El Discreto/Realce IV
Realce IV
De la galantería
[editar]Memorial a la discreción
Tienen su bizarría las almas, harto más relevante que la de los cuerpos: gallardía del espíritu, con cuyos galantes actos queda muy airoso un corazón. Llévanse los ojos del alma bellezas interiores, así como los del cuerpo la exterior; y son más aplaudidas aquellas del juicio que lisonjeada esta del gusto.
Soy realce en nada común y, aunque universal en los objetos, en los sujetos soy muy singular. No quepo en todos, porque supongo magnanimidad, y con tener tantos pechos[1] un villano, para la galantería no le tiene.
Tuve por centro el corazón de Augusto que, escudándose conmigo, venció la vulgar murmuración y triunfó galante de los públicos convicios,[2] quedando más memorable su grandeza de haberlos despreciado que la romana libertad de haberlos dicho.
Así que mi esfera es la generosidad, blasón de grandes corazones y grande asunto mío; hablar bien del enemigo y aun obrar mejor: máxima de la divina fe, que apoya tan cristiana galantería.
Mi mayor lucimiento libro en los apretados lances de la venganza; no se los quito, sino que se los mejoro, convirtiéndola, cuando más ufana, en una impensada generosidad con aclamaciones de crédito.
Por este camino consiguió la inmortal reputación Luis XII, que siempre fueron galantes los franceses, digo, los nobles. Temíanle rey los que le injuriaron duque; mas él, transformando la venganza en bizarría, pudo asegurarlos con aquel más repetido que asaz apreciado dicho: «¡Eh!, que no venga el rey de Francia los agravios hechos al duque de Orliens».[3] Pero ¿qué mucho quepan estas bizarrías en un rey de hombres cuando campean en el de las fieras? Puede el león enseñar a muchos galantería, que las fieras se humanan cuando los hombres se enfierecen, y si degeneraron tal vez, fue (a ponderación de Marcial) por haberse maleado entre los hombres.[4]
Soy política también, y aun la gala de la mayor razón de Estado, que ésta y yo hicimos inmortal al rey don Juan el Segundo, el de Aragón, digo, el día que en aquel célebre teatro de su fama, Cataluña, trocó la más irritada venganza en la más inaudita clemencia: en viéndose vencedor del catalán, pasó a serlo de sí mismo. ¡Oh, nuevo y raro modo de entrar triunfando en (la tan cara) Barcelona en carros de Misericordia! Que fue entrada en los corazones, con vítores de padre español y desengaños del extranjero padrastro.[5]
No estimo tanto las victorias que consigo de la envidia, si bien mi mayor émula; solicítolas, pero no las blasono; nunca afecto vencimientos, porque nada afecto, y cuando los alcanza el merecimiento, los disimula la ingenuidad.
Pierdo tal vez de mi derecho, para adelantarme más, y cuando parece que me olvido del decoro en el ceder, me levanto con la reputación en el exceder. Transformo en gentileza lo que fuera un vulgar desaire; pero no cualquiera, que las quiebras de infamia con ningún artificio se sueldan.
Fue siempre grande sutileza hacer gala de los desaires y convertir en realces de la industria los ya que fueron disfavores de la naturaleza y de la suerte. El que se adelanta a confesar el defecto propio cierra la boca a los demás; no es desprecio de sí mismo, sino heroica bizarría, y, al contrario de la alabanza, en boca propia se ennoblece.
Soy escudo bizarro en los agravios, socorriendo con notable destreza en las burlas y en las veras. Con un cortesano desliz, ya de un mote y ya de una sentencia, doy salida muchas veces a muchos graves empeños y saco airosamente del más confuso laberinto.
Gran consorte del Despejo y muy favorecida de él, adelantando siempre las acciones, porque las especiosas en sí las realzo más,[6] y las sospechosas las doro a título del despejo y a excusa de bizarría. Desembarázome tal vez de un recato majestuoso a lo humano, de un encogimiento religioso a lo cortés, de un melindre femenil a lo discreto; y lo que se condenara por descuido del decoro se disimula por galantería de condición; pero siempre con templanza, no deslice a demasía, por estar muy a los confines de la liviandad.
Tengo grandes contrarios, para que sean más lucidas mis victorias; atropello muchos vicios, para valer por muchas virtudes; de sola la vileza triunfo con algo de afectación, que jamás la supe hacer, y aborrezco de oposición toda poquedad, ya de envidia, ya de miseria. Préciome de muy noble y lo soy, hidalga de condición y de corazón. Tengo por empresa[7] al gavilán, el galante de las aves, aquél que perdona por la mañana al pajarillo que le sirvió de calentador toda la noche, si pudo darle calor la sangre helada del miedo, y, prosiguiendo con la comenzada gentileza, vuela a la contraria parte que él voló, por no encontrarle y poner otra vez su generosidad en contingencia.
Todo grande hombre fue siempre muy galante, y todo galante, héroe; porque o supongo o comunico la bizarría de corazón y de condición. Toda prenda campea mucho en el varón grande, y más, cuanto mayor, porque, juntas entonces la grandeza del realce y la del sujeto, doblan la perfección.
Pareceré a algunos realce nuevo, pero no a aquellos que ha mucho me admiran en aquella mayor esfera de mi lucimiento, el excelentísimo Conde de Aranda;[8] aquél, digo, que ha hecho tantos y tan relevantes servicios a su Dios en culto, a su rey en donativo y a su patria en celo; aquél a quien debe más esplendor su real casa de Urrea que a todos juntos sus antepuestos soles; aquél que ha eternizado juntamente su piedad cristiana y su nobilísima grandeza en conventos, en palacios y en hazañas, y todo esto con grande galantería, consiguiendo el inmortal renombre de bizarro, de galante, de magnánimo y héroe máximo de Aragón, a sombra de cuyo patrocinio llego yo a darte, ¡oh, gran reina de lo discreto!, este memorial de mis méritos, con pretensiones de que me admitas al plausible cortejo de tus heroicas, inmortales y válidas prendas.[9]