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Dies irae (Andréiev)

De Wikisource, la biblioteca libre.
Dies irae (1920)
de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
Dies irae

DIES IRÆ

(DÍA DE CÓLERA)


CANTO PRIMERO


I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!

¿Acasos puedes tú jurar que no sucederá eso nunca? También podría ocurrir que el terremoto desenterrase mi ataúd podrido, mi asquerosa carne, todos mis restos, sepultados para siempre y cubiertos por la lápida sepulcral. Ya sucedió eso una vez: la tierra del cementerio se abrió, y salieron de sus tumbas los muertos. Los muertos no esperados en el festín.

III

He aquí los nombres de los camaradas con quienes hice amistad durante aquellas cortas horas: el profesor Pascale y Dehuzepe, Pinchio, Alba. Fueron fusilados por unos soldados. Había además otro—joven, guapo, servicial—que me daba lástima. Yo le quería como a un hijo, y él me quería como a un padre; pero no sé su nombre; o no tuve tiempo de preguntárselo, o se me ha olvidado. También lo fusilaron. Me parece que había además uno o dos, amigos también, pero no estoy seguro. Hasta que fusilaron al joven no me escapé; me había escondido allí cerca, detrás de la tapia ruinosa, junto a un cactus caído. Lo vi y lo oí todo. Y cuando me iba, el cactus hundió sus espinas en mi carne: lo habían plantado junto a la tapia para que los ladrones se pinchasen en él. ¡Los ricos tienen muy buenos servidores!

IV

Fueron fusilados por unos soldados. Acuérdate bien de los que te he nombrado; en cuanto a los otros, cuyos nombres no te he dicho, hazte la cuenta de que no los fusilaron. Sólo te pido que no te persignes y que no mandes decir misas en su memoria, lo que sería peor todavía, pues no les gustaba eso a ellos. El mejor homenaje que puedes tributar a la memoria de los fusilados es guardar un grave silencio. No obstante, si tienes un decidido empeño en recurrir a alguna farsa para honrar su memoria, haz todo lo que se te antoje, menos mandar decir misas: no les gustaba eso a los pobres.

V

El primer terremoto que derribó la ciudad y la cárcel tenía una voz fuerte en extremo, de una gravedad singular, que murmuraba allá en lo hondo, en las entrañas de la tierra terrible y amenazadora. Todo en torno vacilaba y caía, y, sin saber aún de que se trataba, yo me daba ya cuenta de que todo se había acabado, de que acaso la misma tierra había acabado su existencia. Pero yo no estaba muy asustado: no tenía nada que temer, aun en el caso de que aquello fuera, en efecto, el fin del mundo.

Bramó largo espacio el trombolista subterráneo.

De repente se abrió la puerta.

VI

Llevaba en la prisión largo tiempo, perdida en absoluto toda esperanza. Había intentado evadirme muchas veces, pero no lo había logrado. Tú tampoco lo hubieras logrado: ¡la maldita prisión estaba demasiado bien construída!

Y me había acostumbrado al hierro de las rejas, a las piedras de los muros, que me parecían eternas, antojándoseme el que había edificado la prisión el hombre más fuerte del mundo. Ni si quiera me preocupaba de si era justo o no, tal idea tenía de su fortaleza, de su inmortalidad.

Ni aun en mis sueños nocturnos me representaba la libertad: no creía en ella, no la esperaba, no la concebía. Y no me atrevía a llamarla. Es peligroso llamar a la libertad: mientras uno se calla, la vida es soportable; pero si uno se determina a llamar a la libertad, aunque sea con voz muy queda, hay que lograrla o morir. El profesor Pascale decía lo mismo. Sí, yo había perdido ya toda esperanza de salir de la cárcel, cuando, de repente, la puerta se abrió. Se abrió suavemente y ella sola; al menos no fué mano humana la que la abrió.

VII

La calle estaba toda en ruinas y en un desorden horrible. Todos los materiales con que estaban construídas las casas habían vuelto a su lugar, yacían por tierra, como antes de ser empleados en la edificación. Las casas aun en pie se desacoplaban, se desmoronaban, vacilaban como borrachas, se sentaban en el suelo, sobre sus piernas rotas. Algunas, con aire sombrío, se tiraban de cabeza contra los adoquines. ¡Pam!

Las cajas habitadas por los hombres se habían abierto de pronto; las lindas cajitas forradas de papel. Se veían aún cuadros en las paredes, pero los hombres no estaban ya en ellas; lanzados a la calle, yacían sobre las piedras. La tierra seguía estremeciéndose, pues el trombolista subterráneo, aquel diablo que creía sordo a todo el mundo, no ponía fin a su tocata. ¡Trabajaba a conciencia el diablillo!

Yo estaba ya libre, pero no me daba cuenta de ello. Y no me atrevía a alejarme de la maldita cárcel. Permanecía allí, en pie, contemplando las ruinas. Mis camaradas, que también habían salido a la calle, tampoco se iban. Se estrechaban unos contra otros, asustados, como niños junto a su madre tendida en el suelo, borracha. ¡Vaya una madre!

De pronto, el profesor Pascale dijo:

—¡Mirad!

Un muro que creíamos eterno se había abierto de arriba abajo. El hierro de las rejas estaba retorcido y roto como un trapo podrido.

Hasta entonces, mis manos ni siquiera habían podido conmover aquel hierro, que yo creía el más fuerte de todos, que yo creía eterno y a la sazón me parecía una cosa inútil, despreciable.

En aquel momento, los demás y yo nos perca tamos de que estábamos libres.

VIII

¡Libres!

IX

Te costará más trabajo doblar una brizna de paja, que a él doblar tres rieles de hierro formando haz. Te costará más trabajo levantar y llevarte a los labios una taza de agua, que a él levantar un mar entero, sacudirlo, agitarlo, coronarlo de espuma y verterlo sobre la tierra. Muerde una montaña con más facilidad que tú un terrón de azúcar. Rompe tres cables metálicos tranzados en uno con más facilidad que tú un hilillo podrido. Te cubrirás de sudor y te pondrás como la grana si intentas deshacer un hormiguero con un palo, y él es capaz de destruir toda la ciudad de un solo golpe. Levanta en alto un buque, como si fuera una piedrecilla, y lo estrella contra la costa. ¿Has visto fuerza semejante?

X

Cuanto estaba abierto, él lo cerró. La puerta de tu casa se incrustó en las paredes, y las paredes, la puerta, el techo te estrujaron. Pero abrió las puertas de la cárcel, que tú habías cerrado tan cuidadosamente.

¡Tú, el rico, a quien detesto!

XI

Si yo recogiese por el mundo entero todas las buenas palabras que usan los hombres, todas sus tiernas y sonoras canciones, y las lanzase al aire alegre; si yo recogiese todas las sonrisas de los niños, las risas de las mujeres no ofendidas aún por nadie, las caricias de las ancianas madres de cabellos blancos, los apretones de manos de los amigos, y con todo ello hiciese una corona inmarcesible para una hermosa cabeza; si yo recorriese todo el haz de la tierra y recogiese cuantas flores hay en los bosques, en los campos, en las praderas, en los jardines de los ricos, en las profundidades de las aguas, en el fondo azul de los mares; si yo recogiese cuantas piedras preciosas brillan en las hendeduras de los montes, en la obscuridad de las minas profundas, en las coronas de los soberanos y en las orejas de las grandes damas, y con todas hiciese una montaña fulgurante; si yo recogiese todas las llamas que arden en el universo, todas las luces, todos los rayos, todos los brillos, todas las auroras, y con todo ello hiciese rutilar los mundos en un grandioso incendio, ni aun así podría glorificar tu nombre como se merece, ¡oh, libertad!

XII

¡Libertad!

XIII

Sobre mi cabeza se extendía el cielo, y el cielo es siempre libre, está siempre abierto a los vientos y a las nubes errantes. Mis pies pisaban el camino, y el camino es siempre libre: está hecho para que se marche por él, para que se avance en todas direcciones, dejando unas cosas atrás y adelantándose hacia otras. Por eso, el camino es el amor de todo hombre libre. ¿Quién no le abraza al verle, y no derrama lágrimas al dejarlo? Cuando eché a andar por el camino creí que se había realizado un milagro. El profesor Pascale había echado a andar también; y también el otro, el muchacho, posaba en el camino sus jóvenes plantas, presuroso, agitado. A los pocos pasos, corría.

—¿Adonde corres?

Pero el profesor Pascale me dijo con severidad:

—No le hagas preguntas; haciéndole preguntan le obligarás a detenerse, como si le tirases piedras. Es joven, Jerónimo, y nosotros ya somos viejos.

Y empezó a llorar.

De pronto, el trombolista sordo reanudó su música endiablada.

CANTO SEGUNDO

I

Erramos largo tiempo a través de la ciudad, y vimos muchas cosas extraordinarias, espantosas, terribles.

II

Tampoco el fuego se puede encerrar. Yo, Jerónimo Pascaña, te lo aseguro. Si quieres estar tranquilo, apágalo muy bien, pero no lo encierres. Encerrado en la piedra, en el hierro, en el vidrio, se escapará cuando en tu casa suceda una desgracia. Tu casa se habrá desmoronado, y tu vida se habrá extinguido, y el fuego arderá solo, sin haber perdido nada de su ardor, nada de la fuerza de sus llamas. Se arrastrará un instante por tierra, se fingirá muerto; pero al punto erguirá la cabeza sobre su cuello fino, mirará a derecha e izquierda, adelante y atrás, dará un salto: después se esconderá de nuevo, mirará de nuevo alrededor, se enderezará, volverá la cabeza, engrosará de pronto. Y de pronto se verá que, en vez de una sola cabeza sobre el cuello fino, tiene millares; se verá que no avanza ya cauteloso sino que corre.

Silencioso hasta entonces, empezará a cantar, a silbar, a gritar, a dar órdenes a las piedras y a! hierro, a quitar de en medio lo que encuentre a su paso. Y de pronto, se convertirá en un torbellino.

III

Vimos más muertos que vivos. Los muertos estaban tranquilos. No sabían lo que les habla sucedido, y conservaban la calma. ¿Pero qué ocurría con los vivos? Verás qué gracia tiene lo que nos dijo un loco, para el cual también se abrió la puerta en aquel gran día de terrible igualdad.

¿Crees que estaba asustado el loco? En modo alguno. Nos miraba con benevolencia, muy satisfecho y orgulloso, como si todo hubiera sido obra suya. No me gustan los locos, y quise seguir mi camino; pero el profesor Pascale me de tuvo, y le preguntó respetuosamente al orgulloso orate:

—¿Por qué está usted tan satisfecho, señor?

Pascale no era, ni mucho menos, un enano; pero el loco le buscó largo rato con la mirada, como si fuera un granito de arena perdido en un gran montón. Al fin le encontró, y, despegando apenas los labios—tal era su orgullo—, repitió la pregunta:

—¿Por qué estoy tan satisfecho?

Hizo un gesto majestuoso, en el que envolvió cuanto veía en torno suyo, y añadió:

—¡He aquí el verdadero orden! Hace mucho tiempo que lo esperábamos.

¡Llamaba orden a aquello! No pude contener la risa. Pero en aquel momento se acercó a nos otros un obeso fraile, todavía más loco, y la escena que tuvo lugar fué divertidísima.

IV

Nos hicieron pasar un buen rato, en medio de las ruinas, con su cómico diálogo el loco y el fraile. Sentados en las piedras, reíamos, los animábamos y les gritábamos: ¡Bravo!

—¡Esto es una burla! ¡Me han engañado!—protestaba el fraile.

Estaba gordísimo; me apuesto cualquier cosa a que no has visto nunca una gordura semejante. Daba asco ver temblar la grasa de su barriga y de sus carrillos cuando se estremecía de miedo y de cólera.

—¡He aquí el verdadero orden!—se congratulaba el orate, despegando apenas los labios.

—¡Me han engañado!—aullaba el fraile.

Y de pronto empezó a blasfemar de una manera horrible. ¡Un fraile, figúrate!

V


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

VI

...Nos aseguraba que Dios le había engañado, y lloraba. Juraba, como un jugador desesperado, que le habían sido mal pagadas sus oraciones y su fe. Pateaba furiosamente y blasfemaba como un arriero a quien se le hubieran escapado, mientras se holgaba en la taberna, las caballerías.

El profesor Pascale montó en cólera de repente. Me pidió el cuchillo y le dijo al fraile, que, harto de jurar, se había sentado para descansar un poco:

—¡Escucha! Voy a abrirte la barriga, y si encuentro en ella un pedazo de pollo o una gota de vino...

—¿Y si no encuentras nada?—preguntó severamente el fraile.

—Entonces te canonizaremos. Jerónimo, cógelo por las piernas.

El fraile tuvo miedo, y se fué balbuciendo:

—Creía que erais cristianos. ¡Qué blasfemia!

El loco los seguía con su benévola mirada, y repetía:

—¡He aquí el verdadero orden! ¡Lo hemos esperado tanto tiempo!

VII

Durante mucho tiempo seguimos vagando por la ciudad, y vimos muchas cosas extraordinarias. Pero el día fué corto: la noche descendió muy pronto sobre la tierra, más pronto que nunca. Los soldados, cuando fusilaron al profesor Pascale, se alumbraban con antorchas.

VIII

Cuando se hubo colocado el profesor junto a la tapia—o, mejor dicho, junto a las ruinas de la tapia—, y los soldados se disponían ya a atravesarlo con las balas, el oficial le preguntó:

—Vas a morir en seguida: ¿quieres decirme por qué no tienes miedo? ¡Es tan horroroso lo que ha sucedido! Estamos todos pálidos de terror; todos, excepto tú. ¿Por qué?

Pascale guardaba silencio: esperaba que el oficial le hiciese más preguntas para responder a todas a la vez.

—¿Cómo tienes valor para apoderarte de las cosas ajenas, cuando la gente está tan aterrorizada que se ha olvidado hasta de sí misma y de sus hijos? ¿Acaso no te inspiran lástima las mujeres y los niños que han perecido? Hemos visto gatos enloquecidos por el terror, y tú, hombre, ni siquiera te has conmovido. Te van a fusilar al punto.

El oficial había hablado bien. ¡Pero nuestro Pascale sabía también explicarse!

Ahora está muerto, pero el día en que todos los muertos resuciten, puede que le oigas, y, al escucharle, llorarás, si para entonces no se te han secado ya las lágrimas.

He aquí lo que Pascale respondió:

—Me apodero de las cosas ajenas, porque no tengo nada mío. He robado la ropa de un muerto para vestir mi cuerpo vivo; pero usted lo ha visto y ha vuelto a dejarme desnudo. Ahora me encuentro en cueros ante los cañones de vuestros fusiles. ¡Tirad, pues, soldados!

Pero el oficial les hizo señas de que no tirasen, y rogó a Pascale que prosiguiese.

IX

—Aquí me tenéis en cueros ante los cañones de vuestros fusiles, sin miedo de nada, ni de vuestros fusiles siquiera. En cambio, vosotros estáis pálidos de terror, tenéis miedo de todo, incluso de vuestros fusiles, incluso de mi cuerpo desnudo. Cuando el terremoto ha estallado, ha destruído vuestra ciudad y vuestra dicha, ha matado a vuestras mujeres y a vuestros hijos, y a mí, ya veis, me ha abierto la puerta de la cárcel, ¿cómo había de tener yo miedo? En toda la tierra no hay nada que me pertenezca. ¡Estoy en cueros!

X

—Y aunque toda la tierra se hubiera desplomado; aunque las fieras de los bosques hubieran aullado de terror; aunque los pájaros hubieran caído al suelo de miedo; aunque los peces hubieran adquirido voz para gritar de espanto, yo no me hubiera asustado. Para todos el terremoto habría súbitamente aniquilado la tierra, mas para mí no hubiera hecho sino abrir la puerta de mi cárcel. No tengo nada que temer. ¡Estoy en cueros!

XI

—Aunque todo el universo se hubiera hundido, con el cielo y el infierno; aunque el espanto se hubiera apoderado de todos los seres vivientes, y» no hubiera tenido miedo. Para todos, el universo se hubiera acabado; para mí, la puerta de mi prisión se hubiera abierto. ¿Qué puede, pues, intimidarme? ¡Estoy en cueros!

XII

—Y en este momento, cuando con una sola descarga de vuestros fusiles vais a anular para mí la tierra y el universo, en este momento tampoco tengo miedo. Para vosotros va a caer sin vida un cuerpo humano; para mí se va a abrir la puerta de mi cárcel. ¡Tirad, pues, soldados! ¡Estoy en cueros!

XIII

Las antorchas llameaban. Era el día más corto que yo había visto en mi vida. La noche había descendido demasiado pronto.

—¡Ahora te toca a ti!—me dijo el oficial cuando el profesor Pascale cayó muerto.

Verdaderamente, no me habían sorprendido in fraganti, y no había ningún motivo para fusilarme. ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Me coloqué junto a la tapia, pero aquella noche me daba pena. ¿Comprendes? Allí, las antorchas, el incendio, le quitaban encantos; pero a lo lejos, más allá del incendio y de las antorchas, más allá de las ruinas y de los cadáveres, yo la veía joven, fuerte, negra, como la había conocido en los días de mi mocedad.

Yo amo la noche. En sus tinieblas no veo y puedo pensar cuanto quiero. El día sólo alcanza a mi ropa, no va más adentro; al chocar con la obscuridad que rodea mi cuerpo, se queda ciego. La noche entra hasta el corazón; por eso el amor se abre de noche, como algunas flores. Todo hombre que haya amado te confirmará mis palabras.

¡Ah, qué deseos tuve de pasar una hora, nada más que una hora, bajo aquella verdadera, buena, dulce noche! ¡Nada más que una hora! ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Y esperé junto a la tapia.

A la luz del sol es también dulce amar. Por que, mira, el amor, como la noche, alcanza al corazón, y bajo el dominio del amor no se ve tampoco, como bajo el velo de la noche.

Y si clavas la mirada en los ojos, en los ojos negros, llenos de misterio y belleza...

De pronto, el oficial se enojó, no sé con qué motivo, con sus soldados, y me gritó:

—¡Vete!

XIV

Un nuevo día transcurrió. Aquel día los soldados fusilaron al otro, al muchacho que me llamaba su padre.

XV

Cuando se hizo de noche, dejé la ciudad de los muertos.

XVI

Dies iræ, día de cólera, de venganza, de expiación terrible, día de horror y de muerte.

XVII

...La procesión que vi pasar desde mi escondite era un espectáculo extraordinario y terrorífico. Los que iban en ella llevaban las esculturas de sus santos; pero no sabían si levantarlas más aún o tirarlas al suelo, romperlas y pisotear los pedazos. Mientras unos todavía rezaban, otros proferían ya maldiciones. No obstante, unos y otros seguían marchando juntos, como hijos que eran todos de ese padre y de esa madre que se llaman el Horror y la Muerte. Caminaban transponiendo a saltos las resquebrajaduras del suelo, y a veces se caían. Las imágenes tambaleábanse como los borrachos.

Dies iræ... Unos cantaban, otros lloraban, no faltaban quienes reían. Los había que lanzaban alaridos y parecían locos. Corrían agitando los brazos. Entre ellos se veían algunos frailes. ¿De qué huían? Tras ellos el camino estaba desierto. No había sino ruinas que se calentaban al sol. El fuego, cansado, se iba escondiendo bajo tierra.

XVIII

¿Que quién perseguía a los frailes? El camino tras ellos estaba desierto.

XIX

Basta tocar el árbol para que caiga al punto una naranja en sazón y la siga otra y luego otra. Una buena naranja es como un pequeño sol. Y cuando hay muchas naranjas, le dan a uno ganas de sonreír, como si un hermoso sol luciese. Las hojas son obscuras como la noche tras el sol, o más bien de un verde profundo. Pero no; son sencillamente verdes. No hay que decir mentiras, Jerónimo.

¡Qué previsor el diablo sordo, el trombolista subterráneo que creía sordo a todo el mundo! Destruyó la ciudad; pero dejó intacta, en la rama, la naranja, para que Jerónimo se la comiese. Basta tocar el árbol para que caiga al punto la naranja en sazón y la siga otra y luego otra. Se la llevarán, en un barco, a remotos países, y en los países remotos, donde reinan el frío y las nieblas, la gente la mirará, pensando que se parece al sol.

XX

Le llamábamos "el profesor Pascale", il professore, porque era muy inteligente, sabía hacer versos y hablaba con nobles palabras de todas las cosas. Ya no existe.

XXI

¿Por qué comencé a tener miedo? Aceleraba el paso. Allá abajo, nada temía.

XXII

No sé por qué a mis piernas les gusta tanto andar. Aman todos sus pasos, y les van diciendo tristemente adiós, como si les doliese separarse de ellos y quisieran volver atrás para recogerlos. Son tan insaciables, que el más largo camino les parece corto, y angosto el más ancho. Sienten no poder andar al mismo tiempo hacia delante y hacia atrás hacia la derecha y hacia la izquierda. Si se les concediese plena libertad, cubrirían toda la tierra con sus huellas, sin olvidar un solo palmo de su superficie, y aun buscarían otros sitios por donde andar.

No había llegado todavía a percatarme de una cosa: de que mis ojos no sólo miraban, sino que respiraban.

A lo lejos se veía el mar.

XXIII

¿Qué más puedo contarte? Los gendarmes me detuvieron.

XXIV

¡De nuevo has cerrado la puerta de mi cárcel, oh, hombre! ¿Cómo has tenido tiempo de reedificarla? Tu casa está aún en ruinas, los restos de tus hijos aún no han acabado de pudrirse en la tumba, y tú ya empuñas el martillo, colocas las piedras unas sobre otras, enrejas las ventanas. ¡Cuán presto reedificas las cárceles, oh, hombre!

Tus templos aun están en ruina, pero tú prisión está ya construída de nuevo. Tus manos tiemblan aún de miedo, pero se apresuran ya a coger las llaves y cerrar las puertas. Eres un filarmónico: adoras el ruido del oro y el ruido sordo de las cadenas.

Tu cara pálida aún conserva la expresión de horror con que se contrajo ante la muerte; pero olfateas ya algo en el aire y la vuelves a todos lados, venteando. ¡Cuán presto alzas de nuevo las prisiones, oh, hombre!

XXV

El hierro de la reja ni siquiera suena, tan sólido es. Está frío como un corazón impasible. La piedra de los muros no suena tampoco, tan implacable es, tan eterna, tan poderosa. Está fría también, como un pensamiento impasible. A horas fijas, el carcelero me echa de comer como a una fiera. Y yo, con cara de hombre, le enseño los dientes. Estoy famélico y desnudo. Las horas transcurren monótonas.

¿Estás contento, amo?

XXVI

¡Pero no creo en tu cárcel, oh, hombre; oh, amo! ¡No creo en tu hierro, ni en tu piedra, ni en tu fuerza, oh, hombre; oh, amo! Lo que yo he visto derribado no volverá a alzarse jamás.

No de otra suerte hubiera hablado el profesor Pascale.

XXVII

Arregla tu reloj para que ande bien hasta que se pare. Guarda tus llaves; lo has cerrado todo con llave, incluso el paraíso. Te serán muy útiles las llaves mientras la puerta exista. Da, sigilosamente, unas vueltas alrededor de la prisión. Y cuando reine el silencio pensarás: todo está tranquilo, no hay nada que temer. Y te irás a la cama. Pensarás: el silencio es tan profundo, que si se le ocurre roer el hierro de la reja, lo oiré. Y te acostarás descuidado. Y cuando estés durmiendo, feliz, sin soltar el manojo de llaves, empezará de nuevo, súbitamente, su tocata el troimbolista subterráneo, te despertará con un ruido infernal, te hará saltar del lecho para que lo puedas ver todo al morir. Tus ojos se abrirán, se abrirán; el terror los dilatará. Y tu corazón cesará de latir para que al morir lo puedas oír todo.

Y tu reloj se parará.

XXVIII

¡Libertad!