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Doble error/I

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DOBLE ERROR


I

Julia de Chaverny llevaba unos seis años de casada y desde hacía próximamente cinco o seis meses había reconocido, no sólo la imposibilidad de amar a su marido, sino también la dificultad de tenerle en alguna estimación.

Y no es que este marido fuese mala persona ni tonto ni bobo. Acaso, sin embargo, había en él algo de todo esto. Consultando su memoria, hubiera ella podido recordar que en otro tiempo le había parecido amable; pero ahora le aburría. Todo en él le resultaba antipático. Su manera de comer, de tomar el café, de hablar, le crispaba los nervios. No se veían, ni se hablaban, más que en la mesa; pero comían juntos varias veces por semana, y era lo bastante para alimentar la aversión de Julia.

En cuanto a Chaverny, era un hombre bastante buen mozo, quizá demasiado grueso para su edad, de tez fresca, sanguínea, refractario por temperamento a esas vagas inquietudes que atormentan a las gentes imaginativas. Creía piadosamente, que su mujer sentía por él una dulce amistad (era demasiado filósofo para creerse amado como el primer día de matrimonio), y esta persuasión, no le causaba ni placer ni pena; se hubiera acomodado igualmente a lo contrario. Había servido en un regimiento de Caballería; pero al heredar una fortuna considerable, se había cansado de la vida de guarnición y, presentada cu dimisión, se había casado. Explicar el matrimonio de dos personas que no tenían una idea común, puede parecer bastante difícil. Por una parte, los parientes y estos amigos oficiosos que, como Frosina, casarían la república de Venecia con el Gran Turco, se habían movido mucho para arreglar los asuntos de interés. Por otro lado, Chaverny per tenecía a una buena familia; no estaba entonce; demasiado gordo; era alegre, y resultaba en toda la acepción de la palabra un "buen muchacho".

Julia, le veía venir con gusto a su casa, porque le hacía reir contándole historietas de su regimiento, de una comicidad que no era siempre de buen gusto. Le encontraba simpático, porque bailaba con ella en todos los bailes y no le faltaban nunca buenas razones para persuadir a su madre a que se quedase hasta una ho:a avanzada, a ir al teatro y al Bois de Bculogne. Por último, Julia, le tenía por un héroe porque se había batido honrosamente en duelo dos o tres veces. Pero lo que redondeó el triunfo de Chaverny, fué la descripción de cierto coche que haría construír según un plan suyo y en el cual conduciría él mismo, a Julia cuando hubiese consentido en otorgarle su mano.

Al cabo de algunos meses de matrimonio, todas las bellas cualidades de Chaverny habían perdido mucho de su mérito. No bailaba ya con su mujer; no hay que decirlo. Sus historietas alegres, las había referido todas tres o cuatro veces. Ahora decía que los bailes se prolongahan demasic.do. Bostezaba en el teatro y consideraba una molestia insoportable el uso de ponerse de etiqueta por la noche. Su defecto capital era la pereza; si hubiesé procurado agradar, acaso lo hubiera pcdido conseguir; pero todo esfuerzo le parecía insoportable; condición común a casi todas las gentes gordas. La sociedad le aburría, porque en ella sólo le reciben a uno bien en la medida de los esfuerzos que se hacen por agradar. La alegría burda le parecía muy preferible a distracciones más delicadas; pues para distinguirse entre las personas de su gusto, sólo necesitaba gritar más fuerte que los otros, cosa no difícil para él, con pulmones tan vigorosos como los suyos. Además, se vanagloriaba de beber más vino de Champaña que un hombre ordinario, y hacía perfectamente saltar a su caballo una valla de cuatro pies. Gozaba, por consiguiente, de una estimación legítimamente adquirida, entre esos seres difíciles de definir a quienes se llama los jóvenes, que abundan en nuestros bulevares hacia las cinco de la tarde. Partidas de caza, jiras campestres, carreras, comidas o cenas de solteros, eran buscadas por él con ahinco. Veinte veces al día declaraba que era el más feliz de los hombres; y siempre, al escucharle, levantaba Julia los ojos al cielo y su boquita tomaba una indecible expresión de desdén. Bella, joven y casada con un hombre que le disgustaba, concíbese que debía verse rodeada de homenajes muy interesados. Pero, además de la protección de su madre, mujer muy prudente, su orgullo, que era su defecto, la había defendido hasta entonces contra las seducciones del mundo.

Por lo demás, el desengaño que había seguido a su matrimonio, dándole una especie de experiencia, había hecho difícil que se entusiasmase. Sentíase orgullosa de verse compadecida en sociedad, y citada como un modelo de resignación. Después de todo, se encontraba casi feliz; a nadie amaba, y su marido la dejaba en completa libertad. Su coquetería (es preciso confesarlo, le gustaba un poco probar que su marido no conocía el bien que poseía), su coquetería, completamente instintiva, como la de un niño, se conciliaba muy bien con cierta reserva desdeñosa que no era gazmoñería. En fin, sabía ser amable con todo el mundo; pero con todo el mundo igualmente. La maledicencia no podía reprocharle la menor cosa.