Doble error/III

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III

El comandante Perrin se hallaba sentado delante de una mesita y leía con atención. Su levita, perfectamente cepillada, su gorro de cuartel, y sobre todo la rigidez inflexible de su pecho, anunciaban a un viejo militar. Todo estaba limpio en su cuarto, pero era de la mayor sencillez. Un tintero y dos plumas, ya cortadas, se hallaban sobre la mesa, al lado de un cuaderno de papel de cartas, del cual no había utilizado una hoja desde hacía un año, por lo menos. Si el comandante Perrin no escribía, en cambio leía mucho. Estaba leyendo las "Cartas Persas" y fumando su pipa de espuma de mar, y estas dos ocupaciones cautivaban de tal manera toda su atención, que no advirtió la entrada en su cuarto del comandante Châteaufort. Era un joven oficial de su regimiento, de simpática figura, muy amable, algo fatuo, muy protegido por el ministro de la Guerra; en una palabra, la antítesis del comandante Perrin. Con todo, eran amigos, no sé por qué, y se veían todos los días.

Châteaufort dió un golpe sobre el hombro al comandante Perrin. Este volvió la cabeza sin abandonar su pipa. Su primera expresión fué de contento al ver a su amigo; la segunda de disgusto, ¡hombre admirable!, porque iba a interrumpir su lectura; la tercera indicaba que se sometía a las circunstancias y que iba a hacer lo mejor posible los honores de su habitación. Registraba su bolsillo buscando una llave que abría un armario donde guardaba una preciosa caja de cigarros, que el comandante no fumaba y que iba dando uno a uno a sus amigos; pero Châteaufort, que le había visto cien veces hacer el mismo ademán, exclamó:—¡No se moleste usted, papá Perrin, no saque usted sus cigarros: ya tengo! Y después, sacando de un elegante estuche de paja de Méjico un cigarro color de canela, bien afilado por sus dos extremos, lo encendió, se echó sobre un pequeño sofá que el comandante Perrin nunca utilizaba, y con la cabeza sobre una almohada y los pies sobre el respaldo opuesto. Châteaufort comenzó por envolverse en una nube de humo, mientras que, con los ojos cerrados, parecía meditar profundamente lo que tenía que decir. Su rostro estaba radiante de alegría, y parecía guardar con trabajo en su pecho, el secreto de una dicha que ardía en deseos de dejar traslucir. El comandante Perrin, después de colocar una silla frente al sofá, fumó algún tiempo sin decir nada; después, viendo que Châteaufort no se apresuraba a hablar, le dijo:

—¿Cómo sigue Urika?

Se trataba de una yegua negra que Châteaufort había fatigado con exceso y que estaba amenazada de asma.

—Muy bien, dijo Châteaufort, que no había escuchado la pregunta. ¡Perrin!—exclamó, extendiendo hacia él la pierna que descansaba sobre el respaldo del sofá—, ¿sabe que es para usted una fortuna tenerme por amigo?

El viejo comandante, buscaba en sí mismo qué ventajas le había procurado la amistad de Châteaufort, y no encontraba otra cosa que el regalo de algunas libras de Kanaster, y algunos días de arresto sufrido por mezclarse en un duelo en que Châteaufort representó un papel principal. Su amigo le daba ciertamente numerosas señales de confianza. A él se dirigía siempre Châteaufort, para que le substituyese cuando estaba de servicio cuando le era preciso un auxiliar.

Châteaufort, no le mantuvo mucho tiempo en su perplejidad y le tendió una cartita escrita en papel inglés satinado, con una linda escritura en letra menuda. El comandante Perrin hizo una mueca que, en él, equivalía a una sonrisa. Había visto con frecuencia cartas satinadas y cubiertas de letra menuda como ésta, dirigidas a su amigo.

—Tome usted—dijo éste, lea. A mi me debe usted esto. Perrin leyó lo que sigue:

"Le agradeceríamos mucho, querido señor, que "tuviera la amabilidad de venir a comer con "nosotros. Mi marido hubiese ido a invitarle, pero "se ha visto obligado a salir de caza. No conozco "las señas del comandante Perrin y no le puedo "escribir para suplicarle que venga con usted.

"Me ha inspirado usted muchos deseos de cono"cerlo y le estaré doblemente agradecida si vie "ne con él.

"JULIA DE CHAVERNY.

"P. S.—Muchas gracias por la música que se "ha tomado usted el trabajo de copiar para mí..

"Es deliciosa, y tiene usted siempre un gusto ad"mirable. Ha dejado usted de venir a nuestro "jueves, y eso que sabe usted todo el gusto que "tenemos en verle." — Una bonita escritura, y bien fina—dijo Perrin al acabar—. Pero, vive Dios!, esa comida me revienta; será preciso ponerse medias de seda, y nada de fumar después de la comida.

— Vaya una desgracia! ¡Preferir la mujer más bonita de París a una pipa! Lo que me asombra es la gratitud de usted. No me da las gracias de la felicidad que me debe.

— Dar las gracias! No es a usted a quien debo agradecer esa comida, si es que hay que agradecerla.

A quién, pues?

—A Chaverny, que ha sido capitán con nosotros. Habrá dicho a su mujer: Invita a Perrin, es un tipo curioso. ¿Cómo quiere usted que una mujer bonita, a quien no he visto más que una vez, piense en invitar a un viejo... como yo?

Châteaufort sonrió mirándose en el espejo, muy estrecho, que decoraba la habitación del comandante.

—No está usted hoy perspicaz, papá Perrin.

Vuelva usted a leer esa carta y encontrará seguramente algo que no ha visto.

El comandante dió vuelta a la carta por uno y otro lado y nada vió.

—¡Cómo, viejo dragón! ¿No ve usted que ella le invita para complacerme, sólo para probarme que le interesan mis amigos... que quiere darme la prueba... de...?

—¿De qué?—interrumpió Perrin.

—De... usted sabe bien de qué.

De que le ama?—preguntó el comandante con aire de duda.

Châteaufort silbó sin responder.

—¿Está, pues, enamorada de usted?

Châteaufort continuaba silbando.

—Se lo ha dicho ella a usted?

—Pero... cso está claro, me parece.

—¿Cómo?... En esta carta?

—Evidente.

21 A su vez se puso Perrin a silbar. Su silbido fué tan significativo como el famoso "Lillibulero" de mi tío Toby.

—¡Cómo!—exclamó Châteaufort arrancando la carta de manos de Perrin—, ¿no ve usted todo lo tierno que hay aquí, sí, lo tierno? ¿Qué tiene usted que decir a esto, "querido señor"? Tenga usted en cuenta que en otra carta me escribía:

"Señor mío", sencillamente. "Le seré doblemente agradecida"; esto es positivo. Y note usted que hay una palabra borrada después, "muchos"; ella quería poner "muchos afectos"; pero no se ha atrevido; "muchos recuerdos" no era bastante...

No ha terminado la carta... ¡Oh, amigo mío!

Pretende usted acaso que una mujer de buena familia, la señora de Chaverny, vaya a echarse al cuello de un servidor, como una modistilla?

Yo le digo a usted, que la carta es deliciosa y que es preciso ser ciego para no ver la pasión en ella. Y las quejas del final, porque he faltado un solo jueves, ¿qué me dice usted?

—¡Pobre mujer!—exclamó el comandante Pe rrin—; no te encapriches de éste; te arrepentirás pronto!

Châteaufort no hizo caso de la prosopopeya de su amigo, y tomando un tono de voz bajo e insinuante:

—¿Sabe usted, querido—dijo—que puede prestarme un gran servicio?

—¿Cómo?

—Es preciso que me ayude usted en este negocio. Sé que su marido está muy mal con ella. Es un bestia, que la hace desdichada... Usted lo ha conocido, Perrin; dígale a su mujer que es un bruto, un hembre que tiene la peor reputación.

—¡Oh!

—Un libertino, usted lo sabe. Tenía queridas cuando estaba en el regimiento; y 1qué queridas!

Dígale todo esto a su mujer.

—Oh! ¿Cómo decir eso? Entre el árbol y la corteza...

—¡Dios mío! Hay modos de decirlo todo. Sob todo hable bien de mí.

—Eso ya es más fácil. Sin embargo...

—No tan fácil, escuche; porque si yo le dejase a usted hablar, haría tal elogío que mis asuntos no resultarían favorecidos. Dígale que desde "hace algún tiempo" nota usted que estoy triste, que no hablo, que no como...

—No es nada!—exclamó Perrin con una sonora carcajada que imprimía a su pipa los más ridículos movimientos—, nunca podré decirle eso en la cara a la señora de Chaverny. Todavía ayer por la noche, estuvo usted a punto de armar un escándalo en la comida que los compañeros nos han dado.

—Bien; pero es inútil contarle eso. Es conveniente que sepa que estoy enamorado de ella, y esos escribidores de novelas nan persuadido a las mujeres de que un hombre que bebe y come no puede estar enamorado.

En cuanto a mí, nada conozco que me haga dejar de beber o comer.

—Pues bien, querido Perrin—dijo Châteaufort poniéndose el sombrero y arreglándose el pelo—, quedamos convenidos; el jueves próximo vengo a buscarle; ¡ zapato bajo y media de seda, etiqueta rigurosa! Sobre todo, no olvide echar pestes del marido y decir mucho bueno de mí.

Salió moviendo su fusta con mucha gentileza y dejando al comandante Perrin muy preocupado de la invitación que acababa de recibir, y más perplejo aun al pensar en las medias de seda y en el traje de etiqueta.