Doble error/II

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II

Los dos esposos habían comido en casa de la señora de Lussan, madre de Julia, que partía para Niza. Chaverny, que se aburría mortalmente en casa de su suegra, se había visto obligado a pasar allí la velada, a pesar de sus ganas de ir a reunirse con sus amigos en el bulevar. Después de comer se había arrellenado en un cómodo sofá, y había pasado dos horas sin decir una palabra.

La razón era sencilla: dormía, con decoro desde luego, sentado, la cabeza inclinada a un lado como escuchando con interés la conversación, y hasta se despertaba de cuando en cuando y colocaba unas palabras.

Después fué preciso sentarse en una mesa de whist, juego que detestaba porque exigía cierto cuidado. Todo esto se había prolongado hasta hastante tarde. Acababan de dar las once y media. Chaverny no tenía ningún compromiso para la noche: no sabía qué hacer. Mientras se hallaba en esta perplejidad, anunciaron su coche. Si volvía a su casa, tenía que llevar a su mujer. La perspectiva de encontrarse a solas con ella durarte veinte minutos, era cosa que le espantaba; pero no tenía cigarros en el bolsillo, y sentía apremiantes deseos de empezar una caja recibida del Havre en el momento mismo en que salía para comer. Se resignó.

Cuando envolvía a su mujer en el chal, no pudo menos de sonreir viéndose, en un espejo, cumplir así los deberes de un marido de ocho días.

Consideró también a su mujer, a la cual apenas había mirado. Esta noche le pareció más bonita que de costumbre, y por ello tardó algún tiempo en ajustar el chal sobre sus hombros. A Julia le contrariaba, como a él, la perspectiva de quedarse a solas con su marido. Su boca hacía una pequeña mueca de disgusto, y sus cejas arqueadas se aproximaban involuntariamente. Todo esto daba a su fisonomía una expresión tan agradable, que ni un marido podía ser a ella insensible. Sus ojos se encontraron en el espejo durante la operación de que acabo de hablar. Ambos se sintieron turbados. Para salir del apuro, Chaverny, besó sonriendo la mano de su mujer, al levantarla ella para arreglarse el chal.

—¡Cómo se quieren!—dijo por lo bajo la señora de Lussan, que no advirtió el frío desdén de la mujer, ni el aire despreocupado del marido.

Sentados ambos en el coche y tocándose casi, permanecieron primero algún tiempo sin hablar.

Chaverny sentía que era conveniente decir algo, pero nada se le ocurría. Julia, por su parte, guardaba un silencio desesperante. El, bostezó dos o tres veces, y sintiéndose avergonzado, se creyó, la última vez, en la obligación de pedir perdón a su mujer.

—La reunión ha sido larga—agregó para excusarse.

Julia no vió en esta frase, más que la intención de criticar las reuniones de su madre y de decirle alguna cosa desagradable. Desde hacía mucho tiempo había tomado la costumbre de evitar toda explicación con su marido; continuó, pues, guardando silencio.

Chaverny, que a su pesar se sentía esta noche con ganas de hablar, prosiguió al cabo de dos minutos:

—He comido hoy muy bien; pero tengo que decirte que el champagne de tu madre es demasiado dulce.

—¿Cómo?—preguntó Julia volviendo hacia él la cabeza con mucho abandono y fingiendo no haber oído.

—Decía que el champagne de tu madre es demasiado dulce. Se me ha pasado decírselo. Es asombroso, pero se cree que es fácil elegir el champagne. Y no hay nada más difícil. Hay veinte clases de champagne que son malas, y no hay más que una buena.

—¡Ah!

Y Julia, después de haber concedido esta interjección a la cortesía, volvió la cabeza y miró por la ventanilla de su lado. Chaverny se echó hacia atrás y puso los pies en el asiento delantero del coche, algo mortificado de que su mujer se mostrase tan insensible a todos sus esfuerzos por entablar conversación.

Con todo, después de haber bostezado otras dos o tres veces, continuó acercándose a Julia.

—Ese traje te sienta maravillosamente, Julia.

Dónde lo has comprado?

—Quiere, sin duda, comprar otro igual a su querida—pensó Julia—. En casa de Burty—respondió sonriendo ligeramente.

—¿Por qué te ríes?—respondió Chaverny, quitando sus pies del asiento y acercándose más.

Al mismo tiempo cogió una manga del traje y se puso a tocarla un poco a la manera de Tartufo.

—Me río—dijo Julia—de que te fijas en mi traje. Ten cuidado; me estás arrugando la manga.

Y retiró su manga de la mano de Chaverny.

—Te aseguro que me fijo mucho en tus trajes y que admiro mucho tu gusto. No, palabra de honor; el otro día hablaba a... una mujer que se viste siempre mal, aunque gasta disparatadamente. Va a arruinarse... Le decía... Hablaba de ti...

Julia se divertía con su confusión y no procuraba atajarla interrumpiéndole.

—Estos caballos son muy malos. No andan.

Tendré que cambiarlos—dijo Chaverny completamente desconcertado.

Durante el resto del camino, la conversación no se hizo más animada; por una y otra parte no se fué más allá de la réplica.

Los dos esposos llegaron al fin a la calle y se separaron deseándose buenas noches.

Julia empezaba a desnudarse, y su doncella acababa de salir, no sé con qué motivo, cuando se abrió bastante bruscamente la puerta de su alcoba y entró Chaverny. Julia se apresuró a cubrirselos hombros.

—Dispensa—dijo él; quisiera, para dormirme, el último volumen de Scott... No es Quintín Durward?

—Debe de estar en tu cuarto—respondió Julia—; aquí no hay libros.

Chaverny contemplaba a su mujer en ese semidesorden tan favorable a la belleza. La encontraba "incitante".

—Es verdaderamente una mujer muy guapapensaba.

Permanecía en pie, inmóvil, delante de ella, sin decir una palabra y con la palmatoria en la mano.

Julia, también de pie frente a él, estrujaba su gorro de dormir y parecía esperar con impaciencia que la dejara sola.

—Estás preciosa esta noche, te lo aseguro!exclamó al fin Chaverny avanzando un poco y colocando la palmatoria—. ¡Cómo me gustan las mujeres con el pelo en desorden!

Y hablando de esta suerte, cogió con una mano las largas trenzas que cubrían los hombros de Julia y casi le pasó tiernamente un brazo alrededor de la cintura.

—¡Ay, Dios mío! ¡Hueles a tabaco de un modo horrible!—exclamó Julia volviéndose—. Deja mi pelo; vas a impregnarlo de ese olor y no podré quitármelo ya de encima.

—Bah, dices eso por capricho y porque sabes que fumo algunas veces. No te hagas tanto de rogar, mujer.

No pudo ella libertarse de sus brazos lo bastante de prisa, para evitar un beso que le dió en el hombro.

Por fortuna para Julia, entró su doncella; pues nada hay tan odioso para una mujer, como esas caricias, que es casi tan ridículo rechazar como aceptar.

María—dijo Julia—, el cuerpo de mi traje azul es demasiado largo. He visto hoy a la señora de Begy, que tiene siempre muy buen gusto; el cuerpo de su traje era seguramente dos dedos bien cumplidos más corto. Mire; haga en seguida un pliegue con alfileres para ver qué efecto hace.

Entonces se entabló entre la doncella y la señora un diálogo de los más interesantes sobre las dimensiones precisas que debe tener un cuerpo.

Julia sabía perfectamente que Chaverny nada odiaba tanto como oír hablar de modas y que iba a ponerlo en fuga. Y en efecto, después de cinco minutos de idas y venidas, Chaverny, viendo que Julia seguía absorta en su discusión, bostezó de un modo formidable, recogió su palmatoria y se marchó, esta vez para no volver.