La torre inclinada de Pisa
LA TORRE INCLINADA DE PISA
La familia de V. estaba de duelo. Había muerto su jefe. Las empresas de pompas fúnebres habían acudido en tropel a ofrecer sus servicios y en un santiamén se transformó en cámara mortuoria la mundana sala o recibimiento de la casa. Los muros fueron cubiertos con grandes paños de terciopelo negro y echáronse telas funebres a porfía sobre cuanto trasto no fué posible sacar de la amplia sala. En el centro estaba el costoso ataúd rodeado de altos candelabros de bronce. Por la mirilla de la tapa se veía la cara del "Tacaño" — que así apodaban las gentes al muerto — blanca, no cárdena, marfilinamente blanca.
Mariquita P. sabía por propia experiencia que a la ocasión la pintan calva, y tan luego supo la muerte de su vecino, se dijo: esta no se me escapa...
Pisaba ya los 40 y, aunque no hermosa, era atrayente: alta, delgada, con grandes ojos almendrados y unos dientes que ella sabía eran hermosos. No era ya caso de esperar; sus amigas de la infancia eran algunas abuelas. Mucho espulgó; perdió ocasiones que más tarde diéronla pena. No había más remedio que aguantar la pócima que antes no quiso apurar: el tendero Ramírez.
Ella sabía que el tendero la quería y que de ella dependía su unión con él; que sólo debía ir denodadamente contra la timidez de aquel hombre sencillo... No era, por otra parte, Ramírez un partido despreciable. Rico, con treinta años de residencia honesta en el paísqué mejor contrapeso para su tilde de viejo y feo? Los dos eran amigos de la familia del muerto y debían encontrarse en el velorio.
Cuando Mariquita entró en la capilla ardiente vió a Ramírez en un rincón todo compungido, y le dirigió una mirada llena de coquetería que turbó al ingenuo comerciante.
La gente entraba y salía. A las doce sólo Mariquita y el tendero velaban el cadáver. El olor a pavesa y el calor que despedían los cirios hacían irrespirable la atmósfera. El encargado de la capilla roncaba en el patio. Mariquita habló a Ramírez de lo triste que es vivir solos. Le recordó cosas pasadas... Y mientras esto decía, su cuerpo parecía la torre inclinada de Pisa, en un afán de buscar el hombro del tímido Ramírez.
Tres golpecitos sincrónicos como dados en la caja mortuoria, interrumpieron el coloquio, volviéndo la torre a la vertical.
—Debe ser un ratoncillo — dijo el tendero.
—Sí... — agregó ella, pero no convencida.
La conversación se reanudó y la torre inclinóse de nuevo. Minutos después sentíase como si alguien empujara con sigilo una de las ventanas. Mariquita y Ramírez se miraron como si pensaran en un indiscreto...
Al amanecer el matrimonio estaba concertado. Y como la torre necesitaba mayor base de sustentación, buscó una de las manos del afortunado tendero.
Pero los espíritus son un demonio, no quieren dejar solos a los muertos: un ruido fortísimo se sintió, ahí, cerca de los enamorados, como si un mueble hubiera estallado. Mariquita miró a Ramírez, como diciéndole:
es tiempo de separarnos, y le vió pálido, con la cara desfigurada.
—Qué tiene Vd.?, le dijo, sorprendida.
Ramírez no respondió; su cabeza cayó sobre el pecho como si fuera de plomo. Mariquita espantada, muda, le apretó una mano fuertemente, como animándole, pero ya el cuerpo de Ramírez había caído inerte sobre ella. La solterona púsose de pie aterrada y el tendero cayó exánime en el pavimento.
Mariquita salió al patio, despertó al encargado de la capilla, le dijo lo que sucedía; él la miró sin comprender; la solterona le empujó, le echó hacia la pieza. El buen hombre no entendía, estaba aún dormido. Mariquita avisó a la servidumbre de la casa. Se mandó por un médico. Concurrió el más próximo. Hizo llevar a Ramírez a un lecho, le auscultó: estaba muerto.
Mariquita desapareció tan pronto dió la voz de alarma. Mandó más tarde por noticias de su prometido. Se le hizo decir que había fallecido. Entonces se echó sobre un sofá... "Qué desgraciada era!... Y sobre todo, el mundo entero sabría cómo se había producido el deceso... que habían estado juntos, que ella había sido testigo de la muerte."
El cuerpo de Ramírez fué llevado a la casa que ocupó en vida. Fué requerido el certificado de defunción. El médico examinó el cadáver y como le viera pequeñas equimosis en una mano indicó la conveniencia de una autopsia.
Cuando la desdichada Mariquita se enteró de lo que se iba hacer al tendero sintió como un desvanecimiento. "Las equimosis...? pensó —; no se las habría hecho ella al apretar con desesperación la mano de Ramírez, para infundirle vida, aliento?... el tenía un anillo... No habría sido el anillo el instrumento contundente...?"
Mariquita se echó a la calle. Quería ver las equimosis. Nadie acompañaba el cadáver en ese instante. Aproximóse temblorosa a él, vió las dos manchitas moradas. Era lo que ella había pensado... era el anillo, era ella. Rápidamente llevó un dedo a la boca, lo untó con cristalina saliva, se lo pasó suavemente por la mejilla, como quién acaricia un pétalo rosado y lo paseó con timidez por las cárdenas manchitas. Y echó a correr.
Avisaron los sirvientes al médico que las equimosis habían desaparecido. Acudió el práctico, examinó otra vez el cadáver, y escribió: "Certifico que el comerciante Ramírez ha muerto de síncope cardíaco... con maquillage".