Don Diego Portales. Juicio Histórico: 07
Capítulo: VII
Diez y seis meses solamente estuvo Portales a cargo de los ministerios que se le encargaron por el gobierno revolucionario, antes de la batalla de Lircay, habiendo dejado de desempeñar el de guerra y marina durante el corto tiempo que lo ejerció el general Cruz; pero no necesitaba de más para dar el tono y trazar la marcha de la administración. A su salida, los liberales quedaban abatidos y sin acción ni representación ninguna, ni en la administración, ni en la prensa, ni en la enseñanza: de todas partes habían sido arrancados para el destierro. La policía de Santiago quedaba organizada para perseguir, por medio de un reglamento que atribuía a los vigilantes numerosas y temibles facultades. El ejército estaba bien pagado; y desde sus jefes hasta el último de sus soldados, sabían que la delación era un nuevo medio consagrado para adquirir ascensos, recompensas y favor del gobierno; y para el caso en que a pesar de semejantes alicientes fuese desleal, se había prestado una atención preferente a la organización y disciplina de la guardia nacional, agasajando a los artesanos y empeñando su gratitud, tanto por medio del trato personal e íntimo, como por decretos supremos, tal como el de 6 de mayo de 1830, en que el gobierno decía que “deseando dar un testimonio de su reconocimiento a los importantes servicios que estaban prestando a la nación los cuerpos cívicos de la capital, desde el momento en que los pueblos resolvieron vengar el ultraje con que fueron hollados sus sagrados derechos, había solicitado del Congreso de Plenipotenciarios autorización para invertir cinco mil pesos en vestuarios que debían dárseles sin cargo alguno”. La administración de las provincias quedaba completamente asegurada en manos de intendentes, gobernadores, asambleas y municipalidades de la devoción del gobierno y de toda su confianza; y por fin, se había hecho la elección de diputados, senadores y electores de presidente al arbitrio del partido triunfante y sin tener al frente un solo adversario.
Esa era la obra de Portales a mediados de 1831. Auxiliado poderosamente por el Congreso de Plenipotenciarios, había logrado someter a la nación entera, halagando y soliviantando todos los intereses retrógrados y egoístas, y persiguiendo al partido vencido en todas las esferas, en todos los ángulos de la sociedad. El Congreso de Plenipotenciarios había dado al gobierno autorizaciones sin límites para todo y en todo, sin tener él mismo más autoridad que la que le daban los tratados de diciembre; y a propósito de nuevos peligros, oficiaba al vice presidente, en 16 de febrero de aquel año, “haciéndolo responsable ante la nación si no ponía en ejercicio todas las facultades que se le habían conferido y de que nuevamente le investía el Congreso para hacer cuanto juzgase conveniente”. Y no solamente lo facultaba de nuevo, sino que lo “conjuraba por la patria a no omitir medio alguno de salvarla, y lo hacia responsable ante ella misma de cualquiera omisión causada por esos sentimientos de pundonor que solo podía imaginar la delicadeza del vice presidente”. Más tarde, en abril, aprobando las medidas que el ejecutivo había tomado por noticias de un proyecto de invasión de los chilenos desterrados, “le encarecía los males a que el país se hallaría expuesto continuamente si no se tomaban providencias severas para escarmentar a los delincuentes”.
Ese Congreso, tan parecido a la asamblea legislativa de Rosas en su entusiasmo por constituir un gobierno fuerte y por autorizar el despotismo, era el destinado a dar el golpe de gracia a las instituciones liberales. En setiembre de 1830 había devuelto a las comunidades de regulares los bienes que por ley de septiembre de 1826 se habían mandado vender, tomando aquella resolución a consecuencia de las solicitudes que al efecto habían hecho las municipalidades de Santiago y Concepción, y que el ejecutivo había recomendado.
Esta manera de iniciar reformas retrógradas, por medio de solicitudes de los cabildos, era un expediente ideado entonces para dar un origen popular al la derogación de las leyes más notables del gobierno liberal; y Portales se había valido de él para dejar asegurada la reforma de la Constitución antes de separarse del mando.
Una solicitud, con este objeto, había sido elevada por la Municipalidad de Santiago el 18 de febrero de 1831 al gobierno, y éste la pasó al Congreso de Plenipotenciarios, que no tardó en dictar una ley mandando circular la solicitud en todos los pueblos de la república e invitando a los electores de senadores y de diputados a que expresasen, en sus sufragios, si daban a sus representantes la facultad de anticipar y convocar la Gran Convención que la Constitución había mandado formar en 1836. La invitación fue obedecida como un precepto unánimemente, y la Constitución fue derogada de hecho por los electores, en la parte que determinaba lo relativo a su reforma.
El nuevo Congreso, que habla sido elegido con tal incumbencia, no nos dejó grandes muestras de su laboriosidad en el período ordinario de sus sesiones: de modo que no dio a Portales la gloria de poner su nombre en ninguna ley ni decreto que merezca notarse; pero el Senado le dio una muestra de respeto, cuando Portales renunció, en junio de 1831, la vice presidencia de la República, a que había sido elevado por el voto de los electores ministeriales en las elecciones de aquel año: el Senado decía en su contestación “que había resuelto, acto continuo por unanimidad, lo siguiente: no ha lugar a la admisión de la renuncia”.
Por fin, el 31 de agosto, sin que el Congreso hubiera decretado todavía la reforma de la Constitución, a que lo habían autorizado los electores, el ejecutivo admitió la renuncia que don Diego Portales hizo del ministerio, y expidió una circular firmada por don Manuel Carvallo, como oficial mayor, anunciando este acontecimiento y lisonjeándose de que las fatigas y desvelos del ministro le valían la gloria de ver convertido el país que la desgracia tenía envuelto en la anarquía, en tranquila mansión de la libertad.
El mismo ex-ministro hizo burla de este sarcasmo imprudente, riéndose en su tertulia de aquella frase y atribuyéndola al genio travieso del que la había redactado.
Portales bajaba del poder en los momentos en que era el árbitro absoluto de la voluntad y simpatías de su partido. Pudo ser presidente dos veces y lo rehusó, pudo ser dictador, como Rosas, presidente perpetuo, como Santa Cruz, pero jamás reveló tales intenciones. Semejante desprendimiento que tanto lo enaltece, y que nos proporciona la complacencia de rendirle un homenaje que la historia no le debe por sus principios, por su funesta política, por sus hechos administrativos, no era lo que le hacia grande a los ojos de sus secuaces y compañeros. Lo que estos admiraban y admiran aún era al hombre enérgico y sin miedo para despotizar, al político audaz que había sabido arruinar a sus enemigos, al ministro sin piedad que se burlaba de la desgracia que causaba, y cuyas palabras burlescas y actos de rabia o despecho se repetían y revestían de los colores de la anécdota para aplaudirlos y ensalzarlos. ¡Funesta y ridícula propensión de nuestra sociedad a considerar grande hombre al que tiene ínfulas de tirano y osadía para despreciar la libertad y encadenarla!
El ejemplo de esa osadía ha sido fecundo, como lo es siempre el mal ejemplo, y como que es tanto más fácil gobernar arbitrariamente que de un modo racional y ajustado al derecho y la justicia. La porción retrógrada de nuestra sociedad, por tanto, ha tenido varios hombres grandes de su gusto que admirar, pero ningún estadista a quien la historia deba aplausos; pues la política conservadora, que es la política de la mentira y de la arbitrariedad [1], no puede producir sino mediocres administradores o mandones enérgicos al estilo del que la fundó entre nosotros.
notas:
- ↑ Véase la introducción de nuestro libro La Constitución Política de la República de Chile comentada, en que está latamente demostrada esta verdad.