El «Gran Chelem»

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Dies irae (1920) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
El «Gran Chelem»

EL «GRAN CHELEM»


Jugaban al whist tres veces por semana: los martes, los jueves y los sábados. El domingo era un día muy a propósito para jugar, pero había que reservarlo para toda suerte de eventualidades: para las visitas, para el teatro, etc.; y, con ese motivo, consideraban dicho día como el más enfadoso de la semana. En verano, en la casa de campo, jugaban el domingo también.

He aquí el orden en que se colocaban: el grueso y colérico Maslenikov jugaba con Jacobo Ivanovich, mientras que Eufrasia Vasilievna lo hacía con su hermano Procopio Vasilievich, que parecía siempre malhumorado. Este orden se había establecido hacía mucho tiempo, cerca de seis años, y lo había propuesto Eufrasia Vasilievna; para ella y su hermano no tenía ningún atractivo el jugar separadamente, uno contra otro, porque de esa manera la ganancia de uno sería la pérdida del otro, y, a fin de cuentas, ni habrían ganado ni perdido. Y aunque, desde el punto de vista pecuniario, el juego no ofrecía gran interés, y el hermano y la hermana no necesitaban dinero, Eufrasia Vasilievna no podía comprender el placer de un juego desinteresado, y se ponía muy contenta cuando ganaba. El dinero ganado lo guardaba en una alcancía y lo consideraba más importante que los billetes de Banco que pagaba por el piso y empleaba en los gastos de la casa.

Se jugaba siempre en casa de Procopio Vasilievich, cuyo vasto piso no estaba habitado sino por él y su hermana; pues aunque había además un voluminoso gato blanco, estaba a toda hora dormido en un sillón y nada turbaba el silencio preciso para una labor seria. El hermano de Eufrasia Vasilievna era viudo: había perdido a su mujer al año de su boda, lo que le había producido tan honda impresión que había pasado dos meses en una clínica psiquiátrica. Ella era soltera, aun que había tenido en otro tiempo amores con un estudiante. Nadie, ni aun ella misma, sabía por qué no se había casado con él; pero todos los años, cuando la prensa publicaba su acostumbra da invitación a las afanas caritativas a acudir en socorro de los estudiantes necesitados, enviaba un billete de cien rublos al Comité que distribuía los donativos, firmando "Una desconocida".

Era el más joven de los jugadores: tenía cuarenta y tres años.

Al principio, Maslenikov, el jugador de más edad, estaba descontento del orden del juego. Le indignaba verse obligado a jugar siempre con Jacobo Ivanovich como compañero, lo que significaba para él la renuncia a sus sueños de ganar el gran chelem sin triunfos. El y su compañero eran hombres muy diferentes. Jacobo Ivanovich era un viejecillo enjuto, silencioso y severo, que llevaba en invierno y en verano una levita forrada de algodón. Llegaba siempre a las ocho justas, ni un minuto antes ni un minuto después, y cogía en seguida el pedacito de tiza con sus dedos secos, en uno de los cuales llevaba una ancha sortija con un brillante. Lo más enojoso para Maslenikov era la prudencia exagerada de su compañero, que no anunciaba nunca más de cuatro bazas, aunque tuviera en la mano cartas muy seguras. Una vez empezó a "marchar" por los dos, y siguió sin detenerse hasta el triunfo, ganando las trece bazas. Maslenikov tiró con cólera sus cartas sobre la mesa, y el viejecillo las recogió tranquilamente, inscribiendo con el pedacito de tiza sólo las cuatro bazas que había anunciado.

—Pero ¿por qué demonios no ha jugado usted el "gran chelem"?—exclamó Nicolás Dmitrievich (tal era el nombre de Maslenikov).

—¡No juego nunca más de cuatro!—respondió secamente el viejo.

Y añadió con tono doctoral:

—No se sabe nunca lo que puede ocurrir.

Todos los argumentos de Maslenikov eran inútiles. El, a su vez, se arriesgaba siempre, y, como no tenía suerte en el juego, perdía; pero no desmayaba, esperando tomar la revancha en seguida.

Poco a poco se adaptaron el uno al otro y se dejaron mutuamente en plena libertad. Maslenikov seguía arriesgándose, y el viejo seguía anunciando el juego de cuatro.

De esta guisa, jugaban en invierno y verano, en primavera y otoño. El viejo mundo arrastraba siempre la carga de su existencia interminable, ora tiñéndose de sangre, ora vertiendo lágrimas, haciendo resonar en el espacio por donde giraba los gemidos de los enfermos, de los hambrientos y de los oprimidos. Sólo Maslenikov llevaba a veces ecos vagos de aquella vida atormentada y extraña a los jugadores. De cuando en cuando llegaba con retraso, cuando los otros tres se hallaban ya en torno a la mesa de juego, sobre cuyo tapete verde disponían, en forma de abanico, las cartas.

Con sus mejillas sonrosadas, frotándose las manos, Maslenikov ocupaba en seguida su sitio frente a Jacobo Ivanovich, se excusaba y decía:

—¡Hay tanta gente en el bulevar! Su desfile no acaba nunca.

Eufrasia Vasilievna se creía en el deber, como ama de la casa, de no parar mientes en las pequeñas excentricidades de sus huéspedes, y mientras su hermano daba órdenes para que sirviesen el te, y el viejo Jacob Ivanovich, severo y silencioso, preparaba el pedazo de tiza, respondíale cortésmente a Maslenikov:

—Sí, hace buen tiempo... Pero empezaremos, si quiere usted.

Y empezaban.

El elevado cuarto, en cuyas cortinas y muebles acolchados se apagaban todos los ruidos, quedaba en completo silencio. La doncella andaba lentamente sobre la espesa alfombra, llevando los vasos de te bien cargadito, y sólo se oía el runrún de sus enaguas almidonadas, el rozar de la tiza sobre la mesa y los suspiros de Maslenikov, a quien la suerte le era adversa. Para él se colocaba, en una mesita separada, te poco cargado, que bebía con caramelos.

En invierno hacía saber que, por la mañana el termómetro marcaba diez grados bajo cero, y que a la sazón la temperatura había descendido a veinte. En verano decía:

—He visto un gran grupo de gente que iba a coger setas al bosque.

Eufrasia Vasilievna miraba, por serle grata, al cielo—en verano jugaban en la terraza—, y aunque no hubiera nubes y la lumbre del sol poniente dorase las copas de los árboles, comentaba:

—Siempre que no llueva...

El viejo Jacob Ivanovich disponía, con aire severo, las cartas sobre la mesa, y pensaba que Maslenikov era un hombre poco serio e incorregible.

Durante una temporada, Maslenikov turbó profundamente la calma de los jugadores; todas las tardes, en cuanto llegaba, pronunciaba dos o tres frases a propósito del proceso Dreyfus. Con ex presión triste, noticiaba:

—¡El proceso Dreyfus va muy mal!

O, por el contrario, con cara risueña y voz alegre, decía que el veredicto sería probablemente anulado.

Luego empezó a llevar periódicos, y leía en voz alta algunas noticias, siempre relativas a Dreyfus.

—Ya hemos leído eso—interrumpía secamente Jacob Ivanovich.

Pero Maslenikov no hacía caso de sus palabras y seguía leyendo cuanto juzgaba interesante. Una vez llegó a provocar una discusión entre los jugadores: Eufrasia Vasilievna no estaba conforme con el procedimiento jurídico legal y exigía que se pusiese a Dreyfus inmediatamente en libertad, sin esperar el veredicto, mientras que su hermano y Jacob Ivanovich insistían en que era preciso, ante todo, cumplir algunas formalidades, tan sólo después de las cuales se podía libertar a Dreyfus. Jacobo Ivanovich no tardó en dar por terminada la discusión. Señalando a la mesa, dijo:

—¿Empezamos?

Y empezaron a jugar, contestando con un silencio profundo a todas las observaciones de Maslenikov acerca del proceso Dreyfus.

De esta guisa, jugaban en invierno y verano, en primavera y otoño.

A veces ocurría algo, pero siempre de índole cómica. El hermano de Eufrasia Vasilievna se ponía de cuando en cuando tan mal de la cabeza que confundía las cartas de sus adversarios y, teniendo un buen juego, no hacía ni una sola baza. Maslenikov reía a carcajadas, y el viejecillo, sonriendo, observaba:

—Ha hecho usted mal en no jugar cuatro.

Lo que más impresión producía a los jugadores era que Eufrasia Vasilievna anunciase un gran juego. No sabía con qué carta jugar, y dirigía miradas suplicantes a su hermano, mientras los otros dos contertulios, a quienes inspiraban una, piedad caballeresca el sexo débil y su impotencia, le daban ánimos con sonrisas condescendientes y esperaban, sin impacientarse, su juego.

Generalmente, estaban todos serios, graves. Hacía mucho tiempo que las cartas habían dejado de ser a sus ojos cosas inanimadas. Cada palo, cada carta del palo, tenía para ellos individualidad y vida propia. Había palos favoritos y detestados, desgraciados y felices. Las cartas se combinaban entre ellas de un modo variado en extremo, y dicha variedad escapaba a toda regla y todo análisis; pero parecía, sin embargo, obedecer a ciertas leyes inmutables. La vida de las cartas tenía lugar independientemente de la de los jugadores. Los hombres ponían en ellas determinadas esperanzas, y ellas se burlaban, hacían precisamente lo contrario, como si tuviesen voluntad, gustos, simpatías y caprichos. Los corazones iban a parar con frecuencia a Jacobo Ivanovich, y Eufrasia Vasilievna tenía casi siempre una gran abundancia de bastos, aunque no le gustaban. A veces las cartas se ponían caprichosas, y Jacobo Ivanovich no sabía qué hacer con tanto basto, mientras que Eufrasia Vasilievna casi no tenía más que corazones, se alegraba mucho, anunciaba un gran juego y, naturalmente, perdía. Diríase entonces que las cartas se burlaban de ella. En cuanto a Maslenikov, todos los palos acudían a él con la misma frecuencia; pero ninguno permanecía mucho tiempo en sus manos, en las que las cartas eran a manera de huéspedes en una fonda, efímeros e indiferentes. A veces, durante varias noches, Maslenikov sólo tenía doses y treses, que le miraban de un modo irónico, como si se mofasen. Estaba seguro de que las cartas no ignoraban su ardiente deseo de jugar el "gran chelem", y hacían todo lo posible por impedírselo, siendo éste el motivo de que nunca pudiera reunir las necesarias. Aparentaba que le eran en absoluto indiferentes, y no se apresu raba nunca a mirarlas. Pero no conseguía sino muy raras veces engañarlas de esta manera: por lo común, adivinaban sus picardihuelas, y cuando las miraba veía tres seises que se le reían en las barbas y un rey de sonrisa triste, a quien los malditos seises habían llevado con ellos para que les hiciese compañía.

La que menos cuenta se daba de la vida misteriosa de las cartas era Eufrasia Vasilievna. El viejo Jacobo Ivanovich había adoptado, hacía tiempo, una actitud completamente filosófica: no se asombraba ni se entristecía ante los caprichos de tales seres, hallándose, por otra parte, al abrigo de toda sorpresa dolorosa, ya que nunca anunciaba más de cuatro bazas. Sólo Maslenikov no podía adaptarse a los referidos caprichos, burlas e inconstancias. En la cama, se imaginaba jugar el "gran chelem" sin triunfos, y no le parecía una cosa del otro jueves; bastaba que fueran acudiendo a sus manos el as, el rey y así sucesivamente; pero cuando, lleno de esperanza, se ponía a jugar, no sabía de dónde salían los malditos seises, que le enseñaban, mofadores, sus anchos dientes blancos. Había en ello una especie de fatalidad. Y poco a poco, un "gran chelem" sin triunfos llegó a ser el deseo más ardiente, la ilusión suprema de Maslenikov.

Algunos acontecimientos tuvieron lugar, aparte de los relacionados con el juego. El voluminoso gato blanco de Eufrasia Vasilievna se murió de viejo, y, con permiso del propietario de la casa, fué enterrado en el jardín, bajo un tilo. Algún tiempo después, Maslenikov desapareció durante dos semanas enteras, y los jugadores no sabían qué pensar ni qué hacer, con tanto más motivo cuanto que el whist jugado por tres se oponía a todas las tradiciones y ofrecía para ellos un interés muy escaso. Diríase que hasta las cartas notaban su ausencia y sorprendían a los jugadores con combinaciones insólitas.

Cuando Maslenikov reapareció al fin, sus mejillas sonrosadas, que contrastaban tan extrañamente con sus cabellos blancos, habíanse tornado grises, y él parecía más pequeño.

Contó que su hijo primogénito había sido detenido, no sabía por qué, y enviado a Petersburgo. Todos estaban asombrados, pues incluso ignoraban que Maslenikov tuviera un hijo. Acaso se lo hubiera dicho alguna vez, pero lo habían olvidado.

A los pocos días volvió a hacer novillos, precisamente un sábado, día en que, con arreglo a las costumbres establecidas, duraba más el juego, y los jugadores se asombraron al saber que Maslenikov padecía una enfermedad cardíaca y que justamente aquel sábado había sufrido un ataque muy fuerte. Después reinó de nuevo el orden. El juego se hizo aún más interesante y más serio, pues Maslenikov ya no hablaba de cosas extrañas a las cartas. De nuevo no se oía sino el runrún de las enaguas almidonadas de la doncella y el suave ruido de los naipes, manejados por los jugadores. Las cartas seguían viviendo su propia vida silente y misteriosa, por completo distinta de la de los hombres. Como antes, se manifestaban respecto a Maslenikov, ora indiferentes, ora malévolas e irónicas, y él veía en ello una especie de fatalidad, algo así como un mal presagio.

Pero he aquí que un jueves, el 26 de noviembre, un extraño cambio se produjo inopinadamente en las cartas. En cuanto el juego comenzó, Maslenikov se vió en posesión de cartas tan buenas que anunció el "pequeño chelem" y ganó. Luego reaparecieron, durante un ratito, los seises; mas volvieron al cabo a desaparecer, y empezaron a presentarse palos enteros. Se presentaban observando riguroso turno, como si todos quisieran gozarse en la alegría de Maslenikov, que no cesaba de anunciar grandes juegos. Todos, sin exceptuar al imperturbable Jacob Ivanovich, estaban asombrados. La emoción de Maslenikov—tan intensa que se le caían los naipes de las manos—se contagió a los demás jugadores.

—¡Tiene usted hoy una gran suerte!—dijo el hermano de Eufrasia Vasilievna con tono sombrío; pues nada le inspiraba tanto temor como una suerte demasiado grande, en su seguridad de que siempre la seguía gran desgracia.

Eufrasia Vasilievna se alegraba mucho de que Maslenikov, al fin, tuviera buenas cartas. Cuando oyó la fatídica observación de su hermano, escupió ligeramente por el colmillo tres veces seguidas, lo que era un conjuro eficacísimo contra na desgracia presagiada.

—¡Pchu, pchu, pchu!—hizo—. No tiene nada de particular; cuanto más buenas sean las cartas, mejor. Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que la suerte siga.

Hubo un instante en que las cartas se diría que reflexionaban y ponían cara de duda. Llegaron a presentarse varios doses, que parecían muy confusos; luego, nuevamente, con más velocidad aún, empezaron a sucederse los ases, los reyes, las damas. Maslenikov apenas tenía tiempo de recoger sus cartas, anunciaba grandes juegos y estaba tan emocionado que cometía frecuentes torpezas. Ganaba sin tregua, aunque Jacob Ivanovich no le decía una palabra sobre los ases que tenía en la mano; el asombro del viejecillo se convirtió en desconfianza respecto a aquel súbito cambio. Una vez más manifestó su decisión inquebrantable de no jugar sino cuatro bazas. Maslenikov se enfadaba con él, se ponía rojo de cólera y de emoción, respiraba con dificultad. Anunciaba sin titubear los grandes juegos, seguro de antemano de que encontraría en la reserva lo que le hiciese falta.

Cuando recibió las cartas de manos del sombrío Procopio Vasilievich y las miró, su corazón empezó a latir violentamente, y luego casi se detuvo; sus ojos se nublaron, y estuvo a punto de caerse: tenía en la mano doce bazas; los tréboles y los corazones, desde el as hasta él diez, el as y el rey de copas. Si encontrase, además, el as de bastos en la reserva, podría jugar el "gran chelem" sin triunfos.

—¡Dos sin triunfos!—anunció, para comenzar, con voz alterada.

—¡Tres bastos! —replicó Eufrasia Vasilievna, no menos emocionada, pues tenía todos los bastos, a partir del rey.

—¡Cuatro corazones!—dijo secamente Jacobo Ivanovich.

Maslenikov elevó de repente el juego hasta el "pequeño chelem"; pero Eufrasia Vasiiievna, arrastrada por el entusiasmo de la lucha, no quiso ceder, y, aunque no le cabía duda de que sería derrotada, anunció el "gran chelem", en bastos.

Maslenikov, meditó un momento, y con cierta solemnidad, tras la que se adivinaba el miedo, anunció lentamente:

—¡"Gran chelem" sin triunfos!

El asombro de los jugadores era indescriptible. ¡Maslenikov jugaba el "gran chelem" sin triunfos! El hermano de Eufrasia Vasilievna no pudo contener un exclamación de sorpresa:

—¡Oh!

Maslenikov alargó la mano para coger las cartas de la reserva; pero se tambaleó y tiró la vela que ardía sobre la mesa. Eufrasia Vasilievna la cogió. Maslenikov permaneció un segundo inmóvil y derecho; después, colocando sus cartas sobre el tapete, agitó los brazos y empezó a caer lentamente hacia el lado izquierdo. En su caída derribó la mesita colocada junto a él, sobre la que había un vaso de te, y la destrozó con el peso de su cuerpo.

El doctor declaró que Maslenikov había muerto a causa de un ataque cardíaco. Para consolar a los otros, dijo que la muerte no debió ser dolorosa.

Colocaron el cadáver en un gran diván turco en la misma habitación donde habían estado jugando. Cubierto con una sábana, parecía enorme y tenía un aspecto terrible. Una pierna había que dado descubierta, y diríase que no le pertenecía. Se veía, pegada a la suela de la bota, negra y casi nueva, una envoltura de bombón.

La mesa de juego seguía aún en el mismo sitio, con las cartas de los vivos desparramadas en desorden y las del muerto formando un montoncito, ordenadas, como él las había dejado en su último instante.

Jacob Ivanovich recorría la estancia despacito, indeciso, evitando mirar al muerto y procurando no salirse de la alfombra, porque sobre el suelo desnudo sus altos tacones sonaban ruidosamente. Después de pasar muchas veces por delante de la mesa de juego, se detuvo, cogió las cartas de Maslenikov, las examinó y las volvió a poner donde estaban y en el mismo orden. Luego miró la reserva, en la que encontró el as de bastos, precisamente el que necesitaba Maslenikov para el "gran chelem".

Dió algunas vueltas más por la estancia, salió a la haibitación inmediata, se abotonó bien la levita forrada de algodón y empezó a llorar; le daba mucha lástima el muerto. Con los ojos cerrados, esforzábase en recordar el rostro de Maslenikov, tal como era cuando el pobre vivía aún, cuando ganaba y se reía de gusto. Lamentaba que el muerto fuera un hombre poco serio y quisiera ganar a toda costa el "gran chelem" sin triunfos. Todos los detalles de la velada trágica fueron acudiendo a su memoria; Maslenikov había comenzado por jugar cinco carreux, y a medida que se producía el cambio milagroso en sus cartas, había se ido arrebatando hasta anunciar el "gran chelem". Jacob Ivanovich presentía un no sé qué inquietante, fatal, en aquel brusco cambio, y he aquí que Maslenikov había muerto en el preciso instante en que iba a ganar el "gran chelem".

Cuando pensaba esto, una idea terrible en su simplicidad sacudió el cuerpo enjuto de Jacob Ivanovich y le hizo saltar de su asiento. Mirando en torno suyo, como si buscase a quien le había susurrado la idea al oído, Jacob Ivanovich dijo en alta voz:

—Pero no sabrá nunca que estaba el as de bastos en la reserva y que tenía, por lo tanto, un "gran chelem" seguro. ¡No lo sabrá nunca!

Y le pareció que basta entonces ¡no había comprendido claramente lo que era la muerte. Sí, lo comprendía entonces, y la muerte se le aparecía, por primera vez, como algo estúpido, horrible e irreparable. ¡Maslenikov no lo sabría nunca! Jacob Ivanovich podía gritar con todas sus fuerzas al oído del muerto que tenía el "gran chelem", podía llorar, suplicar, enseñarle las cartas; Maslenikov no le oiría y no lo sabría nunca, pues ya no existía en el mundo ningún Maslenikov. Si hubiera dispuesto un segundo más del don misterioso de la vida habría podido ver el as de bastos y habría sabido que tenía el "gran chelem"; pero a la sazón todo había acabado: ¡no sabía nada ni lo sabría nunca ya!

—¡Nunca!—pronunció Jacob Ivanovich lentamente, deletreando, como si quisiera convencerse de que esa palabra existía realmente y tenía sentido.

Sí, la palabra existía, tenía sentido, un sentido tan cruel y monstruoso que Jacob Ivanovich se dejó caer en el sillón y empezó a llorar dolorosamente, lleno de piedad por aquel que no sabría ya nunca nada, por sí mismo, por todos, porque todos, un día u otro, serían víctimas de aquella cosa horrible, terrible, ciegamente cruel. Y, sin dejar de llorar, imaginábase que jugaba con las cartas de Maslenikov, hacía una baza tras otra, hasta llegar a trece, y pensaba de nuevo que Maslenikov no lo sabría ya nunca. Fué la primera y última vez que Jacob Ivanovich traicionó sus principios, y, olvidando que nunca jugaba más que cuatro bazas, jugó, por amistad al muerto, el "gran chalem" sin triunfos.

—¿Está usted aquí, Jacob Ivanovich?—dijo, en trando, Eufrasia Vasilievna.

Se sentó y empezó a llorar.

—¡Es terrible! ¡Es terrible! Se miraban y lloraban ambos en silencio, pensando que allí, junto a ellos, en la estancia vecina, sobre el sofá turco, yacía el muerto, frío, pesado y mudo.

—¿Ha enviado usted a alguien a su casa?—preguntó Jacob Ivanovich, sonándose estrepitosamente.

—Sí, mi hermano ha ido con la doncella. Pero ¿cómo averiguarán su dirección? No sabemos dónde vivía.

—¿No vivía ya en el mismo piso que el año anterior?—preguntó, distraído, Jacob Ivanovich.

—No, se mudó. La doncella dice que una noche tomó un coche de punto para ir a la avenida Novinsky.

—Darán con su casa, sin embargo. La Policía debe saber...—la tranquilizó Jacob Ivanovich—. Creo que era casado...

Eufrasia Vasilievna, sumida en sus reflexiones, no contestó. Le pareció a Jacob Ivanovich que estaba pensando lo mismo que a él acababa de ocurrírsele. Se sonó otra vez, se guardó el pañuelo en el bolsillo de la levita forrada de algodón, y dijo, mirando a través de las lágrimas a Eufrasia Vasilievna:

—¿Dónde encontraremos ahora el cuarto compañero?

Pero la dama estaba absorta en sus preocupaciones de orden material, relativas a aquella muerte repentina, y no oyó la pregunta. Tras un corto silencio, interrogó a su vez:

—Y usted, Jacob Ivanovich, ¿sigue viviendo en el mismo piso?


FIN