Ir al contenido

El Discreto/Realce VI

De Wikisource, la biblioteca libre.

Realce VI


No sea desigual

[editar]

Crisis[1]

No se acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos, antes bien ofende más la mancha en el brocado que en el sayal. Es la desigualdad achaque de grandes y aun de príncipes, en algunos por naturaleza, en los más por afectación.

Es de mar su condición y aun para marear, que hoy lisonjea lo que mañana abomina, y en dos inmediatos instantes no levanta en el uno hasta las estrellas sino para abatir en el otro hasta los abismos.

En tan anómalo proceder suelen perderse los bisoños, cuando ganarse los expertos; que hay grandes maestros del arte de marear[2] en palacio; a éstos les es materia de risa, como a escarmentados, lo que a aquéllos de confusión; anímanse unos con lo mismo que otros desmayan, porque saben que la misma mudanza que hoy atormenta con el desvío, mañana rogará con el favor. Está el remedio en el mismo origen del mal, que es la ordinaria desigualdad.

¡Oh el prudente! ¡Qué tranquilo costea las puntas y los esteros! ¡Qué señor mide los golfos! Ni se paga de sus finezas, ni se rinde a sus sequedades, porque no se le hace nueva cualquiera mudanza en sus extremos.

Ni se funda tan monstruosa desigualdad en la razón, que toda es acasos, y los menos, acordados. No depende de causas ni de méritos, que el mudarse con las cosas aún sería excusable, y tal vez cordura. Lo que hoy es el blanco de su sí, mañana es el negro de su no, y ahora gusto lo que después desabrimiento, uno y otro sin porqué, para proseguir o perseguir de balde.

Es trivial achaque de soberanos lo antojadizo, que, como tienen tan exento el gusto, da en vaguear. En los mayores suele niñear más, y les parece que es ejercitar el señorío en ya querer, ya no querer.

El varón cuerdo siempre fue igual, que es crédito de entendido, ya que no en el poder, en el querer; de suerte que la necesidad violente las fuerzas, pero no los afectos, y aun entonces preceden a su mudanza todas las circunstancias en su abono, atestiguando que no es variedad, sino urgencia.

No solo son estos altibajos con las personas, pero con las virtudes, para llevarlo todo parejo. Notable desigualdad la de Demetrio,[3] bien censurada de muchos. Era cada día otro de sí mismo, y en la guerra muy diferente que en la paz, porque en aquella era centro de todas las virtudes y en ésta de todos los vicios, de suerte que en la guerra hacía paces con las virtudes y volvía a hacerles guerra en la paz: tanto pueden mudar a un hombre el ocio o el trabajo.

Pero, ¿qué desigualdad más monstruosa que la de Nerón? No se venció a sí mismo, sino que se rindió. Algunos a sí mismos buenos, se compiten mejores, que es gran victoria de la perfección, pero otros no son vencedores de sí, sino vencidos, rindiéndose a la deterioridad.

Si la desigualdad fuera de lo malo a lo bueno, fuera buena, y si de lo bueno a lo mejor, mejor; pero comúnmente consiste en deteriorarse, que el mal siempre lo vemos de rostro y el bien de espaldas. Los males vienen y los bienes van.

Diranme que todo es desigualdades este mundo, y que sigue a lo natural lo moral. La misma tierra, que se empina en los montes, se humilla después en los valles, solicitando su mayor hermosura en su mayor variedad. ¿Qué cosa más desigual que el mismo tiempo, ya coronándose de flores, ya de escarchas? Y todo el universo es una universal variedad, que al cabo viene a ser armonía. Pues si el hombre es un otro mundo abreviado, ¿qué mucho que cifre en sí la variedad? No será fealdad, sino una perfecta proporción compuesta a desigualdades.

Pero no hay perfección en variedades del alma que no dicen con el Cielo. De la luna arriba no hay mudanzas. En materia de cordura, todo altibajo es fealdad. Crecer en lo bueno es lucimiento, pero crecer y descrecer es estulticia, y toda vulgaridad, desigualdad.

Hay hombres tan desiguales en las materias, tan diferentes de sí mismos en las ocasiones, que desmienten su propio crédito y deslumbran nuestro concepto: en unos puntos discurren, que vuelan; en otros, ni perciben ni se mueven. Hoy todo les sale bien, mañana todo mal, que aun el entendimiento y la ventura tienen desiguales. Donde no hay disculpa es en la voluntad, que es crimen del albedrío, y su variar no está lejos del desvariar. Lo que hoy ponen sobre su cabeza, mañana lo llevan entre pies, por no tener pies ni cabeza. Hacen con esto tan enfadosa su familiaridad, que huyen todos de ellos, remitiéndolos al vulgar averiguador que los entienda.[4] Sóbrale al mar de amargura lo que le falta de firmeza, pereciendo los que se le fían sin estrella.

Mudó sin duda la fama a Gandía su non plus ultra de toda heroicidad, de toda cristiandad, discreción, cultura, agrado, plausibilidad y grandeza en aquellos dos héroes consortes, el excelentísimo señor duque don Francisco de Borja y la excelentísima duquesa doña Artemisa de Oria y Colona, gran señora mía. Participando ínclitamente entrambos de sus dos esclarecidos timbres, el eterno blasón de su firmeza en todo lo excelente, en todo lo lucido, en todo lo realzado, en todo lo plausible, en todo lo dichoso y en todo lo perfecto: siempre los mismos y siempre heroicos.[5]

Notas del editor:

  1. crisis: «juicio» (del griego crino, juzgar). También significa valoración, juicio. De ahí su obra cumbre, El Criticón, que es un conjunto de crisis. Crisis será la denominación de sus capítulos, como en El Discreto son realces y en El héroe, primores.
  2. Al sentido anterior se suma el de «guiarse en la navegación».
  3. Demetrio, rey de Macedonia (siglo III a. C.) personifica la volubilidad en la conducta.
  4. Remite al dicho «Averígüelo Vargas» que se atribuye al hecho de que Francisco de Vargas era el secretario de Fernando el Católico y estaba encargado de informar al monarca.
  5. Francisco Diego Pascual de Borja y Centella y Artemisa de Oria y Colonna eran duques de Gandía, donde Gracián enseñó filosofía entre 1633 y 1636 en el Colegio Universitario que fundara San Francisco de Borja. Fueron protectores y amigos del jesuita.