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Don Juan Tenorio (1844)/4

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Don Juan Tenorio
de José Zorrilla
del tomo dos de las Obras completas ordenadas por Narciso Alonso Cortés.


ACTO CUARTO: EL DIABLO A LAS PUERTAS DEL CIELO

Quinta de Don Juan Tenorio cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir. Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado.

ESCENA PRIMERA

BRÍGIDA y CIUTTI

BRÍG.

¡Qué noche, válgame Dios!
A poderlo calcular
no me meto yo a servir
a tan fogoso galán.
¡Ay, Ciutti! Molida estoy;
no me puedo menear.

CIUT.

¿Pues qué os duele?

BRÍG.

Todo el cuerpo
y toda el alma además.

CIUT.

¡Ya! No estáis acostumbrada
al caballo, es natural.

BRÍG.

Mil veces pensé caer.
¡uf!, ¡qué mareo!, ¡qué afán!
Veía yo unos tras otros
ante mis ojos pasar
los árboles como en alas
llevados de un huracán,
tan apriesa y produciéndome
ilusión tan infernal,
que perdiera los sentidos
si tardamos en parar.

CIUT.

Pues de estas cosas veréis,
si en esta casa os quedáis,
lo menos seis por semana.

BRÍG.

¡Jesús!

CIUT.

¿Y esa niña está
reposando todavía?

BRÍG.

¿Y a qué se ha de despertar?

CIUT.

Sí, es mejor que abra los ojos
en los brazos de don Juan.

BRÍG.

Preciso es que tu amo tenga
algún diablo familiar.

CIUT.

Yo creo que sea él mismo
un diablo en carne mortal
porque a lo que él, solamente
se arrojara Satanás.

BRÍG.

¡Oh! ¡El lance ha sido extremado!

CIUT.

Pero al fin logrado está.

BRÍG.

¡Salir así de un convento
en medio de una ciudad
como Sevilla!

CIUT.

Es empresa
tan sólo para hombre tal.
Mas, ¡qué diablos!, si a su lado
la fortuna siempre va,
y encadenado a sus pies
duerme sumiso el azar.

BRÍG.

Sí, decís bien.

CIUT.

No he visto hombre
de corazón más audaz;
ni halla riesgo que le espante,
ni encuentra dificultad
que al empeñase en vencer
le haga un punto vacilar.
A todo osado se arroja,
de todo se ve capaz,
ni mira dónde se mete,
ni lo pregunta jamás.
Allí hay un lance, le dicen;
y él dice: «Allá va don Juan.»
¡Mas ya tarda, vive Dios!

BRÍG.

Las doce en la catedral
han dado ha tiempo.

CIUT.

Y de vuelta
debía a las doce estar.

BRÍG.

¿Pero por qué no se vino
con nosotros?

CIUT.

Tiene allá
en la ciudad todavía
cuatro cosas que arreglar.

BRÍG.

¿Para el viaje?

CIUT.

Por supuesto;
aunque muy fácil será
que esta noche a los infiernos
le hagan a él mismo viajar.

BRÍG.

¡Jesús, qué ideas!

CIUT.

Pues digo:
¿son obras de caridad
en las que nos empleamos,
para mejor esperar?
Aunque seguros estamos
como vuelva por acá.

BRÍG.

¿De veras, Ciutti?

CIUT.

Venid
a este balcón, y mirad.
¿Qué veis?

BRÍG.

Veo un bergantín
que anclado en el río está.

CIUT.

Pues su patrón sólo aguarda
las órdenes de don Juan,
y salvos, en todo caso,
a Italia nos llevará.

BRÍG.

¿Cierto?

CIUT.

Y nada receléis
por vuestra seguridad;
que es el barco más velero
que boga sobre la mar.

BRÍG.

¡Chist! Ya siento a doña Inés.

CIUT.

Pues yo me voy, que don Juan
encargó que sola vos
debíais con ella hablar.

BRÍG.

Y encargó bien, que yo entiendo
de esto.

CIUT.

Adiós, pues.

BRÍG.

Vete en paz.

ESCENA II

DOÑA INÉS, BRÍGIDA

INÉS.

Dios mío, ¡cuánto he soñado!
Loca estoy: ¿qué hora será?
¿Pero qué es esto, ay de mí?
No recuerdo que jamás
haya visto este aposento.
¿Quién me trajo aquí?

BRÍG.

Don Juan.

INÉS.

Siempre don Juan..., ¿mas conmigo
aquí tú también estás,
Brígida?

BRÍG.

Sí, doña Inés.

INÉS.

Pero dime, en caridad,
¿dónde estamos? ¿Este cuarto
es del convento?

BRÍG.

No tal:
aquello era un cuchitril
en donde no había más
que miseria.

INÉS.

Pero, en fin,
¿en dónde estamos?

BRÍG.

Mirad,
mirad por este balcón,
y alcanzaréis lo que va
desde un convento de monjas
a una quinta de don Juan.

INÉS.

¿Es de don Juan esta quinta?

BRÍG.

Y creo que vuestra ya.

INÉS.

Pero no comprendo, Brígida,
lo que hablas.

BRÍG.

Escuchad.
Estabais en el convento
leyendo con mucho afán
una carta de don Juan,
cuando estalló en un momento
un incendio formidable.

INÉS.

¡Jesús!

BRÍG.

Espantoso, inmenso;
el humo era ya tan denso,
que el aire se hizo palpable.

INÉS.

Pues no recuerdo...

BRÍG.

Las dos
con la carta entretenidas,
olvidamos nuestras vidas,
yo oyendo, y leyendo vos.
Y estaba, en verdad, tan tierna,
que entrambas a su lectura
achacamos la tortura
que sentíamos interna.
Apenas ya respirar
podíamos, y las llamas
prendían ya en nuestras camas
nos íbamos a asfixiar,
cuando don Juan, que os adora,
y que rondaba el convento,
al ver crecer con el viento
la llama devastadora,
con inaudito valor,
viendo que ibais a abrasaros,
se metió para salvaros,
por donde pudo mejor.
Vos, al verle así asaltar
la celda tan de improviso,
os desmayasteis..., preciso;
la cosa era de esperar.
Y él, cuando os vió caer así,
en sus brazos os tomó
y echó a huir; yo le seguí,
y del fuego nos sacó.
¿Dónde íbamos a esta hora?
Vos seguíais desmayada,
yo estaba ya casi ahogada.
Dijo, pues: «Hasta la aurora
en mi casa las tendré.»
Y henos, doña Inés, aquí.

INÉS.

¿Conque ésta es su casa?

BRÍG.

Sí.

INÉS.

Pues nada recuerdo, a fe.
Pero..., ¡en su casa...! ¡Oh! Al punto
salgamos de ella.... yo tengo
la de mi padre.

BRÍG.

Convengo
con vos; pero es el asunto...

INÉS.

¿Qué?

BRÍG.

Que no podemos ir.

INÉS.

Oír tal me maravilla.

BRÍG.

Nos aparta de Sevilla...

INÉS.

¿Quién?

BRÍG.

Vedlo, el Guadalquivir.

INÉS.

¿No estamos en la ciudad?

BRÍG.

A una legua nos hallamos
de sus murallas.

INÉS.

¡Oh! ¡Estamos
perdidas!

BRÍG.

No sé, en verdad,
por qué!

INÉS.

Me estás confundiendo,
Brígida..., y no sé qué redes
son las que entre estas paredes
temo que me estás tendiendo.
Nunca el claustro abandoné,
ni sé del mundo exterior
los usos: mas tengo honor.
Noble soy, Brígida, y sé
que la casa de don Juan
no es buen sitio para mí:
me lo está diciendo aquí
no sé qué escondido afán.
Ven, huyamos.

BRÍG.

Doña Inés,
la existencia os ha salvado.

INÉS.

Sí, pero me ha envenenado
el corazón.

BRÍG.

¿Le amáis, pues?

INÉS.

No sé ..., mas, por compasión,
huyamos pronto de ese hombre,
tras de cuyo solo nombre
se me escapa el corazón.
¡Ah! Tú me diste un papel
de mano de ese hombre escrito,
y algún encanto maldito
me diste encerrado en él.
Una sola vez le vi
por entre unas celosías,
y que estaba, me decías,
en aquel sitio por mí.
Tú, Brígida, a todas horas
me venías de él a hablar,
haciéndome recordar
sus gracias fascinadoras.
Tú me dijiste que estaba
para mío destinado
por mi padre..., y me has jurado
en su nombre que me amaba.
¿Que le amo, dices?... Pues bien,
si esto es amar, sí, le amo;
pero yo sé que me infamo
con esa pasión también.
Y si el débil corazón
se me va tras de don Juan,
tirándome de él están
mi honor y mi obligación.
Vamos, pues; vamos de aquí
primero que ese hombre venga;
pues fuerza acaso no tenga
si le veo junto a mí.
Vamos, Brígida.

BRÍG.

Esperad
¿No oís?

INÉS.

¿Qué?

BRÍG.

Ruido de remos.

INÉS.

Sí, dices bien; volveremos
en un bote a la ciudad.

BRÍG.

Mirad, mirad, doña Inés,

INÉS.

Acaba..., por Dios, partamos.

BRÍG.

Ya imposible que salgamos.

INÉS.

¿Por qué razón?

BRÍG.

Porque él es
quien en ese barquichuelo
se adelanta por el río.

INÉS.

¡Ay! ¡Dadme fuerzas, Dios mío!

BRÍG.

Ya llegó, ya está en el suelo.
Sus gentes nos volverán
a casa: mas antes de irnos,
es preciso despedirnos
a lo menos de don Juan.

INÉS.

Sea, y vamos al instante.
No quiero volverle a ver.

BRÍG.

(Los ojos te hará volver
el encontrarle delante.)
Vamos.

INÉS.

Vamos.

CIUT.

(Dentro.) Aquí están.

JUAN.

(Ídem.)
Alumbra.

BRÍG.

¡Nos busca!

INÉS.

Él es.

ESCENA III

DICHOS, DON JUAN

JUAN.

¿A dónde vais, doña Inés?

INÉS.

Dejadme salir, don Juan.

JUAN.

¿Que os deje salir?

BRÍG.

Señor,
sabiendo ya el accidente
del fuego, estará impaciente
por su hija el comendador.

JUAN.

¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado
por don Gonzalo, que ya
dormir tranquilo le hará
el mensaje que le he enviado.

INÉS.

¿Le habéis dicho...?

JUAN.

Que os hallabais
bajo mi amparo segura,
y el aura del campo pura,
libre, por fin, respirabais.
¡Cálmate, pues, vida mía!
Reposa aquí; y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga, llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento;
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador,
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?
Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón, ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse, a no verlas,
de sí mismas al calor;
y ese encendido color
que en tu semblante no había,
¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! Sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos,
como lo haces, amor es:
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando vida mía,
la esclavitud de tu amor.

INÉS.

Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir,
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos, me parece
que mi cerebro enloquece,
y se arde mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto,
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.

JUAN.

¡Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que el Edén se me abra.
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí:
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás
No; el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí; iré mi orgullo a postrar
ante el buen comendador,
y o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar.

INÉS.

¡Don Juan de mi corazón!

JUAN.

¡Silencio! ¿Habéis escuchado?

INÉS.

¿Qué?

JUAN.

Sí, una barca ha atracado
(Mira por el balcón.)
debajo de ese balcón,
Un hombre embozado de ella
salta... Brígida, al momento
pasad a ese otro aposento,
y perdonad, Inés bella,
si solo me importa estar.

INÉS.

¿Tardarás?

JUAN.

Poco ha de ser.

INÉS.

A mi padre hemos de ver.

JUAN.

Sí, en cuanto empiece a clarear.
Adiós.

ESCENA IV

DON JUAN, CIUTTI

CIUT.

¿Señor?

JUAN.

¿Qué sucede,
Ciutti?

CIUT.

Ahí está un embozado
en veros muy empeñado.

JUAN.

¿Quién es?

CIUT.

Dice que no puede
descubrirse más que a vos,
y que es cosa de tal priesa,
que en ella se os interesa
la vida a entrambos a dos.

JUAN.

¿Y en él no has reconocido
marca ni seña alguna
que nos oriente?

CIUT.

Ninguna;
mas a veros decidido
viene.

JUAN.

¿Trae gente?

CIUT.

No más
que los remeros del bote.

JUAN.

Que entre juanma.

ESCENA V

DON JUAN; luego CIUTTI y DON LUIS embozado

JUAN.

¡Jugamos a escote
la vida...! Mas ¿si es quizás
un traidor que hasta mi quinta
me viene siguiendo el paso?
Hálleme, pues, por si acaso
con las armas en la cinta.

(Se ciñe la espada y suspende al cinto un par de pistolas que habrá colocado sobre la mesa a su salida en la escena tercera. Al momento sale Ciutti conduciendo a Don Luis que, embozado hasta los ojos, espera a que se queden solos. Don Juan hace a Ciutti una seña para que se retire. Lo hace).

ESCENA VI

DON JUAN, DON LUIS

JUAN.

(Buen talante.) Bien venido,
caballero.

LUIS.

Bien hallado,
señor mío.

JUAN.

Sin cuidado
hablad.

LUIS.

Jamás lo he tenido.

JUAN.

Decid, pues: ¿a qué venís
a esta hora y con tal afán?

LUIS.

Vengo a mataros, don Juan.

JUAN.

Según eso, sois don Luis.

LUIS.

No os engañó el corazón,
y el tiempo no malgastemos,
don Juan los dos no cabemos
ya en la tierra.

JUAN.

En conclusión,
señor Mejía, ¿es decir,
que porque os gané la apuesta
queréis que acabe la fiesta
con salirnos a batir?

LUIS.

Estáis puesto en la razón:
la vida apostado habemos,
y es fuerza que nos paguemos.

JUAN.

Soy de la misma opinión.
Mas ved que os debo advertir
que sois vos quien la ha perdido.

LUIS.

Pues por eso os la he traído;
mas no creo que morir
deba nunca un caballero
que lleva en el cinto espada,
como una res destinada
por su dueño al matadero.

JUAN.

Ni yo creo que resquicio
habréis jamás encontrado
por donde me hayáis tomado
por un cortador de oficio.

LUIS.

De ningún modo; y ya veis
que, pues os vengo a buscar,
mucho en vos debo fiar.

JUAN.

No más de lo que podéis.
Y por mostraros mejor
mi generosa hidalguía,
decid si aún puedo, Mejía,
satisfacer vuestro honor.
Leal la apuesta os gané;
mas si tanto os ha escocido,
mirad si halláis conocido
remedio, y le aplicaré.

LUIS.

No hay más que el que os he propuesto,
don Juan. Me habéis maniatado,
y habéis la casa asaltado
usurpándome mi puesto;
y pues el mío tomasteis
para triunfar de doña Ana,
no sois vos, don Juan, quien gana,
porque por otro jugasteis.

JUAN.

Ardides del juego son.

LUIS.

Pues no os los quiero pasar,
y por ellos a jugar
vamos ahora el corazón.

JUAN.

¿Le arriesgáis, pues, en revancha
de doña Ana de Pantoja?

LUIS.

Sí; y lo que tardo me enoja
en lavar tan fea mancha.
Don Juan, yo la amaba, sí;
mas con lo que habéis osado,
imposible la hais dejado
para vos y para mí.

JUAN.

¿Por qué la apostasteis, pues?

LUIS.

Porque no pude pensar
que la pudierais lograr.
Y... vamos, por San Andrés,
a reñir, que me impaciento.

JUAN.

Bajemos a la ribera.

LUIS.

Aquí mismo.

JUAN.

Necio fuera:
¿no veis que en este aposento
prendieran al vencedor?
Vos traéis una barquilla.

LUIS.

Sí.

JUAN.

Pues que lleve a Sevilla
al que quede.

LUIS.

Eso es mejor;
salgamos, pues.

JUAN.

Esperad.

LUIS.

¿Qué sucede?

JUAN.

Ruido siento.

LUIS.

Pues no perdamos momento.

ESCENA VII

DON JUAN, DON LUIS, CIUTTI

CIUT.

Señor, la vida salvad.

JUAN.

¿Qué hay, pues?

CIUT.

El comendador
que llega con gente armada.

JUAN.

Déjale franca la entrada,
pero a él solo.

CIUT.

Mas, señor...

JUAN.

Obedéceme. (Vase Ciutti).

ESCENA VIII

DON JUAN, DON LUIS

JUAN.

Don Luis,
pues de mí os habéis fiado
cuanto dejáis demostrado
cuando a mí casa venís,
no dudaré en suplicaros,
pues mi valor conocéis,
que un instante me aguardéis.

LUIS.

Yo nunca puse reparos
en valor que es tan notorio,
mas no me fío de vos.

JUAN.

Ved que las partes son dos
de la apuesta con Tenorio,
y que ganadas están.

LUIS.

¿Lograsteis a un tiempo...?

JUAN.

Sí:
la del convento está aquí:
y pues viene de don Juan
a reclamarla quien puede,
cuando me podéis matar
no debo asunto dejar
tras mí que pendiente quede.

LUIS.

Pero mirad que meter
quien puede el lance impedir
entre los dos, puede ser...

JUAN.

¿Qué?

LUIS.

Excusaros de reñir.

JUAN.

¡Miserable...! De don Juan
podéis dudar sólo vos:
mas aquí entrad, ¡vive Dios!
y no tengáis tanto afán
por vengaros, que este asunto
arreglado con ese hombre
don Luis, yo os juro a mi nombre
que nos batimos al punto.

LUIS.

Pero...

JUAN.

¡Con una legión
de diablos! Entrad aquí;
que harta nobleza es en mí
aún daros satisfacción.
Desde ahí ved y escuchad;
franca tenéis esa puerta.
Si veis mi conducta incierta,
como os acomode obrad.

LUIS.

Me avengo, si muy reacio
no andáis.

JUAN.

Calculadlo vos
a placer: mas, ¡vive Dios!,
que para todo hay espacio.
(Entra Don Luis en el cuarto que Don Juan le señala.)
Ya suben. (Don Juan escucha.)

GONZ.

(Dentro.)
¿Dónde está?

JUAN.

Él es.

ESCENA IX

DON JUAN, DON GONZALO

GONZ.

¿Adónde está ese traidor?

JUAN.

Aquí está, comendador.

GONZ.

¿De rodillas?

JUAN.

Y a tus pies.

GONZ.

Vil eres hasta en tus crímenes.

JUAN.

Anciano, la lengua ten,
y escúchame un solo instante.

GONZ.

¿Qué puede en tu lengua haber
que borre lo que tu mano
escribió en este papel?
¡Ir a sorprender, ¡infame!,
la cándida sencillez
de quien no pudo el veneno
de esas letras precaver!
¡Derramar en su alma virgen
traidoramente la hiel
en que rebosa la tuya,
seca de virtud y fe!
¡Proponerse así enlodar
de mis timbres la alta prez,
como si fuera un harapo
que desecha un mercader!
¿Ése es el valor, Tenorio,
de que blasonas? ¿Ésa es
la proverbial osadía
que te da al vulgo a temer?
¿Con viejos y con doncellas
la muestras...? Y ¿para qué?
¡Vive Dios!, para venir
sus plantas así a lamer
mostrándote a un tiempo ajeno
de valor y de honradez.

JUAN.

¡Comendador!

GONZ.

Miserable,
tú has robado a mí hija Inés
de su convento, y yo vengo
por tu vida, o por mi bien.

JUAN.

Jamás delante de un hombre
mi alta cerviz incliné,
ni he suplicado jamás,
ni a mi padre, ni a mi rey.
Y pues conservo a tus plantas
la postura en que me ves,
considera, don Gonzalo,
que razón debo tener.

GONZ.

Lo que tienes es pavor
de mi justicia.

JUAN.

¡Pardiez!
Óyeme, comendador,
o tenerme no sabré,
y seré quien siempre he sido,
no queriéndolo ahora ser.

GONZ.

¡Vive Dios!

JUAN.

Comendador,
yo idolatro a doña Inés,
persuadido de que el cielo
nos la quiso conceder
para enderezar mis pasos
por el sendero del bien.
No amé la hermosura en ella,
ni sus gracias adoré;
lo que adoro es la virtud,
don Gonzalo, en doña Inés.
Lo que justicias ni obispos
no pudieron de mí hacer
con cárceles y sermones,
lo pudo su candidez.
Su amor me torna en otro hombre,
regenerando mi ser,
y ella puede hacer un ángel
de quien un demonio fue.
Escucha, pues, don Gonzalo,
lo que te puede ofrecer
el audaz don Juan Tenorio
de rodillas a tus pies.
Yo seré esclavo de tu hija,
en tu casa viviré,
tú gobernarás mi hacienda,
diciéndome esto ha de ser.
El tiempo que señalares,
en reclusión estaré;
cuantas pruebas exigieres
de mi audacia o mi altivez,
del modo que me ordenares
con sumisión te daré:
y cuando estime tu juicio
que la puedo merecer,
yo la daré un buen esposo
y ella me dará el Edén.

GONZ.

Basta, don Juan; no sé cómo
me he podido contener,
oyendo tan, torpes pruebas
de tu infame avilantez.
Don Juan, tú eres un cobarde
cuando en la ocasión te ves,
y no hay bajeza a que no oses
como te saque con bien.

JUAN.

¡Don Gonzalo!

GONZ.

Y me avergüenzo
de mirarte así a mis pies,
lo que apostabas por fuerza
suplicando por merced.

JUAN.

Todo así se satisface,
don Gonzalo, de una vez.

GONZ.

¡Nunca, nunca! ¿Tú su esposo?
Primero la mataré.
¡Ea! Entrégamela al punto,
o sin poderme valer,
en esa postura vil
el pecho te cruzaré.

JUAN.

Míralo bien, don Gonzalo;
que vas a hacerme perder
con ella hasta la esperanza
de mi salvación tal vez.

GONZ.

¿Y qué tengo yo, don Juan,
con tu salvación que ver?

JUAN.

¡Comendador, que me pierdes!

GONZ.

Mi hija.

JUAN.

Considera bien
que por cuantos medios pude
te quise satisfacer;
y que con armas al cinto
tus denuestos toleré,
proponiéndote la paz
de rodillas a tus pies.

ESCENA X

DICHOS; DON LUIS, soltando una carcajada de burla

LUIS.

Muy bien, don Juan.

JUAN.

¡Vive Dios!

GONZ.

¿Quién es ese hombre?

LUIS.

Un testigo
de su miedo, y un amigo,
Comendador, para vos.

JUAN.

¡Don Luis!

LUIS.

Ya he visto bastante,
don Juan, para conocer
cuál uso puedes hacer
de tu valor arrogante;
y quien hiere por detrás
y se humilla en la ocasión,
es tan vil como el ladrón
que roba y huye.

JUAN.

¿Esto más?

LUIS.

Y pues la ira soberana
de Dios junta, como ves,
al padre de doña Inés
y al vengador de doña Ana,
mira el fin que aquí te espera
cuando a igual tiempo te alcanza,
aquí dentro su venganza
y la justicia allá fuera.

GONZ.

¡Oh! Ahora comprendo... ¿Sois vos
el que...?

LUIS.

Soy don Luis Mejía,
a quien a tiempo os envía
por vuestra venganza Dios.

JUAN.

¡Basta, pues, de tal suplicio!
Si con hacienda y honor
ni os muestro ni doy valor
a mi franco sacrificio
y la leal solicitud
con que ofrezco cuanto puedo
tomáis, ¡vive Dios!, por miedo
y os mofáis de mi virtud,
os acepto el que me dais
plazo breve y perentorio,
para mostrarme el Tenorio
de cuyo valor dudáis.

LUIS.

Sea; y cae a nuestros pies,
digno al menos de esa fama
que por tan bravo te aclama.

JUAN.

Y venza el infierno, pues.
Ulloa, pues mi alma así
vuelves a hundir en el vicio,
cuando Dios me llame a juicio,
tú responderás por mí.
(Le da un pistoletazo.)

GONZ.

¡Asesino! (Cae.)

JUAN.

Y tú, insensato,
que me llamas vil ladrón,
di en prueba de tu razón
que cara a cara te mato.
(Riñen, y le da una estocada.)

LUIS.

¡Jesús! (Cae.)

JUAN.

Tarde tu fe ciega
acude al cielo, Mejía,
y no fue por culpa mía;
pero la justicia llega,
y a fe que ha de ver quién soy.

CIUT.

(Dentro.)
¿Don Juan?

JUAN.

(Asomando al balcón.)
¿Quién es?

CIUT.

Por aquí;
salvaos.

JUAN.

¿Hay paso?

CIUT.

Sí;
arrojaos.

JUAN.

Allá voy.
Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo.
(Se arroja por el balcón, y se le oye caer en el agua del río, al mismo tiempo que el ruido de los remos muestra la rapidez del barco en que parte; se oyen golpes en las puertas de la habitación, poco después entra la justicia, soldados, etc.).

ESCENA XI

Alguaciles, Soldados; luego DOÑA INÉS y BRÍGIDA

ALGUACIL 1º.

El tiro ha sonado aquí.

ALGUACIL 2º.

Aún hay humo.

ALGUACIL 1º.

¡Santo Dios!
Aquí hay un cadáver.

ALGUACIL 2º.

Dos.

ALGUACIL 1º.

¿Y el matador?

ALGUACIL 2º.

Por allí.
(Abren el cuarto en que están Doña Inés y Brígida, y las sacan a la escena; Doña Inés reconoce el cadáver de su padre.)

ALGUACIL 2º.

¡Dos mujeres!

INÉS.

¡Ah, qué horror,
padre mío!

ALGUACIL 1º.

¡Es su hija!

BRÍG.

Sí.

INÉS.

¡Ay! ¿Dó estás, don Juan, que aquí
me olvidas en tal dolor?

ALGUACIL 1º.

Él le asesinó.

INÉS.

¡Dios mío!
¿Me guardabas esto más?

ALGUACIL 2º.

Por aquí ese Satanás
se arrojó, sin duda, al río.

ALGUACIL 1º.

Miradlos..., a bordo están
del bergantín calabrés.

TODOS.

¡Justicia por doña Inés!

INÉS.

Pero no contra don Juan.
(Cayendo de rodillas.)