El Discreto/Realce III
Realce III
Hombre de espera
[editar]Alegoría
En un carro y en un trono, fabricado éste de conchas de tortugas, arrastrado aquél de rémoras, iba caminando la Espera por los espaciosos campos del Tiempo al palacio de la Ocasión.
Procedía con majestuosa pausa, como tan hechura de la Madurez, sin jamás apresurarse ni apasionarse; recostada en dos cojines, que la presentó la Noche, sibilas[1] mudas del mejor consejo en el mayor sosiego.[2] Aspecto venerable, que lo hermosean más los muchos días; serena y espaciosa frente, con ensanches de sufrimiento; modestos ojos entre cristales de disimulación; la nariz grande, prudente desahogo de los arrebatamientos de la irascible y de las llamaradas de la concupiscible; pequeña boca con labios de vaso atesorador, que no permiten salir fuera el menor indicio del reconcentrado sentimiento porque no descubra cortedades del caudal;[3] dilatado el pecho, donde se maduran y aun podrecen[4] los secretos, que se malogran comúnmente por aborto; capaz estómago, hecho a grandes bocados y tragos de la fortuna, de tan grande buche, que todo lo digiere; sobre todo, un corazón de un mar, donde quepan las avenidas de pasiones y donde se contengan las más furiosas tempestades, sin dar bramidos, sin romper sus olas, sin arrojar espumas, sin traspasar ni un punto los límites de la razón. Al fin, toda ella de todas maneras grande: gran ser, gran fondo y gran capacidad.
Su vestir no era de gala, sino de decencia; más cumplido cuanto más ajustado, que lo aliñó el Decoro. Tiene por color propio suyo el de la Esperanza, y lo afecta en sus libreas, sin que haya jamás usado otro, y entre todos aborrece positivamente el rojo, por lo encendido de su cólera primero y de su empacho después. Ceñía sus sienes por vencedora y por reina (que quien supo disimular supo reinar) con una rama del moral prudente.[5]
Conducía la Prudencia el grave séquito. Casi todos eran hombres, y muy mucho algunas raras mujeres.[6] Llevaban todos báculos por ancianos y peregrinos; otros se afirmaban en los cetros, cayados, bastones y aun tiaras, que los más eran gente de gobierno. Ocupaban el mejor puesto los italianos, no tanto por haber sido señores del mundo, cuanto porque lo superior ser. Muchos españoles, pocos franceses, algunos alemanes y polacos que a la admiración de no ir todos satisfizo la Política juiciosa con decir que aquella su detenida común pausa procede más de lo helado de su sangre que de lo detenido de su espíritu. Quedaba un grande espacio de vacío, que se decía haber sido de la prudentísima nación inglesa, pero que desde Enrico VIII acá faltaban al triunfo de la Cordura y de la Entereza.[7] Sobresalían por su novedad y por su traje los políticos chinas.[8]
Iban muy cerca del triunfante carro algunos grandes hombres que los hizo famosos esta coronada prenda, y ahora, en llevarlos a su lado mostraba su estimación. Allí iba el tardador Fabio Máximo, que con su mucha espera desvaneció la gallardía del mejor cartaginés y restauró la gran república romana.[9] A su lado campeaba el Bastón de los Franceses, consumiendo sus numerosas huestes con la detención y acabando con la vida y con la paciencia de Filipo.[10] El Gran Capitán, muy conocido por su empresa, que sacó en Barleta: aquélla que con grande ingenio enseñaba a tener juicio y le valió un reino, conquistado más con la cordura que con la braveza.[11] Antes de él, el Magnánimo aragonés, forjando a fuego lento, de las cadenas de su prisión, una Corona.[12] Iban muchos filósofos y sabios, catedráticos de ejemplo y maestros de experiencia.
Gobernaba el Tiempo la autorizada pompa, que el mismo ir tropezando con sus muletas era lo que mejor le salía. Cerraba la Sazón por retaguarda, ladeada del Consejo, del Pensar, de la Madurez y del Seso. Era esto una muy tarde, cuando vivamente les comenzó a tocar arma un furioso escuadrón de monstros, que lo es todo extremo de pasión, el indiscreto Empeño, la Aceleración imprudente, la necia Facilidad y el vulgar Atropellamiento; la Inconsideración, la Prisa y el Ahogo; toda gente del vulgacho de la Imprudencia.
Conoció su grande riesgo la Espera por no llevar armas ofensivas, faltar el polvorín (que es munición vedada en su milicia), por estar reformado el Ímpetu y desarmado el Furor.
Mandó hacer alto a la Detención, y ordenó a la Disimulación que los entretuviese mientras consultaba lo hacedero. Discurriose con prolijidad, muy a la española, pero con igual provecho.
Decía el sabio Biante,[13] gran benemérito de esta gran señora de sí misma, que imitase a Júpiter, el cual no tuviera ya rayos si no tuviera Espera. Luis XI de Francia votó que se disimulase con ellos, que él no había enseñado ni más gramática ni más política a su sucesor.[14] El rey don Juan II de los aragoneses (que hay naciones de Espera, y ésta lo es por extremo, y de la Prudencia) la dijo que advirtiese que hasta hoy más había obrado la tardanza española que la cólera francesa.[15] El grande Augusto coronó su voto y sus aciertos con el festina lente.[16] El duque de Alba volvió a repetir su razonamiento en la jornada sobre Lisboa.[17]
Dijeron todos mucho en breve. Dilatose más el Católico rey don Fernando, como príncipe de la Política (y eslo mucho la Espera). «Sea uno - decía- señor de sí, y lo será de los demás. La detención sazona los aciertos y madura los secretos, que la aceleración siempre pare hijos abortivos sin vida de inmortalidad. Hase de pensar de espacio y ejecutar de presto; ni es segura la diligencia que no nace de la tardanza: tan presto como alcanza las cosas, se le caen de las manos; que a veces el estampido del caer fue aviso del haber tomado. Es la Espera fruta de grandes corazones y muy fecunda de aciertos. En los hombres de pequeño corazón ni caben el tiempo ni el secreto». Concluyó con este oráculo catalán: «Deu no pega de bastó, sino de saó».[18]
Pero el gran Triunfador de Reyes, Carlos V, aquél que en Alemania, con más espera que gente, quebrantó las mismas peñas, las duras y las graves,[19] la aconsejó que, si quería vencer, pelease a su modo: esto es, que esgrimiese la muleta del Tiempo, mucho más obradora que la acerada clava de Hércules. Ejecutolo tan felizmente, que pudo al cabo frustrar el ímpetu y enfrenar el orgullo a aquellas más furias que las infernales, y quedó victoriosa, repitiendo: «El tiempo y yo, a otros dos».[20]
Este suceso contó el Juicio al Desengaño, como quien se halló presente.