El "loco Castro"
EL "LOCO CASTRO"
Mi madre debió hacer ese año la cosecha. Mi padre estaba ausente. Las vacaciones nos llamaban a mi hermana y a mí al asoleo, a la fruta, al baño tras largo correr, descalzos, por la arena candente, con grandes sombreros de paja y echarnos en el agua del canal, sombreado por los duraznos cargados de fruto velludo, polvoriento, delicioso.
No éramos ricos. Sólo había en casa un poco de orgullo. Fué por eso que nuestra ida a la viña se realizó sin ostentación, sin ruido, desvistiendo a un santo para vestir a otro... como que allá fueron con nosotros algunos trastos para dar vida a lo que casi todo el año permanecía inhospitalario y solo.
La casa era grande: un corredor largo y ancho, muchas piezas que daban a él, un patio con un estanque, una obscura bodega, una sala con dos ventanas a la calle por donde se veían la acequia y muchos sauces llorones, cuyas ramillas verdes, fragantes, entraban y salían por entre los barrotes, mecidas apenas en la calma de aquellas siestas octavianas.
Mi madre se levantaba al amanecer. Ella debía ver entrar la gente al trabajo, recorrer el lagar, la bodega, y sólo entonces se unía a nosotros para tomar juntos el desayuno. Hecho ésto, corríamos a ver descargar la uva llevada desde los plantíos al lagar, y verla después pisar por recios mozos al son de alegres cantares. Más tarde nos llamaba el trasiego a la bodega, y allí nos quedábamos jugando en el suelo terrizo hasta que algún murciélago nos espantaba con su grito diabólico.
Al anochecer el corredor era alumbrado pálidamente por la luz de un farol adosado al muro y un perfume suave mundaba toda la casa. Aquella noche mi madre cosía a la luz de una lámpara. Estaba contenta. Había recibido carta de nuestro padre. Nosotros la dijimos:
—Madre, cuéntenos Vd. la historia del "loco Castro". Siempre nos lo prometió y nunca lo hizo.
—Sí, se las contaré a Vds., dijo animosa. Esta noche estoy contenta. Vuestro padre está bien, vendrá pronto.
—El "loco Castro"... No hará a Vds. mal esta historia?...
—No, dijimos a una.
—Bien: Sabrán Vds. que el "loco Castro" no se llama Castro; no sé yo por qué motivo las gentes apellídanlo así; pero sí sé que lo de "loco" y lo de Castro se liga a algo extraordinario que a este hombre sucedió. Vosotros le habéis visto, como los demás niños, y como todo el mundo, vagar por las calles, harapientodesgreñado, hablando solo, gesticulando, y detenerse algunas veces para post rarse y orar. Fué este hombre en sus mocedades un comerciante estimable; más tarde, hecha ya alguna fortuna, vendió su comercio y se hizo procurador.
Achaques de la edad — pues que ya frizaba con los sesenta — hiciéronle dejar la procuraduría, y fué entonces que se dedicó a negocios de usura. Solterón y avaro, fué odiado por todos.
Había en Pueblo Viejo, barrio que Vds. conocen, una honrada familia que las desgracias fueron precipitando en la ruina y la desesperación: la tisis fué haciendo en ella estragos, y de todos sus miembros sólo se salvó el jefe, un fuerte anciano.
Las necesidades imprevistas, el abandono de los propios intereses exigieron los préstamos del usurero — que llamaremos Castro — los que sólo sirvieron para acelerar el desastre. Cuéntase que el anciano, antes de abandonar la casa donde viera desaparecer a todos los suyos, para entregarla al prestamista, como el último despojo, le dijo: "Y aparézcasele a Vd. el padre Castro!".
Hay en Pueblo Viejo una pequeña iglesia, vetusta, al lado de la cual se alza una grande, no techada aúndestinada a desempeñar más tarde las funciones de la otra, derruída y diminuta. Existía en esta última una reliquia — que yo alcancé a ver—: un ataúd que encerraba el cuerpo de un padre Castro, inhumado allá por un ciento de años, más o menos, y cuyas vestiduras sacerdotales, y el cuerpo mismo del padre, se conservaban intactos. Cuando se dió en el hallazgo de estos restos mucho se habló y diéronse las gentes a pensar en un milagro de santidad, ya que el padre Castro fué dechado de ejemplares virtudes.
En la sazón de la maldición del anciano, estaba ileno el barrio de "apariciones" del padre Castro. Se decía que su espectro solía mostrarse en determinadas horas de la noche en el nuevo templo en construcción.
Refiérese que a la imprecación del anciano el usurero echó a reir. Fero algo quedó en su espíritu, algo que le preocupaba... De noche, cuando apagaba la luz, el recuerdo de la maldición era un verdugo que le arrebataba el sueño. Quiso ver por sus propios ojos que no había tales apariciones. Que patraña!...
Una noche clara — porque el usurero quería ver bien — fuése como a las doce de la noche y se sentó en el umbral de una gran portada de la fábrica en obra. Ahí esperó. Pero, como Vds. saben, aquí suele suceder que de buenas a primeras el tiempo se descompone. Así pasó esa noche. No hacía media hora que el usurero estaba muy satisfecho de su hazaña cuando un nubarrón empañó el cielo y todo se obscureció. Nuestro hombre quiso dar por terminada la aventura y se dispuso a emprender el camino de su casa, pero no pudo hacerlo: una fuerza extraña le aprisionaba en el sitio donde estaba. Consiguió ponerse en pie, volvióse hacia atrás, y vió en la obscuridad la figura de un espectro con las manos puestas en actitud de rechazo.
El pobre hombre echó a correr.
Al otro día cuando el anciano de la maldición se asomó a la puerta, vió al usurero de hinojos en el umbral. Estaba loco.
Mi hermana dijo a nuestra madre:
—Diga Vd., madre, y a todos los usureros se les aparece el padre Castro?...
—Sí, hija, a todos los usureros se les aparece el padre Castro.