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Dos cuentos populares (Tolstoi)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

DOS CUENTOS POPULARES



H

abiendo descansado Dios de sus múltiples trabajos, pensó en crear un nuevo ser engendrado por la unión maravillosa del cielo y de la tierra.

—«No lo creas, dijo severamente el ángel de la Verdad, porque mancillará tu santuario por gusto exaltará el Error y la tentación reinará sobre la tierra.

—»No lo creas, suplicó el angel de la Justicia, porque será cruel, no se amará más que á sí mismo y tiranizará á los demás. Será sordo para los gritos de dolor y los gemidos de las victimas no llegarán hasta su corazón.

—»Anegará la tierra en sangre, añadió el ángel de la Paz y el asesinato será su obra cotidiana. El horror de la ruina aniquilará á los paises y el miedo á la muerte violenta se infiltrará en las almas de todos.

»Y la frente del Todopoderoso se nubló; la unión maravillosa del cielo y de la tierra le pareció cosa vil y despreciable. Y en su voluntad eterna, maduró la resolución de no crear aquel ser, cuando la Misericordia, su hija menor y predilecta, compareció ante su trono. Abrazáronse á las rodillas del Padre y exclamó:

—»Créalo. Si todos tus servidores te abandonan yo iré en su auxilio y yo transformaré en cualidades sus defectos y sus vicios. Yo le protegeré para que no se aparte del camino de la Verdad. Yo inclinaré su alma á la compasión. Yo le enseñaré á ser misericordioso con cl débil.

» Y la frente del Todopoderoso se iluminó y brilló en su rostro la clemencia. La unión maravillosa del cielo y de la tierra fué y engendrá á un ser hecho á su imagen y semejanza.

—»¡ Vive! dijo el Todopoderoso, animándole con su soplo y sabe que eres hijo de la Misericordía...

II

»Había una vez un hombre que tenía un jardín en el cual se daban frutas maravillosas. Hizo que custodiasen la puerta dos servidores suyos, uno de los cuales era cojo y otro ciego. «Estoy seguro se dijo, de que no dejarán entrar á nadie y de que tampoco se comerán las frutas. Y regresó tranquilo á su casa.

»Pero cuando llegó la noche, la luna y las estrellas que en el ciclo resplandecían, hicieron que la hermosura de las frutas del jardin adquiriese mayores encantos. Y el cojo le dijo al ciego:

—»¡Qué hermosas son, las frutas de nuestro amo!

—Cógelas y las probaremos, balbuccó el ciego.

—»¡No puedo! suspiró el cojo, pero si quieres que me suba encima de ti, podré llegar al árbol; cogerő algunas frutas, comeré de ellas y te daré tu parle.

Aceptó el ciego la proposición y se logró el deseo de ambos.

Por la mañana llegó el amo. Los guardianes estaban en su puesto; pero faltaba gran cantidad de fruta.

» ¡Confesad! exclamó. Habéis dejado que entre un ladrón.

—»¡Amo! te juramos que no hemos dejado entrar á nadie, respondieron los criados.

—»Entonces los culpables sois vosotros. ¡Confesadlo!

—»El amo sabe que soy cojo y que no puedo dar dos pasos por el camino más llano.

—»El amo sabe que soy ciego y que no se andar solo.

Pero el amo entonces hizo que el cojo trepasc sobre el ciego y les llevó al arbol.

Entonces les dijo: Así es como habéis hecho..

Lo mismo ocurre con el hombre. El cuerpo inanimado yace, puro y dócil, radiante de paz yde tranquilidad.

»¿Cómo podría yo pecar, se dice, si soy ciego y no puedo ver las tentaciones; si ignoro los caminos que á ellas conducen?

Y yo, preguntó el alma, cómo podría sucumbir? si desde el punto y hora en que te abandoné vucla inmaculada por los aires al igual de las aves si yo era ya inmaculada antes de estar cautiva en un cuerpo.

»Y dice el Todopoderoso: lo que habéis hecho es esto. Coge al cuerpo, lo une al alma y los pone al pie del árbol de la vida cuyos frutos suspendeny cautivan.

»Y la vida del hombre empieza y en esta unión del cuerpo y del alma aparece el misterio, el horror y á la par la felicidad suprema de existir.»

III

Un rico se moría. Durante toda su vida habia sido avaro y duro de corazón. Cuando le echaban en cara su avaricia contestaba: «El dinero lo es todo." Y ahora que se le acercaba la muerte se decía; Allá arriba, el dinero será, no cabe duda, tan necesario como aquí abajo. Preciso es que haga acopio de él para que no me falte.

Llamó á sus hijos y se despidió de ellos ordenándoles que metieran en su ataúd un saco de dinero.

—No seáis tacaños, les dijo, poned también monedas de oro.

Aquella noche se murió. Cumplieron sus hijos sus últimas voluntades y colocaron en el ataúd unos cuantos miles de rublos en oro.

Cuando después de enterrado llegó al otro mundo tuvo que someterse á toda especie de formalidades: le interrogaron, comprobaron la exactitud de sus palabras; no le dejaron en paz en todo el día.

Allí hay, como en todas partes, cancillerías, oficinas, comisarías de policía, etc.

Esperó con impaciencia que llegase la noche; tenía hambre y le atormentaba la sed hasta el punto de parecerle que le ardía la garganta y que la lengua se le pegaba al paladar.

Estoy perdido, se dijo.

De pronto vió una cantina bien provista do viandas y de botellas, como las de las grandes estaciones. Allí había de todo: orduvres y licores.

—Por lo visto, pensó, no me equivoqué al creer que aqui sucedía lo mismo que en la tierra. ¡Qué precaución he tenido trayendo dinero! Ahora podré comer y beber lo que me parezca.

Echó mano á su saco de dinero y se acercó á la cantina.

A cómo son? preguntó señalando á las sardinas.

—A céntimo, le contestó el cantinero.

—No es caro, se dijo el rico. Quizá se haya equivocado. Le preguntaré el precio de otra cosa.

¿Y esto? dijo señalando unos pastelillos caliontes, de apetitosa apariencia.

—A céntimo tambien, le contestó sonriendo el cantinero. El asombro del rico le divertía.

—Pues bien, deme diez sardinas y cinco pastelillos. Y quizá...

Y paseó la mirada con avidez por los tentadores platos. El cantinero le oía, pero no le servia.

—Aquí se paga por adelantado, dijo secamente.

—Con mucho gusto. Ahí va el dinero, y le dió una moneda de oro de cinco rublos.

El cantinero miró la moneda y la volvió á mirar.

Los céntimos que yo necesito no son de estos y mando á dos robustos mocetones dispuso que echasen de la cantina al rico. Este sintió una humillación profunda.

—¡Qué desgracia! penso. ¿Que quiere decir esto?

No toman más que céntimos. ¡Habráse visto cosa más rara! Va á ser preciso cambiar...

Olvidándose de que estaba muerto, corrió á casa de sus hijos y les dijo en sueños:

—Quedaos con el oro que me habéis dado. No Io necesito. Sustituidlo von céntimos, si no, estoy perdido...

Al dia siguiente los hijos, llenos de miedo, cumplieron la orden de su padre:

¡Ya tengo céntimos! exclamó el rico encaminándose hacia la cantina. Denme de comer porque tengo un hainbre horrible.

—Aqui se paga por adelantado, contestó secamente el cantinero.

—¡Ahí ténéis! exclamó el rico ofreciéndole un puñado de céntimos completamente nuevos. Pero, haced el favor de servirme.

El cantinero miró los centimos y se echó á reir.

—Veo, dijo, que no habéis aprendido gran cosa allá en la tierra. No aceptamos los cóntimos que nos pertenecen, sino aquellos otros que fueran dados del prójimo. ¿Habéis dado limosna alguna vez?

El rico bajó los ojos y se puso á pensar: nunca había socorrido á ningún pobre. Entonces los dos gañanes de la víspera lo ocharon de la cantina.

FIN