El Discreto/Realce XVI
Realce XVI
Contra la figurería
[editar]Satiricón[1]
Reparo fue en los advertidos, si risa en los necios, el discurrir Diógenes con la antorcha encendida al mediodía, rompiendo por el innumerable concurso de una calle. Pasó a admiración cuando, preguntándole la causa, respondió: «Voy buscando hombres, con deseo de encontrar alguno, y no le hallo». «Pues ¿y éstos», le replicaron ellos, «no son hombres?» «No», respondió el filósofo, «figuras de hombres, sí; verdaderos hombres, no».[2]
Así como hay prendas plausibles, así también hay defectos muy salidos, y si aquellas consiguen la gracia de los exquisitos, estos el desprecio universal. Es este de los más notables, y famoso con propiedad, ya por sí, ya por los sujetos en quien se halla; él es tan vario, que es análogo, y ellos, tantos, que no se pueden especificar.
Son muchos los terreros[3] de la risa y aquellos, afectadamente lo quieren ser, que, por diferenciarse de los demás hombres, siguen una extravagante singularidad y la observan en todo. Señor hay que pagaría el poder hablar por el colodrillo[4] por no hablar con la boca como los demás, y ya que no es posible eso, transforman la voz, afectan el tonillo, inventan idiomas y usan graciosísimos bordones[5] para ser de todas maneras peregrinos.[6] Sobre todo martirizan su gusto, sacándolo de sus quicios; él es común con los demás hombres, y aun con los brutos, y quiérenlo ellos desmentir con violencias de singularidad, que son más castigo de su afectación que elevaciones de su grandeza. Beberán a veces lejía y la celebrarán por néctar; dejan el generoso rey de los licores por antojadizas aguas que repiten a jarabes, y ellos las bautizan por ambrosía, y tienen de frialdad lo que les falta de generosidad. De esta suerte, inventan cosas cada día para llevar adelante su singularidad, y realmente lo consiguen, porque, como el común de los hombres no halla en estas cosas el verdadero gusto y la real bondad que ellos exageran, no las apetece, y quédanse ellos con su extravagancia, llámenla otros impertinencia.
De este modo, o tan sin él, se portan en todo lo demás. Si bien la necesidad, y aun el gusto tal vez, desmiente su capricho, por más que procuren engañarlo. Sábeles bien uno y alaban otro, como le sucedió a un gran valedor de esta secta de excepciones que, bebiendo un caduco vino, no pudiendo contenerse, exclamó y dijo: «¡Oh preciosísimo néctar, que vences a los bálsamos y alquermes[7] Lástima es que seas tan vulgar! Ídolo fueras de príncipes, si ellos solos te bebieran».
Lo célebre es que en los vulgares vicios no se corren[8] de asemejar, no digo ya a los más viles de los hombres, pero a los mismos brutos, y en cosas humanas quieren afectar divinidades.
En las acciones heroicas dice bien la singularidad, ni hay cosa que concilie más que veneración que las hazañas. En la alteza del espíritu y en los altos pensamientos consiste la grandeza. No hay hidalguía como la del corazón, que nunca se abate a la vileza. Es la virtud carácter de heroicidad, en que dice muy bien la diferencia. Han de vivir con tal lucimiento de prendas los príncipes, con tal esplendor de virtudes, que si las estrellas del cielo, dejando sus celestes esferas, bajaran a morar entre nosotros, no vivieran de otra suerte que ellos.
¿Qué aprovecha la fragancia de los ámbares si la desmiente la hediondez de las costumbres? Bien pueden embalsamar el cuerpo, pero no inmortalizar el alma. No hay olor como el del buen nombre, ni fragancia como la de la fama, que se percibe de muy lejos, que conforta los atentos y va dejando rastro de aplauso por el teatro del mundo, que durará siglos enteros.
Pero así como a los unos los hace aborrecibles, y aun intratables, esta enfadosa afectación, que todos los cuerdos la silban, así a otros los hace singulares el no querer serlo y menos parecerlo. Este vivir a lo plático,[9] un acomodarse a lo corriente, un casar lo grave con lo humano, hizo tan plausible al excelentísimo conde de Aguilar y marqués de la Hinojosa, segundo Mecenas nuestro.[10] Hacíase a todos, y así era amado de todos, que hasta los enemigos le aplaudieron vivo y le lloraron muerto. Oí decir de él a muchos y muy cuerdos: «Éste sí que sabe ser señor sin figurerías», palabra digna de un tan gran héroe.
Otro género hay de estos, que no son hombres, y son aún más figuras; pues si los primeros son enfadosos, estos son ya ridículos; aquellos, digo, que ponen el diferenciarse en el traje y singularizarse en el porte; aborrecen todo lo plático y muestran una como antipatía con el uso; afectan ir a lo antiguo, renovando vejedades. Otros hay que en España visten a lo francés y en Francia a lo español, y no falta quien en la campaña sale con golilla y en la Corte con valona,[11] haciendo de esta suerte celebrados matachines,[12] como si necesitase de sainetes[13] la fisga[14].
Nunca se ha de dar materia de risa ni a un niño, cuanto menos a los varones cuerdos y juiciosos, y hay muchos que parece que ponen todo su cuidado en dar que reír, y que estudian cómo dar entretenimiento a las hablillas. El día que no salen con alguna ridícula singularidad lo tienen por vacío; pero ¿de qué pasaría la fisga de los unos sin la figurería de los otros? Son unos vicios materia de otros; de esta suerte, la necedad es pasto de la murmuración.
Pero si la singularidad frívola en la corteza del traje es una irrisión, ¿qué será la del interior, digo, del ánimo? Hay algunos que parece que les calzó la naturaleza el gusto y el ingenio al revés, y lo afectan[15] por no seguir el corriente. Exóticos en el discurrir, paradojos en el gustar y anómalos en todo, que la mayor figurería es sin duda la del entendimiento.
Ponen otros su capricho en una vanísima hinchazón, nacida de una loca fantasía y forrada de necedad; con esto afectan una enfadosa gravedad en todo y con todos, que parece que honran con mirar y que hablan de merced. Hay naciones enteras tocadas de este humor; que si para uno de éstos no tiene espera la risa, ¿qué será en tan ridícula pluralidad?
Sea el decir con juicio; el obrar, con decoro; las costumbres, graves; las acciones, heroicas, que esto hace a un varón venerable, que no fantásticas presunciones. Ni censura este crítico discurso la verdadera gravedad, que atiende siempre a su decoro; aquél nunca rozarse el conservar la flor del respeto, y, como en la funda de su fondo, la estimación. Condena, sí, el exceso de una vana singularidad, que toda viene a parar en inútiles afectaciones.
Pero ¿qué remedio habría tan eficaz, que curase a todos éstos de figuras y los volviese al ser de hombres? Pues de verdad que lo hay, y es infalible. Dejo la cordura, que es el remedio común de todos los males, y voy al singular de la singularidad. El remedio de todos estos es poner la mira en otro semejante afectado, paradojo, extravagante, figurero; mirarse y remirarse en este espejo de yerros, advirtiendo la risa que causa y el enfado que solicita, ponderando lo feo, lo ridículo, o afectado de él, o por mejor decir, propio en él; que esto sólo bastará para hacer aborrecer eficazmente todo género de figurería, y aun temblar del más leve asomo, del más mínimo amago de ella.