceptible a la distancia de dos metros. Siempre que se molestó o sorprendió a este reptil sacudía la cola, y las vibraciones eran extremadamente rápidas. Aun después de muerto, mientras el cuerpo conservó su irritabilidad, se manifestó cierta propensión a este movimiento habitual. Así, pues, el Trigonocephalus de que hablo tiene en varios respectos la estructura de una víbora con hábitos de culebra de cascabel, sólo que el ruido se produce con un mecanismo más sencillo. La expresión de la cara de esta culebra era horrible y feroz; la pupila consistía en una hendedura vertical sobre un iris moteado y cobrizo; las mandíbulas eran anchas en la base, y la nariz acababa en una proyección triangular. No creo haber visto jamás nada más horrible, exceptuando quizá algunos vampiros. Imagino que este repulsivo aspecto se debe a que los rasgos están colocados en posiciones, unos respecto de otros, semejantes a los de la cara humana, y así resulta cierta escala de repugnante deformidad.

Entre los reptiles batracios hallé solamente un pequeño sapo (Phryniscus nigricans), que, a causa de su color, presentaba un aspecto singularísimo. Si supusiéramos que primero se le había sumergido en tinta negrísima, y que después de seco se le había dejado arrastrarse por una tabla recién pintada del más vivo color bermellón, de modo que tomaran este color las caras inferiores de los pies y partes del vientre, llegaríamos a formar una buena idea de su aspecto. A ser una especie innominada, seguramente debería habérsele llamado Diaboucus, por ser el sapo infernal más a propósito para predicar en voz baja junto al oído de Eva. En vez de ser nocturno en sus hábitos, como otros de su especie, y de vivir en sitios retirados, húmedos y obscuros, se arrastra durante las horas más calurosas del día por secos montículos de arena y llanuras arenosas donde no puede hallarse una gota de agua. Por fuerza debe de recibir del rocío la humedad que necesita para vivir, y probablemente absorbida por la piel, pues se sabe que estos reptiles poseen un gran poder de absorción cutánea. En Maldonado hallé uno en un paraje casi tan seco como el de Bahía Blanca, y creyendo hacerle un gran bien le llevé a una charca; pero no solamente fué incapaz de nadar, sino que creo se hubiera ahogado muy pronto a no haberle ayudado a salir.

De lagartos había muchas clases; pero sólo una, el Proctotretus multimaculatus es notable por razón de sus costumbres. Vive sobre la desnuda arena, cerca de la costa, y a causa de su color moteado, escamas parduscas con manchitas blancas, piel amarillorrojiza y azulada, apenas puede distinguírsele de la superficie que le rodea. Cuando se le asusta intenta librarse del peligro fingiéndose muerto, para lo cual permanece inmóvil con las patas tendidas, el cuerpo aplastado y cerrados los ojos; si se continúa molestándole se entierra con gran rapidez en la arena suelta. Este lagarto no puede correr mucho, por impedírselo la forma aplastada de su cuerpo y la escasa longitud de sus patas.

Añadiré aquí unas cuantas observaciones sobre la invernación de los animales en esta parte de América del Sur. Cuando llegamos por vez primera a Bahía Blanca, en 7 de septiembre de 1832, creíamos que la Naturaleza apenas había otorgado vivientes a esta arenosa y seca región. Pero al cavar la tierra hallamos en un estado semiletárgico varios insectos, grandes arañas y algunos lacértidos. El 15 empezaron a aparecer algunos animales, y hacia el 18 (tres días antes del equinoccio) todo anunciaba el principio de la primavera. Las llanuras se adornaron con las flores de una acederilla de color rosa, guisantes silvestres, enoteras y geranios, y las aves emprendieron la puesta de sus huevos. Numerosos lamelicornios e insectos heterómeros, notables los últimos por sus cuerpos de hondas estrías y salientes resaltos, se arrastraban lentamente por varias partes, mientras los lacértidos, constantes moradores del suelo arenoso, se deslizaban como flechas en todas direcciones. Durante los primeros once días, mientras la Naturaleza continuaba su sopor, la temperatura media, sacada de las observaciones hechas cada dos horas a bordo del Beagle, fué de 10°,5 centígrados, y al mediodía el termómetro rara vez pasó de 12°,8. En los once días siguientes, en que la vida empezó a manifestarse, la media fué 14°,5 y 21°. De modo que aquí un aumento de dos a cuatro grados en la temperatura media, y otro mayor en la máxima, fueron suficientes al comienzo de las funciones de la vida. En Montevideo, de donde poco antes habíamos zarpado, en los veintitrés días comprendidos entre el 26 de julio y el 19 de agosto, la temperatura medía de 276 observaciones fué unos 14°,8; la máxima media, de 18°, 5, y la mínima, 7°,7. El punto más bajo a que descendió el termómetro fué 5°,5, y alguna vez al mediodía subió a 20° o 21°. Sin embargo, a pesar de esta elevada temperatura, casi todos los coleópteros, varios géneros de arañas, caracoles y otros moluscos terrestres, sapos y lagartos permanecían aletargados debajo de las piedras. Pero ya hemos visto que en Bahía Blanca, que está cuatro grados al Sur, y por tanto tiene un clima sólo algo más frío, esta misma temperatura, con un calor un poco menos extremo, fué suficiente para reanimar la Naturaleza. Esto muestra cuán delicadamente el estímulo requerido por los animales invernantes para salir de su sopor está gobernado por el clima propio de la región y no por el calor absoluto. Es bien sabido que entre los trópicos la invernación, o más propiamente estivación, de los animales está determinada, no por la temperatura, sino por los períodos de sequía. Cerca de Río Janeiro, en un principio, me sorprendí al observar que a los pocos días de haberse llenado de agua algunas pequeñas depresiones se poblaron de numerosos moluscos y coleópteros adultos, que debían estar aletargados. Humboldt ha referido el caso extraño de haberse levantado una choza en un sitio en donde en el cieno endurecido estaba sepultado un cocodrilo joven. Y añade: «Los indios hallan a menudo boas enormes, que llaman Uji, o serpientes de agua en el mismo estado letárgico. Para reanimarlas hay que irritarlas enérgicamente o salpicarlas con agua.»

Mencionaré sólo otro animal, un zoófito (creo que la Virgularia Patagonica), especie de pluma de mar. Se compone de un tallo delgado, recto y carnoso, con series alternas de pólipos a cada lado, rodeando un eje elástico de estructura pétrea, y cuya longitud varía entre 13 centímetros y seis decímetros. El tallo, en una extremidad está truncado, pero en la otra se termina en un apéndice carnoso vermiforme. El eje pétreo que da consistencia al tallo se convierte en el extremo de un sencillo vaso lleno de materia granular. En la bajamar pueden verse centenares de estos zoófitos, proyectando sus truncadas sumidades como las pajas de un rastrojo, a pocos centímetros sobre la superficie de la arena cenagosa. Cuando se los toca o estira se contraen súbitamente con fuerza hasta desaparecer casi enteramente. En virtud de este movimiento, el eje, que es muy elástico, debe doblarse en el extremo inferior, donde, naturalmente, está algo curvado, y me figuro que sólo mediante esta elasticidad puede el zoófito volver a surgir del cieno. Cada pólipo, estrechamente unido a sus hermanos, tiene boca, cuerpo y tentáculos propios. De estos pólipos, en un ejemplar grande debe de haber muchos millares; sin embargo, se ve que obran con unidad de movimiento; tienen también un eje central, relacionado con un sistema de circulación mal definida, y los gérmenes son producidos en un órgano distinto de los individuos separados [23]. Bien se nos puede permitir que preguntemos: «¿Qué se entiende por individuo? Siempre es interesante descubrir el fundamento de los extraños relatos de viajeros antiguos, y no dudo que los hábitos de esta Virgularia expliquen algunos casos. El capitán Lancáster, en su viaje [24] en 1601, refiere que en las arenas marinas de la isla del Sombrero, en las Indias Orientales, «halló un ramito que crecía como un árbol tierno, y al intentar arrancarlo se encogió hacia el suelo, y se hubiera hundido del todo a no tenerle asido con mucha fuerza. Habiéndole arrancado, se vió que tenía por raíz un gran gusano, el cual disminuye al paso que el árbol crece, y en cuanto el gusano se convierte enteramente en árbol éste hecha raíces en la tierra y se hace grande. Semejante transformación es una de las más extrañas maravillas que he visto en todos mis viajes, pues si se arranca este árbol cuando joven y se le quitan la corteza y las hojas se convierte, después de seco, en una piedra dura muy parecida al coral blanco, y de ese modo el gusano pasa por diferentes naturalezas. De ellos recogí y traje a casa un gran número».


Durante mi permanencia en Bahía Blanca, en espera del Beagle, la localidad estuvo en constante alarma con los rumores de encuentros y victorias entre las tropas de Rosas y los indios salvajes. Un día se recibió la noticia de haber hallado asesinados a todos los hombres que formaban un pequeño destacamento de una de las postas de la ruta de Buenos Aires. Al día siguiente llegaron 300 hombres procedentes de Colorado, a las órdenes del comandante Miranda. Una gran parte de estos soldados eran indios (mansos), que pertenecían a la tribu del cacique Bernantio. Pasaron allí la noche, y era imposible concebir nada más bárbaro y salvaje que las escenas de su vivaque. Algunos bebieron hasta embriagarse; otros se hartaron de ingerir la sangre fresca de las reses sacrificadas para su cena, y luego, sintiéndose con bascas, la arrojaban de nuevo, entre suciedad y cuajarones.

Nam simul expletus dapibus, vinoque sepultus
Cervicem inflexam posuit, jacuitque per antrum
Inmensus, saniem eructans, ac frusta cruenta
Per somnum commixta mero.

Por la mañana partieron para el lugar del asesinato, con órdenes de seguir el rastro aunque los llevara hasta Chile. Posteriormente supimos que los indios salvajes habían huido a las grandes Pampas y que se había perdido el rastro por alguna causa que no sabré decir. Una ojeada por el rastro les dice a estos hombres una historia entera. Suponiendo que examinen la huella de un millar de caballos, adivinarán al punto el número de los que iban montados, observando cuántos iban a medio galope; por la profundidad de otras impresiones deducirán que algunos llevaban pesadas cargas; por el modo de haber preparado la comida inferirán si los perseguidos llevan prisa, y por el aspecto general sacarán cuánto tiempo hace que pasaron. Un rastro de diez o quince días es para ellos bastante reciente, y por tanto, bueno para ser seguido. También me dijeron que Miranda había partido desde el extremo oeste de Sierra Ventana, en línea recta a la isla de Cholechel, situada a 70 leguas de la desembocadura del río Negro; esto es, una distancia de 200 a 300 millas a través de una región completamente desconocida. ¿Qué otras tropas en el mundo hay capaces de hacer otro tanto? Con el Sol por guía, la carne de yegua por alimento y las monturas por cama, mientras no les falte un poco de agua, estos hombres llegarán al fin del mundo.

Pocos días después vi otra tropa de estos soldados con facha de bandoleros, que partían en una expedición contra una tribu de indios de las pequeñas salinas, traicionados por un cacique prisionero. El español que trajo las órdenes para esta expedición era un hombre muy inteligente. Hízome una descripción del último combate a que había asistido. Algunos indios prisioneros dieron noticia sobre una tribu que vivía al norte del Colorado. Despacháronse contra ella 200 hombres, y descubrieron a los indios por una nube de polvo que levantaban los caballos al caminar. El terreno era montañoso y desierto, y probablemente muy alejado de la costa oriental, porque se alcanzaba a ver la Cordillera. Los indios, hombres, mujeres y niños, eran unos 110 en número, y casi todos fueron hechos prisioneros o muertos, porque los soldados acuchillaban a todos los varones. Los indios se hallaban ahora tan aterrados, que no ofrecían resistencia en masa, sino que cada uno huía como podía, abandonando aun a su mujer e hijos; pero cuando se les daba alcance peleaban como fieras contra cualquier número, hasta el último momento. Un indio moribundo cogió con los dientes el pulgar de su adversario y se dejó saltar un ojo antes de soltar su presa. Otro que estaba herido se fingió muerto, y entretanto apretaba el cuchillo para dar un golpe fatal. El narrador me contó que al perseguir a un indio éste pedía a gritos misericordia, y al mismo tiempo con gran disimulo se aflojaba las bolas del cinto con ánimo de voltearlas y herir a su perseguidor. «Pero yo le derribé en tierra de un sablazo, y apeándome luego le corté el cuello con mi cuchillo». Este es un cuadro nada halagüeño; pero ¡cuánto más repulsivo es el hecho indiscutible de asesinar a sangre fría a todas las mujeres que parecían tener más de veinte años! Cuando yo exclamé que esto me parecía un tanto inhumano, me replicó: «Y ¿qué hemos de hacer? ¡Así aprenden!».

Aquí todo el mundo está convencido de que es una guerra justísima porque se hace contra bárbaros. ¿Quién hubiera creído que tales atrocidades podían cometerse en estos tiempos en un país cristiano civilizado? Los niños de los indios se conservan para ser vendidos o donados en calidad de sirvientes, o más bien de esclavos, por el tiempo que los amos pueden hacerles creer que es esa su condición, pero creo que se los trata bastante bien.

En la batalla, cuatro hombres escaparon juntos. Se los persiguió, matando a uno y cogiendo vivos a los otros tres. Resultaron ser mensajeros o embajadores de un gran cuerpo de indios unidos en la causa común de defensa junto a la Cordillera. La tribu a que habían sido enviados estaba a punto de celebrar gran consejo; el festín de la carne de yegua estaba presto y la danza preparada: al día siguiente los embajadores habrían de regresar a la Cordillera. Eran hombres de simpática presencia, muy bien proporcionados, de un metro y ochenta centímetros de altura, y todos menores de treinta años. Como era natural, los tres supervivientes poseían una información valiosísima, y por arrancarles ésta se los puso en una línea. Habiendo interrogado a los dos primeros, respondieron: «No sé», y sin más, se los fusiló uno tras otro. El tercero dijo también: «No sé», añadiendo: «Dispara; soy hombre y sé morir». ¡Ni una sílaba quisieron dejar escapar de todo lo que pudiera perjudicar la causa unida de sus compatriotas! Muy distinta fué la conducta del cacique arriba mencionado: salvó su vida revelando el plan de guerra convenido y el punto de reunión en los Andes. Se creyó que había ya 600 ó 700 indios reunidos, y que ese número se doblaría en verano. Tenían que haber sido enviados embajadores a los indios de las pequeñas salinas cerca de Bahía Blanca, a los que, según he dicho, había hecho traición este mismo cacique. De modo que las comunicaciones entre los indios se extienden desde la Cordillera a la costa del Atlántico.

El plan del general Rosas consistía en matar a todos los rezagados, y después de obligar a los demás a replegarse en un punto común atacarlos a todos juntos, en el verano, con ayuda de los chilenos. Esta operación debe repetirse por tres años sucesivos. Supongo que se ha elegido el verano para el ataque principal porque entonces las llanuras carecen de agua y los indios sólo pueden viajar en direcciones especiales. Para evitar que los indios se escapen al sur del río Negro, vasta región inexplorada, donde estarían seguros, se ha concertado un pacto con los tehuelches, es a saber: que Rosas les pagará un tanto por cada indio que maten de los que pasen al sur del río; pero si no lo hacen así serán ellos mismos exterminados. La guerra se hace principalmente contra los indios de cerca de la Cordillera, porque muchas de las tribus de este lado oriental están peleando al lado de Rosas como auxiliares. El general, sin embargo, a ejemplo de lord Chesterfield, recelando que sus amigos se conviertan cualquier día en enemigos, los pone siempre al frente, a fin de mermar su número. Después de haber partido de Sudamérica hemos sabido que esta guerra de exterminio ha fracasado completamente.

Entre las muchachas cautivas en el encuentro antes referido había dos españolas muy lindas, que habían sido secuestradas de niñas por los indios y sólo sabían hablar la lengua de éstos. De las noticias que dieron se coligió que debían haber venido desde Salta, recorriendo una distancia, en línea recta, de unos 1.600 kilómetros. Esto da excelente idea del inmenso territorio en que vagan los indios; sin embargo, a pesar de su gran extensión, creo que en otros cincuenta años no quedará un indio salvaje al norte del río Negro. La guerra es tan sangrienta que no puede durar, pues los cristianos matan a todos los indios que cogen y los indios hacen lo mismo con los cristianos. Causa pena cómo los indios han cedido ante los invasores españoles. Schirdel [25] dice que en 1535, cuando se fundó Buenos Aires, había pueblos que contenían de 2.000 a 3.000 habitantes. Aun en tiempo de Falconer (1750) los indios hicieron incursiones hasta Luxán, Areco y Arrecife; pero al presente han sido arrojados allende el Salado. Además de haber sido exterminadas tribus enteras, los indios restantes se han hecho más bárbaros, y en lugar de vivir en grandes poblados y de emplearse en las artes de la pesca y la caza vagan ahora por las llanuras descubiertas, sin casa ni ocupación fija.

También he oído la relación de un combate que tuvo lugar algunas semanas antes del mencionado, en Cholechel. Es éste un importantísimo punto estratégico, por ser un paso para caballos, y, consiguientemente, en él estuvo el cuartel general de una división del ejército. Cuando las tropas llegaron allí por primera vez hallaron una tribu de indios, de los que mataron 20 ó 30. El cacique escapó de una manera verdaderamente asombrosa. Los indios principales tienen siempre uno o dos caballos escogidos que reservan para los trances de apuro. En uno de esos, que era un viejo caballo blanco, montó de un salto el cacique, tomando con él un niño hijo suyo. El caballo no tenía silla ni brida. Para librarse de las bolas, el indio cabalgó al estilo peculiar de su gente, esto es, con un brazo rodeado al cuello del caballo y una sola pierna sobre el lomo. Viósele de este modo, pendiente de un lado, dando palmaditas al caballo en la cabeza y hablándole. Los que le perseguían agotaron todos sus recursos para darle alcance; el comandante mudó tres veces de caballo, pero todo en vano. El viejo padre indio y su hijo escaparon y lograron salvarse. ¡Qué hermoso cuadro podemos pintar con la imaginación representando la desnuda y bronceada figura del viejo con su muchachito cabalgando, como Mazeppa, en el caballo blanco, dejando atrás a gran distancia la hueste de sus perseguidores!

Cierto día vi a un soldado hacer fuego con eslabón y pedernal, e inmediatamente reconocí en el último un trozo de la punta de una flecha. Me dijo que la había hallado cerca de la isla de Cholechel, y que allí se recogen con frecuencia. Tenía de cinco a siete centímetros de larga, siendo, por tanto, dos veces mayor de las que ahora se usan en Tierra del Fuego; [26] era de pedernal opaco, de color crema; pero la punta y las barbas habían sido rotas intencionadamente. Es bien sabido que los indios de las Pampas no usan ahora ni arcos ni flechas. Creo que debe exceptuarse una pequeña tribu en Banda Oriental; pero estos indios están enteramente separados de los de las Pampas y se acercan mucho a los que habitan en el bosque y viven a pie. Parece, pues, que estas puntas de flechas son reliquias antiguas [27] de los indígenas, con anterioridad al gran cambio de costumbres consiguiente a la introducción del caballo en Sudamérica.


  1. Zoology of the voyage of the «Beagle».
  2. Principies of Geology, vol. IV, pág. 40.
  3. Esta teoría se desenvolvió por primera vez en la Zoology of the Voyage of the «Beagle», y posteriormente en la Memoir on Mylodon robustus, del profesor Owen.
  4. Al expresarme así quiero decir que excluyo la cantidad total que en un período dado puede haber sido producida y consumida.
  5. El elefante (en swahili, tembo; en masai, ol-tome; en Luganda, njoou; en Acholi, leati) es hoy la especie Loxodonta africana capensis.

    Los rinocerontes africanos pertenecen a los géneros Diceros y Ceratotherium. Hay varias especies.

    El búfalo (en swahili, mbogo o nyati; en masai, olaro) es la especie Syncerus caffer, con varias subespecies.

    Entre las cebras y guacchas o guaggas hay: la cebra de Grévy (en swahili, kangani), Dolichohippus grevyi; la cebra común o bont-quagga, Equus quagga, con sus diferentes razas (granti, böhmi, cuninghamei, etc.).

    El alce de este país es el Taurotragus.—Nota de la edic. española.

  6. Travels in the Interior of South Africa, vol. II. pág. 207,
  7. El elefante que mataron en Exeter Change pesaba cinco toneladas y media, según cálculos fundados en lo que arrojaron algunas partes del animal. La hembra me dijeron que había pesado una tonelada menos; de modo que podemos tomar cinco toneladas por peso medio de un elefante bien desarrollado. En los jardines Surrey me contaron que el peso de un hipopótamo enviado a Inglaterra en piezas se calculó en tres toneladas y media; pondremos tres. Según estos datos podemos dar tres toneladas y media a cada uno de los cinco rinocerontes, tal vez una tonelada a la jirafa y media al búfalo, así como al alce (enorme antílope que pesa de 1.200 a 1.500 libras). Lo que nos dará un promedio (según los datos anteriores) de 2,7 toneladas para los 10 mayores anímales herbívoros de Sudáfrica. En Sudamérica, concediendo 1.200 libras a los dos tapires juntos, 550 al guanaco y la vicuña, 500 a los tres ciervos, 300 al capybara, pecarí y un mono, tendremos un promedio de 250 libras, que, a mi juicio, peca de excesivo. La relación será como 60 48 a 250, o 24 a 1 para los 10 animales mayores de los dos continentes.
  8. Si suponemos el caso de haberse descubierto un esqueleto de ballena en Groenlandia en estado fósil sin que se tuviera noticia de la existencia de ningún cetáceo, ¿qué naturalista se hubiera aventurado a conjeturar como posible el que un animal tan gigantesco se alimentara y pudiera vivir con los diminutos crustáceos y moluscos que habitan los mares helados del extremo Norte?
  9. Véanse las Zoological Remarks to Captain Back's Expedition, por el Dr. Richardson. Dice éste; «El subsuelo al norte de la latitud 56° está perpetuamente helado, pues el deshielo no penetra en la costa más de un metro, y en el lago del Oso, a los 64° de latitud, solamente la mitad. El hielo de los estratos inferiores no destruye por sí mismo la vegetación, porque hay bosques florecientes en la superficie a cierta distancia de la costa.»
  10. Véase a Humboldt, Fragments Asiatiques, pág. 386; Barton, Geography of Plants, y Malte Brun. En esta última obra se dice que el liímite del crecimiento de los árboles en Siberia puede trazarse bajo el paralelo 70°.
  11. Sturt, Travels, vol. II, pág. 74.
  12. El emu o emú común es una especie de avestruz australiano, afín al casoar de Nueva Guinea, que ha recibido el nombre científico de Dromaius novæ-hollandiæ.—Nota de la edic. española.
  13. Un gaucho me aseguró que había visto una vez una variedad albina, esto es, blanca como la nieve, y que era un ejemplar hermosísimo.
  14. Burchell, Travels, vol. I, pág. 280.
  15. Azara, vol. IV, pág. 173.
  16. Lichtenstein, sin embargo, asegura (Travels, vol. II, página 25) que las hembras comienzan a echarse cuando han puesto 10 ó 12 huevos, y que continúan poniendo, según presumo, en otro nido. Esto me parece muy improbable. Dice además que cuatro o cinco hembras se asocian para la incubación con un macho, que solamente incuba durante la noche.
  17. El avestruz americano de que hasta ahora viene hablando Darwin es la llamada chengue o ñandú (Rhea americana).—Nota de la edic. española.
  18. Es, al presente, la Rhea Darwini.—Nota de la edic. española.
  19. Estando en el río Negro oí hablar mucho de los trabajos infatigables de este naturalista. Mr. Alcides d'Orbigny, durante los años 1825 al 1833, atravesó varias y grandes porciones de Sudamérica, y después de haber hecho una colección está publicando ahora los resultados de manera tan magnifica, que de un salto se coloca en primer término en la lista de viajeros americanos, cediendo el primer puesto solamente a Humboldt.
  20. Account of the Abipones. A. D. 1749, vol. I (traducción inglesa), pág. 314.
  21. En español en el original.
  22. O serpiente de cascabel.
  23. Las cavidades que parten de los compartimientos carnosos de la extremidad estaban llenas de una materia pulposa amarilla, que examinada al microscopio presentaba extraño aspecto. La masa se componía de granos irregulares, redondeados y semitransparentes, reunidos en partículas de varios tamaños. Todas estas partículas y los granos separados podían moverse con rapidez, de ordinario alrededor de distintos ejes, y a veces con movimiento progresivo. El movimiento era visible con muy poco aumento; pero aun con las lentes de mayor amplificación no era posible descubrir su causa. Eran diferentes de la circulación del flúido en la bolsa elástica que contenía la extremidad delgada del eje. En otras ocasiones, al disecar pequeños animales marinos bajo el microscopio, he visto partículas de materia pulposa, algunas de gran tamaño, que empezaban a dar vueltas tan luego como se disgregaban. He imaginado—ignoro con cuánta verdad—que esta materia pulpogranulosa se hallaba en el proceso de convertirse en huevos. Realmente, en este zoófito, tal parecía ser el caso.
  24. Kerr, Collection of Voyages, vol. VIII, pág. 119.
  25. Purchas, Collection of voyages. Creo que fué realmente en 1537.
  26. Véase capítulo X.
  27. Azara ha llegado hasta poner en duda que los indios Pampas usaran jamás arcos y flechas.