Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XVI

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CAPITULO XVI

Chile septentrional y Perú.
Camino de la costa a Coquimbo.—Cargas excesivas transportadas por los mineros.—Coquimbo.—Terremoto.—Terrazas escalonadas.—Ausencia de depósitos recientes.—Contemporaneidad de las formaciones terciarias.—Excursión valle arriba.—Camino a Huasco.—Desiertos.—Valle de Copiapó.—Lluvia y terremotos.—Hidrofobia.—El Despoblado.—Ruinas indias.—Cambio probable de clima.—Lecho de río arqueado por un terremoto.—Temporales de viento frío.—Ruidos que salen de una montaña.—Iquique.—Aluvión salado.—Nitrato de sodio.—Lima.—País insalubre.—Ruinas del Callao, derribado por un terremoto.—Sumersión reciente.—Conchas levantadas en el San Lorenzo; su descomposición.—Llanura con conchas sepultas y fragmentos de alfarería.—Antigüedad de la raza india.


27 de abril.—Salí de viaje para Coquimbo, y desde allí, por Huasco, a Copiapó, donde el capitán Fitz Roy me ofreció atentamente recogerme en el Beagle. La distancia en línea recta a lo largo de la costa norte es sólo de 420 millas; pero mi manera de viajar prolongó extraordinariamente su recorrido. Compré cuatro caballos y dos mulas; estas últimas para llevar el bagaje en días alternos. Las seis bestias juntas sólo me costaron 25 libras esterlinas, y en Copiapó volví a venderlas por 23. Viajamos con la misma independencia que antes, preparando las comidas y durmiendo al aire libre. Mientras avanzábamos hacia Vino del Mar contemplé por última vez a Valparaíso y admiré su pintoresco aspecto. Con fines geológicos di un rodeo desde el camino alto hasta el pie de la Campana de Quillota. Atravesamos una comarca de aluvión, rica en oro, en dirección a las cercanías de Limache, donde dormimos. El lavado del precioso metal constituye el medio de que se sirven los habitantes de numerosos cobertizos a lo largo de cada riachuelo; pero, como les sucede a todos aquellos cuyas ganancias son inciertas, llevan una vida desarreglada y no salen de pobres.


28 de abril.—Por la tarde llegamos a una quintana al pie de la Campana de Quillota. Los habitantes eran propietarios, lo que no es corriente en Chile. Se mantenían con el producto de un huerto y de un pequeño campo, pero padecían suma pobreza. El capital es aquí tan deficiente, que los labriegos se ven obligados a vender el trigo cuando aun está verde en el campo, a fin de comprar lo necesario para el año siguiente. El trigo, por tanto, estaba más caro en el sitio mismo donde se cogía que en Valparaíso, residencia de los negociantes en cereales. Al día siguiente volvimos a tomar el camino principal que va a Coquimbo. Por la noche cayó una ligerísima lluvia, siendo la primera que se conoció desde el aguacero de los días 11 y 12 de septiembre, que me tuvo prisionero en los baños de Cauquenes. El intervalo fué de siete meses y medio; pero la lluvia vino este año en Chile más tarde que de ordinario. Los lejanos Andes se hallaban ahora cubiertos de una espesa masa de nieve, presentando una vista espléndida.


2 de mayo.—El camino continuaba siguiendo la costa a no mucha distancia del mar. Los pocos árboles y arbustos que son comunes en Chile Central decrecían rápidamente en número [1], siendo reemplazados por una planta alta algo parecida a la yuca. La superficie del terreno era muy quebrada e irregular, si bien en pequeña escala, y de los llanos o cuencas se alzaban pequeños picos de roca. Si la dentada costa y el fondo del mar vecino, cubierto de rompientes, se convirtieran en tierra seca, presentarían formas análogas, e indudablemente esa transformación se ha efectuado en la parte por donde ahora caminamos.


3 de mayo.—De Quilimari a Conchalí el terreno aparece cada vez más yermo. En los valles apenas hay agua suficiente para el menor riego, y los trozos de tierra intermedios, casi pelados, no dan pasto ni siquiera para cabras. En primavera, tras las lluvias de invierno, brota rápidamente una hierba fina, y entonces se traen a estos sitios las vacadas de la Cordillera, las cuales permanecen aquí por corto tiempo. Es curioso observar cómo las semillas de la hierba y otras plantas parecen adaptarse, como por un hábito adquirido, a la cantidad de lluvia que cae en diferentes partes de esta costa. Un chubasco en Copiapó, que está más al Norte, produce tanto efecto en la vegetación como dos en Huasco y como tres o cuatro en esta comarca. Un invierno que en Valparaíso fuera demasiado seco para permitir el crecimiento normal de los pastos, en Huasco produciría una abundancia desusada. Siguiendo hacia el Norte, la cantidad de lluvia no parece decrecer en proporción estricta con la latitud. En Conchalí, 67 millas al norte de Valparaíso, no se espera la lluvia hasta fines de mayo, mientras en la última región cae de ordinario alguna a primeros de abril. La cantidad anual es asimismo pequeña en proporción a lo tardía que viene.


4 de mayo.—Viendo que el camino de la costa carecía de todo interés, torcimos por el interior hacia el distrito minero y valle de Illapel. Este valle, como todos los de Chile, es anchuroso, de fondo plano y muy fértil, limitándole por ambos lados acantilados de casquijo estratificado o desnudas montañas rocosas. Sobre la línea recta de la presa de riego más alta, todo está como en una calzada, y, al contrario, debajo no hay una pulgada de tierra que deje de estar alfombrada del verde gris de los alfalfares. Proseguimos nuestra marcha hasta Los Hornos, otro distrito minero, donde la montaña principal aparece acribillada de taladros, a semejanza de un gran hormiguero. Los mineros chilenos forman una raza peculiar de hombres, por sus hábitos. Como se pasan semanas enteras en los lugares más desolados, cuando bajan a las aldeas en los días festivos no hay exceso ni extravagancia a que no se entreguen. A veces ganan bastante dinero, y entonces, como los marinos con el reparto de una presa, no piensan mas que en derrocharlo cuanto antes. Beben con exceso, compran ropa en grandes cantidades, y a los pocos días vuelven sin un céntimo a sus miserables albergues, a trabajar más que bestias de carga. Semejante irreflexión, así como la de los marinos, es evidentemente el resultado de un género análogo de vida. Teniendo seguro el pan cotidiano, no adquieren hábitos de previsión; y, por otra parte, al mismo tiempo que se les presenta la tentación, se les pone en la mano los medios de ceder a sus sugestiones. Al contrario, en Cornuailles y otros puntos de Inglaterra, donde se sigue el sistema de vender parte del filón, los mineros, como quedan obligados a obrar por su cuenta y mirar por sí, son una clase inteligente y de buena conducta.

El traje del minero chileno es original y hasta pintoresco. Usa un blusón de una tela basta de color obscuro y un amplio mandil de cuero, sujeto a la cintura todo ello por un cinto de brillantes colores. Los pantalones son muy anchos y la gorrilla escarlata, especie de boina, se ajusta estrictamente a la cabeza. Encontramos un grupo de ellos de uniforme, conduciendo a la sepultura el cadáver de un compañero. Llevábanlo cuatro hombres, marchando a un trote rápido. Cuando hubieron andado unos 200 metros, los portadores fueron relevados por otros cuatro que previamente se habían adelantado a caballo. Y así continuaron, animándose unos a otros con gritos salvajes; la escena, en conjunto, formaba el más extraño funeral.

Continuamos viajando hacia el Norte, en zigzag, y de cuando en cuando me detenía un día a estudiar la geología del país. Tan poco habitado está y tan borroso se hallaba el camino, que a menudo nos costaba trabajo descubrirlo. El día 12 me detuve en algunas minas. El mineral no se consideraba como de muy buena clase; mas por ser abundante se suponía que la mina podría venderse en 30 ó 40.000 dólares (6.000 u 8.000 libras esterlinas); pero al fin la adquirió una compañía inglesa por una onza de oro, esto es, tres libras y ocho chelines. Era pirita amarilla, que, según dejo dicho, antes de llegar los ingleses se creía que no contenía una partícula de cobre. Con una proporción de beneficios casi tan grande como en el caso precedente, se compraron montones de escorias ricas en diminutos glóbulos de cobre metálico, y, a pesar de todas esas ventajas, la compañía minera no consiguió mas que perder inmensas sumas de dinero. La multiplicación de comisionados y accionistas, llevada a una exageración loca; un millar de libras anuales para el pago de los funcionarios chilenos; colecciones de costosas obras sobre geología; mineros especializados en ciertos metales, como el cinc, que no se hallaba en Chile; contratos para suministrar leche a los mineros en las partes donde no hay vacas; maquinaria donde no era posible usarla, y cien otros capítulos análogos de gastos, concurrieron a evidenciar el absurdo cálculo de los mineros ingleses, suministrando materia de broma a los naturales. Sin embargo, no cabe duda de que el mismo capital, bien empleado en estas minas, hubiera producido beneficios incalculables; un hombre de negocios de toda confianza, un minero práctico y un ensayador era todo el personal que se necesitaba.

El capitán Head ha descrito la prodigiosa cantidad de mineral que los apiris, verdaderas bestias de carga, sacan de las minas más profundas. Confieso que lo creí una exageración y, por lo mismo, me alegré de poder pesar una de las cargas que tomé al azar. Preciso me fué hacer un gran esfuerzo para levantarla del suelo. Habiéndola pesado se vió que llegaba a 197 libras. El apiri la había subido desde una profundidad de 80 metros, medidos verticalmente; advirtiendo que una parte del trayecto era un paso escarpado, y otra, la mayor, consistía en unos escalones de maderos escuadrados y dispuestos en zigzag por las paredes ascendentes del pozo de la mina. Los reglamentos del trabajo no permiten al apiri detenerse a respirar a no ser que la mina tenga 600 pies de profundidad. La carga media se calcula en más de 200 libras, y me han asegurado que por apuesta se sacó una vez de la mina más profunda una de ¡300! En mi visita a la explotación, los apiris extraían la carga habitual 12 veces al día, o sea 2.400 libras, desde 80 metros de profundidad, y además se los empleaba, durante los intervalos, en cavar y recoger mineral.

Estos hombres, salvo el caso de algún accidente desgraciado, gozan de salud y parecen alegres. Sus cuerpos no son muy musculosos. Rara vez comen carne, una vez por semana a lo sumo, y aun entonces sólo la cecina, dura y seca, llamada charqui. Aun sabiendo que el trabajo en tales condiciones era voluntario, no por eso dejaba de sublevar el ánimo ver el estado en que llegaban a la boca de la mina: con los cuerpos doblados, los brazos apoyados en los escalones, las piernas encogidas, los músculos temblando, el sudor corriendo a mares por el rostro y pecho, las narices dilatadas, las comisuras de la boca contraídas y jadeantes de suprema fatiga. Cada vez que respiran profieren el grito articulado «ay, ay», que termina en un sonido arrancado del fondo del pecho, pero agudo como la nota de un pífano. Después de llegar tambaleando al montón de mineral, vacian el capacho; en pocos segundos recobran el aliento, se enjugan el sudor de la frente, y, al parecer repuestos, vuelven a la mina de nuevo con paso rápido. En todo ello veo un maravilloso ejemplo de la cantidad de trabajo que la costumbre (pues no veo otra cosa) es capaz de hacer soportar a un hombre.

Por la tarde estuve conversando con el mayordomo de estas minas sobre el número de extranjeros diseminados a la sazón por todo el país, y a propósito de ello me refirió que no hacía mucho tiempo (pues era joven) recordaba habérseles dado a los muchachos de la escuela a que asistía, en Coquimbo, un día de asueto para ver al capitán de un barco inglés, llegado a la ciudad con ánimo de hablar al gobernador. Según dijo, por nada del mundo se hubieran acercado los escolares, ni él tampoco, a un inglés: tan arraigada tenían la idea de que el contacto con semejante hombre los hubiera contaminado de herejía u otro mal grave. Todavía se cuentan las atrocidades cometidas por los filibusteros, y en especial la de uno que se llevó la imagen de la Virgen y volvió al año siguiente por la de San José, diciendo, en tono de mofa, que no le parecía bien dejar a la señora sin su esposo [2]. También, estando comiendo en Coquimbo, oí maravillarse a una anciana de haber vivido bastante para comer en el mismo cuarto con un inglés; porque recordaba que siendo muchacha, en dos distintas ocasiones, al oír el grito de «¡Los ingleses», todo el mundo había escapado a las montañas, con los objetos de valor que pudo llevarse consigo.


14 de mayo.—Llegamos a Coquimbo, y allí nos detuvimos unos días. La ciudad no tiene nada de notable, fuera de su extremada quietud. Se dice que contiene de 6.000 a 8.000 habitantes. En la mañana del 17 llovió ligeramente, por primera vez en el año, durante unas cinco horas. Los labradores que cultivan trigo cerca de la costa, donde la atmósfera es más húmeda, suelen aprovechar estas lluvias para dar una primera labor a la tierra; al volver el agua siembran, y si cae por tercera vez hacen buena cosecha en primavera. Era interesante observar el efecto de esta escasa cantidad de riego atmosférico. Doce horas después la tierra parecía estar tan seca como siempre; sin embargo, a los diez días todas las colinas aparecían ligeramente matizadas de corros verdes, y la hierba brotaba en hojuelas finas, cortas y dispersas. Antes de caer este chubasco todo estaba tan desnudo de vegetación como un camino carretero.

Por la tarde el capitán Fitz Roy y yo comimos en casa de Mr. Edwards, inglés establecido en Coquimbo, conocido de cuantos han visitado la ciudad, por sus generosos sentimientos hospitalarios; y mientras estábamos a la mesa vino un súbito temblor de tierra. Oí el ruido precursor; pero con los gritos de las señoras, el correr de la servidumbre y el precipitarse de varios caballeros a la puerta, no pude distinguir el movimiento. Algunas de las mujeres lloraban de terror poco después, y un señor aseguró que no podría dormirse en toda la noche, y que en caso de hacerlo soñaría con el derrumbamiento de las casas. El padre de esta persona había perdido todo lo que poseía en Talcahuano, y él mismo estuvo a punto de que le aplastara un techo de Valparaíso en 1822. Citó una coincidencia curiosa que entonces ocurrió: estaba jugando a la baraja, cuando un alemán, que era de la partida, se levantó, diciendo que jamás se sentaría en estos países en ningún cuarto con la puerta cerrada, pues por haberlo hecho así había corrido peligro de morir en Copiapó. Fué, por tanto, a abrir la puerta, y no bien lo hubo ejecutado, cuando exclamó: «¡Ya vuelve el temblor!», y comenzó el famoso terremoto. Todo el grupo escapó. En los terremotos el peligro no está en el tiempo que se pierde en abrir la puerta, sino en la probabilidad de que ésta quede atrancada por el desplazamiento de las paredes.

No hay palabras para ponderar el miedo que los naturales y extranjeros establecidos en el país desde algún tiempo experimentan al sobrevenir los terremotos. Y esto, aun tratándose de personas graves habituadas a dominarse. Creo, sin embargo, que tal exceso de pánico debe atribuirse en parte a la falta de costumbre de reprimir el terror, por no ser vergonzoso el manifestarlo en esas ocasiones. El hecho es que a los naturales no les agrada ver una persona indiferente. Me contaron que dos ingleses estaban durmiendo al aire libre durante una sacudida bastante fuerte, y comprendiendo que no había peligro, siguieron tumbados. Las personas del país que los vieron exclamaron indignadas: «¡Mira esos herejes! ¡Ni siquiera se levantan!»

Dos días invertí en examinar las terrazas de casquijo escalonadas, que el capitán B. Hall notó por primera vez, y que, según Mr. Lyell, han sido formadas por el mar durante la elevación gradual de la tierra. A no dudarlo, ésta es la verdadera explicación, porque hallé en ellas numerosas conchas de especies existentes. Hay cinco terrazas estrechas, suavemente inclinadas, en forma de franjas, que se levantan una tras otra, y están formadas de casquijo en las partes mejor desenvueltas; hállanse frente a la bahía y recorren ambos lados del valle. En Huasco, al norte de Coquimbo, el fenómeno se despliega en mucha mayor escala, en términos de llamar la atención de los mismos naturales. Estas terrazas son aquí mucho más anchas, y puede llamárselas llanuras; en algunas partes se cuentan seis, pero de ordinario sólo cinco, y suben por el valle arriba hasta la distancia de 37 millas a partir de la costa. Todas se parecen mucho a las del valle de Santa Cruz, y fuera de tener menores proporciones, las grandes del último punto corren todo a lo largo de la línea costera de Patagonia. Seguramente deben su origen al trabajo de denudación del mar, durante largos períodos de descanso en las elevaciones graduales del continente.

Vense conchas de las muchas especies existentes, no sólo en la superficie de las terrazas de Coquimbo (a la altura de 75 metros), sino también encastradas en una roca calcárea friable, que en algunos sitios tiene entre 20 y 30 pies de espesor, aunque es poco extensa. Estos estratos modernos descansan en una antigua formación terciaria que contiene conchas, al parecer todas extintas. A pesar de haber examinado tantos centenares de millas de costa de este continente, así en el lado del Atlántico como en el del Pacífico, no he hallado estratos regulares que contuvieran conchas de especies recientes, excepto en este lugar y en unos cuantos puntos al Norte, siguiendo el camino de Huasco. He aquí un hecho que me parece notabilísimo porque la explicación generalmente dada por los geólogos sobre la ausencia de depósitos fosilíferos estratificados de un cierto período en cualquier región—es a saber, que las superficies donde tal ocurre eran a la sazón tierra seca—no es aplicable al caso presente, porque no nos consta, por las conchas diseminadas en el exterior y encastradas en arena suelta o tierra vegetal, que las dos costas de Sudamérica, en millares de millas, hayan estado sumergidas recientemente. La explicación ha de buscarse, sin duda, en el hecho de haberse ido elevando lentamente y por largo tiempo toda la parte meridional del continente; de manera que todos los materiales depositados a lo largo de la playa en agua somera deben haber sobresalido muy pronto de ésta, quedando expuestos al desgaste del oleaje. Ahora bien; sabido es que sólo en aguas relativamente superficiales pueden desarrollarse la mayor parte de los seres orgánicos marinos, y en tales aguas es evidentemente imposible que se acumulen estratos de gran espesor. Para patentizar el gran poder de desgaste del oleaje nos basta señalar los enormes farallones que hay a lo largo de la costa actual de Patagonia, y las escarpas de otros antiguos acantilados a diferentes niveles, uno tras otro, en esa misma línea de costa.

La antigua formación terciaria infrayacente de Coquimbo parece ser casi de la misma edad que los varios depósitos existentes en la costa de Chile (de los que el de Navidad es el principal) y que la gran formación de Patagonia. Tanto en Navidad como en Patagonia hay pruebas de que, con posterioridad a la época en que vivían las conchas allí sepultas (cuya lista ha dado el profesor E. Forbes), ha tenido lugar una sumersión de varios centenares de pies, así como una emersión subsiguiente [3]. Puede preguntarse, sin duda, cómo es que, a pesar de no haberse conservado en ninguno de los dos lados del continente extensos depósitos fosilíferos del período reciente, ni de otro período alguno intermedio entre él y la antigua época terciaria, sin embargo, en esta antigua época terciaria se ha depositado y conservado materia con restos fósiles en diferentes puntos de las líneas norte y sur, en un espacio de 1.100 millas sobre las costas del Pacífico, y de 1.350 lo menos sobre las del Atlántico, y en una línea este-oeste de 700 millas al través de la parte más ancha del continente. Creo que la explicación no es difícil, y que tal vez es aplicable a hechos casi análogos observados en otras partes del mundo. Considerando el enorme poder de denudación que posee el mar, según demuestran hechos innumerables, no es probable que un depósito sedimentario, al ser elevado, pudiera pasar por los trastornos y confusión reinantes en la playa, en términos de conservarse en masas capaces de durar hasta un período distante, sin que en un principio tuviera gran extensión y profundidad; ahora bien: es imposible que en un fondo de moderada profundidad, único favorable a la mayor parte de los seres vivientes del mar, pudiera extenderse una capa amplia y espesa de sedimento, sin que ese fondo se deprimiera para recibir las capas sucesivas. Esto es lo que parece haberse realizado de hecho casi en el mismo período en la Patagonia meridional y Chile, no obstante hallarse estos lugares separados por un miliar de millas. De ahí que si los movimientos prolongados de sumersión, aproximadamente contemporánea, son generalmente de amplia extensión, como estoy muy inclinado a creer, por el examen que he hecho de los arrecifes de coral de los grandes océanos—o si, limitando nuestras consideraciones a Sudamérica, los movimientos de sumersión han sido coextensivos con los de elevación, mediante los que, dentro del mismo período de conchas existentes, se han elevado las costas del Perú, Chile, Tierra del Fuego, Patagonia y la Plata—, entonces podemos comprender que, al mismo tiempo y en puntos muy distantes, las circunstancias hubieran sido favorables a la formación de depósitos fosilíferos de gran extensión y considerable espesor; y tales depósitos, consiguientemente, hubieran tenido grandes probabilidades de resistir a los desgastes y desgarramientos de las excesivas líneas de costa y de durar hasta una época remota en lo futuro.


21 de mayo.—Salí con D. José Eduardo para la mina de plata de Arqueros, y desde allí seguí por el valle de Coquimbo arriba. Después de pasar por un país montañoso, llegamos al anochecer a las minas, que pertenecen a Mr. Edwards. Aquí he disfrutado de un sueño delicioso, por una razón que no en todas partes se comprenderá bien, a saber: ¡la ausencia de chinches! Las habitaciones en Coquimbo están plagadas de ellas; pero aquí no se conocen, aunque sólo estamos a la altura de 900 a 1.200 metros; la causa de ello difícilmente puede ser la escasa diferencia de temperatura; de modo que alguna otra circunstancia debe concurrir a la desaparición de tan enojosos insectos en este sitio. Las minas se hallan ahora en mal estado, aunque en otro tiempo produjeron cerca de 2.000 libras en peso de plata anualmente. Se ha dicho que «una persona con una mina de cobre ganará; con una de plata puede ganar, pero con una de oro está segura de perder.» Esto no es verdad: todas las grandes fortunas chilenas se han hecho con minas de los metales más preciosos. No hace mucho que regresó de Copiapó a Inglaterra un médico inglés llevándose consigo los beneficios de una mina de plata, que ascendían a unas 24.000 libras esterlinas. Indudablemente, una mina de cobre explotada con inteligencia es un negocio seguro, mientras que las otras son un juego de azar o, si se prefiere así, un billete de la lotería. Los propietarios pierden importantes cantidades de rico mineral por no tomar precauciones contra los robos. Me contaron que un señor había apostado con otros a que uno de sus obreros le robaba estando él mismo presente. Después de sacar el mineral se le parte en pedazos, y los trozos inútiles se arrojan a un lado. Una pareja de mineros que estaban ocupados en esta operación tomaron, como por casualidad, dos fragmentos del mismo montón, y dijeron en tono de broma: «Veamos cuál de ellos rueda a mayor distancia.» El amo, que estaba cerca, apostó un puro con su amigo, poniendo por uno de los trozos. Valiéndose de este artificio, el minero se fijó bien en el punto de la escombrera donde se hallaba la piedra. Por la tarde la recogió y se la llevó a su amo, para mostrarle la gran cantidad de mineral de plata que contenía, y le dijo: «Esta es la piedra que le hizo ganar a usted un puro por haber ido más lejos que la otra.»


23 de mayo.—Bajamos al fértil valle de Coquimbo, y le seguimos hasta llegar a una hacienda propiedad de un pariente de D. José, en cuya casa estuve el día siguiente. Luego hice una jornada a caballo más allá, para ver unas conchas y alubias petrificadas de que hablaban, y que al fin resultaron ser guijarrillos de cuarzo. Pasamos por varias aldehuelas, al través de hermosos cultivos y de un paisaie grandioso. Aquí estábamos cerca de la Cordillera principal, y las montañas vecinas eran elevadas. En todas las regiones del norte de Chile los frutales producen más, cuando crecen a considerable altura cerca de los Andes, que en las comarcas más bajas del país. Los higos y uvas de esta parte gozan fama de ser excelentes y se cultivan en grandes extensiones. Este valle es quizá el más feraz del norte de Quillota; creo que contiene una población de 25.000 habitantes, incluyendo la de Coquimbo. Al día siguiente regresé a la hacienda, y desde allí, con D. José, a Coquimbo.


2 de junio.—Salimos para el valle de Huasco, siguiendo el camino de la costa, que estaba considerado como menos desierto que el otro. El primer día de camino a caballo nos llevó a una casa solitaria llamada Yerba Buena, donde había pasto para nuestros caballos. La lluvia, que, según he referido, cayó hace quince días, no llegó mas que a medio camino de Huasco; de modo que el débil verdor del campo fué desapareciendo durante las primeras partes de nuestra jornada hasta desvanecerse del todo. Aun en los sitios donde era más vivo, apenas bastaba para hacer recordar el fresco césped y las flores primaverales de otros países. Viajando por estos desiertos se siente uno como prisionero en un sombrío recinto, ansiando ver algo verde y aspirar una atmósfera húmeda.


3 de junio.—De Yerba Buena a Carrizal. Durante la primera parte del día cruzamos un desierto formado por rocas y montañas, y después una larga hondonada arenosa, sembrada de conchas marinas rotas. Había muy poca agua, y ésta algo salada; todo el país de la costa de la Cordillera es un verdadero desierto inhabitado. Vi rastros sólo de un animal viviente que debía abundar mucho, a saber: las conchas de un Bulimus, que formaban montones en los sitios más secos. En primavera, una humilde plantita echa algunas hojas, y de ellas se alimentan los caracoles. Como se los ve muy de madrugada, cuando la tierra está ligeramente empapada de humedad, los guasos creen que los produce la planta mencionada. En otros lugares he observado que las regiones extremadamente secas y estériles, donde el suelo es calcáreo, favorecen en gran manera el desarrollo de conchas terrestres. En Carrizal había algunas quintanas, poca agua, que era salobre, y escasos indicios de cultivo; pero nos costó trabajo adquirir un poco de grano y paja para los caballos.


4 de junio.—De Carrizal a Sauce. Proseguimos caminando por llanos desiertos, usufructuados por numerosos rebaños de guanacos. También cruzamos el valle del Chañeral, que, no obstante ser el más fértil entre Huasco y Coquimbo, es muy angosto y produce tan poco pasto, que no pudimos comprar nada para las cabalgaduras. En Sauce hallamos un señor anciano muy cortés, superintendente de una fundición de cobre. Como favor especial me permitió comprar, a gran precio, un brazado de paja sucia, único alimento que los pobres caballos tuvieron de cena aquella noche, después de un largo día de viaje. Pocos hornos de fundición trabajan ahora en ninguna parte de Chile; se ha creído más provechoso, a causa de la extremada escasez de leña y de ser tan imperfecto el procedimiento chileno de reducción, embarcar el mineral para Swansea. Al día siguiente cruzamos algunas montañas en dirección a Freirina, en el valle de Huasco. A cada jornada que hacíamos hacia el Norte la vegetación disminuía más y más, y aun el gran cactus cirio se hallaba reemplazado aquí por una especie diferente y mucho más pequeña. Durante los meses de invierno, tanto en el norte de Chile como en el Perú, se ve suspendido sobre el Pacífico un banco de nubes relativamente bajas. Desde las montañas pudimos gozar de una magnífica vista de este blanco y brillante campo aéreo, que se ramifica por los valles arriba, dejando islas y promontorios como lo hace el mar en el archipiélago Chonos y en Tierra del Fuego.

Estuvimos dos días en Freirina. En el valle de Huasco hay cuatro ciudades pequeñas. A la entrada se halla el puerto, lugar enteramente desierto y sin agua en las cercanías inmediatas. Cinco leguas más arriba se levanta la Freirina, aldea de trazado irregular, con blancas casas encaladas. Diez leguas más allá está situado Ballenar, y sobre éste, Huasco Alto, aldea hortícola, famosa por sus frutos secos. En un día claro la vista del valle es hermosísima, y se prolonga subiendo hasta la nevada Cordillera, que aparece en la remota lejanía, mientras por ambos lados se cruzan una infinidad de sierras fundiéndose en una misteriosa bruma. La parte primera es notable por el gran número de terrazas paralelas, y la zona intermedia del valle verde, con sus sauces enanos, contrasta de un modo particular, por ambos lados, con las montañas peladas. El territorio de los alrededores era un yermo muerto, y con facilidad se comprenderá sabiendo que en los últimos trece meses no había caído una mala llovizna. Los habitantes de la región oían hablar con la mayor envidia de la lluvia de Coquimbo; sin embargo, el aspecto del cielo les auguraba una fortuna igual, que vieron realizada quince días después. Por entonces estuve en Copiapó, y allí la gente hablaba con la misma envidia de la abundante lluvia de Huasco. Después de dos o tres años secos (acaso con un solo chubasco en todo ese tiempo) sigue de ordinario un año lluvioso, y éste resulta más perjudicial aún que la sequía. Los ríos salen de madre y cubren de grava y arena las estrechas fajas de tierra, únicas que son aptas para el cultivo. Las avenidas causan, además, averías en las presas de riego. Los estragos causados por una de estas devastaciones fueron enormes tres años antes.


8 de junio.—Cabalgamos hacia Ballenar, nombre derivado de Ballenagh, lugar de Irlanda, cuna de la familia de los O'Higgins, que en tiempo del dominio español fueron presidentes y generales en Chile. Como las montañas rocosas se hallaban ocultas por bancos de nubes, los llanos en terraza daban al valle un aspecto parecido al de Santa Cruz, en Patagonia. Después de pasar un día en Ballenar, partí el 10 para el alto valle de Copiapó. Cabalgamos todo el día por un terreno desprovisto de interés. Estoy cansado de repetir los epítetos yermo y estéril. Sin embargo, estas palabras, en el uso común, sólo tienen un valor relativo; las he aplicado siempre a las llanuras de Patagonia, que producen únicamente arbustos espinosos y algunos matojos de hierba, lo cual es una verdadera fertilidad, comparada con la desnudez del norte de Chile. Pero también aquí hay pocas extensiones de 200 metros cuadrados donde no se halle algún pequeño arbusto, cactus o liquen, si se mira con cuidado, y en el suelo duermen las semillas, prontas a brotar en el primer invierno lluvioso. En el Perú hay verdaderos desiertos en grandes porciones del país. Por la tarde llegamos a un valle en el que se veía alguna humedad en el cauce de un arroyuelo; le seguimos, y llegamos a un sitio donde había agua aceptable. Durante la noche, como la corriente no se evapora ni absorbe con tanta rapidez, recorre un trayecto mucho mayor que por el día. Abundan los palos secos para hacer fuego, de modo que era un excelente sitio para vivaquear; pero para los pobres animales no hubo un solo bocado que comer.


11 de junio.—Cabalgamos sin detenernos por espacio de doce horas, hasta que llegamos a un antiguo horno de fundición, donde había agua y leña; pero nuestros caballos tampoco tuvieron nada que comer, permaneciendo encerrados en un viejo corral. El camino era montuoso, y el paisaje que desde él se descubría era interesante por los variados colores de las montañas desnudas. Casi daba lástima ver brillar constantemente el sol sobre una comarca tan inútil: un cielo tan puro y brillante debería cobijar campos de cultivo y hermosos jardines. Al siguiente día llegamos al valle de Copiapó. Muy de veras me alegré de ello, porque durante el día entero no había dejado de sentir viva inquietud, siendo insoportable el oír a nuestros caballos roer los postes a que estaban atados, mientras tomábamos la cena, y no tener medios de calmarles el hambre. Sin embargo, según todas las apariencias, los anímales conservaban su vigor, y nadie hubiera dicho que llevaban cuarenta y ocho horas y pico sin probar bocado.

Tenía una carta de recomendación para Mr. Bingley, quien me recibió con todo género de atenciones en la hacienda de Potrero Seco. Esta posesión tiene de 20 a 30 millas de largo, pero es muy estrecha, pues generalmente sólo alcanza dos zonas cultivables, una a cada lado del río. En ciertas partes la finca carece de anchura, es decir, no hay terreno de regadío, y, por tanto, no vale nada, como sucede con el pétreo desierto de los alrededores. La escasez de tierra cultivada en toda la línea del valle no depende tanto de las desigualdades de nivel y consiguiente inadaptación al riego, cuanto del menguado surtido de agua. El río iba este año notablemente crecido; desde este sitio, subiendo valle arriba, el agua les llega a los caballos al vientre, con una anchura aproximada de 15 metros y una corriente rápida; más abajo disminuye gradualmente, y de ordinario llega a secarse, como ocurrió durante un período de treinta años, en que no llevó al mar ni siquiera una gota. Los habitantes observan con gran interés las tempestades de la Cordillera, por lo mismo que una buena nevada los provee de agua para el año siguiente. Esto es de importancia inmensamente mayor que la lluvia en las regiones más bajas. La última, siempre que viene (que suele ser una vez o dos cada dos o tres años) produce grandes beneficios, porque merced a ella el ganado vacuno y mular puede, por algún tiempo después, hallar algún pasto en las montañas. Pero si falta la nieve en los Andes, la desolación se extiende por todo el valle. Hay en la localidad memoria de que en tres diversas ocasiones casi todos los habitantes se vieron obligados a emigrar al Sur. Este año ha habido agua en abundancia, y todo el mundo regó sus campos cuanto quiso; pero a menudo ha sido necesario apostar soldados en las esclusas, para que cada finca o posesión tomara sólo la cantidad de agua que le estaba asignada durante determinadas horas de la semana. Se dice que el valle contiene una población de 12.000 almas; pero la producción no es suficiente mas que para tres meses del año, necesitándose completar el surtido con los víveres de Valparaíso y del Sur. Antes de descubrirse las famosas minas de plata de Chanuncillo, Copiapó se hallaba en rápida decadencia; pero al presente goza de prosperidad, y la ciudad, que fué derruída por un terremoto, ha sido reedificada.

El valle de Copiapó, que forma una mera cinta de verdor en un desierto, corre en dirección muy orientada al Sur; de modo que alcanza una gran longitud hasta su nacimiento, en la Cordillera. Los valles de Huasco y Copiapó pueden considerarse ambos como largas islas estrechas separadas del resto de Chile por desiertos de roca, en vez de estarlo por extensiones de agua salada. Al norte de éstos hay otro valle muy miserable, llamado Paposo, que contiene unas 200 almas, y luego se extiende el verdadero desierto de Atacama, barrera mucho peor que el más turbulento océano. Después de permanecer unos días en Potrero Seco proseguí mi viaje valle arriba hasta la casa de don Benito Cruz, para quien tenía una carta de recomendación. Le hallé sobremanera hospitalario; realmente es imposible hallar frases bastante expresivas para agradecer las bondades que suelen dispensarse a los viajeros en todas las partes de Sudamérica. Al día siguiente alquilé algunas mulas que me llevaron a la barranca de Jolquera, en la Cordillera central. La segunda noche el tiempo pareció anunciar una tormenta de nieve o lluvia, y mientras descansábamos en las camas preparadas en el suelo, sentimos un pequeño temblor de tierra.

La conexión entre los terremotos y el estado del tiempo ha sido discutida muchas veces; paréceme un punto de gran interés, que se halla muy poco dilucidado. Humboldt ha observado en una parte de la Narración personal [4] que sería difícil para todo el que haya residido largo tiempo en Nueva Andalucía [5] o en el bajo Perú negar que exista alguna relación entre estos fenómenos; en otros pasajes, sin embargo, parece tener por imaginaria dicha relación. En Guayaquil se dice que una tormenta en la estación seca va invariablemente seguida por un terremoto. En el norte de Chile, a causa de la infrecuencia extrema de las lluvias, y hasta del tiempo que las anuncie, la probabilidad de coincidencias accidentales es muy pequeña; a pesar de ello, los habitantes están firmísimamente convencidos de que existe conexión entre el estado de la atmósfera y el temblor de la tierra. Me sorprendió mucho el que, al referir a algunas personas de Copiapó que había habido una brusca sacudida sísmica en Coquimbo, exclamaron inmediatamente: «¡Magnífico! Este año habrá pasto en abundancia.» A juicio suyo, un terremoto anunciaba la lluvia tan seguramente como ésta predecía abundante hierba. Realmente, el chubasco que he descrito en páginas anteriores, y que hizo brotar una ligera capa de hierba menuda y fina, ocurrió en el mismo día del terremoto. En otras ocasiones la lluvia ha seguido a los terremotos en aquel período del año en que es un fenómeno más extraordinario que el terremoto mismo: tal ocurrió después del temblor de noviembre de 1822, y otra vez, en 1829, en Valparaíso; también después del de septiembre de 1833 en Tacna. Es necesario estar algo habituado al clima de estos países para comprender la suma improbabilidad de que llueva en ciertas estaciones, a no ser como consecuencia de alguna ley sin la menor relación con el curso ordinario del tiempo. En los casos de las grandes erupciones volcánicas como la del Coseguina, en que cayeron lluvias torrenciales en una época del año enteramente impropia y «sin precedentes casi en la América Central», podría explicar el fenómeno por la perturbación atmosférica que forzosamente han de causar las grandes cantidades de vapor y nubes de cenizas. Humboldt extiende este modo de ver a los terremotos no acompañados de erupciones; pero difícilmente concibo la posibilidad de que las pequeñas cantidades de flúidos aeriformes salidos de las hendeduras de la tierra originen tan notables efectos. Así, pues, parece estar bastante fundada la opinión expuesta primeramente por Mr. P. Scrope, según la cual cuando hay una gran baja barométrica y puede esperarse que llueva, la menor presión de la atmósfera en una amplia extensión permitiría determinar el día preciso en que la corteza terrestre, distendida ya en sumo grado por las fuerzas subterráneas, cediera, se rajara, y, en consecuencia, temblara. Sin embargo, es dudoso que esta hipótesis explique cumplidamente las lluvias torrenciales que caen en la estación seca durante varios días, después de un terremoto no acompañado de erupción; tales casos parecen indicar alguna conexión más íntima entre las regiones atmosféricas y subterráneas.

Como hallábamos escaso interés en esta parte de la barranca, regresamos a la casa de D. Benito, donde estuve dos días recogiendo conchas y madera fósiles. Abundaban en número extraordinario los grandes troncos de árboles convertidos en sílice, empotrado en un conglomerado. Medí uno que tenía 15 pies de circunferencia. ¡Cuán admirable es que cada uno de los átomos de la materia leñosa de este gran cilindro hayan sido desplazados y reemplazados por sílex con perfección tanta, que se conservan vasos y poros! Estos árboles florecieron aproximadamente en el período cretáceo inferior de Europa, y todos ellos pertenecían a la tribu de los abetos. Era divertido oír a la gente del país discutir la naturaleza de las conchas fósiles por mí recogidas casi en los mismos términos usados hace un siglo en Europa, esto es, «si eran o no piedras talladas así por la Naturaleza». Mi examen geológico del país extrañó bastante a los chilenos en general, que no podían convencerse de que no anduviera en busca de minas. Esto me ocasionó frecuentes molestias. Para hacerles comprender el objeto de mis exploraciones, me pareció lo más fácil preguntarles cómo es que no se interesaban por estudiar los volcanes y terremotos por qué unos manantiales eran calientes y otros fríos; por qué había tantas montañas en Chile y ninguna en La Plata. Estas sencillas preguntas satisficieron e impusieron silencio al mayor número; pero no faltaron algunos (como los pocos que en Inglaterra viven atrasados un siglo) que calificaron todas mis pesquisas de inútiles e impías, pues, a su juicio, bastaba saber que Dios había hecho así las montañas.

Recientemente se había publicado una orden mandando matar a todos los perros vagabundos, y vimos a muchos muertos en el camino. Habían rabiado gran número de ellos poco antes, y varios hombres habían sido mordidos y muerto en consecuencia. La hidrofobia se ha presentado en este valle en varias ocasiones. Es notable que tan extraña y terrible enfermedad aparezca de tiempo en tiempo en un mismo sitio aislado. Se ha observado que ciertas aldeas de Inglaterra se hallan, análogamente, más sujetas que otras a esta plaga. El Dr. Unanúe afirma que la hidrofobia se conoció por vez primera en Sudamérica en 1803; este aserto se halla corroborado por Azara y Ullos, que en su tiempo nunca oyeron hablar de tal enfermedad. El mismo doctor añade que se manifestó por vez primera en la América Central, y desde allí se propagó poco a poco hacia el Sur. Llegó a Arequipa en 1807, y, según se dice, la enfermedad atacó a algunas personas que no habían sido mordidas, como les ocurrió a unos negros por haber comido carne de un toro muerto de hidrofobia. En Ica el número de víctimas se elevó a 42. La enfermedad se presentó entre los doce y noventa días después de la mordedura, y en todos los casos se siguió invariablemente la muerte a los cinco días. Después de 1808 siguió un largo período en que no se tuvo noticia de ningún atacado. Habiendo hecho indagaciones en Tasmania y Australia, averigüé que allí no se conocía tal enfermedad; y Burchell dice que durante los cinco años que estuvo en el cabo de Buena Esperanza nunca oyó hablar de caso alguno. Webster asegura que en las Azores no se ha presentado nunca esa infección, y lo propio se dice con respecto a las islas Mauricio y Santa Elena [6]. En lo tocante a tan extraña enfermedad, quizá pudiera recogerse una información útil considerando las circunstancias en que se presenta en climas distantes, porque es improbable que se haya llevado a ellos un perro ya mordido y contaminado.

Por la noche llegó un desconocido a la casa de don Benito, y pidió permiso para dormir allí. Contó que llevaba diez y siete días dando vueltas por las montañas a causa de haberse extraviado. Había salido de Huasco, y estando acostumbrado a viajar por la Cordillera, creyó no encontrar dificultad en seguir la ruta de Copiapó; pero no tardó en verse envuelto en un laberinto de montañas, del que no pudo salir. Algunas de sus mulas se habían despeñado en los precipicios, y él mismo se había hallado en trances apuradísimos. Lo que más le atormentó fué no saber dónde hallar agua en las hondonadas; de modo que le fué preciso seguir bordeando las sierras centrales.

Regresamos valle abajo, y el 22 llegamos a la ciudad de Copiapó. La parte inferior del valle es ancha y forma una hermosa llanura, como la de Quillota. La ciudad ocupa un considerable espacio de terreno, pues cada casa tiene un huerto; pero es un sitio incómodo y las viviendas están mal provistas de muebles. Todo el mundo parece preocuparse únicamente de hacer dinero para emigrar después lo antes posible. Los habitantes, sin excepción, se hallan, directa o indirectamente, interesados en minas, y no se habla de otra cosa que de ellas y de minerales. Los víveres, de todas clases, se venden carísimos, porque la ciudad dista del puerto 18 leguas y los carros del país llevan altos precios por los transportes. Un pollo cuesta cinco o seis chelines; la carne es casi tan cara como en Inglaterra; la leña, o más bien los palos, se llevan en borricos desde una distancia de dos y tres días de camino al interior de la Cordillera, y el pienso de las caballerías cuesta un chelín diario; todo esto, para Sudamérica es prodigiosamente exorbitante.


26 de junio.—Alquilé un guía y ocho mulas, que me llevaran a la Cordillera en una dirección diferente de la de mi última excursión. Como el país estaba enteramente inhabitado y el terreno era yermo, llevé carga y media de cebada mezclada con paja. A cosa de dos leguas más arriba de la ciudad, un ancho valle, llamado el «Despoblado», arranca del que nosotros habíamos seguido. Aunque es un valle de grandísimas dimensiones, que conduce a un paso por la Cordillera, está completamente seco, exceptuando tal vez unos cuantos días en los inviernos muy lluviosos. Las pendientes de las montañas apenas estaban cruzadas por barrancos, y el fondo del valle principal, lleno de cascajo, presentaba una superficie alisada y rasa, casi horizontal. Por este lecho de grava jamás debió de correr ningún torrente considerable, porque de otro modo se hubiera formado un cauce encajado, como en todos los valles meridionales. Apenas me cabe duda de que este valle, como los mencionados por los que han viajado por el Perú, fué dejado en la forma que ahora le vemos por las olas del mar, en tanto la tierra se elevaba lentamente. En un sitio donde el despoblado se unía con una barranca (que en cualquiera otra cadena se hubiera llamado un gran valle), observé que su lecho, aunque compuesto sólo de arena y lavas, era más alto que el de su tributario. Un mero riachuelo, en el período de una hora hubiera abierto un canal; pero saltaba a la vista que habían pasado largas edades sin que el tal riachuelo hubiera corrido por allí. Era curioso contemplar la mecánica, si cabe esta expresión, del drenaje, perfectísima en todos sus pormenores, pero sin el menor indicio de haber funcionado. Apenas habrá quien no haya observado que los bancos de cieno dejados por las mareas al retirarse imitan en miniatura un país con sus colinas y cañadas, y aquí tenemos el modelo original en rocas, formado al paso que el continente se elevaba durante la retirada secular del océano, en lugar de verificarse entre el flujo y reflujo de las mareas. Si en los bancos de cieno, después de secos, cae un chubasco, se ahondan las líneas poco profundas de excavación anteriormente formadas, y lo mismo pasa con las lluvias caídas por espacio de siglos sobre los bancos de roca y el suelo que llamamos un continente.

Seguimos caminando hasta después de obscurecer, en que llegamos a una barranca lateral, con un pequeño pozo, llamado «Agua Amarga». Realmente, el agua merecía este nombre, porque además de salina y pútrida tenía un amargor repugnante; de modo que nos fué imposible bebería ni siquiera en infusiones de te o mate. Calculo que la distancia desde el río de Copiapó a este sitio era al menos de 25 a 30 millas inglesas, y en todo el trayecto no había ni una sola gota de agua, mereciendo el país el nombre de desierto, en el sentido más estricto. En este desierto, casi a medio camino, pasamos por algunas antiguas ruinas indias cerca de Punta Gorda. También advertí en algunos de los valles que parten del Despoblado que había dos montones de piedras un poco apartados y dirigidos como si señalaran las bocas de estos vallecitos. Mis compañeros no supieron decirme nada sobre ellos, y a mis preguntas contestaron con su imperturbable «¿quién sabe?»

Observé esas ruinas indias en varias partes de la Cordillera, siendo las más perfectas de todas las de Tambillos, en el paso de Uspallata. Vense en ellas conjuntos de cuartitos cuadrados agrupados en divisiones distintas; todavía se conservaban algunas de las entradas, cuyo dintel era una losa de piedra, atravesada a la altura de unos tres pies. Ulloa ha hecho notar que las puertas de las antiguas viviendas peruanas eran muy bajas. Estas construcciones, cuando estaban íntegras, debieron ser capaces de contener gran número de personas. La tradición refiere que se usaron para sitios de descanso de los Incas cuando cruzaban las montañas. Se han descubierto restos de casas indias en muchas otras partes, donde no parece probable que se usaran con el fin antes indicado, y siempre donde la tierra es manifiestamente impropia para toda clase de cultivo, como sucede cerca de Tambillos o en el Puente de los Incas o en el Paso de Portillo, en todos los cuales vi ruinas. En la barranca de Jajuel, cerca de Aconcagua, donde no hay paso, me dieron noticia de restos de casas situadas a gran altura, en una región extremadamente fría y estéril. Al principio imaginé que esos edificios habrían sido lugares de refugio, construídos por los indios al llegar por vez primera los españoles; pero posteriormente me he sentido inclinado a suponer que ha debido sobrevenir un pequeño cambio de clima.

En esta parte septentrional de Chile, dentro de la Cordillera, se dice que las antiguas casas indias son especialmente numerosas; cavando entre las ruinas se hallan frecuentemente trozos de géneros de lana, instrumentos hechos de metales preciosos y mazorcas de maíz; un curioso regalo que me hicieron fué el de una punta de flecha, de ágata, y precisamente de la misma forma que las usadas todavía en Tierra del Fuego. Me consta que los indios peruanos suelen habitar actualmente en las partes más elevadas y estériles; pero en Copiapó me aseguraron hombres que han pasado la vida viajando al través de los Andes que había muchísimas casas a grandes alturas, cercanas a las nieves perpetuas y en lugares donde no hay pasos ni la tierra produce absolutamente nada, ni hay tampoco agua. A pesar de ello, la opinión de la gente del país—si bien no aciertan a explicarse las circunstancias apuntadas—es que, juzgando por el aspecto de las casas, los indios deben de haberlas usado como residencias. En este valle de Punta Gorda, los restos de esas edificaciones se componen de siete u ocho cuartitos cuadrados, de forma semejante a los de Tambillos, pero construídos principalmente de un barro cuya resistencia no saben dar al de hoy ni los habitantes de aquí ni, según Ulloa, los del Perú. Estaban situados en el sitio más visible e indefenso, en el fondo plano del ancho valle. Los manantiales y las corrientes de agua más próximas distaban de tres a cuatro leguas, y, con todo eso, ni eran buenos ni abundantes. El suelo no producía absolutamente nada; de modo que en vano busqué algún liquen adherido a las rocas. Al presente, contando sólo con las bestias de carga para el transporte, no podría explotarse aquí con provecho una mina, a no ser que fuera muy rica. Y, no obstante, ¡los indios escogieron antiguamente este sitio para fijar en él su residencia! Si en el día de hoy cayeran al año dos o tres chubascos, en lugar del único que ahora cae, probablemente se formaría un arroyuelo en este gran valle, y entonces, por un sistema de riego como el que en lo antiguo supieron aplicar tan bien los indios, el suelo produciría fácilmente lo necesario para sostener unas cuantas familias.

Tengo pruebas convincentes de que esta parte del continente sudamericano se ha elevado cerca de la costa, al menos, de 400 a 500 pies, y en algunas partes, de 1.000 a 1.300, desde la época en que vivían las conchas existentes, y más adentro la elevación ha sido mayor probablemente. Como la peculiar aridez del clima es a todas luces consecuencia de la altura de la Cordillera, puede tenerse la seguridad casi completa de que antes de las últimas elevaciones la atmósfera no estuvo tan completamente desprovista de humedad como ahora, y, además, habiendo sido gradual la elevación, lo propio ha ocurrido con el cambio de clima. En este supuesto de un cambio de clima posterior a la época en que dichas construcciones estuvieron habitadas, las ruinas deben de ser antiquísimas, y, por otra parte, no creo que su conservación ofrezca dificultad de ningún género en el clima chileno. También es preciso admitir en tal hipótesis (y ésta es quizá una dificultad mayor) que el hombre ha habitado en Sudamérica durante un período inmensamente largo; tanto más, cuanto que todo cambio de clima causado por la elevación del país ha debido ser extremadamente gradual. En Valparaíso, en los últimos doscientos veinte años, el terreno se ha elevado algo menos de 19 pies; en Lima, una playa ha subido con seguridad de 80 a 90 pies en el período indio-humano; pero tan pequeñas elevaciones hubieran modificado en muy escasa cantidad la marcha general de las corrientes atmosféricas portadoras de humedad. El doctor Lund, sin embargo, halló esqueletos humanos en las cuevas del Brasil, cuyo aspecto le indujo a creer que la raza india ha existido en Sudamérica durante un vasto lapso de tiempo.

Estando en Lima conversé sobre estos asuntos [7] con Mr. Gill, ingeniero civil, que había visto una gran parte del interior del país. Me dijo que por su mente había pasado muchas veces la sospecha de un cambio de clima; pero que, a su juicio, la mayor parte del terreno, incapaz ahora de cultivo y cubierto de ruinas indias, había quedado reducido a tal estado por el deterioro de los canales de riego, construídos antiguamente por los indios en tan prodigiosa escala, y que al fin se inutilizaron a causa del abandono o por movimientos subterráneos. Conviene mencionar aquí que los peruanos llevaron realmente sus aguas de riego por túneles abiertos al través de montañas de sólida roca. Dicho ingeniero me dijo que había prestado sus servicios profesionales en el examen de uno de ellos, y vió que el paso era bajo, estrecho, tortuoso y de anchura varia, pero de longitud muy considerable. ¿No es asombroso que hayan emprendido tales obras hombres que no conocían el uso del hierro ni el de la pólvora de cañón? Mr. Gill me citó también el caso interesantísimo, y sin semejante a lo que yo sé, de una perturbación subterránea que alteró el drenaje de una región. Viajando de Casma a Huaraz (no muy lejos de Lima), halló una llanura cubierta de ruinas y señales de antiguo cultivo, pero no del todo estéril. Cerca de ella se veía el cauce seco de un río considerable, del que antiguamente se había tomado el agua para el riego. Nada indicaba en él, al parecer, que el río no hubiera corrido por su lecho años atrás; en unos puntos había capas de arena y grava; en otros la roca sólida se había desgastado, hasta formar un espacioso canal, que en cierto sitio tenía 40 pies de ancho por ocho de profundo. Es evidente que al seguir el cauce de una corriente agua arriba habrá que ascender siempre, con una inclinación mayor o menor, y de ahí que Mr. Gill quedara asombrado cuando, al caminar por el lecho de este antiguo río, hacia su origen, hallóse bajando de pronto por la pendiente de una cuesta con una caída perpendicular de 40 ó 50 pies, según su cálculo. Aquí tenemos la prueba inequívoca de un desnivel formado por la elevación del suelo en dirección transversal al antiguo cauce de una corriente. Desde el momento en que se realizó tal fenómeno, el agua, necesariamente, hubo de retroceder y dar origen a un nuevo canal. Y, a partir también de ese momento, la llanura inmediata, privada de la corriente que la fertilizaba, se convirtió en un desierto.


27 de junio.—Partimos de madrugada, y a eso del mediodía llegamos al barranco de Paypote, donde hay un arroyuelo con escasa vegetación y unos cuantos algarrobos. Por haber combustible, se construyó antiguamente aquí un horno de fundición; al cuidado de él hallamos a un hombre solo, cuya única ocupación consistía en cazar guanacos. Por la noche heló intensamente; pero como teníamos leña en abundancia para la hoguera que hicimos, lo pasamos tan cómodamente como al amor de una buena estufa.


28 de junio.—Proseguimos ascendiendo gradualmente, y el valle ahora se convirtió en un barranco. Durante el día vimos varios guanacos y huellas de otro animal muy afín, la vicuña [8]; esta última especie es eminentemente alpina en sus hábitos; rara vez desciende muy por debajo del límite de las nieves perpetuas, y, por tanto, frecuenta parajes aún más elevados y estériles que los visitados por el guanaco.

Fuera de estos cuadrúpedos, sólo vimos unos cuantos zorros de poco tamaño; y supongo que este animal caza ratones y otros roedores pequeños, que mientras haya rastros de vegetación se multiplican bastante, aun en lugares desiertos; en Patagonia, en los mismos bordes de las salinas, donde nunca se halla una gota de agua dulce, como no sea el rocío, estos animalejos pululan en número incontable. Después de los lagartos, los ratones parecen ser los que mejor pueden vivir en las menores y más secas porciones de la tierra, aun en islitas en medio de los grandes océanos.

El paisaje sólo presentaba en todas partes desolación, iluminada y hecha palpable por un cielo puro y sin nubes. Por algún tiempo es sublime semejante panorama; pero este sentimiento no puede durar, y acaba por parecer sin interés. Vivaqueamos al pie de la «primera línea» [9], o sea la primera divisoria de las aguas. Las corrientes, sin embargo, en la parte oriental no van al Atlántico, sino a una región elevada, en medio de la cual hay una gran salina o lago salado; de esta suerte vienen a formar un pequeño mar Caspio, a la altura quizá de 10.000 pies. En el lugar donde dormimos había algunas extensiones nevadas, pero no permanecen así todo el año. Los vientos en estas elevadas regiones obedecen a leyes muy regulares: todos los días sopla una fresca brisa que sube del fondo de los valles, y por la noche, una hora o dos después de ponerse el Sol, el aire de las regiones frías superiores desciende como por un embudo. Hoy, por varias horas seguidas, desde el anochecer se desencadenó un fuerte temporal de viento, y la temperatura debió de bajar considerablemente por debajo del cero centígrado, porque el agua de una vasija pronto se convirtió en un bloque de hielo. Todas las ropas de abrigo fueron insuficientes para oponer un obstáculo al aire, de modo que sentí un frío horroroso; tanto, que no pude dormir; por la mañana me levanté presa de una gran pesadez y entumecimiento.

En la Cordillera, más al Sur, mueren personas a causa de las tempestades de nieve; aquí el que mata a veces es el viento helado. Mi guía, siendo muchacho de catorce años, pasaba la Cordillera con un grupo de viajeros en el mes de mayo, y cuando estaban en la parte central se levantó una furiosa tempestad de viento, que a duras penas permitía a los caminantes sostenerse en sus cabalgaduras, y levantaba las piedras en remolinos. El día estaba enteramente despejado y no había caído ni un copo de nieve, pero la temperatura era baja. Tal vez el termómetro no hubiera bajado muchos grados bajo de cero; mas el efecto causado en los viajeros debió de ser proporcional a la rapidez de la corriente de aire frío. El temporal se prolongó por más de un día, con lo que los hombres empezaron a perder las fuerzas y las mulas a no poder avanzar. El hermano de mi guía intentó retroceder, pero sucumbió, y dos años después se halló su cadáver tendido al lado del de su mula, junto al camino, con la brida todavía en la mano. Otros dos individuos de la partida perdieron los dedos de las manos y pies, y de 200 mulas y 30 vacas, sólo 14 de las primeras escaparon con vida. Hace muchos años, se supone que debió de perecer de un modo análogo una partida muy numerosa de viajeros; pero sus cuerpos no se han descubierto hasta la fecha. La combinación de un cielo sin nubes con una baja temperatura y un viento huracanado debe de ser, a mi juicio, en todas las partes del mundo un fenómeno rarísimo.


29 de junio.—Caminamos muy de buena gana valle abajo hasta nuestro anterior alojamiento nocturno, y desde allí hasta cerca de Agua Amarga. En 1 de julio llegamos al valle de Copiapó. La fragancia del trébol verde me pareció deliciosa, después de haber respirado el aire inodoro del seco y estéril Despoblado. Mientras estábamos en la ciudad oí hablar a varios vecinos de una altura cercana que llamaban El Bramador. Por entonces no presté bastante atención al relato; pero a lo que entendí, la montaña estaba cubierta de arena y el ruido se producía sólq cuando, al subir por la pendiente, la arena se ponía en movimiento. Las mismas circunstancias se describen con pormenores, apoyándose en la autoridad de Seetzen y Ehrenberg [10], señalándolas como causa de los sonidos que se oyen en el Monte Sinaí, cerca del Mar Rojo. Una persona que me refirió haber observado el fenómeno me dijo que era de lo más sorprendente, y aseguró que, si bien no comprendía el modo de producirse, era necesario hacer rodar la arena por la pendiente abajo. En la costa del Brasil observé muchas veces que los cascos de las cabalgaduras producían un chirrido peculiar cuando caminaban por arena seca y áspera, efecto sin duda del roce de las partículas de cuarzo.

Tres días después tuve noticia del arribo del Beagle al Puerto, que dista 18 leguas de la ciudad de Copiapó. Hay muy poco terreno cultivado en la hondonada del valle, y en su amplia extensión no crece mas que una mísera hierba dura, que ni los asnos pueden apenas comer. Esta pobreza de vegetación se debe a la gran cantidad de materia salina que impregna el suelo. El puerto se compone de un conjunto de miserables tugurios, situados al pie de una llanura estéril. En esta época del año, como el río contiene bastante agua para llegar al mar, los habitantes gozan de la ventaja de tener agua dulce en un trayecto de milla y media. En la playa había enormes montones de mercancías, y el sitio reflejaba cierta actividad. Por la tarde di un cordial adiós a mi compañero Mariano González, con quien había cabalgado tantas leguas en Chile. A la mañana siguiente el Beagle zarpó para Iquique.


12 de julio.—Anclamos en el puerto de Iquique, a los 20° 12' de latitud, en la costa del Perú [11]. La ciudad tiene unos 1.000 habitantes, y se levanta sobre una pequeña llanura arenosa, al pie de una gran muralla de roca, de 2.000 pies de altura, que forma aquí la costa. El territorio, en general, está desierto. Un ligero chubasco cae sólo una vez en muchos años, y los barrancos se llenan, como es natural, de detritus, mientras las laderas se cubren de montones de fina arena blanca hasta la altura de 1.000 pies. Durante esta parte del año, sobre el murallón de rocas de la costa, se tiende casi constantemente un denso banco de nubes. El aspecto del lugar era en extremo sombrío; el pequeño puerto, con sus contados barcos y reducido grupo de pobres casas, parecía abatido y fuera de toda proporción con el resto del paisaje [12].

Los habitantes viven como los pasajeros a bordo de un barco; todos los víveres les llegan de sitios distantes: el agua se lleva en botes desde Pisagua, que está unas 40 millas al Norte, y se vende a nueve reales la barrica de 18 galones. Una botella de vino me costó tres peniques. Asimismo se importa la leña y, por supuesto, los artículos alimenticios de todas clases. Pocos son los animales que pueden vivir en tal lugar. A la mañana siguiente alquilé con dificultad, por cuatro libras esterlinas, dos mulas y un guía, que me llevaran a las explotaciones de nitrato de sosa [13]. Estas son las que al presente sostienen a Iquique. El nitrato se exportó por primera vez en 1830: en un año se enviaron a Francia e Inglaterra grandes cantidades, por valor de 100.000 libras esterlinas. Usase principalmente como abono y para la fabricación del ácido nítrico; a causa de su propiedad delicuescente no sirve para pólvora de cañón. En otro tiempo hubo en estas cercanías dos minas de plata extraordinariamente ricas, pero ahora su producto es muy escaso.

Nuestra llegada de alta mar causó alguna inquietud. El Perú se hallaba en un estado de anarquía, y como cada uno de los partidos había pedido una contribución, la pobre ciudad de Iquique estaba atribulada, temiendo la serie de exacciones que se le venía encima. Como si esto fuera poco, el vecindario estaba inquieto por los robos que ocurrían; poco antes, tres carpinteros franceses habían forzado, en la misma noche, las puertas de dos iglesias y robado toda la plata; sin embargo, uno de los ladrones confesó después y se recobró lo robado. Convictos, fueron conducidos a Arequipa, capital a la sazón de esta provincia, y que dista 200 leguas de Iquique, y allí las autoridades creyeron que era una lástima castigar a unos artesanos tan útiles, diestros en hacer toda clase de muebles, por lo que los pusieron en libertad. Hecho esto, las iglesias fueron forzadas de nuevo, y esta vez la plata no volvió a aparecer. El vecindario se puso entonces furioso, y diciendo a voces que nadie sino los herejes eran capaces de «entrar a saco en las casas del Dios Omnipotente», procedió a torturar a varios ingleses con ánimo de fusilarlos después. Al fin intervinieron las autoridades y se restableció la paz.


13 de julio.—Por la mañana partí para los salitrales, que distaban 14 leguas. Habiendo subido las montañas de la costa por un sendero arenoso en zigzag, no tardamos en dar vista a las minas de Guantajaya y Santa Rosa. Estas dos aldehuelas están situadas en las bocas mismas de las minas, y por tener las casas dispersas en las abruptas y áridas alturas presentaban un aspecto más destartalado y triste que la ciudad de Iquique. No llegamos a los salitrales hasta después de puesto el Sol, habiendo cabalgado todo el día por un país ondulado que era un completo y desnudo desierto. El camino estaba sembrado de los huesos y pieles desecadas de las bestias que en él habían muerto de fatiga. Con excepción del Vultur aura, que se alimenta de carroña, no vi otra ave alguna, ni cuadrúpedo, ni reptil, ni insecto. En las montañas de la costa, a la altura de unos 2.000 pies, donde en esta época del año el cielo está de ordinario cubierto de nubes, crecían algunos cactus en las hendeduras de las rocas, y la arena aparecía tapizada por un liquen ralo, que apenas se adhiere a la superficie. Esta planta pertenece al género Cladonia, y se parece algo al liquen de que se alimentan los renos. En algunas partes era bastante espeso para dar a la arena un tinte amarillo pálido, visto de lejos. Más al interior, durante la jornada entera, de 14 leguas, no vi mas que otra planta, y fué un menudísimo liquen amarillo que crecía en los huesos de las mulas muertas. En mi vida había visto un desierto tan digno de este nombre, en el sentido riguroso de la palabra; no me causó gran impresión; pero se debió, según creo, a que había venido acostumbrándome poco a poco a ver terrenos desolados mientras cabalgué hacia el Norte, desde Valparaíso, pasando por Coquimbo, hasta Copiapó. El aspecto del suelo era notable por estar cubierto de una gruesa costra de sal común y de un aluvión salino estratificado, que parece haberse depositado mientras la tierra se elevaba lentamente sobre el nivel del mar. La sal es blanca, muy dura y compacta, y se presenta en nódulos que sobresalen de la arena aglutinada y están asociados con mucho yeso. El conjunto de la superficie se parece mucho a un país nevado antes de quedar al descubierto por la licuación los sitios en que la nieve es poco espesa. La existencia de esta costra de una substancia soluble sobre la total superficie del país muestra cuán extraordinariamente seco ha debido ser el clima durante un largo período.

Por la noche dormí en casa del dueño de uno de los salitrales. El terreno es aquí tan infecundo como cerca de las costas; pero abriendo pozos se puede obtener un agua de sabor algo amargo y salobre. La casa de mi huésped tenía uno de 36 metros de profundidad; como apenas cae lluvia alguna, no hay que pensar en que el agua proceda de tal origen; pero si de hecho así fuera, no dejaría de estar tan salada como la salmuera, porque toda la región circunvecina está incrustada de varias substancias salinas. Debemos, por tanto, inferir que el agua viene de la Cordillera, filtrándose por capas subterráneas en un trayecto de muchas leguas. En esa dirección hay unas cuantas aldehuelas, cuyos habitantes, por disponer de más agua, pueden regar algunas parcelas de tierra y recoger pasto para las mulas y asnos utilizados en el transporte del salitre. El nitrato de sosa se vendía ahora, puesto al costado del barco, a 14 chelines las 100 libras; de modo que el coste principal se originaba de trasladarlo a la costa. La mina se compone de una capa dura—cuyo espesor varía entre dos y tres pies—de nitrato de sosa mezclado con un poco de sulfato de la misma base y una buena cantidad de sal común. Se halla casi a flor de tierra, y sigue en una distancia de 150 millas la margen de una gran cuenca o ranura, la cual ha debido ser toda ella un lago, o más probablemente un brazo interior de mar, según puede colegirse de la presencia de sales yódicas [14] en el estrato salino. La superficie de dicha llanura está a 990 metros sobre el Pacífico.


19 de julio.—Anclamos en la bahía del Callao, que es el puerto de Lima, capital del Perú. Aquí estuvimos seis semanas; pero a causa de la revolución que asolaba al país apenas pude visitarle. Durante nuestra permanencia el clima no me pareció tan delicioso como generalmente se dice. El cielo se presentó cubierto constantemente de espesos nubarrones; de modo que en los primeros diez y seis días una sola vez pude ver la Cordillera allende Lima. Las montañas, vistas en series que se alzaban unas sobre otras por entre los claros de las nubes, formaban un espectáculo de sublime grandiosidad. Casi ha pasado a ser proverbio que no llueve nunca en las regiones más bajas del Perú. Sin embargo, semejante aserto con dificultad puede tomarse por exacto, porque casi todos los días que estuvimos en la costa cayó una fría y espesa llovizna, suficiente para embarrar las calles y humedecer las ropas. La gente se complace en llamarle relente peruano. Que cae escasísima lluvia es muy cierto, porque las casas están cubiertas de techumbres planas, hechas de barro endurecido, y en el muelle había cargamentos de trigo en montones al aire libre, que permanecían así semanas enteras. No puedo decir si me gustó lo poquísimo que vi del Perú; en verano, sin embargo, dicen que el clima es muy suave y delicioso. En todas las estaciones, tanto la gente del país como la de fuera, padecen graves ataques de fiebres. Esta enfermedad es común en toda la costa del Perú, pero se la desconoce en el interior. Los trastornos orgánicos producidos por los miasmas no dejan nunca de parecer sobremanera misteriosos. Tan difícil es juzgar por el aspecto de un país si es o no saludable, que si a cualquiera le dieran a elegir entre los trópicos una región aparentemente favorable a la salud, lo probable es que prefiriera esta costa. La llanura que se extiende en torno de los arrabales del Callao cría una hierba rala y áspera, y en algunas partes hay charcas de agua estancada, aunque muy pequeñas. De aquí proceden los miasmas, según todas las probabilidades; porque la ciudad de Arica, que se hallaba en circunstancias muy análogas, quedó muy saneada merced a la desecación de algunas charcas. Los miasmas no son siempre engendrados por una vegetación exuberante combinada con un clima ardiente, porque muchas partes del Brasil, no obstante ser frondosísimas y pantanosas, aventajan en salubridad a esta estéril costa del Perú. Las selvas más densas, en climas templados, como en Chiloe, no parecen afectar en lo más mínimo las saludables condiciones de la atmósfera.

La isla de Santiago, una de las del Cabo Verde, ofrece otro ejemplo patente de un país que hubiera podido conceptuarse muy saludable, siendo en realidad todo lo contrario. He dicho que muchas llanuras despejadas y yermas producen, en las semanas que siguen a la estación de lluvias, una hierba rala y fina, que a poco se marchita y seca; en este período el aire parece volverse venenoso, pues tanto los naturales como los forasteros se ven frecuentemente acometidos de violentas fiebres. Por otra parte, el Archipiélago de los Galápagos, en el Pacífico, con un suelo semejante y periódicamente sujeto al mismo proceso de vegetación, goza de excelentes condiciones de salubridad. Humboldt ha observado que «bajo de la zona tórrida, los menores pantanos son peligrosísimos cuando están rodeados, como en Veracruz y Cartagena, de un suelo árido y arenoso, que eleva la temperatura del ambiente» [15]. En la costa del Perú, sin embargo, la temperatura no alcanza un grado excesivo, y tal vez por eso las fiebres no son de carácter maligno. En todos los países malsanos es peligrosísimo dormir en la zona costera inmediata al mar. ¿Se debe al estado del cuerpo durante el sueño, o a la mayor abundancia de miasmas por la noche? Parece cierto que los que están a bordo en un barco, aunque se halle anclado a muy poca distancia de la costa, experimentan la acción deletérea del clima en grado menor que los que están en tierra. Por otra parte, he oído hablar de un caso notable, en que se declararon las fiebres malignas en la tripulación de un barco de guerra a cientos de millas de la costa de Africa, y al mismo tiempo que empezaba en Sierra Leona uno de los terribles períodos de mortandad [16] allí tan frecuentes.

Ningún estado de Sudamérica, desde la declaración de la Independencia, ha sufrido más que el Perú las consecuencias de la anarquía. En la época de nuestra visita había cuatro jefes en armas, contendiendo por la supremacía en el Gobierno; si alguno lograba prevalecer por algún tiempo, los demás se unían contra él; pero no bien le habían derrocado, empezaban a guerrear entre sí. El otro día, en el aniversario de la Independencia, hubo misa solemne, en la que comulgó el Presidente de la República, y mientras se cantaba el Te Deum, los regimientos desplegaron en vez de la bandera peruana una negra que llevaba en el centro una calavera blanca. ¡Imagínese un Gobierno capaz de autorizar una demostración de tal índole, en ocasión tan solemne, para significar su resolución de luchar hasta morir! Fué para mí una desgracia que coincidieran estos trastornos del orden público con nuestro arribo al Callao, porque tuve que abstenerme de mis excursiones mucho más allá de los límites de la ciudad.

La estéril isla de San Lorenzo, que forma el puerto, era casi el único sitio por donde se podía andar sin peligro. La parte superior, que se eleva a más de 1.000 pies, penetra en el límite inferior de las nubes, en esta época del año (invierno), y a consecuencia de ello la cima se cubre de una abundante vegetación criptogámica y de algunas flores. En las colinas junto a Lima, a una altura algo menor, el suelo aparece alfombrado de musgo y cuadros de bellos lirios amarillos, llamados amancaes [17]. Esto indica un grado de humedad muchísimo mayor que el correspondiente a la misma altura en Iquique. Al paso que se avanza hacia el norte de Lima se va haciendo el clima más húmedo, hasta llegar a las riberas del Guayaquil, casi bajo del Ecuador, donde hallamos las más exuberantes selvas. Sin embargo, se asegura que el tránsito o cambio de la estéril costa del Perú a la fértil y frondosa del Ecuador se efectúa más bien de manera brusca en la latitud del cabo Blanco, 2° al sur de Guayaquil.

El Callao es un puerto pequeño, sucio y mal construído. Los habitantes, tanto de aquí como de Lima, presentan todos los matices imaginables del cruce entre las razas europea, negra e india. Parece una clase de gente depravada y sumida en el vicio de la embriaguez.

La atmósfera está cargada de malos olores, y el peculiar que se percibe en casi todas las ciudades intertropicales era aquí muy fuerte. La fortaleza, que resistió un largo sitio de lord Cochrane, presenta un aspecto imponente. Pero durante nuestra permanencia en El Callao, el Presidente del Perú vendió los cañones de bronce y procedió a desmantelar parte de las construcciones de defensa. La razón alegada para ello fué que no disponía de un militar de confianza a quien entregar el mando del fuerte. Sobrados motivos tenía para pensar así, pues había llegado a la presidencia de la República rebelándose cuando tenía a su cargo esta misma fortaleza. Después de partir nosotros de Sudamérica expió sus fechorías en la forma usual, siendo vencido, hecho prisionero y fusilado. Lima se levanta sobre una llanura en un valle formado durante la retirada gradual del mar. Dista siete millas del Callao, y está 500 pies más elevada que él; mas por ser tan suave la pendiente, el camino parece perfectamente horizontal; de modo que estando en Lima se hace difícil creer haber efectuado un ascenso ni de un centenar de pies. Humboldt ha llamado la atención sobre este desnivel singularmente engañoso. Montañas escarpadas y estériles se levantan como islas sobre la llanura, que está dividida por paredes rectas de tierra en anchurosos campos verdes. En éstos apenas crecen árboles, fuera de algunos sauces y tal cual grupo de bananeros y naranjos. La ciudad de Lima se halla hoy en un estado deplorable de decadencia; sus calles carecen de pavimentación, y por doquiera se ven en ella montones de basura, donde los gallinazos, mansos como aves domésticas, recogen pedazos de carroña. Las casas tienen generalmente un segundo piso, construído de una combinación de barro y madera, llamada en el país quincha, que resiste los temblores de tierra mejor que el barro solo; pero las hay anticuadas, habitadas al presente por varias familias, y de inmensas dimensiones, las cuales podrían rivalizar en series de departamentos con las más soberbias de cualquier parte. Lima, la ciudad de los Reyes, debe de haber sido en otro tiempo una capital espléndida. El extraordinario número de templos, aun en el día de hoy, le comunica un carácter de singular magnificencia, en especial cuando se la contempla a corta distancia.

Un día salí con algunos comerciantes a cazar en la vecindad inmediata de la ciudad. Cobramos muy pocas piezas; pero tuve ocasión de ver las ruinas de una antigua aldea india, con su montículo, a modo de otero natural, en el centro. Los restos de casas, cercas, canales de riego y túmulos sepulcrales diseminados por esta llanura no pueden menos de dar idea de la condición y número de la población antigua. Cuando se considera con atención su cerámica, tejidos de lana, utensilios de formas elegantes tallados en piedras durísimas, instrumentos de cobre, ornamentos de joyas, palacios y obras hidráulicas, es imposible dejar de sentir respeto al considerable adelanto alcanzado por estos pueblos de otros días en las artes de la civilización. Los montecillos sepulcrales, llamados guacas, son en realidad asombrosos, aunque en algunas partes parecen ser colinas naturales ahuecadas y modeladas.

Hay además otra clase de ruinas muy diferentes, que encierran algún interés, y son las del antiguo Callao, destruído por el gran terremoto de 1746 y la ola que le acompañó. La destrucción debió de ser más completa aún que en Talcahuano. Grandes cantidades de casquijo ocultan casi los cimientos de los muros, y masas enormes de obras de ladrillería tienen el aspecto de haber sido volteadas y arremolinadas por el agua del mar al retirarse. Hase dicho que la tierra se sumergió durante este memorable choque; no he podido descubrir pruebas de ello, pero no parece improbable, porque la forma de la costa debe, sin duda, haber sufrido algún cambio con posterioridad a la fundación de la ciudad antigua, ya que no se concibe que personas de seso pudieran elegir voluntariamente para levantar sus construcciones la angosta lengua de casquijo en que al presente se hallan las ruinas de la ciudad. Después de nuestro viaje, Mr. Tschudi ha llegado a la conclusión, comparando mapas antiguos y modernos, de que tanto la costa septentrional como la meridional de Lima se han hundido en el mar.

En la isla de San Lorenzo hay pruebas muy convincentes de haberse elevado dentro del reciente período, lo cual, por supuesto, no se opone a la creencia de que posteriormente ha debido descender un poco el nivel del terreno. El lado de esta isla frente a la bahía del Callao se ha desgastado, formando tres pequeñas terrazas, y la inferior está cubierta por un lecho de una milla de largo, compuesto casi enteramente de conchas de ocho especies, las cuales viven a la fecha en el mar adyacente. La altura de ese lecho es de 85 pies. Muchas de esas conchas se hallan profundamente corroídas, y presentan señales de mayor antigüedad y descomposición que las existentes en la costa de Chile a la altura de 500 ó 600 pies. Estas conchas están asociadas con mucha sal común, algo de sulfato de calcio (substancias ambas procedentes quizá de la evaporación de la rociada del mar al elevarse poco a poco el terreno), junto con sulfato de sosa y cloruro de calcio. Descansan sobre fragmentos del asperón infrayacente, y están cubiertas por un detritus de algunas pulgadas de espesor. Según se ascendía en dicha terraza, podía verse que las conchas iban reduciéndose a pedacitos más pequeños, y por último a polvo impalpable. Y en otra terraza superior, a la altura de 170 pies, así como en puntos de mayor altura, hallé una capa de polvo salino de la mismísima apariencia y descansando en idéntica posición relativa. No me cabe duda de que esta capa superior fué originariamente un lecho de conchas, como el bancal, de 85 pies; pero ahora no contiene el menor rastro de estructura orgánica. El polvo ha sido analizado para mí por Mr. Reeks, y se compone de sulfatos y cloruros de calcio y sodio con una pequeñísima cantidad de carbonato de calcio. Se sabe que la sal común y el carbonato de cal, dejados en masa por algún tiempo juntos se descomponen parcial y recíprocamente. Como las conchas, medio descompuestas en las partes inferiores, se hallan asociadas a una gran cantidad de sal común y de algunas otras substancias que componen la capa superior salina, y como además están extraordinariamente corroídas y deshechas, me inclino mucho a creer que ha debido de tener lugar la doble descomposición antedicha. Sin embargo, las sales resultantes debieron ser el carbonato de sodio y el cloruro de calcio; este último existe, pero no el primero. Me veo, pues, obligado a imaginar que, por algún medio no conocido, el carbonato de sodio se ha transformado en el sulfato. Es evidente que la capa salina no hubiera podido conservarse en ningún pais donde cayeran de cuando en cuando abundantes lluvias, y, por otra parte, esta misma circunstancia, que a primera vista parece tan favorable a la prolongada conservación de las conchas expuestas a la acción atmosférica, ha sido quizá el medio indirecto de su descomposición y rápido deterioro, merced a la presencia de la sal común, no arrastrada y disuelta por el agua de la lluvia.

Mucho me interesó hallar sobre la terraza, que está a 85 pies de altura, algunos trozos de hilo de algodón, junco tejido y una mazorca de maíz, encastrado todo entre las conchas y el ripio transportados por el oleaje; comparé estos restos con otros semejantes tomados de las guacas o antiguas tumbas peruanas, y vi que eran idénticos en apariencia. En la parte del continente fronteriza a San Lorenzo, cerca de Bellavista, hay una extensa llanura horizontal a 100 pies de altura sobre el nivel del mar. Su parte inferior se compone de capas alternas de arena y arcilla impura, junta con alguna grava, y la superficie, hasta una profundidad de tres a seis pies, de una marga o arcilla plástica rojiza, que contiene algunas conchas y numerosos trocitos de cerámica roja y basta, más abundante en unos sitios que en otros. En un principio me incliné a creer que este lecho superficial, a causa de su gran extensión y uniformidad, debía de haberse depositado en el fondo del océano; pero después lo hallé en un sitio que descansa sobre un piso artificial de piedras rodadas. Parece, pues, muy probable que en un período en que el terreno estaba a más bajo nivel había una llanura muy semejante a la que ahora rodea El Callao, la cual, estando protegida por una playa de cascajo, se elevó muy poco sobre el nivel del mar. En esta llanura, con sus lechos infrayacentes de arcilla roja, supongo que los indios manufacturaban sus vasijas de barro. Probablemente el mar, durante algún violento terremoto, invadió la playa y convirtió el llano en un lago temporal, como sucedió alrededor del Callao en 1713 y 1746. El agua, en tal supuesto, habría depositado fango con fragmentos de cacharros de las alfarerías, más abundantes en unos sitios que en otros, y además conchas marinas. Este lecho, con cerámica fosilizada, está casi a la misma altura que las conchas de la terraza inferior de San Lorenzo, donde hallé encastrados el hilo de algodón y otras reliquias indias. De todo lo cual podemos concluir con toda seguridad que en el período indio-humano se ha efectuado una elevación como la anteriormente aludida, de más de 85 pies, contando con que ha de haberse disminuído algo, efecto del hundimiento de la costa, desde que se grabaron los antiguos mapas. En Valparaíso, aunque en los doscientos veinte años anteriores a nuestra visita la elevación no debe haber pasado de 19 pies, sin embargo, después de 1817 el terreno ha subido, ya gradualmente, ya de pronto, en el choque de 1822, de 10 a 11 pies. La antigüedad de la raza indio-humana aquí, juzgando por la elevación del terreno en unos 85 pies, desde que los mencionados restos quedaron sepultados, es tanto más notable cuanto que en la costa de Patagonia, cuando el terreno actual estaba casi al mismo número de pies más bajo, vivía la Macrauchenia; pero como la costa de Patagonia está algo distante de la Cordillera, la elevación debe de haber sido más lenta que aquí. En Bahía Blanca el terreno sólo ha subido unos cuantos pies desde la época en que allí fueron sepultados los numerosos cuadrúpedos gigantes descubiertos en la región, y, según la opinión admitida generalmente, cuando estos animales vivían el hombre no existía aún. Pero tal vez la elevación de esa parte de la costa patagónica no guarde ninguna conexión con la Cordillera, sino más bien con una línea de antiguas rocas volcánicas en Banda Oriental; de modo que puede haber sido infinitamente más lenta que en las costas del Perú. Todas estas especulaciones, sin embargo, son muy vagas, pues nadie se atreverá a sostener que no haya podido haber varios períodos de sumersión intercalados entre los movimientos de elevación, ya que seguramente a lo largo de la costa de Patagonia ha habido muchas y largas pausas en la acción de las fuerzas elevatorias.


  1. Al norte del paralelo 42° el bosque se aclara, y, tras aparecer una flora xerófila muy característica y semejante a la mediterránea, su gradual empobrecimiento acaba en verdaderos desiertos como el de Atacama.—Nota de la edic. española.
  2. Se refiere aquí el autor a la profanación y robo de templos, saqueo de poblaciones y violencias de todo género cometidas en las Américas españolas desde los tiempos de Drake por sucesores de éste.—N. del T.
  3. En la costa de Chile, y descansando sobre los estratos metamórficos del litoral, existen estos depósitos terciarios (hoy llamados neógenos) a que Darwin alude. Después de Darwin y de A. d'Orbigny, los geólogos Steinmann y Moricke (W.) han distinguido dos niveles: uno inferior (capas de Navidad), cuya fauna ofrece afinidades atlánticas y aun mediterráneas, y otro inferior (capas de Coquimbo), en las que su fauna es decididamente pacífica, con conchas emparentadas con las actualmente vivientes en el litoral pacifico de la América del Sur. Con posterioridad se reconocen en estas costas varias playas levantadas en diferentes niveles.—Nota de la edic. española.
  4. Vol. IV, pág. 11, y vol. II, pág. 217. En cuanto a las observaciones de Guayaquil, véase el Journal de Silliman, vol. XXIV, pág. 384. Por lo que se refiere a Tacna, lo dicho por Mr. Hamilton, Transactions of British Association, 1840. Respecto del Coseguina, a Mr. Calcleugh, en Phil. Trans., 1835. En la primera edición de esta obra recogí varias referencias acerca de las coincidencias entre los descensos bruscos del barómetro y los terremotos, y entre terremotos y meteoros.
  5. Denominación que llevaron antiguamente las provincias de Cumaná y Guayana.—N. del T.
  6. Observaciones sobre el clima de Lima, pág. 67; Viajes de Azara, vol. I, pág. 381; Viaje de Ulloa, vol. II, pág. 28; Viajes de Burchell, vol. II, pág. 524; Description of the Azores, de Webster, pág. 124; Voyage a l'Isle de France, par un Officier du Roi, tomo I, pág. 248; Description of St. Helena, pág. 123.
  7. Temple, en sus viajes por el Alto Perú o Bolivia, hablando del trayecto de Potosí a Oruro, dice: «Vi muchas aldeas o viviendas indias en ruinas hasta en las cumbres mismas de las montañas, signos evidentes de haber existido una antigua población en lugares donde ahora todo está desolado.» Análogas observaciones hace en otro lugar; pero no puedo decir si esta desolación ha sido causada por la falta de habitantes o por las condiciones del terreno, profundamente alteradas.
  8. Véase nota de la pág. 236 del tomo I.
  9. En castellano en el original.
  10. Edinburgh Philosophical Journal, enero 1830, pág. 74, y abril 1830, pág. 258. Véase además Daubeny, en Volcanes, página 438, y Bengal Journal, vol. VII, pág. 324.
  11. Hoy de Chile, en virtud del Tratado de Ancón.—Nota del traductor.
  12. Hoy es una ciudad de 45.000 habitantes, capital del departamento y provincia de Tarapacá, y puerto importante.—Nota del traductor.
  13. De Atacama a Chile se extienden, a lo largo de la zona desértica, los yacimientos de nitrato de sosa llamados de Taltal, de Aguas Blancas, de Antofagasta, de Tocopilla, de Huanillos y de Tarapacá. Al nitrato en cuestión se le llama también, por razón de su origen, nitrato de Chile. La costra salina se llama caliche y calichero al yacimiento.—Nota de la edic. española.
  14. Hay yodato sódico hasta en la proporción de 0,7 por 100.—Nota de la edic. española.
  15. Political Essay on tke Kingdom of New Spain, vol. IV, página 199.
  16. Un caso semejante se cita en el Madras Medical Quarterly Journal, 1839, pág. 340. El Dr. Ferguson, en su admirable artículo (véase el vol. IX de Edinhurgh Royal Transactions, demuestra claramente que el veneno se engendra en el proceso de desecación, y de aquí que los países cálidos secos sean a menudo los más insalubres.
  17. Los amancaes o amancays son la flor de la especie Habranthus chilensis, de la familia de las amarilidáceas.—Nota de la edic. española.