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El Gíbaro/Escena X

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


ESCENA X.


LOS SABIOS Y LOS LOCOS EN MI CUARTO.



oy yo de aquellos, y esto no importa mucho al lector, que tienen la costumbre de no dormir sin haber leido antes algo, y este algo suele ser de aquellas materias que necesitan mas recogimiento y meditacion, pues creo que nunca como en el silencio de la noche puede uno separarse del mundo real para elevarse al imaginario; sobre todo cuando se ha pasado el dia sin penas, cosa que el hombre jóven logra algunas veces, antes de ser el gefe de una familia, ó mientras no tiene que gobernar por sí mismo la nave de su porvenir.

En fuerza de este hábito, habíame acostado en una de las noches de enero, teniendo la luz á la cabecera de mi cama, y en las manos un tratado de enagenaciones mentales, en el cual leí no pocas páginas con cierto entusiasmo mezclado de tristeza, al ver que, si el hombre puede llegar por su genio á elevarse sobre sus semejantes, puede tambien, por un misterio insondable hasta el presente, carecer hasta de los instintos que la Providencia concede á los brutos. Mis reflexiones me condujeron á bendecir á los que, con sus talentos é inagotable amor á la humanidad, han hallado el camino de volver á la especie humana á algunos seres que de ella no conservaban mas que la figura. Quedéme dormido, y á poco empecé á soñar lo que sabrá el lector, si tiene paciencia para leer toda esta escena.

Estaba yo en cama, aunque despierto, cuando me veo entrar en mi cuarto cuatro señores muy respetables, sin hacer ni el menor cumplido y con la misma franqueza que entra el aprendiz de la imprenta al amanecer á pedirme original para el cajista.

—Buenos dias, Señor, dijo el mas anciano con tono dulce y acento estranjero.

—Beso á V. la mano, respondí yo incorporándome y haciendo una inclinacion de cabeza, para contestar á la reverencia muda de los otros tres. Tengan Vds. la bondad de sentarse añadí, que voy á vestirme corriendo para ponerme á sus órdenes.

—Oh no, no; perdon, no queremos que V. se moleste por nosotros.

—Nada de eso, iba ya á levantarme; y aunque no es muy tarde, no me es de ningun modo molesta la visita de Vds.

—Yo, continuó el anciano luego que estuve sentado junto á ellos, soy Pinel, y estos señores que me acompañan son Esquirol, Calmeill y Leuret.

—¿Cómo? interrumpí yo ¿V. es el célebre nosógrafo, y estos señores son los directores no menos célebres de la S.. C.. y B..? Vamos: no se burleV. de mí, ¿me cree V. tan tonto que piense que los muertos resucitan, y que ciertos vivos vengan á mi pobre casa?

—No me burlo á fe mia; y para que V. se convenza, voy á contarle como he venido desde el infierno, que es mi morada en el otro mundo, á parar á la casa de V.

—Señor mio: si V. fuera Pinel no estaria en el infierno.

—Al principio fui á la gloria; pero despues tuve que bajar al lugar de los tormentos, para ver si podia arreglar á unos cuantos miles de locos de esos que acá son tenidos por grandes hombres, y que el mismo Diablo no podia subyugar, ni yo lo he logrado hasta ahora: visto lo cual, vengo á recorrer todo el mundo en busca de un medio de hacerlo, que quizá encontraré en estos países. Aquí llegábamos en nuestra conversacion, cuando sentimos una confusa y desacorde reunion de voces, que iba acercándose cada vez mas, y entre la cual, distinguíamos carcajadas, reniegos, silbidos y cantos los mas estraños; la casa parecia venirse abajo, y á medida que crecia mi susto el rostro de mis huéspedes se animaba, asomando á sus labios una sonrisa de placer.

—Son locos que vienen hacia aquí, dijo Esquirol.

—Ciertamente, contestó Calmeill.

—¿Acostumbra V. á tener esas visitas? me preguntó Leuret.

Iba á contestar entre temeroso y amostazado; pero la puerta se abrió de par en par y una multitud de figuras estravagantes que se coló por ella gritando, me lo impidió: mi cuarto se llenó en un momento con aquella numerosa falanje, en la que habia unos vestidos con largas túnicas, otros con ropas destrozadas y otros, cual pudiera ir una persona cuerda, aseados y compuestos. El anciano, á quien al punto tuve por Pinel al ver el ascendiente de su mirada sobre aquella familia, les dirigió la palabra en estos términos:

—Hijos mios: ¿qué es lo que quereis? ¿en qué podemos seros útiles mis compañeros y yo?

—Nosotros, contestó uno que llevaba una corona de papel en la cabeza, somos una comision de los locos de las cuatro partes del mundo que venimos á manifestar á nuestro bienhechor nuestra gratitud por lo mucho que le debemos; verdad es que no se conoce aun en todas partes el sistema que hace cerca de medio siglo puso en planta Mr. Pinel, y que han perfeccionado los tres dignos profesores que aquí estan reunidos con él; pero sin embargo, mucho se adelanta, y nadie se atreve en el dia á sostener que la locura es siempre incurable.

—Bien, muy bien, hijos mios: pláceme en gran manera el bienestar de que disfrutais, y á no ser por la algazara que moviais al entrar, y por el traje no muy arreglado de algunos de vosotros, no os tuviera por enfermos: tal es la cortesía con que os habeis conducido en mi presencia; sobre todo me ha parecido escelente la arenga de este buen señor.

—Yo no soy buen señor, interumpió el loco, yo soy el legítimo rey del valle de Andorra, y cuidado con guardar los miramientos debidos á mi elevada clase, que si antes era estudiante de medicina, ahora soy lo que soy, y voto á...

—Pues para que yo crea que sois un rey, es preciso que no es enfadeis como un alférez de dragones.

Una carcajada de los demás locos siguió á estas palabras, que dijo el anciano con su imperturbable calma y dulzura. Despues añadió, dirigiéndose á algunos de los mejor vestidos:

—Venid acá, amigos mios; decidme de donde sois y que es lo que os falta para estar á gusto.

—Nosotros, dijo uno de ellos; somos franceses vivimos en París; en la Salpetriere mi compañero de la izquierda; en Charenton el de mi derecha y yo en Bicetre; tenemos allí buenas habitaciones buenas camas, buenas comidas, buenos baños, no nos maltratan los guardianes, un profesor sabio dirige el establecimiento, y nada se le olvida cuando se trata de nuestra comodidad y pronta curacion, es nuestro padre, no sale de la casa, sabe premiarnos y corregirnos á tiempo, nos acom

paña á la mesa, en nuestras horas de estudio, de trabajo y de recreo, aprovecha el menor destello de nuestra razon, y muchas veces nuestros caprichos, para volvernos á la sociedad sanos y laboriosos; en una palabra, no vive sino para nosotros; pero esto no quita, y perdóneme que lo diga delante de ellos, que alguna vez nos mortifiquen, ya dándonos remedios que no deseamos tomar, ya intimidándonos con los chorros de agua fria para que gagamos lo que no es nuestro gusto el hacer.

—¿Y es esa toda la queja? ¿qué cosas exigen que hagais?

—Muchas: al que no quiere trabajar, le aconsejan, le estimulan y no paran hasta lograr que se entregue á sus ocupaciones habituales; entre varios otros, recuerdo un pobre músico, que fué preciso meterle varias veces en el baño y soltar sobre su cabeza el chorro de agua fria, para lograr que tocase su instrumento [1].

—¿Y en qué paró ese músico? le preguntó Leuret.

—Bien lo sabeis, paró en prometeros que tocaria, y en que, habiendo salido del baño, cogió el instrumento y tocó la Marsellesa y otras canciones patrióticas, entusiasmándose de tal modo, que no fué preciso rogarle mucho para que repitiese al dia siguiente todos los aires que sabia de memoria, pasó á la sala de música, y al cabo de algunas semanas salió bueno del todo para volver á tocar en su teatro.

—¡Oiga! dijo Pinel, con que os tratan con dulzura, os cuidan perfectamente y os curan, y todavía os quejais si es preciso que se os moleste un poco para daros la salud? Vamos, señores mios, que eso es mucha gana de pedir imposibles; si los médicos debieran reñir con sus enfermos, razon tendrian y sobrada mis dignos compañeros para enfadarse con vosotros; y si vosotros os quejais, ¿qué harán estos pobres que veo tan mal vestidos y sucios? ¿Como es, añadió dirigiéndose á estos últimos, que sois en número tan crecido?

—Porque en muchas casas de locos no se conoce aun el sistema de V. contestó uno de ellos con marcadísimo acento catalan.

—Y entonces, ¿porqué venís á felicitarme los que no habeis participado de los bienes de mi sistema?

—Porque V. ha hecho un bien muy grande á la humanidad, y nada importa que no nos alcance á nosotros.

—Señores, dijo por lo bajo el respetable anciano á sus compañeros, he aquí un loco asquerosamente tratado y lleno de virtud; ó los locos de este país son de otro género, ó aquí los que tienen completa su razon son los que ocupan los manicomios. Y quién os ha dicho que esteis loco? continuó en alto y dirigiéndose al maníaco.

—¿Quién me lo ha dicho? Nuestros guardianes que lo estan repitiendo siempre. A nosotros no se nos trata con tanto cumplido como allá en su tierra de V.: nos tienen encerrados y en completa comunicacion, en unas habitaciones húmedas y hediondas; nuestra cama es una poco de paja; no tenemos salas de estudio, ni patios, ni jardines; comemos como las fieras cada uno en su rincon, y cuando la miseria y los malos tratamientos acaban de trastornar nuestro juicio, nos encierran en una jaula, ó nos atan como á perros con un collar y una cadena.

—¿Y lo permite el médico director de la casa?

—Nosotros no tenemos médico director: son muchos los que nos dirigen; pero ninguno es mé dico ni loco, que si lo fueran, cuidarian mas de nosotros.

—¡Esto es imposible! ¿á mediados del siglo diez y nueve existe una casa de enfermos de vuestra clase sin estar dirigida por un profesor celoso, que dedique toda su vida á mejorar la triste condicion de los que han de ir á ella por necesidad?

—Aunque muchas veces me han dicho que soy loco, esto es una mentira y prueba de ser cierto lo que digo es que en los años que llevo de encierro, todavía no me he vuelto furioso; verdad es que, como soy pacífico, salgo de cuando en cuando á la calle, unas veces con el comprador, y otras burlando la vigilancia de los cancerberos. Habia estudiado antes de que me encerraran como loco el medio de mejorar las casas de beneficencia; porque, como soy el Arzobispo de Toledo, queria promover en España una reforma digna de la época;

y aquí tiene V. el porque sufro con resignacion y dignidad el mal trato que recibo; sintiéndolo solamente por mis desgraciados compañeros.

Estuvimos algunos momentos admirando la cordura de aquel loco, al cabo de los cuales, como si contestara á algun pensamiento que le ocupaba, dijo Pinel:

—No, no, ni en el infierno quiero que se trate á ningun infeliz de semejante modo.

Aquí empezaron todos á manifestar impaciencia, el uno empujaba al otro, y todos hablaban, de suerte que no era posible oir á ninguno; por último, una mirada y la actitud noble que tomó el anciano levantándose de la silla les hizo; callar y aprovechando aquella pausa, gritó uno.

—Señor, yo soy de Puerto-rico, y siquiera por deferencia al mi paisano el amo de la casa, se me debe permitir que hable.

—Que hable, que hable, repitieron en coro unos cuantos que tenian la inania de querer ser diputados.

—Orden, señores órden, respeto á la presidencia: dijo con voz de trueno un improvisado presidente. El diputado por Puerto-rico tiene la palabra. Suba el orador á la tribuna. Y sin decir mas lo agarró por Ja cintura y lo puso de pies sobre mi mesa.

—Que baje, gritaron unos.

—Que hable, contestaban otros, y de las voces pasaron á embestirse con tal furia que la mesa vino al suelo, junto con el orador que no hablaba.

Desperté con el susto de ver mis borradores bajo los pies de aquella jente, y me hallé en mi cuarto, con los muebles en su lugar y sin sabios ni locos; pero con el sentimiento de que mi sueño no hubiera durado hasta ver lo que decia el de Puerto-rico sobre la casa de beneficencia; pues, aunque por conducto tan poco usado, me gustaria saber á que altura se halla en mi país ese importante ramo de la ciencia administrativa en la escala cuyos dos estremos habian marcado los dos cuerdos locos.

  1. Caso citado en la obra titulada: Tratamiento moral de la locura, por Mr. Leuret.