Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XV

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CAPITULO XV

Paso de la Cordillera.
Valparaíso.—Paso del Portillo.—Sagacidad de los mulos.—Torrentes.—Minas; cómo se descubrieron.—Pruebas de la elevación gradual de la Cordillera.—Efecto de la nieve sobre la roca.—Estructura geológica de las dos cadenas principales; su distinto origen y elevación.—Gran área de sumersión—Nieve roja.—Vientos.—Pirámides de nieve.—Atmósfera seca y clara.—Electricidad.—Pampas.—Zoología de las vertientes opuestas de los Andes.—Langostas.—Grandes chinches.—Mendoza.—Paso de Uspallata.—Arboles silicifícados enterrados cuando crecían.—Puente de los Incas.—Se ha exagerado la dificultad de los pasos.—Cumbre.—Casuchas.—Valparaíso.


7 de marzo de 1835.—Estuvimos tres días en Concepción, y luego zarpamos para Valparaíso. Como el viento soplaba del Norte, no llegamos a la boca del puerto de Concepción hasta el anochecer. En vista de que nos hallábamos cerca de tierra y de que una espesa niebla se nos venía encima, echamos anclas. Poco después apareció un gran barco ballenero norteamericano muy cerca de nuestro costado, y oímos al capitán yanqui increpar a sus hombres para que se callaran, mientras él prestaba oído a los rompientes. El capitán Fitz Roy le voceó en tono alto e inteligible que anclara allí mismo. El pobre debió figurarse que la voz procedía de la playa: al punto salió del barco una babel de gritos, en que todos mandaban: «¡Abajo el ancla! ¡Largar cable! ¡Recoger velas!» Aquello era lo más cómico que jamás he oído. Si la tripulación se hubiera compuesto de capitanes en vez de marineros, no habría sido mayor la batahola de órdenes. Después le oímos tartamudear; supongo que toda su gente le ayudaría a salir del paso.

El 11 anclamos en Valparaíso, y dos días después salí para cruzar la Cordillera. Me encaminé a Santiago, donde Mr. Caldcleugh tuvo la amabilidad de ayudarme, en todas las formas, a preparar todo lo necesario. En esta parte de Chile hay dos pasos que cruzan los Andes a Mendoza; el usado más comúnmente, que es el de Aconcagua o Uspallata, está situado un poco al Norte; el otro, llamado el Portillo, se halla al Sur y más cerca, pero es más alto y peligroso.


18 de marzo.—Hemos partido para el paso de Portillo. Dejando Santiago cruzamos la ancha y agostada llanura en que se alza la ciudad, y por la tarde llegamos al Maypú, uno de los ríos principales de Chile. El valle, en el punto donde penetra en la primera cordillera, está limitado a un lado y otro por altas y desnudas montañas, y aunque de no gran anchura, es muy fértil. Veíanse numerosas quintanas cercadas de viñedos y pomaradas, pérsicos y melocotoneros, cuyas ramas se desgajaban con el peso de la hermosa y madura fruta. Al atardecer pasamos la aduana, donde se registraron nuestros bagajes. La frontera de Chile está mejor guardada por la Cordillera que por las aguas del mar. Hay muy pocos valles que conduzcan a las sierras centrales, y en otros puntos las montañas son de todo punto infranqueables para bestias de carga. Los empleados de la aduana nos trataron muy cortésmente, efecto, sin duda, del pasaporte que me había dado el Presidente de la República; pero cúmpleme expresar la admiración por la cortesía natural de todos los chilenos. Vivamente me impresionó el contraste que formaba su comportamiento con el de las mismas clases sociales de la mayoría de los países. He de referir una anécdota que por entonces me complació mucho. Cerca de Mendoza tropezamos con una negrita muy gorda, que iba a horcajadas en una mula. Tenía una papera tan enorme, que llamaba extraordinariamente la atención; pero a pesar de ello, mis dos compañeros, con aire de respetuosa consideración, le hicieron el acostumbrado saludo del país, quitándose el sombrero ¿Dónde se hallaría persona alguna, de las clases más altas o mas bajas de Europa, que hicieran tan humanitario cumplido a un ser pobre y desgraciado de una raza degradada?

Por la noche dormimos en una quintana. Nuestro modo de viajar era de una deliciosa independencia.

En las partes deshabitadas encendíamos una pequeña hoguera, dejábamos pastar a los animales y vivaqueábamos con ellos en un rincón del mismo campo. Como llevábamos una olla de hierro, cocinábamos, y comíamos la cena bajo un cielo despejado, sin que nadie nos molestara. Mis compañeros eran Mariano González, que en otro tiempo me había servido de guía en Chile, y un arriero con sus diez mulas y una «madrina». La madrina es un personaje importantísimo. Con ese nombre se designa una yegua vieja de genio reposado, que lleva colgada al cuello una campanilla, y a la que siguen con filial adhesión las mulas todas adondequiera que se encamine. La afección de estos animales por sus madrinas evita una infinidad de contratiempos. Cuando se dejan sueltas en terrenos de pastos grandes partidas de ganado mular durante la noche, los muleteros, a la mañana siguiente, no tienen mas que llevar las madrinas, poniéndolas algo separadas, y hacer sonar sus campanillas, y aunque haya 200 ó 300 mulas, cada una reconoce inmediatamente la campanilla de su madrina y viene a buscarla. De este modo es casi imposible perder ninguna mula, porque aun en el caso de que la detengan a la fuerza por varias horas, por el olfato, como un perro, seguirá el rastro de sus compañeras, o más bien de la madrina, que, al decir de los muleteros, es el principal objeto de afección. Sin embargo, este sentimiento no es de índole individual, pues creo poder afirmar con certeza que cualquier mula provista de su cencerro o esquila sirva para madrina. Cada bestia de una recua lleva por camino llano una carga de 416 libras, y en país montañoso, 100 libras menos. Es admirable cómo con unas patas tan finas y sin gran aparato de músculos pueden sostener y transportar estos animales pesos tan enormes. La mula me parece el animal más sorprendente. Que un híbrido posea más razón, memoria, obstinación, afección social, resistencia y longevidad que a sus padres, parece indicar que el arte ha superado aquí a la Naturaleza. De nuestras diez mulas, seis se destinaban a cabalgar y cuatro a llevar las cargas, reemplazándose unas a otras por turno. El peso principal de nuestra impedimenta lo constituían los alimentos, de que íbamos provistos para el caso de que la nieve nos sitiara, pues la estación estaba ya bastante adelantada para pasar el Portillo.


19 de marzo.—Durante el día de hoy hemos caminado hasta la última y, por tanto, más elevada casa del valle. La población escaseaba cada vez más; pero dondequiera que podía regarse el terreno, éste era fertilísimo. Todos los valles principales de la Cordillera se caracterizan por tener en ambos lados una franja o terraza de casquijo y arena, toscamente estratificada, y generalmente de considerable espesor. Estas franjas se extendieron, sin duda alguna, en otro tiempo al través de los valles, formando una capa continua, y así se ve en los valles del norte de Chile, en que no hay corrientes. Por dichas franjas es por donde pasan de ordinario los caminos, porque presentan una superficie llana y suben por los valles con una inclinación muy suave; de ahí que sean también de fácil cultivo mediante el riego. Puede caminarse por ellas hasta una altura comprendida entre 2.000 y 3.000 metros, y más allá quedan ocultos por montones irregulares de detritus. En los extremos más bajos o salidas de los valles aparecen unidas, sin solución de continuidad, con las llanuras de tierra firme (y también formadas de casquijo) que hay al pie de la cordillera principal, y que ya he descrito en un capítulo anterior como características del paisaje de Chile. Indudablemente son una formación sedimentaria de la época en que el mar invadía Chile, como invade ahora las costas más meridionales. Ningún hecho de la geología sudamericana me interesó tanto como estas terrazas de casquijo de estratificación poco aparente. Por los materiales de que están constituídas, recuerdan precisamente los depósitos que los torrentes formarían en los valles si quedaran detenidos en su curso por cualquier causa, como la comunicación con un lago o brazo de mar; pero los torrentes, ahora, en lugar de depositar sedimentos, trabajan sin descanso en desgastar la roca sólida y los depósitos de aluvión a lo largo de todos los valles, así principales como secundarios. Es imposible exponer las razones en este lugar, pero estoy convencido de que las terrazas de casquijo se acumularon durante la elevación gradual de la Cordillera, merced a la acción de los torrentes, pues en niveles sucesivos dejaron sus detritus en las cabeceras de largos brazos de mar, primero en los valles más altos, luego en otros más bajos, y sucesivamente en otros, al paso que la tierra se elevaba lentamente. Si esto ha sucedido así, y no puedo dudar de ello, la gigantesca y abrupta cadena de la Cordillera, en lugar de haber surgido repentinamente, como creyeron todos los geólogos sin excepción hasta hace poco, y creen todavía la mayor parte, se ha ido elevando lentamente en masa, en la misma forma gradual que lo han efectuado las costas del Atlántico y del Pacífico dentro del período reciente. Admitido este modo de ver, tienen sencilla explicación una multitud de hechos relativos a la estructura de la Cordillera.

Los ríos que corren en estos valles deben llamarse más bien torrentes de montaña, porque su declive es grandísimo y el agua de color de cieno. El ensordecedor ruido del Maypú al precipitarse sobre grandes fragmentos rodados semejaba el bramar del océano. En medio del inmenso fragor de las aguas despeñadas podía distinguirse el estrépito de las piedras chocando unas con otras, aun a considerable distancia. Noche y día suena el gran carraqueo a lo largo de todo el curso del torrente. El sonido hablaba elocuentemente al geólogo; los miles y miles de piedras que se golpeaban sin cesar producían un rumor de uniforme monotonía, y señalaban la dirección única en que marchaban. Al ánimo acudía la idea del inexorable volar del tiempo, en que cada minuto que pasa no puede ya recobrarse. Lo mismo sucedía con aquellas piedras; el océano es su eternidad, y cada nota de aquella música salvaje hablaba de un paso más hacia su destino.

El entendimiento no puede comprender, a no ser mediante un proceso lento, ninguno de los efectos producidos por una causa en acciones tan repetidas que el multiplicador mismo sugiere una idea poco definida, como la que pretende expresar el salvaje al señalar con el dedo los cabellos de su cabeza. Siempre que he visto lechos de cieno, arena y cascajo acumulados en un espesor de muchos miles de pies me he sentido inclinado a proclamar en voz alta que masas tan enormes jamás han podido ser reunidas por ríos y playas como los actuales. Mas, por otra parte, al oír el matraqueo atronador de estos torrentes y recordar que razas enteras de animales han desaparecido de la faz de la tierra, sin que en todo este período hayan dejado de avanzar chocando rumorosamente día y noche estas piedras, me he preguntado si habría acaso montañas o continentes capaces de resistir semejante desgaste.

En esta parte del valle, las montanas, en ambos lados, tenían de 1.000 a 2.500 metros de altura, con perfiles redondeados y laderas desnudas de gran declive. El color general de la roca era púrpura mate, y la estratificación, muy distinta. Si el paisaje no era bello, en cambio impresionaba por su grandiosidad. En el transcurso del día encontramos varias vacadas que los pastores conducían a los valles bajos desde los más altos de la Cordillera. Esta señal de acercarse el invierno aceleró nuestra marcha más de lo que convenía para hacer geología. La casa en que dormimos estaba situada al pie de una montaña, en cuya cima están las minas de San Pedro Nolasco. Sir F. Head se maravilla de que hayan podido descubrirse minas en lugares tan extraños como la yerma cima de la montaña de San Pedro Nolasco. En primer lugar ha de tenerse presente que los veneros metálicos en este país son generalmente más duros que los estratos que los rodean: de ahí que durante el desgaste gradual de las montañas sobresalgan de la superficie del suelo. En segundo lugar, casi todos los obreros, especialmente en las partes septentrionales de Chile, entienden algo de minerales metalíferos y del aspecto que presentan. En las grandes regiones mineras de Coquimbo y Copiapó escasea la leña, y los hombres la buscan por todas las montañas y cañadas, y merced a esa combinación de circunstancias es como se han descubierto las minas más ricas. Chanuncillo, de donde en pocos años se ha sacado plata por valor de muchos cientos de miles de libras, se descubrió por haber cogido un hombre una piedra para tirársela a su asno, cargado, y advirtiendo que era muy pesada, la examinó y la halló llena de plata pura; el filón se hallaba a no mucha distancia, sobresaliendo como una cuña de metal. Además, los mineros salen con frecuencia los domingos a registrar las montañas, llevando consigo una palanca o barra de hierro. En esta parte del sur de Chile los vaqueros que llevan el ganado al interior de la Cordillera y frecuentan las barrancas todas donde crece algún pasto son los ordinarios descubridores.


20 de marzo.—Al paso que ascendíamos por el valle, la vegetación, salvo algunas pocas lindas flores alpinas, se hacía extraordinariamente escasa, y en cuanto a cuadrúpedos, aves o insectos, apenas podía verse alguno. Las altas montañas presentaban en sus cimas algunos trozos nevados, y se alzaban perfectamente separadas unas de otras, mientras los valles aparecían repletos de una espesísima capa de aluvión estratificado. Los rasgos del paisaje de los Andes que más me impresionaron, por el contraste con las demás cadenas montañosas que conozco, fueron: las fajas planas, que a veces se dilataban en angostos llanos por ambos lados de los valles; los vivos colores, principalmente rojo y púrpura, de las escarpadas y desnudas montañas de pórfido; los enormes y continuos diques como muros; los estratos, perfectamente distintos, que donde eran casi verticales formaban los pintorescos y alegres pináculos centrales, y donde tenían menor inclinación constituían los grandes macizos montañosos en las faldas de la sierra, y, por último, las acumulaciones cónicas y alisadas de excelentes detritus coloreados que subían en ángulo agudo desde la base de las montañas, a veces hasta una altura de 600 metros.

Frecuentemente observé, así en Tierra del Fuego como en el interior de los Andes, que donde la roca permanecía cubierta de nieve durante la mayor parte del año aparecía fraccionada de un modo rarísimo en pequeños trozos angulosos. Scoresby [1] ha observado el mismo hecho en Spitzberg. El caso me parece un tanto obscuro, porque aquella parte de la montaña que esta protegida por un manto de nieve debe de estar sometida a menos cambios de temperatura que cualquiera otra. A veces he pensado que la tierra y fragmentos de piedra de la superficie eran quizá arrastrados más lentamente por el suave escurrimiento del aguanieve que por el agua de lluvia [2], y que, por tanto, la apariencia de una desintegración más rápida de la roca sólida bajo de la nieve era engañosa. Sea la causa la que fuere, la cantidad de piedra desmenuzada en la Cordillera es muy grande. De cuando en cuando, en primavera, grandes masas de estos detritus resbalan por las montañas abajo y cubren los taludes de nieve en los valles, formando así neveras naturales. Pasamos a caballo sobre una de ellas, cuya altura estaba muy por bajo del límite de las nieves perpetuas.

Al expirar la tarde llegamos a un llano singular en forma de cuenca, llamado el Valle del Yeso. En la superficie veíase alguna hierba seca, y gozamos el delicioso espectáculo de una vacada pastando en medio de los rocosos desiertos de los alrededores. El valle se denominaba «del Yeso» por contener un gran lecho de dicha substancia, cuyo espesor, a mi juicio, no bajará de 2.000 pies, y en estado de gran pureza. Dormimos con un grupo de hombres empleados en cargar mulas con aquella substancia, que se usa en la elaboración del vino. Partimos de madrugada (el día 21), y continuamos siguiendo el curso del río, que había disminuido extraordinariamente, hasta que llegamos al pie de la cadena que separa las aguas que fluyen al Pacífico y al Atlántico. El camino, que hasta ahora había sido bueno, con un declive constante, pero gradual, ahora se trocó en un escarpado sendero en zigzag, que subía a la gran Cordillera, dividiendo la república de Chile y la provincia argentina de Mendoza.

Daré aquí un breve resumen de la geología correspondiente a las varias sierras paralelas que forman la Cordillera. Entre estas líneas hay dos de altura muy superior a la de las otras, a saber: en el lado chileno, la sierra Peuquenes, que donde el camino la cruza tiene 3.663 metros sobre el nivel del mar, y en la parte de Mendoza, la sierra del Portillo, que se eleva a 4.290 metros. Los lechos inferiores de la cadena Peuquenes, así como los de varias grandes líneas al oeste de la misma, se componen de una vasta acumulación, cuyo espesor alcanza muchos miles de pies, de pórfidos, que han fluído como lavas submarinas, alternando con fragmentos angulosos y redondeados de las mismas rocas arrojados por cráteres submarinos. Estas masas alternas están cubiertas en las partes centrales por un gran espesor de arenisca roja, conglomerado y pizarras arcillocalcáreas, asociados con prodigiosos lechos de yeso y medio transformados en esta substancia. En estos estratos superiores abundan bastante las conchas, y pertenecen aproximadamente al período de la creta inferior en Europa. Ya es viejo, mas no por eso menos admirable, oír hablar de conchas que en otro tiempo se arrastraron por el fondo del mar y ahora están a cerca de 4.200 metros sobre su nivel. Las capas inferiores en esta gran pila de estratos han sido dislocadas, tostadas, cristalizadas y casi amalgamadas unas con otras, merced a la intervención de masas de montaña de una roca peculiar blanca graníticosódica.

La otra sierra principal, esto es, la del Portillo, es de formación totalmente distinta: consiste principalmente en grandes pináculos desnudos, de un granito potásico rojo, los cuales en las partes bajas de la vertiente oeste están cubiertos por una arenisca convertida por la antigua acción ígnea en una cuarcita. Sobre esta última substancia descansan lechos de conglomerado de varios miles de pies de espesor, que han sido elevados por el granito rojo, y descienden con una inclinación de 45° hacia la sierra Peuquenes. Me sorprendió hallar que este conglomerado se componía en parte de guijarros procedentes de las rocas, con sus conchas fósiles, de la cadena Peuquenes, y que parte del granito potásico rojo era como el del Portillo. De aquí debemos concluir que ambas sierras, Peuquenes y Portillo, han sido elevadas parcialmente y sufrido desgastes y fracturas en tanto el conglomerado se estaba formando; pero como los lechos de éste han sido proyectados en un ángulo de 45° por el granito rojo del Portillo (junto con la arenisca infrayacente metamorfizada por él), podemos tener la seguridad de que la mayor parte de la inyección de la ya parcialmente constituída sierra del Portillo se efectuó después de acumularse el conglomerado y muy posteriormente a la elevación de la línea Peuquenes. De modo que el Portillo, la sierra más alta en esta parte de la Cordillera, no es tan antigua como la más baja del Peuquenes. Puede aducirse una prueba, sacada de una corriente inclinada de lava en la base oriental del Portillo, para demostrar que debe parte de su gran altura a elevaciones de fecha todavía posterior. Atendiendo a su primer origen, el granito rojo parece haber sido inyectado en una antigua línea preexistente de granito blanco y micacita. En la mayoría de los puntos, acaso en todas partes de la Cordillera, puede concluirse que cada sierra se ha formado por repetidas elevaciones e inyecciones, y que las varias sierras paralelas son de épocas diferentes. Sólo así se da lugar al tiempo absolutamente necesario para explicar la enorme y verdaderamente asombrosa denudación que estas gigantescas montañas han sufrido, aun comparándolas con la mayoría de otras sierras recientes.

Por último, las conchas de Peuquenes, o sierra más antigua, prueban, como he notado antes, que ha sido elevada a 4.200 metros después de un período secundario que en Europa estamos acostumbrados a considerar como poco antiguo; pero puesto que esas conchas vivieron en un mar de moderada profundidad puede colegirse que el área hoy ocupada por la Cordillera debe de haber estado sumergida a varios miles de pies—en el norte de Chile, hasta unos 6.000—, en términos de haber permitido acumularse en el lecho en que las conchas vivían la gran masa de estratos submarinos. La prueba es la misma que la empleada para demostrar que en un período muy posterior al en que vivían las conchas terciarias de Patagonia debe de haberse efectuado una sumersión de varios centenares de pies y una elevación subsiguiente. Cada día se arraiga más en el ánimo del geólogo la convicción de que nada, ni el mismo viento que sopla, es tan inestable como el nivel de la corteza terrestre.

Haré solamente otra observación geológica: aunque la cadena del Portillo es aquí más alta que la de Peuquenes, las corrientes que desaguan los valles intermedios se han abierto camino al través de la primera. El mismo hecho, en mayor escala, se ha observado en la línea oriental y más elevada de la Cordillera boliviana, por la que pasan los ríos; una cosa análoga ha sucedido en otras regiones del mundo. Lo cual tiene explicación en el supuesto de la elevación gradual y subsiguiente de la línea del Portillo, porque al empezar a realizarse debió de aparecer una cadena de islas, y al paso que éstas se elevaban, las mareas debieron de ahondar y ensanchar constantemente los canales intermedios. En el día de hoy, aun en las bahías más entrantes que hay en la costa de Tierra del Fuego, las corrientes de las brechas transversas que enlazan los canales longitudinales son muy impetuosas, de modo que en uno de esos canales transversos hacen dar vueltas y más vueltas a un pequeño barco de vela.


Cerca de mediodía empezamos el fatigoso ascenso a la sierra del Peuquenes, y a poco experimentamos, por vez primera, alguna dificultad en la respiración. A cada 50 metros las mulas hacían alto, y después de descansar unos segundos, las pobres bestias partían de nuevo espontáneamente. La angustia de la respiración, producida por el enrarecimiento del aire, es denominada por los chilenos con el nombre de puna, y acerca de su origen tienen las más extrañas ideas. Unos dicen que «todas las aguas aquí tienen puna»; otros, que «donde hay nieve hay puna»; y esto último, sin duda, es cierto. Por mi parte no experimenté más sensación que una ligera tirantez u opresión en la cabeza y pecho, como la que se siente al salir de una habitación muy calurosa y correr aprisa en un ambiente helado. Aun en esto debió de intervenir la imaginación, porque al encontrar conchas fósiles en el cerro más elevado, la satisfacción me hizo olvidar la puna. Sin duda alguna costaba mucho el andar, y la respiración se hacía profunda y laboriosa. Me dicen que en Potosí (a unos 3.900 metros sobre el nivel del mar) los extranjeros tardan un año entero en acostumbrarse a la atmósfera. Todos los habitantes recomendaban la cebolla contra la puna; tal vez sea eficaz, porque en Europa se ha empleado para curar las afecciones del pecho; por mi parte no hallé nada tan bueno ¡como las conchas fósiles!

Cuando estábamos casi a medio camino de nuestra subida, descubrimos una gran recua de 70 mulas cargadas. Era interesante oír los gritos salvajes de los arrieros y contemplar la prolongada fila de los animales descendiendo; aparecían tan diminutos porque sólo podíamos compararlos con las masas enormes de las montañas peladas. Cuando distábamos poco de la cima, el viento, como sucede de ordinario, era impetuoso y extremadamente frío. En ambos lados de la sierra tuvimos que pasar por anchas bandas de nieves perpetuas, que no tardaron en cubrirse de una nueva capa. Luego que hubimos llegado a la cresta, volvimos la vista atrás, y contemplamos un panorama de lo más grandioso. La atmósfera clara y resplandeciente; el cielo intensamente azul; los profundos valles; las bravías quebradas; los montones de ruinas acumuladas por el transcurso de las edades; las rocas de vivos colores, que contrastaban con las blancas montañas de nieve, todo ello formaba un conjunto imposible de describir. Ni planta ni ave, fuera de algunos cóndores, que volaban trazando círculos alrededor de los picos más altos, distrajeron mi atención, absorta en las masas inanimadas. Me alegré de estar solo; la impresión causada en el ánimo se parecía a la de una grandiosa y terrible tempestad, o a la de toda la orquesta en un coro del Mesías.

En varias extensiones cubiertas de nieve hallé el Protococcus nivalis o nieverroja, tan bien conocido por los relatos de los navegantes árticos. Me hizo fijar la atención en él cierto tinte rojizo que noté en las huellas de las mulas, que parecían sangrar ligeramente por los cascos. En un principio creí que la coloración se debía al polvo de pórfido rojo traído por el viento desde las montañas vecinas, porque, a causa del poder amplificador de los cristales de nieve, los grupos de esas plantas microscópicas aparecían como partículas bastas. La nieve no estaba coloreada mas que donde se había fundido con mucha rapidez o donde accidentalmente había sido machacada. Frotando un papel con un poco de ella dió una débil tinta rosa mezclada con ocre. Después raspé algo de esa substancia colorante, y hallé que se componía de grupos de esferitas en cápsulas incoloras, cuyo diámetro era de una milésima de pulgada. El viento en la cresta del Peuquenes, como dejo dicho, es generalmente impetuoso y muy frío; se asegura que sopla constantemente del Oeste o del lado del Pacífico [3]. Como las observaciones se han hecho principalmente en verano, este viento debe ser una corriente superior de retorno. El pico de Tenerife, con menor elevación y situado a los 28° de latitud, penetra del mismo modo en una corriente superior de retorno. En un principio parece sorprendente que el alisio, a lo largo de las partes septentrionales de Chile y de la costa del Perú, sople en dirección tan orientada al Sur como lo hace; pero cuando se reflexiona que la Cordillera, al correr de Norte a Sur, intercepta como una gran muralla toda la parte inferior de las más bajas corrientes atmosféricas, puede comprenderse fácilmente que el alisio debe derivar hacia el Norte, siguiendo la línea montañosa hacia las regiones ecuatoriales, perdiendo así parte del movimiento oriental que adquiere a causa de la rotación de la Tierra. En Mendoza, al pie de la falda oriental de los Andes, el clima, según dicen, está sujeto a prolongadas calmas y a frecuentes, aunque falsos, amagos de tempestades lluviosas. Esto hace pensar que el viento procedente del segundo cuadrante, al tropezar con la cadena de montañas, se estanca y hace irregular en sus movimientos.

Después de cruzar el Peuquenes bajamos a una región montañosa intermedia entre las dos cadenas principales, e hicimos alto para pasar la noche. Ahora estábamos en la República de Mendoza. La altura no bajaba probablemente de 3.300 metros, y, como consecuencia, la vegetación era escasísima. Nos sirvió de combustible la raíz de una pequeña planta rastrera; pero hizo una hoguera tan miserable que apenas nos alivió del frío intenso con que el viento nos traspasaba. Como estaba tan cansado a causa de mis excursiones, preparé la cama tan pronto como pude y me eché a dormir. A eso de la medía noche observé que el cielo se había súbitamente encapotado; desperté al arriero para preguntarle si amenazaba mal tiempo, y me dijo que mientras no tronara y relampagueara no había peligro de una gran nevada. El que se ve sorprendido por el mal tiempo entre las dos grandes sierras, corre inminente peligro de perecer, del que difícilmente escapa. El único lugar de refugio es cierta cueva: Mr. Caldcleugh, que pasó por aquí en este mismo día del mes, estuvo detenido en ella durante algún tiempo por una espesa nevada. No se han construído en este paso, como en el de Uspallata, casuchas o casas de refugio, y, por lo mismo, durante el otoño el Portillo es poco frecuentado. Debo observar aquí que dentro de la Cordillera principal nunca llueve, pues en verano el cielo está sin nubes, y en invierno nieva solamente.

En el lugar en que dormimos el agua hervía necesariamente a temperatura más baja que en otros puntos menos elevados, por la disminución de la presión atmosférica, sucediendo precisamente lo contrario que en la marmita de Papín. Por eso, las patatas, después de haber hervido durante varias horas, se quedaron tan duras como estaban. Se dejó el pote al fuego toda la noche, y a la mañana siguiente se le hizo hervir de nuevo; pero ni aun así se cocieron las patatas. Lo supe por haber oído a mis compañeros discutir la causa; después de mucho dar vueltas al asunto, llegaron a la conclusión de que el «maldito pote (que ahora era nuevo) no quería cocer patatas».


22 de marzo.—Después de tomar nuestro almuerzo sin patatas, viajamos al través del trozo de tierra que se extiende al pie de la sierra del Portillo. Aquí se trae a pastar el ganado vacuno a mediados de verano, pero ahora no quedaba una sola res; hasta el mayor número de los guanacos habían descampado en su mayor parte, presintiendo que si los sorprendía alguna tempestad de nieve quedarían cogidos en una trampa. Desde este sitio se gozaba de la hermosa vista de una masa de montañas llamada Tupungato, todas envueltas en un continuo manto de nieve, en medio de la que se percibía una mancha azul, sin duda un glaciar, cosa rara en estas montañas. Ahora comenzó una difícil y larga subida, semejante a la de Peuquenes. Escarpadas montañas cónicas de granito rojo se levantaban a ambos lados, y en los valles había varias zonas anchas de nieves perpetuas. Estas masas heladas, durante el período del deshielo se habían convertido en pináculos o columnas [4], que se alzaban de cuando en cuando en nuestra ruta, y como eran tan altas y espesas dificultaban el paso a las mulas cargadas. En una de estas columnas de hielo estaba ensartado un caballo helado, como en un pedestal, pero con las patas traseras extendidas y en el aire. El animal, según sospecho, debió de caer cabeza abajo en un hoyo cuando la nieve formaba un todo continuo, y después la de los sitios próximos debió desaparecer con el deshielo.

Cuando estábamos cerca de la cresta del Portillo nos envolvió una nube de finas agujas de hielo, que cayeron durante el día entero, impidiéndonos ver. Sentí muy de veras este contratiempo. El paso toma su nombre de una estrecha hendedura o entrada que hay en la sierra más alta, y por la que pasa el camino. Desde este punto, en un día claro, pueden verse las vastas llanuras que se extienden sin interrupción hasta el Océano Atlántico. Descendimos al límite superior de la vegetación, y hallamos un buen sitio en que pasar la noche, bajo el resalto de algunos grandes fragmentos de roca. Aquí encontramos algunos pasajeros, que nos preguntaron con ansiedad por el estado del camino. Poco después de obscurecer las nubes se disiparon de pronto, y el efecto fué mágico. Las montañas gigantes, que brillaban a la luz de la luna llena, parecían a punto de caer sobre nosotros desde todos los puntos, como si nos halláramos en un profundo abismo; el mismo sorprendente efecto observé una mañana temprano. Tan pronto como las nubes se dispersaron, heló intensamente; pero la calma del viento nos permitió dormir con la mayor comodidad.

El brillo de la Luna y estrellas, aumentado en esta elevación por la absoluta transparencia del aire, era notabilísimo. Habiendo observado los viajeros la dificultad de apreciar alturas y distancias en medio de las altas montañas, la han atribuído generalmente a la ausencia de objetos de comparación. A mí me parece que se debe totalmente a la diafanidad del aire, la cual hace confundir los objetos situados a diferentes distancias, y asimismo, en parte, a la novedad de un extraordinario grado de fatiga producido por el esfuerzo de la subida, oponiéndose en estas circunstancias el hábito a la evidencia de los sentidos. Estoy seguro de que esta extrema claridad del aire da un carácter peculiar al paisaje, pues todos los objetos aparecen casi en un plano, como en un grabado o panorama. La transparencia proviene, a lo que creo, de la uniforme y elevada sequedad del aire. Esta sequedad se mostró en el modo de resquebrajarse la madera (según vi por las molestias que me ocasionó mi martillo geológico), en el desusado endurecimiento de algunos artículos alimenticios, como el pan y el azúcar, y en la conservación de la piel y trozos de carne de las bestias que han perecido en el camino. A la misma causa debe atribuirse la singular facilidad con que se excita la electricidad. Mi chaleco de franela, frotado en la obscuridad, parecía haber sido untado con fósforo; todos los pelos del lomo de un perro soltaban chispas, y lo mismo hacían los trapos de lienzo y hasta el correaje del cuero de la silla de montar, siempre que se frotaban.


23 de marzo.—El descenso por el lado oriental de la Cordillera es mucho más breve o escarpado que por la parte del Pacífico; en otros términos: las montañas se levantan más abruptamente sobre los llanos que sobre la comarca alpina de Chile. A nuestros pies se extendía un mar de nubes, de brillante blancura y enteramente liso, ocultando la vista de la inmensa planicie, también a nivel, de las Pampas. Poco después entramos en la faja de nubes, y no volvimos a salir aquel día. A la mitad del mismo, habiendo hallado pasto para las bestias y arbustos para quemar, en Los Arenales nos detuvimos, a fin de pernoctar allí. Nos hallábamos cerca del límite superior del matorral, y la elevación, a lo que creo, oscilaba entre 2.100 y 2.400 metros.

Extrañé mucho la marcada diferencia entre la vegetación de estos valles orientales y los del lado chileno; sin embargo, el clima, así como la clase de suelo, son casi idénticos, y la diferencia de longitud insignificante. La misma observación se aplica a los cuadrúpedos, y en un grado menor, a las aves e insectos. Citaré como ejemplo los ratones, de los que obtuve 30 especies en la ribera del Atlántico y cinco en la del Pacífico, y ninguna de ellas era idéntica. Debemos exceptuar todas las especies que habitual o accidentalmente frecuentan las altas montañas, y ciertas aves, cuya área se extiende por el Sur hasta el estrecho de Magallanes. Este hecho está en perfecta conformidad con la historia geológica de los Andes, porque dichas montañas han existido como una gran barrera desde que las presentes razas de animales han aparecido, y, por tanto, a no suponer que las mismas especies han sido creadas en dos diferentes lugares, no debemos esperar una semejanza más estrecha entre los seres orgánicos de los lados opuestos de los Andes que entre los existentes en las costas opuestas del océano. En ambos casos debemos prescindir de las especies que han podido cruzar la barrera, ya de roca sólida, ya de agua salada [5].

Una gran parte de las plantas y animales eran absolutamente idénticos o muy afines a los de Patagonia. Aquí tenemos el agutí, la vizcacha, tres especies de armadillos, el avestruz, ciertas clases de perdices y otras aves que no se ven nunca en Chile, pero son los animales característicos de las desiertas llanuras de Patagonia. Asimismo hallamos muchos de los mismos (aun a los ojos de una persona que no es un botánico) arbustos espinosos y achaparrados, la misma hierba correosa y las mismas plantas enanas. Hasta los negros y pesados coleópteros son muy semejantes, y algunos, según creo, después de riguroso examen, absolutamente idénticos. Siempre he lamentado el haberme visto compelido inevitablemente a abandonar el ascenso del río Santa Cruz antes de llegar a las montañas, porque abrigué secretamente la esperanza de tropezar con algún gran cambio en los caracteres del terreno; pero ahora estoy seguro de que eso sólo hubiera sucedido siguiendo las llanuras de Patagonía arriba hasta subir a la montaña.


24 de marzo.—Por la mañana temprano trepé a una montaña de un lado del valle, y desde allí gocé de una amplia vista de las Pampas. Mucho tiempo vine pensando en procurarme este placer, pero quedé desencantado; la primera impresión fué la de ver el mar a lo lejos; pero no tardé en distinguir varias irregularidades hacia el Norte. El accidente topográfico más saliente le formaban los ríos, que, heridos por los rayos del sol saliente, reververaban como brillantes cintas de plata, hasta perderse en la inmensidad de la distancia. Al culminar el Sol en el meridiano bajamos al valle, y llegamos a una choza donde estaban apostados un oficial y tres soldados para examinar los pasaportes. Uno de ellos era un indio pampeano de pura raza, utilizado allí como un sabueso para rastrear los pasos de cualquier persona que pretendiera pasar furtivamente, a pie o a caballo. Hace algunos años, cierto individuo trató de burlar la vigilancia de los empleados dando un largo rodeo por una montaña vecina; pero habiendo cruzado este indio por casualidad la vereda seguida por el fugitivo, le siguió durante el día entero por lomas áridas y pedregosas, hasta que al fin dió con él en un barranco. Aquí nos dijeron que las nubes plateadas tan admiradas por nosotros desde arriba habían descargado torrentes de agua. El valle, a partir del sitio en que estábamos, se ensanchaba gradualmente, y las montañas se convertían en colinas desgastadas por el agua, comparadas con las sierras gigantescas que dejábamos detrás; luego se expandía en una llanura de casquijo, suavemente inclinada, cubierta de árboles enanos y arbustos. El talud de cascajo, aunque parecía estrecho, debía tener cerca de 10 millas de ancho antes de fundirse en la planicie, aparentemente horizontal, de las Pampas. Pasamos por la única casa que había en esta comarca, la Estancia de Chaquaio, y al ponerse el Sol subimos al primer repliegue abrigado y vivaqueamos allí.


25 de marzo.—Me acordé de las Pampas de Buenos Aires viendo el disco del Sol saliente cortado por un horizonte tan llano como el del mar. Durante la noche cayó un gran rocío, circunstancia que no observé en la Cordillera. El camino seguía durante algún trayecto con dirección al Este, a través de una hondonada pantanosa; después, al llegar a la árida llanura, torcía al Norte, hacia Mendoza. La distancia es de dos días largos de camino. En el primero recorrimos 14 leguas, hasta Estacado, y en el segundo, 17, hasta Luján, junto a Mendoza. Todo el trayecto pasa por una desierta llanura a nivel, sin más que dos o tres casas. El sol quemaba, y el paisaje no ofrecía interés especial. Hay muy poca agua en esta travesía, y sólo encontramos una pequeña charca en la segunda jornada. Viene de las montañas en cantidad muy escasa, y en breve es absorbida por el seco y poroso suelo; de modo que, a pesar de habernos alejado de la sierra exterior de la Cordillera de 10 a 15 millas, no cruzamos ni una sola corriente. En muchas partes la tierra estaba incrustrada de una eflorescencia salina: de ahí que encontráramos las mismas plantas salitrosas que son comunes en Bahía Blanca. El paisaje presenta un carácter uniforme desde el estrecho de Magallanes, a lo largo de toda la costa oriental de Patagonia, hasta el río Colorado, y parece que la misma clase de terreno se extiende por el interior desde este río, en una línea que llega hasta San Luis, y tal vez algo más al Norte. Al este de dicha línea curva se halla la cuenca de llanuras, relativamente húmedas y verdes, de Buenos Aires; las estériles llanuras de Mendoza y Patagonia se componen de un lecho de casquijo arenoso, arrasado y acumulado por las olas del mar, mientras que en las Pampas, cubiertas de cardos, trébol y hierba, deben su formación al antiguo estuario cenagoso del Plata.

Tras dos días de molesto viajar, reconfortó el ánimo la vista de lejanas hileras de álamos y sauces que crecían en torno del pueblo y río Luján. A poco de llegar aquí observamos al Sur una nube de bordes irregulares y color negro con matices pardorrojizos. Al principio creímos que era humo de una gran hoguera encendida en las llanuras; pero pronto nos cercioramos de que era una inmensa bandada de langostas. Volaban hacia el Norte, y, a favor de una ligera brisa, pasaron por encima de nosotros con una velocidad de 10 a 15 millas por hora. El grueso de ellas llenaba el aire desde la altura de ocho a veinte pies sobre el suelo hasta la de dos o tres mil, al parecer, y «el ruido que hacían al volar era como el de los carros y caballos que corren al combate», o, más bien, diría yo, como el de un viento fuerte al pasar por las jarcias de un navío. El cielo, visto a través de las avanzadas del formidable ejército, apareció sombreado por una media tinta obscura; pero en el centro quedaba del todo velado, aunque de cuando en cuando se descubrían algunas visibles franjas. Cuando se posaron en tierra eran más numerosas que las hojas de hierba y la superficie cambió su color verde por uno rojizo; posado el enjambre, los individuos huyeron de un lado a otro en todas direcciones. La plaga de la langosta no es rara en este país; ya en la presente estación habían llegado del Sur varias bandadas pequeñas, salidas, al parecer, como en otras partes del mundo, de los desiertos donde desovan y se desarrollan. Los pobres labriegos intentaron en vano rechazar la invasión con hogueras, ruido y agitando ramas. Esta especie de langosta es muy análoga, y tal vez idéntica, al famoso Grillus migratorius del Oriente.

Cruzamos el río Luján, que es un río de considerable tamaño, si bien hoy no se conoce perfectamente su curso hacia la costa del Este, y aun es dudoso si a! pasar por los llanos no se evapora antes de afluir al mar. La noche la pasamos en la villa de Luján, pequeña población rodeada de jardines, cuya comarca es la más meridional de todas las cultivadas en la provincia de Mendoza; está situada cinco leguas al sur de la capital. No pude descansar por haberme visto atacado (empleo de propósito esta palabra) por un numeroso y sanguinario grupo de las grandes chinches negras de las Pampas, pertenecientes al género Benchuca, una especie de Reduvius. Difícilmente hay cosa más desagradable que sentir correr por el cuerpo estos insectos, blandos y sin alas, de cerca de una pulgada de largos. Antes de efectuar la succión son muy delgados, pero después se redondean y llenan de sangre, y en este estado se los aplasta con facilidad. Uno que cogí en Iquique estaba muy vacío. Puesto sobre una mesa y en medio de una porción de gente, si se le presentaba un dedo, el atrevido insecto sacaba inmediatamente su chupador y atacaba sin vacilar, y si se le dejaba, sacaba sangre. La herida no causaba dolor. Era curioso observar su cuerpo durante el acto de la succión, y ver cómo en menos de diez minutos se cambiaba desde plano como una oblea en redondo como una esfera. El festín que una Benchuca debió a uno de los oficiales la conservó gorda durante cuatro meses enteros; pero después de los quince primeros días estuvo dispuesta a darse otro hartazgo de sangre.


27 de marzo.—Seguimos cabalgando en dirección a Mendoza. El terreno estaba hermosamente cultivado y se parecía a Chile. Esta comarca es celebrada por sus frutas, y en realidad nada más floreciente que los viñedos y huertos de higos, melocotones y olivas. Compramos sandías dos veces más gruesas que la cabeza de un hombre, fresquísimas y de un delicioso dulzor, a medio penique una, y por tres peniques nos dieron medio carretón de melocotones. La parte cultivada y cercada de esta provincia es muy pequeña; no abarca una extensión mucho mayor de la que cruzamos entre Luján y la capital. La tierra, como en Chile, debe enteramente su fertilidad al riego artificial, y, en verdad, asombra ver lo extraordinariamente productiva que por tal procedimiento ha llegado a ser una región yerma y desolada.

El día siguiente le pasamos en Mendoza. La prosperidad de esta población ha declinado mucho en los últimos años. Los habitantes dicen que «Mendoza es buena para vivir en ella, pero mala para enriquecerse». La clase baja tiene los mismos hábitos de vagancia y maneras indiferentes que los gauchos de las Pampas, y su vestido, manera de montar y costumbres, son casi los mismos. En mi opinión, el aspecto de la ciudad es de estúpido abandono. Ni la ponderada alameda ni el paisaje son comparables con los de Santiago; pero para los que llegan a Mendoza procedentes de Buenos Aires, después de cruzar las monótonas y uniformes Pampas, forzosamente han de resultar deliciosos los jardines y huertos. Sir F. Head, hablando de los mendocinos, dice: «Comen al mediodía, y como hace tanto calor, se van a dormir la siesta»; ¿podrían hacer cosa mejor? Estoy de acuerdo con Sir F. Head: la gente de Mendoza ha nacido, por su buena estrella, para comer, dormir y estar ociosa.


29 de marzo.—Partimos para regresar a Chile por el paso de Uspallata, situado al norte de Mendoza. Tuvimos que cruzar una larga y muy estéril zona de 15 leguas. El suelo aparecía a trechos enteramente desnudo, y en otras partes estaba cubierto por innumerables cactus enanos armados de formidables espinas, llamados leoncillos por los habitantes. También había algunos arbustos bajos. Aunque la llanura está casi a 3.000 pies sobre el nivel del mar, el calor, así como las nubes de polvo impalpable, hacían la travesía extremadamente molesta. Nuestro camino durante el día avanzaba casi paralelamente a la Cordillera, pero acercándose a ella poco a poco. Antes de ponerse el Sol entramos en uno de los anchos valles, o más bien bahías, que se abren en la llanura; poco después se angosta en un barranco, y allí, subiendo un poco más, se halla la casa de Villa Vicencio. Como habíamos cabalgado todo el día sin una gota de agua, tanto las bestias como nosotros teníamos sed, por lo que buscamos con ansiedad la corriente que riega el fondo del valle. Fué curioso observar la gradual aparición del agua; en la llanura el camino estaba enteramente seco; poco a poco fué presentando alguna humedad; después se vieron algunos charquitos, que más adelante se mostraron unidos, y por último, en Villa Vicencio había un delicioso arroyuelo.


30 de marzo.—La solitaria choza que lleva el imponente nombre de Villa Vicencio ha sido citada por todos los viajeros que han cruzado los Andes. Aquí me detuve en unas minas próximas durante los dos días siguientes. La geología del terreno de los alrededores es curiosísima. La sierra de Uspallata está separada de la Cordillera principal por un prolongado llano angosto o cuenca, como los mencionados tantas veces en Chile, pero más alto, pues está 1.800 metros sobre el nivel del mar. Esta sierra tiene con respecto a la Cordillera casi la misma posición geográfica que la gigantesca del Portillo, pero es de origen enteramente distinto. Se compone de varias clases de lava submarina, alternando con areniscas volcánicas y otros notables depósitos sedimentarios, y el conjunto se parece mucho a algunos de los lechos terciarios de la costa del Pacífico. Fundándome en esta semejanza, esperaba hallar madera silicifícada, que es generalmente característica de estas formaciones, y vi colmados mis deseos de un modo extraordinario. En la parte central de la sierra, y a una altura de casi 2.100 metros aproximadamente, observé en una ladera pelada algunas columnas blanquísimas que se alzaban sobre el suelo. Eran árboles petrificados; 11 de ellos, convertidos en sílice, y de 30 a 40, en un espato blanco calcáreo, de tosca cristalización. Presentaban el aspecto de haber sido rotos bruscamente, y las porciones restantes se alzaban sobre el suelo unos cuantos pies. Los troncos medían de tres a cinco pies de circunferencia. Estaban un poco separados unos de otros, pero el conjunto formaba un grupo. Mr. Roberto Brown ha tenido la amabilidad de examinar la madera, y dice que pertenece a la tribu de los abetos, participando del carácter de la familia de las Araucaria, pero con algunos curiosos puntos de afinidad con el tejo. La arenisca volcánica en que los árboles estaban encastrados, y de cuya parte inferior debieron brotar, se había acumulado en delgadas capas sucesivas alrededor de los troncos, y la piedra conservaba todavía la impresión de la corteza.

Poca experiencia geológica se necesitaba para interpretar la maravillosa historia que de pronto revelaban estos árboles, aunque he de confesar haberme sorprendido tanto el hallazgo, que apenas podía dar crédito a lo que tenía delante de los ojos. Vi el sitio donde el grupo de hermosos árboles balanceó en otro tiempo sus ramas sobre las costas del Atlántico, cuando este océano (retirado ahora 700 millas) llegaba al pie de los Andes. Vi que habían nacido en un suelo volcánico levantado sobre el nivel del mar, y que posteriormente esta tierra seca, con sus erguidos árboles, había sido sepultada en las profundidades del mar. En esas profundidades, la tierra, en otro tiempo seca, quedó cubierta por lechos sedimentarios, y éstos, a su vez, por enormes corrientes de lava submarina, una de las cuales tenía un espesor de 1.000 pies, y estos diluvios de roca fundida y sedimentos ácueos se habían sucedido alternativamente por cinco veces. El océano que albergó masas de tal espesor debió de ser muy profundo; pero nuevamente entraron en juego las fuerzas subterráneas, y ahora contemplé el lecho de aquel océano formando una cadena de montañas de más de 2.100 metros de altura. Y las fuerzas antagónicas que de continuo laboran en desgastar la superficie de la Tierra no suspendieron su actividad en ese período: las grandes acumulaciones de estratos habían sido tajadas por numerosos y anchos valles, y los árboles, al presente convertidos en sílice, se alzaron en tierra seca volcánica, actualmente hecha roca allí donde en otro tiempo irguieron sus elevadas copas. Ahora este terreno se presenta como definitivamente estéril y desierto; ni siquiera el liquen puede adherirse a los moldes pétreos de los antiguos árboles. Por inmensos y apenas comprensibles que tales cambios puedan parecer, han ocurrido todos dentro de un período, reciente si se le compara con la historia de la Cordillera, y la Cordillera misma es absolutamente moderna, si se la compara con muchos de los estratos fosilíferos de Europa y América.


1 de abril.—Cruzamos la sierra de Uspallata, y por la noche dormimos en la Aduana, único punto habitado en la llanura. Poco antes de dejar las montañas se me ofreció un espectáculo extraordinario: rocas sedimentarias, rojas, púrpura, verdes y enteramente blancas, alternando con negras lavas, aparecían como rotas y lanzadas desordenadamente, en todas las formas posibles, por masas de pórfido de variadísimos matices: desde el pardo obscuro hasta el lila más vivo. No he visto jamás otro conjunto de rocas más parecido a las bonitas secciones que los geólogos hacen de la corteza terrestre.

Al día siguiente cruzamos la llanura, y seguimos el curso de la gran corriente de montaña que pasa junto a Luján. Aquí se había trocado en un furioso torrente, enteramente infranqueable, pareciendo más ancho que en la hondonada, como sucedía con el riachuelo de Villa Vicencio. En la tarde del día siguiente llegamos al río de las Vacas, que tiene fama de ser la corriente más difícil de pasar en la Cordillera. Como todos estos ríos son de breve y rápido curso y están formados por la fusión de las nieves, la hora del día influye de una manera decisiva en el caudal que llevan. Por la tarde corren cenagosos y muy crecidos, pero al apuntar la aurora se aclaran y hacen menos impetuosos. Tal vimos que ocurría con el río de las Vacas, y por la mañana le cruzamos con poca dificultad. El paisaje hasta aquí fué muy poco interesante, comparado con el paso del Portillo. Poco es lo que puede verse fuera de los desnudos lados del amplio valle de fondo plano que el camino sigue hasta la cresta más alta. Tanto dicho valle como las enormes montañas rocosas son extremadamente estériles: durante las dos noches anteriores las pobres mulas no habían tenido qué comer, pues, exceptuando algunos arbustos enanos resinosos, apenas se veía planta alguna. En el transcurso de este día cruzamos algunos de los peores pasos de la Cordillera; pero sus riesgos se han exagerado mucho. Me dijeron que si intentaba pasarlos a pie se me trastornaría la cabeza, y que no había sitio donde apearse; pero vi que en todas partes era posible retroceder y bajar de la cabalgadura por un lado y otro. Pasé por uno de los peores sitios, llamado de las Animas, y hasta un día después no vi que me había hallado en un peligro espantoso. Indudablemente hay muchos puntos en que si la mula tropieza, el jinete caería despeñado en un profundo precipicio; pero hay pocas probabilidades de que tal suceda. No vacilo en afirmar que en primavera las laderas o caminos que cada año se forman de nuevo por los derrubios de detritus caídos son pésimos; mas, por lo que vi, no existe verdadero peligro. En cuanto a las mulas cargadas, el caso es muy distinto, porque las cargas sobresalen tanto del cuerpo de las bestias que, si por casualidad tropiezan una con otra, o con el saliente de cualquier roca, pierden el equilibrio y se despeñan en las simas. Al cruzar los ríos comprendo que la dificultad ha de ser grande; en esta estación no se tropieza con grandes obstáculos, pero en verano debe ser muy arriesgado. Me figuro perfectamente el distinto modo como ha de hablar de tales riesgos el que ha pasado la corriente y el que la está pasando aún, como hace notar Sir F. Head. No tengo noticia de que se haya ahogado ningún hombre, pero se dan casos frecuentes de ahogarse las mulas cargadas. El arriero advierte al turista que se debe señalar a la cabalgadura la mejor dirección y dejarla después que cruce el río como quiera; las muías cargadas suelen tomar un mal vado, y a consecuencia de ello se pierden.


4 de abril.—Desde el río de las Vacas al Puente de los Incas, medio día de jornada. En vista de que había pasto para las mulas y geología para mí, hicimos alto en el último de los lugares mencionados, para pasar la noche. Al oír hablar de un puente natural se figura uno alguna barranca profunda y angosta, al través de la cual ha caído una prolongada masa de roca, o un gran arco vaciado como la bóveda de una caverna. En lugar de esto, el Puente de los Incas se compone de una costra de cascajo estratificado y cementado por los depósitos que forman las fuentes termales vecinas. Su aspecto hace pensar en un hondo canal excavado por la corriente en un lado, dejando colgar un borde saliente, que ha venido a encontrarse con la tierra y piedras caídas del cantil opuesto. Realmente, se percibe distintamente en un llano la unión oblicua que en tal supuesto hubiera debido verificarse. El Puente de los Incas no es digno, en modo alguno, de los grandes monarcas cuyo nombre lleva.


5 de abril.—Hemos tenido una larga jornada a caballo al través de la sierra central, desde el Puente de los Incas a los Ojos del Agua, que están situados cerca de la casucha más baja en el lado chileno. Estas casuchas son redondas torrecillas, con unas escaleras por la parte de fuera, para llegar al piso, el cual se levanta algunos pies sobre el suelo, en previsión de los ventisqueros. Hay ocho, y en tiempos del dominio español se las tenía provistas durante el invierno de alimentos y carbón vegetal, y cada correo de posta tenía una llave maestra. Ahora sólo sirven de almacenes, o más bien de calabozos. Colocadas cada una de ellas en una pequeña eminencia, forman extraño contraste con la escena de desolación de los alrededores. El ascenso en zigzag a la cumbre o divisoria de las aguas fué penoso, por rampas escarpadas; la altura del sitio es, según Mr. Pentland, de 3.740 metros. El camino no pasa nunca por nieves perpetuas, aunque hay sitios cubiertos por ellas en ambos lados. El viento en la cima era excesivamente frío, pero sin remedio había que detenerse algunos minutos para admirar una y otra vez el color de los cielos y la brillante transparencia de la atmósfera. El paisaje era grandioso; al Oeste se alzaba un sublime caos de montañas, divididas por profundos barrancos. Generalmente cae alguna nieve antes de esta época de la estación, y aun ha ocurrido el caso de cerrarse del todo la Cordillera por este tiempo. Pero nosotros fuimos más afortunados. El cielo estaba puro, tanto por la noche como por el día, exceptuando algunas pequeñas masas redondeadas de vapor que flotaban sobre los picos más altos. Muchas veces he visto estas nubes a modo de islitas en el cielo, señalando la posición de la Cordillera, cuando las montañas distantes se habían ocultado debajo del horizonte.


6 de abril.—Por la mañana nos encontramos con que algunos ladrones se habían llevado una de nuestras mulas y la cencerra de la madrina. Así, pues, cabalgamos sólo dos o tres millas valle abajo, y nos detuvimos allí al día siguiente, con la esperanza de recobrar la muía, que el arriero creía estar oculta en alguna barranca. El paisaje en esta parte ha tomado el carácter chileno; los lados inferiores de las montañas, salpicados de árboles quillai [6], de pálido y perenne verdor, y de los grandes cactus en forma de cirios, deleitaban la vista más que la escueta desnudez de los valles orientales; pero no puedo estar de acuerdo con la admiración expresada por algunos viajeros. Esos elogios desmedidos los inspiró principalmente, a mi juicio, la perspectiva de una buena hoguera y una cena suculenta después de escapar de las heladas regiones superiores; y por mi parte confieso haber participado con la mayor cordialidad de tales sentimientos.


8 de abril.—Dejamos el valle de Aconcagua, por donde habíamos bajado, y llegamos por la tarde a una casa rústica cerca de la villa de Santa Rosa. La fertilidad de la llanura era deliciosa, y como el otoño estaba adelantado, las hojas de muchos frutales empezaban a caer. Parte de los labriegos se ocupaban en tender higos y melocotones a secar en los techos de sus casas, y parte en vendimiar. La escena era hermosa; pero eché de menos la solemne quietud que hace del otoño de Inglaterra el atardecer del año. El día 10 llegamos a Santiago, donde Mr. Caldcleugh me dispensó un recibimiento obsequioso y hospitalario. Mi excursión sólo me costó veinticuatro días, y en mi vida he gozado más en igual espacio de tiempo. A los pocos días volví a casa de Mr. Corfield, en Valparaíso.


  1. Scoresby, Regiones Articas, vol. I, pág. 122.
  2. Tengo noticia de haberse observado en Shropshire que el agua del Severn, cuando sale de madre por las continuas lluvias, va mucho más turbia que cuando la crecida proviene de fundirse las nieves en las montañas de Gales. D'Orbigny (tomo I, página 184), al explicar la causa de los varios colores de los ríos en Sudaméríca, advierte que los de agua azul y clara tienen su origen en la Cordillera, donde se licúan las nieves.
  3. El Dr. Gillies, en el Journal of Natural and Geographical Science, agosto 1830. Este autor da las alturas de los Pasos.
  4. Estas estructuras de nieve helada se observaron después por Scoresby en los icebergs próximos a Spitzberg, y últimamente, y con detenida atención, por el coronel Jackson (Journal of Geographical Society, vol. V, pág. 12) en el Neva. Mr. Lyell (Principles, vol. IV, pág. 360) ha comparado las fisuras que parecen determinar la estructura columnaria a las junturas que presentan todas las rocas, y se ven mejor en las masas no estratificadas. Cúmpleme advertir que en el caso de la nieve helada la estructura de columna debe ser producida por una acción «metamórfica» y no por proceso alguno durante la deposición.
  5. Esto es un mero ejemplo que confirma las admirables leyes, establecidas primeramente por Mr. Lyell, sobre la distribución geográfica de los animales como influída por los cambios geológicos. Todo el razonamiento, por supuesto, se funda en la presunción de la inmutabilidad de las especies; de otro modo, la diferencia de las especies de ambas regiones podría considerarse producida durante un largo lapso de tiempo.
  6. La corteza del árbol quillai (Quillaja saponaria Molina, de la familia de las rosáceas) es el por nosotros llamado palo de jabón. Es un árbol grande, de follaje perenne, cuya corteza se emplea como jabón en Chile y en otras muchas partes. Se le llama cullay, quillai o quillay por los chilenos.—Nota de la edic. española.