El Discreto/Realce II
Realce II
Del señorío en el decir y en el hacer
[editar]Discurso académico
Es la humana naturaleza aquella que fingió Hesíodo, Pandora. No la dio Palas la sabiduría, ni Venus la hermosura, tampoco Mercurio la elocuencia, y menos Marte el valor, pero sí el arte, con la cuidadosa industria, cada día la van adelantando con una y otra perfección.[1] No la coronó Júpiter con aquel majestuoso señorío en el hacer y en el decir, que admiramos en algunos; dióselo la autoridad conseguida con el crédito, y el magisterio alcanzado con el ejercicio.
Andan los más de los hombres por extremos. Unos, tan desconfiados de sí mismos, o por naturaleza propia o por malicia ajena, que les parece que en nada han de acertar, agraviando su dicha y su caudal,[2] siquiera en no probarlo; en todo hallan qué temer, descubriendo antes los topes que las conveniencias, y ríndense tanto a esta demasía de poquedad, que, no atreviéndose a obrar por sí, hacen procura[3] a otros de sus acciones y aun quereres. Y son como los que no se osan arrojar al agua sino sostenidos de aquellos instrumentos que comúnmente tienen de viento lo que les falta de sustancia.[4]
Al contrario, otros tienen una plena satisfacción de sí mismos; viven tan pagados de todas sus acciones, que jamás dudaron, cuanto menos condenaron, alguna. Muy casados con sus dictámenes, y más cuanto más erróneos; enamorados de sus discursos, como hijos, más amados cuanto más feos; y como no saben de recelo, tampoco de descontento. Todo les sale bien, a su entender; con esto viven contentísimos de sí, y mucho tiempo, porque llegaron a una simplicísima felicidad.
Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura, y consiste en una audacia discreta, muy asistida de la dicha.
No hablo aquí de aquella natural superioridad que señalamos por singular realce al Héroe,[5] sino de una cuerda intrepidez, contraria al deslucido encogimiento, fundada, o en la comprensión de las materias, o en la autoridad de los años, o en la calificación de las dignidades, que en fe de cualquiera de ellas puede uno hacer y decir con señorío.
Hasta las riquezas dan autoridad. Dora las más veces el oro las necias razones de sus dueños; comunica la plata su argentado sonido a las palabras, de modo que son aplaudidas las necedades de un rico, cuando las sentencias de un pobre no son escuchadas.
Pero la más ventajosa superioridad es la que se apoya en la adecuada noticia de las cosas, del continuo manejo de los empleos. Hácese uno primero señor de las materias, y después entra y sale con despejo, puede hablar con magistral potestad y decir como superior a los que atienden, que es fácil señorearse de los ánimos después, si de los puntos primero.[6]
No basta la mayor especulación para dar este señorío, requiérese el continuado ejercicio en los empleos, que de la continuidad de los actos se engendra el hábito señoril.
Comienza por la naturaleza y acaba de perfeccionarse con el arte. Todos los que lo consiguen se hallan las cosas hechas; la superioridad misma les da facilidad, que nada les embaraza; de todo salen con lucimiento. Campean al doble sus hechos y sus dichos; cualquiera medianía, socorrida del señorío, pareció eminencia, y todo se logra con ostentación.
Los que no tienen esta superioridad entran con recelo en las ocasiones, que quita mucho del lucimiento, y más si se diere a conocer. Del recelo nace luego el temor, que destierra criminalmente la intrepidez, con que se deslucen y aun se pierden la acción y la razón. Ocupa el ánimo de suerte que le priva de su noble libertad, y sin ella se ataja el discurrir, se hiela el decir y se impide el hacer, sin poder obrar con desahogo, de que depende la perfección.
El señorío en el que dice concilia luego respeto en el que oye, hácese lugar en la atención del más crítico y apodérase de la aceptación de todos. Ministra palabras y aun sentencias al que dice, así como el temor las ahuyenta, que un encogimiento basta a helar el discurso, y aunque sea un raudal de elocuencia lo embarga la frialdad de un temor.
El que entra con señorío, ya en la conversación, ya en el razonamiento, hácese mucho lugar y gana de antemano el respeto, pero el que llega con temor, él mismo se condena de desconfiado y se confiesa vencido; con su desconfianza da pie al desprecio de los otros, por lo menos a la poca estimación.
Bien es verdad que el varón sabio ha de ir deteniéndose, y más donde no conoce; entra con recato sondando los fondos, especialmente si presiente profundidad, como lo encargaremos en nuestros Avisos al Varón Atento.
Con los príncipes, con los superiores y con toda gente de autoridad (aunque conviene, y es preciso reformar esta señoril audacia, pero no de modo que dé en el otro extremo de encogimiento), aquí importa mucho la templanza, atendiendo a no enfadar por lo atrevido, ni deslucirse por lo desanimado; no ocupe el temor de modo que no acierte a parecer, ni la audacia le haga sobresalir.
Hay condiciones de personas que es menester entrarles con superioridad, no sólo en caso de mandar, sino de pedir y de rogar; porque si estos tales conciben que se les tiene respeto, no digo ya recelo, se engríen a intolerables; y éstos comúnmente son de aquellos que los humilló bien naturaleza y los levantó mal su suerte. Sobre todo, Dios nos libre de la vil soberbia de remozos de palacio, insolentes de puerta y de saleta.
Brilla este superior realce en todos los sujetos, y más en los mayores. En un orador es más que circunstancia; en un abogado, de esencia; en un embajador es lucimiento; en un caudillo, ventaja; pero en un príncipe es extremo.
Hay naciones enteras majestuosas, así como otras sagaces y despiertas. La española es por naturaleza señoril; parece soberbia lo que no es sino un señorío connatural. Nace en los españoles la gravedad del genio, no de la afectación, y así como otras naciones se aplican al obsequio, ésta no, sino al mando.
Realza grandemente todas las humanas acciones, hasta el semblante, que es el trono de la decencia. El mismo andar, que en las huellas suele estamparse el corazón, y allí suelen rastrearlo lo juiciosos en el obrar y en el hablar con eminencia, que la sublimidad de las acciones la adelanta al doble la majestad en el obrarlas.
Nácense algunos con un señorío universal en todo cuanto dicen y hacen, que parece que ya la naturaleza los hizo hermanos mayores de los otros; nacieron para superiores, si no por dignidad de oficio, de mérito. Infúndeseles en todo un espíritu señoril, aun en las acciones más comunes; todo lo vencen y sobrepujan. Hácense luego señores de los demás, cogiéndoles el corazón, que todo cabe en su gran capacidad, y aunque tal vez tendrán los otros más ventajosas prendas de ciencia, de nobleza y aun de entereza, con todo eso prevalece en éstos el señorío, que los constituye superiores, si no en el derecho, en la posesión.
Salen otros del torno de su barro, ya destinados para la servidumbre, de unos espíritus serviles, sin género de brío en el corazón, inclinados al ajeno gusto y ceder el propio a cuantos hay. Éstos no nacieron para sí, sino para otros, tanto, que alguno fue llamado «el de todos». Otros dan en lisonjeros, aduladores, burlescos, y peores empleos, si los hay. ¡Oh, cuántos hizo superiores la suerte en la dignidad, y la naturaleza esclavos en el caudal!
Este coronado realce, como es rey de los demás, lleva consigo gran séquito de prendas; síguele el despejo, la bizarría de acciones, la plausibilidad y ostentación, con otras muchas de este lucimiento. Quien las quisiere admirar todas juntas, hallarlas ha en el excelentísimo señor don Fernando de Borja,[7] hijo del benjamín de aquel gran duque santo,[8] heredado en los bienes de su diestra, digo, en su prudencia, en su entereza y en su cristiandad, que todas ellas le hicieron amado, no virrey, sino padre, en Aragón, venerado en Valencia, favorecido del grande de los Filipos en lo más, que es confiarle a su prudente, majestuosa y cristiana disciplina un príncipe único, para que le enseñe a ser rey y a ser héroe, a ser fénix, émulo del celebrado Aquiles, en fe de su enseñanza.
Y aunque todos estos realces la veneran reina, atiende mucho esta gran prenda a que no la desluzcan algunos defectos que, como sabandijas, siguen de ordinario. La grandeza puede tal vez degenerar, por exceso, en afectación, en temeridad imprudente, en el aborrecible entretenimiento, vana satisfacción y otros tales; que todos son grandes padrastros de la discreción y de la cordura.