Discurso de D. Mariano Maspóns y Labrós (1885)

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​Discursos pronunciats en lo dinar donat en lo restaurant Martin á la Comissió Catalana​ (1885) de Mariano Maspons y Labrós
Discurso de D. Mariano Maspóns y Labrós

Discurso de D. Mariano Maspóns y Labrós.

Señores: Hablo en nombre de la Comisión que, no por modestia sinó porque es verdad, dije ya en otra ocasión haber presidido inmerecidamente; y aunque al dirigiros en su nombre la palabra vais á creer, y con motivo, que mi primer deber es el de dar á todos los aquí reunidos las más expresivas gracias por el inmerecido obsequio que estáis dispensando á la Comisión, debo antes cumplir otro; el de dar las gracias á S. M. el Rey por la benévola y simpática acogida que nos dispensó cuando á él nos presentamos en nombre de Cataluña, aunque en interés de todas las provincias ó regiones de España. Fué tan simpática y benévola la acogida que el Rey nos dispensó, que vosotros seríais los primeros en creer que he faltado, si antes de todo y con intención de agradecerla de la manera más entusiasta y expresiva, no os hablara de ella.

No puedo recordar aquella recepción sin sentirme conmovido. Impresionome la majestad Real, pero, más que ella, me impresionó el verme delante de un sucesor de Felipe V que, acompañado de una princesa austriaca, su esposa, recibía una Comisión catalana. ¡Cuántos recuerdos se agolparon entonces á mi memoria! ¡Cuántas esperanzas concebí en aquel instante! En el Rey no ví más que el Rey de todos los españoles, justo con todos ellos y amante por igual de todos ellos; en la Reina quise ver algo más, vi en ella nuestra protectora enviada en aquel momento por la Providencia, recordando que era una princesa de aquella ilustre casa de Austria tan querida de nuestros padres, de aquella casa por lo cual tanto y tan esforzadamente combatieron nuestros mayores y tanto y tanto ha sufrido Cataluña.

Pareciome que me hallaba delante de un juez que con severa imparcialidad debía examinar nuestra causa, pero me parecía estar en su presencia teniendo á mi lado un abogado que protejía nuestro derecho.

Y no me equivoqué, señores, al ver en aquel hecho la mano de la Providencia. Las palabras del Rey, que no he de repetir ahora, fueron tan justas y bondadosas, que merecen ser esculpidas y lo serán seguramente no sólo en Cataluña, sinó en todas las provincias ó regiones españolas que fíen su existencia y su prosperidad al trabajo y la justicia.

Debo decirlo con pena: después de la benévola acogida que en el palacio Real recibimos, no hemos encontrado en Madrid, salvo alguna que otra rarísima escepción, más que enemigos y frialdad por todos lados.

Hubo empeño en hacer el vacío á nuestro alrededor, se nos quiso recibir mal, y en prueba de ello y por más que á primera vista parezca una nimiedad, que no lo es por quien piensa seriamente, voy á deciros algo de lo que pasó. Como todos sabéis, formaban parte de la Comisión el Rdo. D. Jacinto Verdaguer, que es sin duda una de los primeros poetas de Europa, algunos otros poetas también de primer orden y otros literatos á quienes sus méritos abrieron las puertas de varias Academias. ¿Cuál fué la acogida que se les dispensó? Se redujo todo á dos ó tres visitas, tal vez ni tantas, de otros tantos literatos de Madrid. Pues bien: muchos son los literatos del centro de la nación que he visto llegar á Barcelona, y por cierto no todos ellos de mérito tan generalmente reconocido como los que formaban parte de la Comisión catalana: desde Núñez de Arce y Zorrilla á Echegaray he visto venir á esta ciudad un sin número de escritores de Madrid; todos han sido aqui recibidos con cariño y entusiasmo por los poetas y literatos catalanes; á todos se les han prodigado obsequios que demostraban que aquí sabía apreciarse su talento; á todos se les ha demostrado que los catalanes amaban y consideraban como hermanos á los literatos de Castilla. Hechos son estos que nadie puede desmentir. Pues bien; la conducta de los literatos catalanes para con los de Madrid no fué correspondida.

Y es esto tanto más triste, cuando todo el mundo recuerda el caluroso y entusiasta recibimiento que los literatos parisienses dispensaron á Mistral cuando, un año atrás, el gran poeta de Provenza visitó la capital de Francia. ¡Ah, señores, qué diferencia tan vergonzosa para Madrid y sus literatos!

De cómo nos recibieron los partidos políticos, ni hablaros debiera. Fuímos allá á combatirlos; no es, pues, extraño que como á enemigos nos recibiesen. Queriendo, como quieren ellos, acumular en Madrid toda la vida nacional, y pretendiendo, como pretenden, que sea Madrid el centro único de la actividad de España, se comprende que se nos mostraran tan hostiles. Dadas sus tendencias y organización, ésto se explica. Pero lo que no se comprende es que en cabezas serias haya podido caber la idea de que llegará el día en que la vida de todas las provincias españolas desaparezca y quede todo el movimiento de España reducido á Madrid.

Y por cierto que la inconsecuencia que hay entre los principios y conducta de estos partidos no puede ser más completa.

No comprendo en España un partido liberal que pretenda arrancar la libertad de las teorías y predicaciones de la revolución francesa, que hasta ahora, como sabe todo el mundo, no han dado la verdadera libertad á pueblo alguno, en vez de ir á buscarla en las leyes y costumbres de nuestros antiguos reinos. Mis amigos los señores Coroleu y Pella, aquí presentes, llevan publicados sobre este asunto, por lo que á Cataluña se refiere, varios trabajos que demuestran hasta la evidencia cuán positiva y cuán sólida fué la libertad de que un día disfrutaron las antiguas regiones españolas, Cataluña por lo menos.

Y menos aún me explico que haya en España un partido conservador que en vez de inspirarse en los principios que dieron nacimiento y vida á la organización de los antiguos reinos de España, vaya á buscar sus principios en las teorías de los reaccionarios y transaccionistas franceses, y que, renunciando por completo al estudio de nuestras antiguas leyes y costumbres, se empeñe en no beber en otras fuentes que en las del conde de Maistre, Benjamin Constant y Royer-Collard, ó en las de Laferrier, Maccarell, etcétera. Los partidos conservadores españoles vienen prefiriendo las teorías de estos hombres, por otra parte ilustres, al estudio de la tradición y al examen de los elementos que verdaderamente constituyen la vida de nuestras provincias.

Y porque nosotros fuímos á Madrid á proclamar estos principios, se nos ha tachado de separatistas, de cantonalistas y de enemigos de la unidad de la patria. No es este lugar á propósito para traer á discusión científica nuestras teorias y las teorias de aquellos que nos combaten; baste decir que todos los que hemos intervenido en la redaccïón y entrega á S. M. de la Memoria, estamos dispuestos á discutirla y sostenerla.

¡La unidad de la patria! Los partidarios de esta unidad somos nosotros; sus enemigos son los centralistas madrileños. Si alguien lo duda, ahí va la prueba.

En público, en un certamen literario celebrado en mi amada villa de Granollers, y en conversaciones íntimas después, he dicho varias veces lo que voy á repetir ahora. Perdonádmelo aquellos de vosotros á quienes hubiese expuesto ya mis ideas acerca del particular.

Donde quedó verdaderamente deshecha y rota la unidad de la patria española, fué en la desgraciada batalla del Guadalete. Empezó la reconquista; la patria quedó fraccionada, pero instintivamente todos los Estados lucharon para formar una sola nación que comprendiese desde los Pirineos al estrecho de Gibraltar y desde el Atlántico al Mediterráneo. Esta y no otra debió ser la aspiración nacional: la verdadera unidad de la patria. Gracias á excesos centralistas que no quiero ahora recordar, no existe hoy esta unidad, [...]