Don Gonzalo González de la Gonzalera/XXV
Aquella noche estuvo rechispeante. Era domingo, y además había sucesos nuevos y graves en el pueblo. Como domingo, la concurrencia fue mayor que de costumbre; más metida en vino, más hedionda por consiguiente, más pegajosa, más inquieta, más soez y más grosera; como día de sucesos gordos, la curiosidad excitada, los ánimos vidriosos, la suspicacia en el disparadero; los tímidos, atrevidos, y los atrevidos, procaces.
El local no era grande; los techos muy bajos; el suelo, con media pulgada de basura, y las paredes, con lamparones y telarañas. En una de las laterales se alzaba un púlpito que, por decreto de la Junta, se había llevado allí de la ermita de San Roque; en la testera, una mesa; sobre ésta una vela de sebo en palmatoria de barro, un tintero de cuerno, un cuadernillo de papel, un jarro y un vaso; detrás de la mesa, dos sillas; alrededor de la sala, bancos, maderos y cajones boca abajo. El púlpito era para los oradores; las dos sillas, para el presidente y el secretario, y en los asientos del contorno se acomodaba la gente. Por una puerta frontera a un antepecho que daba al corral, por donde el tabernero, en tiempos «ominosos» empayaba la yerba del agosto, se pasaba al pajar vacío, que, como queda dicho más atrás, servía, por disposición de Lucas, de salón de conferencias, aunque rara vez le usaba nadie fuera del estado mayor; pues la masa popular todo lo hacía en el club, muy a sus anchas.
Como el hablar mucho seca las fauces, y allí se hablaba sin cesar, jamás faltaba el vino en la sala: por eso he puesto el jarro sobre la mesa, como detalle de carácter.
La prisión de don Román, de todos ignorada hasta que llegó a ser un hecho, dejó a los que la presenciaron medio aturdidos. Reflexionando sobre el caso un momento después, juzgáronle como un atropello fuera de toda razón y de toda conveniencia. Cundió rápidamente la noticia, y con ella los pormenores, siempre abultados, del acto: lo valiente que estuvo el preso; las palabras que enderezó a Patricio; las que éste respondió acobardado; la palidez de Carpio, y lo tentado que estuvo a sacar la cara por don Román y ensartar en la bayoneta a Facio, que estaba a su lado; si tal mujer se enternecía; si la otra provocó a los voluntarios; si el preso les prometió que algún día se acordarían de él...en fin, cuanto en casos tales es costumbre exagerar en favor del oprimido, estimulado el narrador, sin conocerlo, de esa hidalguía inexplicable que flota, aun entre la misma canalla, sobre todas las barbaridades y tropelías del más fuerte, llámese como se quiera.
Uniéronse pronto a ésta y otras abultadas noticias, las que dieron las personas que habían visto a Magdalena, angustiada, entre Gildo y Lucas, y después, llorando sin consuelo, salir de Coteruco acompañada de don Lope. «Que la infeliz, que la venturada; que qué culpa tenía ella de los pecados de su padre, dado que en él los hubiera; que hacer derramar lágrimas a quien tantas había enjugado a los probes, no era de hombres de bien ni de cristianos», y así por el estilo; y, por último, que para que don Lope se arremangara una vez y saliera de su cascarón, preciso era que la injusticia levantara dos codos por encima del campanario; y que si en tales donaires daban los que podían, tras de lo mucho que se llevaba visto, sería cosa de no poder vivir en Coteruco.
Téngase aquí presente también lo que indicado dejo más atrás sobre el prestigio que los mandones llevaban perdido en el pueblo, desde que empezaron a administrarle: no habían dado a cada vecino un pan por el trabajo de comer otro, al paso que ellos se habían zampado hornadas enteras, y comenzaba a llamarse a engaño aquel hato de borregos, cuyo vellón fueron buscando. Es decir, que se hallaban los esquilados en la mejor de las disposiciones para aceptar sin pruebas cuanto se propalara en desdoro de los esquiladores. Así es que cuando se trató de investigar la causa del atentado, fue voz unánime que todo ello provenía de envidias y deseo de venganza: según unos, de «Bragas», por haberle echado de casa don Román; según otros, de los Rigüeltas, porque nunca los había admitido de buena gana en su cocina; según varios, de Lucas, por complacer a su hermana, que envidiaba a la Organista por rica y guapa moza, y porque se casaba con un galán como unos soles.
Tras esto salió a relucir lo de «¿quién era don Gonzalo, después de bien considerado, sino el hijo de un perdulario, sin pizca de principios ni enseñanzas; quiénes los Rigüeltas, más que unos trapisondistas y fulleros, y quién Lucas, sino un hereje con más hambre que vergüenza?»; y como es natural, se comparó con todos ellos a don Román, que, al fin y postre, había heredado la levita, tenía mucho sentir de cabeza, y no se metía con nadie. Comparóse también su prisión alevosa con los insultos que se le dirigieron desde la calle, la noche del inolvidable festín, pero ¿qué tenía que ver la una con los otros? Que el hombre prohibido por la bebida, en una ocasión salga de la taberna y falte a éste o al de más allá, tiene su disculpa; pero que, porque yo sea fuerte y poderoso, atropelle al vecino y le maltrate, no tiene perdón de Dios».
Esta era la opinión corriente sobre el caso, y había decidido empeño en engrandecer el atentado reciente, para borrar hasta la memoria del que, por más que se disimulara, venía siendo el gusano que roía la conciencia de los hombres de Coteruco.
Entróse luego en el terreno de los inconvenientes que el atropello podía acarrear. Provocando de esa manera a una familia de tanto viso y poder, se llamaba la desgracia sobre el pueblo, porque las cosas podían cambiar de la noche a la mañana, encenderse el fuego de las venganzas, y pagar justos por pecadores... En fin, lector, sucedía en Coteruco en aquella ocasión, lo que en tu pueblo y en el mío en idénticas circunstancias: mientras los caciques manosean al populacho y le piden su consentimiento para destruir, y en su nombre vociferan y conspiran, todo va bien; desde el momento en que el plan se realiza, y los directores se encaraman en lo más alto de sus propósitos, y derriban la escalera de un puntapié, la muchedumbre los aborrece y busca un apoyo, para vengarse de ellos, hasta en lo mismo que difamó primero; y este cambio de ideas es tanto más súbito, cuanto más reducido es el terreno en que los hombres se exhiben y los hechos se desenvuelven.
Obedeciendo a esta ley ineludible, llegaron los de Coteruco en sus juicios, comentarios y deducciones, al extremo indicado, con motivo de la prisión de don Román Pérez de la Llosia; y bajo impresiones tales, bien remojadas, por añadidura, en la taberna durante casi todo el día, acudieron por la noche al club, resueltos a sacar a plaza el caso, si no por un sentimiento de justicia, por aprovechar la ocasión que se les presentaba de mortificar a los chicofantas y niquitrefes del lugar.
Entre tanto, Lucas, Gildo y don Gonzalo, sabedores de ello, deliberaron largamente sobre si sería o no conveniente asistir al club aquella noche. Lucas, aunque magullado y dolorido, sostuvo la afirmativa, porque, en su concepto, retraerse era aparentar miedo y, por ende, perder prestigio. Triunfó como siempre su política, y se resolvió que los tres irían al club dispuestos a todo. Ocurrió esto en la Casona.
Osmunda pudo lograr unos momentos para hablar con don Gonzalo. ¡Cómo le puso de traidor, de villano y mal nacido por haber intentado hacerla guardadora de su odiada rival!
-¿No has comprendido -la dijo el apostrofado, -que si acordamos depositarla aquí fue para castigarla por tu propia mano?
-¡Mentira! -replicó Osmunda: demasiado sabes que sólo viéndola casada con otro puedo tranquilizarme yo.
-Eso era cumplir su mayor gusto.
-Y el mío también, ¡ingrato, libertino!
-¡Osmunda!
-¡Ay, Gonzalo! -exclamó la fidalga, pasando rápidamente de lo fiero a lo sentimental: -esta situación me va matando poco a poco... ¡Sácame de ella o quítame la vida!
-¡Pero Osmundita!...
-Estoy loca, Gonzalo mío, loca... ¡loca! porque te amo, te adoro... ¡y tengo celos!
Y al hablar así con los ojos virados, puso Osmunda sus manos sobre los hombros del asendereado personaje, que se estremeció de vanidad. Iba a responder sin saber qué, cuando le llamó Lucas con mucha prisa. Acababa de cerrar la noche, y urgía ir al club. Don Gonzalo se agarró a la llamada para salir de aquella situación embarazosa; hizo dos mimos empalagosos a Osmunda y se separó de ella.
-Este hombre -dijo la infanzona al quedarse sola; es un animal; pero tiene dinero, y ha de ser pronto mi marido, o acabará Coteruco hecho pavesas.
-Esta mujer -pensaba al mismo tiempo don Gonzalo-, será lo que se quiera; pero está loca por mí... ¡Y yo estoy muriéndome por la que me desprecia!... ¡Qué ingrato... qué libertino soy!
Cuando llegaron al club los tres personajes, había en él una jumera que apenas permitía ver la llama de la vela, y un hedor que tumbaba, mientras que el ruido de las conversaciones atolondraba y ensordecía.
Don Gonzalo ocupó la silla presidencial, Gildo la de secretario, y Lucas, después de pedir la venía a la mesa, subió al púlpito. Todos los ruidos cesaron de pronto. Gildo leyó el acta de la sesión anterior, y el presidente anunció que, como de costumbre, antes de entrar en la orden del día, se dedicaría media hora a preguntas y reparos. Toñazos pidió la palabra, y rompió el fuego diciendo «que se cantara claro al auto de la cosa referente al consiguiente del caso de don Román; que así lo pedía por ser de justicia y de la comenencia del interés de todo el pueblo, y hasta de la vergüenza y bien parecer del vecindario.
Respondió el presidente poco y mal, y se animaron otros muchos concurrentes a continuar la tarea acometida por Toñazos; intervino Gildo en la reyerta, sulfuróse un poco y le vocearon; tomó Lucas la palabra desde el púlpito, y habló de los «sacrosantos intereses de la libertad», de «la mano oculta de la reacción», de la necesidad de tomar medidas heroicas con «los perturbadores de la paz pública», y añadió que, en bien de ésta, se había preso al ciudadano Pérez de la Llosía y conducido a la capital, «para que la ley inexorable castigase su iniquidad». Pero las tales palabrejas estaban ya muy gastadas en Coteruco, y no causaron el efecto que de ellas esperaba el orador; antes bien sirvieron de pretexto a nuevos y más crudos reparos, y hasta insolencias, que pusieron en apuro grave al presidente. Iba tomando el asunto muy serias proporciones, cuando a Gildo se le ocurrió aconsejar a don Gonzalo que se pasara a la «orden del día». Hízose así, no sin alguna dificultad, y se le concedió la palabra a Lucas. El cual dijo:
-Continúo, mis queridos conciudadanos, la exposición y análisis de los derechos individuales, base, fuente y origen de la soberanía popular. Tócame hablar hoy de la libertad del pensamiento, y de la inviolabilidad de la palabra y de la conciencia. Llámase libertad de pensamiento el derecho que tiene cada ciudadano, no solamente de pensar lo que mejor le parezca, sino de decirlo, de imprimirlo, de publicarlo. Os pondré un ejemplo: hay entre vosotros quienes creen que es una tontería, propia de gentes fanáticas e ignorantes, ir a misa y confesarse con el párroco, porque Dios no ha mandado semejante cosa... o porque Dios no existe, o porque Dios es el mal, como ha afirmado algún eminente pensador. (Fuertes rumores). No hay que alarmarse, ciudadanos: por ahora no discuto a vuestro Dios, ni le maltrato; pongo un ejemplo, como otro cualquiera, para que comprendáis el punto que os explico; y digo que, con sólo pensar esas cosas, os hubieran tostado los verdugos de otros tiempos, al paso que hoy podéis decirlas a gritos en medio de la calle y a las barbas del Padre Santo. ¿Me habéis entendido?
-Pido la palabra, exclamó una voz entre rumores.
-El ciudadano Chisquín la tiene, -dijo el presidente.
Levantóse Bisanucos en un rincón de la sala; se encaramó en el cajón que le había servido de asiento, y habló así:
-El caso ese pide plática larga y mucha explicativa. Y digo yo al auto: ¿puede el hombre cantar todo su sentir a la luz del sol?
-Ya he dicho que hasta de Dios inclusive.
-Corriente; pero ¿no tiene nadie derecho para quebrantarme un güeso después de oírme?
-¡El pensamiento humano está sobre toda ley!
-Bien está. Pues ahora digo que ese derecho es cosa buena. No hay nada que al hombre dañe tanto, como los pensares que se le pudren en el cuerpo.
-¿Oís, ciudadanos -exclamó Lucas en un arrebato de entusiasmo, cómo hasta el instinto es libre-pensador?
-Ahora lo veremos -replicó Chisquín, -que con lo dicho no estoy bien al tanto de la cosa, y necesito que me la pongan en la palma de la mano. Pinto un caso: a mí se me figura, de muchos días acá, que a los presentes, y otros muchos más de este pueblo, se nos está engañando sin maldita la conciencia... ¿Puedo decirlo a gritos?
Gildo y don Gonzalo se miraron; Lucas se apresuró a responder:
-Hay que distinguir entre el derecho y la oportunidad...
-¿Tengo o no tengo ese derecho? -insistió Chisquín impávido.
-¿Quién duda que le tiene usted? Pero...
-Pues si le tengo, a él me agarro; y lo dicho, dicho. ¡Aquí se nos engaña! (Rugidos de aprobación en la concurrencia). ¡Y además se nos roba! (Explosión de entusiasmo en los contornos; don Gonzalo manotea; Gildo se pone de pie, y Lucas vocifera en el púlpito). Y quien nos engaña y nos esquilma es el señor, y el señor, y el señor (Chisquín va señalando al presidente, al secretario y a Lucas), y otra buena pieza que, a la presente, no se halla en el pueblo. (Aplausos horribles, entre protestas y conjuros).
-¡Ciudadanos! -gritó Lucas, -¡eso no puede tolerarse!
-¡La autoridad -añadió el presidente, -protesta contra esas palabras!
-¡Pido que se le lleve a la cárcel! -aulló Gildo, trémulo de ira.
-¿A dónde iríamos por ese camino? -continuó el del púlpito.
-Entonces añadió Chisquín, alentado por los aplausos de sus compañeros, -¿qué derecho es ese que se nos da? ¿No habéis dicho que con él puedo yo negar a Dios, y hasta decir que es muy malo?
-¡Eso sí! -respondieron a una voz los de la mesa y el del púlpito.
-Pues ¡carafles! -continuó Bisanucos, -si tales infamias pueden decirse del mesmo Dios, ¿en qué peco yo declarando que el hijo del difunto Bragas es un fachendoso, sin pizca de sentido ni de vergüenza, y el Estudiante de la Casona un granuja, y los Rigüeltas unos pillos?
Lo que ocurrió en el club después de estas palabras, no es para descrito. Gildo, verde y convulso, arrojó el tintero a la cabeza de Chisquín; Toñazos, que estaba cerca de éste, se abalanzó sobre el hijo de Patricio, y de dos guantadas le metió debajo de la mesa; don Gonzalo, aturdido y trémulo, no sabía qué decir ni por dónde escaparse; Lucas bajó del púlpito casi rodando, y a merced del barullo y del estruendo que había en la sala, huyó por la puerta del pajar: los pocos partidarios que los Rigüeltas tenían allí quisieron defender a Gildo; pero la gran mayoría cayó sobre ellos como un pedrisco, y los dejó tendidos y magullados; llegado ya al espanto el miedo del presidente, abrió éste las puertas del balcón, que no estaba muy alto, y se dejó caer al corral; sin sacudirse la basura que agarró en la caída, echó a correr y no se detuvo hasta el Consistorio, donde, a gritos, pidió el auxilio de la guardia; fue ésta al club, mientras su Comandante general se encerraba en casa con barrotes y doble vuelta; pero enterada de lo que ocurría, juzgó arriesgado el trance y se volvió al puesto, dejando que el motín se acabara por sí solo.
Acabóse, en efecto, por cansancio, dos horas después, quedando en el suelo docena y media de combatientes, entre borrachos y contundidos... - y también se acabó aquella noche el ya bien cercenado prestigio de los hombres que habían arrastrado al pueblo a tales desvaríos.