El Japón/Cuentos y leyendas

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​El Japón​ de Judith Gautier
Cuentos y leyendas

CUENTOS Y LEYENDAS

LA CALLE DE MOUROMATI.
LA CEREMONIA DEL TE
EN LA LEGACIÓN DEL JAPÓN EN PARÍS

Un día, mi muy llorado amigo Hitsonda Komiozi, agregado entonces á la legación japonesa de París, vino á verme:

—Es preciso que conozca usted la ceremonia del te—me dijo.

—¿La ceremonia del te?

—Sí, es muy importante. No completaría usted su educación japonesa si dejara usted de conocerla.

—Confieso humildemente que la ignoro y tengo gran impaciencia por presenciarla.

—¡Ah!—exclamó paseándose de un extremo á otro de la habitación — es extraordinariamente complicada; necesita muchos preparativos y no pocos objetos, algunos de gran valor. En ciertas colecciones hay figuritas de estas que han costado centenares de miles de francos.

—¡Cáspita! —Simplificaremos —agregó riéndose.— Pero de todos modos, se necesitan algunos preparativos. —En fin ¿qué es? ¿una procesión?
—No es eso precisamente. No se necesita mucha gente para hacer la ceremonia; bastan tres y este es el mejor número; lo esencial es la tranquilidad y el recogimiento.

—¿Se trata entonces de algún rito religioso?

—Así se cree algunas veces; pero es un error. No hay nada de religioso en esta práctica; sin embargo, un bonzo budhista llamado Shuko, de acuerdo con el shogoun Yoshi-Massa, fijó las reglas en el siglo XV.

—¿Entonces no es muy antigua?

—Ya á principios del siglo IX, se hacía la ceremonia del te. Pero la primera bebida se sirvió tan sólo á la Corte. El te no se ha aclimatado y vulgarizado decididamente en el Japón sino hasta más tarde. Nos lo trajeron de China, donde es objeto de una especie de veneración; algo análogo, quizás, á la que en otro tiempo inspiraba á ustedes "el zumo de la uva."

"Existe en China un rito del te que data del siglo VIII. Los poetas cantan la bebida bienhechora en todos los metros y en todos los tonos. Dicen que es preciso beber siete tazas: "La primera no hace más que perfumar la boca y rociar la garganta; la segunda consuela las tristezas de la soledad y de la melancolía; á la tercera, el espíritu vibra, el corazón se anima y se siente uno capaz de grandes esfuerzos; la cuarta hace subir á la piel un vapor que se esfuma llevándose todas las melancolías; la quinta purifica los huesos y la carne; la sexta hace que el bebedor se parezca á los genios inmortales y, al beber la séptima, una brisa acaricia vuestros brazos, elevándoos, transportándoos en sus alas. . . . A medida que el precioso arbolito fué prosperando en nuestra nación, el mismo entusiasmo se ha desarrollado concediéndose siempre una gran importancia al cultivo, conservación y preparación del te.

"Durante las largas y violentas guerras civiles que turbaron al Japón en el siglo XV, se modificaron las costumbres; el espíritu soldadesco, la rudeza, la brutalidad reinaban por doquier. Se pretendió introducir en los campos el uso de la Tcha-no-you, ceremonia del te (literalmente: "el agua del te") á fin de restablecer en las relaciones entre los hombres, la dulzura, la urbanidad y la delicadeza de antes, y el éxito coronó el intento.

—¿Cómo? ¿Por qué singular poder del agua del te, ella sola bastó para reformar la educación del soldado grosero?

—Cuando lo haya visto usted, lo comprenderá —dijo Komiozi— Voy á ocuparme en los preparativos, y tomaremos hoy el te.

Pero ¡ah! circunstancias imprevistas llevaron á Tokio bruscamente á mi amigo Hitsonda Komiozi, de donde no volvió ya. La Tcha-no-you guardó para mí su secreto.

Mas ¡qué doble alegría, cuando, al final de una amable invitación para la reunión que celebraban los señores de Motono en honor de los japonizantes de París, leí estas palabras: "Ceremonia del te"!
Al entrar en los salones, recibí una sorpresa agradable: el ministro estaba vestido con su traje nacional; el conde Hisamatsu, agregado militar, también lo vestía y todas las señoras japonesas lucían las delicadas prendas de su país. La señora Motono estaba peinada como las grandes damas de otro tiempo; su magnífica cabellera, partida en dos, se deslizaba á lo largo de sus mejillas,—al estilo de un precursor de Botticelli,—y después, se reunían en un sola trenza, á lo largo de la espalda.

Mientras se esperaba á que llegasen todos los invitados, nos enseñaron, con un aparato de proyecciones, grandiosos paisajes del Japón, templos, fortalezas antiguas; después, el señor Tatsuké, segundo secretario, el más parisiense de los japoneses de París, pronunció, en un francés elegante y con perfecto acento, un discurso histórico acerca del te y de la Tcha-no-you. Fué muy aplaudido.

Nos dijo que la ceremonia del te, aún en moda en nuestros días, tuvo sus fanáticos; el skogoun Yoski-Massa, del que hablaremos ahora, lo amó hasta tal punto que abdicó el poder en favor de su hijo para poderse consagrar por completo á su placer favorito. . . .

Acaba de disponerse una mesa cubierta con un tapiz de seda, sobre la cual se pone un pesado escalfador de bronce cincelado, de donde sale un poco de vapor; detrás de la mesa, una silla, y, cerca de aquélla, dando frente á los asistentes, cuatro sillas en línea recta. Los preparativos no son, pues, muy complicados.

En actitudes reservadas y modestas pero sin la menor timidez ni torpeza, cuatro damas chiquititas, entre ellas la condesa Hisamatsu y la señora Tatsuké, se sientan en estas sillas. Son los cuatro invitados al Tcha-no-you. Forman un cuadro encantador.

Por fin, se entreabre una puerta y aparece la señora Motono, la cual avanza lentamente por el salón. Lleva diversos objetos á los cuales mira atentamente. Bajo el brillo de sus hermosos cabellos, su pálido y encantador rostro tiene una expresión cautivadora. Es una visión exquisita, llena de lejanas evocaciones, de misterio, de ensueños.

Llega á la mesa y dispone, sobre ella, metódicamente los objetos que lleva; después se aleja de nuevo, y trae otros. Reina un profundo silencio.

Luego se sienta detrás de la mesa y se inclina saludando lentamente. Después, con tranquilo ademán, coge una taza, saca de su cintura un trapito de seda roja y muy sosegadamente limpia la vasija; lo repliega en seguida cuidadosamente y se sirve de él para levantar la tapadera caliente del escaldador.

Con una cucharilla de bambú de largo y frágil mango, coge un poco de agua y la vierte en la taza; es para sumergir en ella un objeto ligero que se parece al batidor para hacer huevos á la nieve, y que tiene un uso análogo; lo sacude á fin de vaciar el agua en una pilita de porcelana y enjuga la taza con un trapo blanco que retuerce y plega. Luego abre una cajita de laca negra que contiene te verde perfectamente pulverizado. Con una finísima espátula coge tres porciones y las arroja en la taza; estas tres veces la cucharilla de bambú vierte el agua hirviente en el polvo; entonces, con el batidor, espuma la mezcla silenciosamente.

La más joven de las invitadas se levanta, coge lentamente la taza y, saludando á una de sus compañeras, se la ofrece.

Luego, con la misma lentitud vuelve á hacer la misma operación con otra taza. . . .

¡Y se acabó!. . . ¿Se acabó? . . .

Pero al ver solamente aquel delicado trabajo, hecho por tan suaves, pálidas y pequeñas manos, con lentos y precisos ademanes, rimados como por una música muda, se comprende que aquello no es nada y es maravilloso. Se necesita un pueblo de un alma muy particular para haber concebido tal idea. Costumbres feroces desolan el imperio. Puños formidables, ensangrentados, no saben sino manejar la lanza y herir. ¿Qué hacer para devolver la dulzura y la paz? Confiarlas acaso á un objeto muy frágil que no deben romper, invitarles á un trabajo de extraordinaria delicadeza, convencerles de que es preciso realizarlo en el silencio y en el recogimiento. Y el éxito es seguro: los guerreros se someten al rito, cumplen la Tcha-no-you, se apasionan por ella. . . . No es ya Orfeo dominando á los leones con su canto, sino enseñándolos á cantar.
Tales contrastes en las almas de los héroes, no se hallan, sin duda, sino en el Japón, donde abundan considerablemente. Se sabe que, durante la última guerra, se encontró sobre las humildes víctimas de la metralla, graciosos poemas, escritos á sus familias ó inspirados por una flor, por un rincón del paisaje entrevisto entre las espantosas humaredas de la pólvora; poemas lo bastante numerosos para que se haya podido formar con ellos un precioso volumen, con este lindo título: "Flores de cerezo." . . .

CASA DE TE.
UNA FIESTA EN LA CORTE DEL MIKADO
EN EL PALACIO DEL SURTIDOR DE AGUA

En los primeros días de enero se celebraba en Tokio una de las tres grandes fiestas del Japón: "La fiesta de la poesía" que es acaso la más especial, la que más se parece á las costumbres antiguas, á las diversiones tradicionales de la corte del Mikado.

En esta época, se envía al palacio, desde todos los puntos del imperio, poemas compuestos acerca de un asunto determinado. El Gran Maestre de la Poesía —¡oh dichoso país donde existe, oficialmente tal función!— elige entre todos los poemas y, el día de la fiesta, presenta al Emperador los que ha escogido.

El día 10 de enero, hay reunión extraordinaria en el Gocho (Palacio imperial). Hacia la mitad de la ciudad turbulenta y tumultuosa, más allá de una interminable muralla gris y baja, se extiende otra ciudad, un sitio encantador donde están diseminados los espaciosos pabellones que constituyen la residencia del Emperador y de su corte. Por fuera, no se ve sino muros sombríos, algunas torres angulosas, puertas celosamente guardadas por soldados modernos con fusil y bayoneta calada, y las copas de los viejos árboles que se asoman por encima dejas murallas.

Este palacio fué construido por la familia de los Tokougavas, los shogounes que fundaron Yeddo, llamada hoy Tokio, la capital del Estado. Aun hoy se emplea los nombres antiguos para designar la residencia imperial: Tchiyoda ó Fonki-Hagué (Jardín del surtidor de agua).

Pocos son los privilegiados que han tenido la dicha de contemplar el maravilloso cuadro que encierran estas murallas grises que, después de franqueadas, parece que son como otras nuevas murallas. Entonces, una perspectiva de ensueño se ofrece á la vista, un paisaje delicioso en el cual las ramas sombrías de los cedros caen sobre el terciopelo claro del césped que se desvanece en lontananza. Sobre él brilla el inverosímil color carmesí de los arces, donde las gigantes camelias escalan los árboles, cerca de los altos bambúes, de los matorrales de malvas y de arbustos delicados, con flecos como plumas. Por entre los árboles, la vista abraza grandes espacios, corrientes de agua, puentes ligeros de laca púrpura, franqueando límpidos estanques; luego se extienden los campos y los arrozales, que el mismo Emperador debe sembrar y cosechar, en persona, según el rito secular, y más lejos aún, en el horizonte, todo un fabuloso agrupamiento de colinas.

Algunas veces este maravilloso paisaje se envuelve en una ligera nieve que es una belleza más.
Menos son aún los que pueden penetrar en la sala del gran pabellón, donde bajo ricos tapices de crespón violeta blasonados con el gigantesco crisantemo simbólico, hollando la espesa alfombra roja de anchas flores, se reúnen los nobles invitados. Allí están todavía las magnificencias de este Japón feudal, que tantos ensueños nos evoca, y que no se ha visto ni se verá nunca. Los trajes espléndidos apenas han cambiado y si en el moblaje se ha aceptado algunas "mejoras" modernas, ha sido con la condición de que no pierda su característica.

El Emperador preside la reunión. A su izquierda se sienta la Emperatriz Haron-Ko, (que quiere decir Primavera,) rodeada de sus damitas de honor, y á la derecha y en pie, el príncipe heredero Yoshi-Hito quien tiene á su lado á su esposa, la princesa Sado-Ko que es la hija del príncipe Kondjo, el jefe de una de las casas nobles más antiguas del Japón y forma parte de la familia imperial.

A los pies de la Emperatriz se agrupan las seis princesas de la sangre, la mayor de las cuales, Tsonne-No-Mya, no tiene sino diez y seis años.

El marqués Ito, presidente del Consejo privado, los ministros, los jefes militares y los altos funcionarios palatinos, están también presentes con sus familias.

A los compases de una música discreta colocada sobre un estrado distante, dan vueltas unas bailarinas extraordinarias, mientras cada asistente á la fiesta copia en su abanico blanco el poema que ha compuesto.
El asunto propuesto en el último concurso era: "La flor del ciruelo en el año nuevo" y la justa fué brillantísima.

Pero ¿cómo expresar en español estos delicados poemas cuyo encanto es más frágil que el ala de una libélula? La musa japonesa calza un coturno más estrecho aún que el más pequeño zapatito chino. El molde casi único, en el que hay que vaciar el pensamiento, obliga á una terrible concisión: el conjunto no tiene más que cinco versos que forman, en total, treinta y un pies. Traducido, en prosa, se desvanece todo su encanto.

He aquí la traducción de los versos del Emperador, traducción que no puede dar sino una idea pálida de su belleza:

El año despunta obscuro,
la nieve vela la aurora,
El cielo, vuelve á ser azul,
porque el ciruelo acaba de florecer,
Y su dulce perfume lo implora.

La emperatriz Harou-Ko, que tiene reputación de ser una poetisa incomparable, trató del modo siguiente, el tema propuesto:

En el parque todo blanco
de Tchiyoda, ¿qué es lo que
el primer día del año
sonríe desde el alba triste?
Es la flor del ciruelo rosa.


En los días de fiebre y de inquietud que atravesaba

el Japón, apenas estaba dispuesto el Emperador para tomar parte en los regocijos y en las fiestas. Es el espíritu más iluminado, el más serio que se que se ha aplicado por encima de todo para justificar el título del reinado Meidgi: "Gobierno luminoso." Ha abolido muchas fiestas que interrumpían el trabajo y entorpecían la marcha de la nación nipona hacia el progreso y no ha conservado más que tres: la del 10 de enero, la " fiesta de la poesía"; la conmemoración del advenimiento del primer emperador del Japón y la de la proclamación de la nueva constitución que se hace coincidir con la fecha ilustre del 11 de febrero, la cual se celebra sin interrupción desde hace 2500 años, y la tercera es el aniversario del nacimiento del actual Emperador, el 3 de noviembre, que es la fiesta nacional.

Hoy, los soberanos se dejan ver en los sitios públicos. Salen en coche escoltados por una guardia de á caballo. El Emperador viste siempre á la europea, con uniforme de general ó de almirante. Es un hombre de mediana estatura, de hermosa frente pensativa y rostro simpático cuya expresión revela energía y bondad. Es justo, clemente y bienhechor, ama á su pueblo por encima de todas las cosas y sólo se preocupa de la felicidad de sus subditos. Con audacia y prudencia guía y retiene en la nueva vía á esta ardiente nación, tan apasionada por el progreso, y que con tan sincero entusiasmo ha tendido la mano á las naciones de raza blanca de las cuales es, hoy día, aliada.
El Japón tiene razones para estar reconocido á nuestra civilización; le debe mucho, en efecto, pero no todo. El secreto de su fuerza, de la potencia militar que ha adquirido en tan poco tiempo, la debe al Bushido. Esta es una palabra que siempre ha tenido para los japoneses, un sentido sagrado; significa espíritu caballeresco." Solos, en el Extremo-Oriente, más bien desdeñosos de los combates, los hijos del Sol naciente siempre han estado inflamados de ardor guerrero, ya sea bajo una coraza de cuerno, con lanza y flechas, ya vestidos con el uniforme de infantería y armados del fusil Remington, pelean siempre con indomable valor é irresistible ímpetu.

Ante la larga serie de héroes que los contempla, la misma llama belicosa arde en su alma y el mismo fanatismo patriótico les domina.

Otro sentimiento reúne aún en un solo haz, imposible de romper, á toda la nación, y es el profundo afecto que tienen á la familia imperial. Desde el más elevado personaje hasta el aldeano más humilde, todos tienen el mismo respeto, la misma sumisión. No hay una sola voz discordante en todo este pueblo que tiene, para su soberano, un solo corazón y un solo amor. ¿No es esta una situación única, una fuerza sin semejante? Esta es la que hace casi invencible al emperador Moutsu-Hito, el descendiente de Zinmou, fundador, en el año 660 antes de nuestra era, de la dinastía que, según la fórmula oficial, reina en el Japón "desde el principio del tiempo, y siempre."[1]

EL PALACIO DEL SURTIDOR DE AGUA.
LA COLINA DE LA PRIMAVERA

Uno de los paseos favoritos de los habitantes de Tokio es el que conduce, bordeando la Colina de la Primavera, á la gloriosa sepultura de los cuarenta y siete Ronines.

En 1701, cuando reinaba el shogoun Ietsuna, se preparaba unas fiestas en honor de un enviado de Kioto. El subgobernador del Kozuke, Kira Yoshi-hide, recibe el titulo de Maestro de Ceremonias, con encargo de organizar las recepciones. Para ayudarle tiene un adjunto, Asano, señor de Ako. Pero ¡ay! no reina el acuerdo entre estos nobles dignatarios. Asano, provocado por su jefe, quien le injuria sin causa justificada, saca su sable y hiere al insultador, y por este motivo incurre en una sanción grave, porque está prohibido, bajo pena de muerte, sacar el sable en palacio. El daimio es condenado á hacer "Hara-Kiri," es decir á suicidarse abriéndose el vientre con sus dos sables. Además se le confiscan los bienes y todos los samurai de su tribu, pierden su autoridad, y se convierten en ronines, quedando fuera de la ley.

Antes, la única preocupación de estos valientes, que no conocen el miedo, era la de vengar á su superior. En número de cuarenta y seis, se reúnen bajo la presidencia del Karo-Kuranosake, el subsecretario de Hacienda de la tribu. Como gente hábil, fingen una dispersión para alejar toda vigilancia.

El chambelán, espera, sin embargo, sufrir las represalias y durante mucho tiempo desconfía. Después, como pasa el tiempo sin que sus enemigos hagan un movimiento ofensivo, se desvanecen sus temores y se duerme con una engañosa seguridad; momento que aprovechan los conjurados.

Una noche de invierno Kuranosake reúne á los suyos. Una espesa capa de nieve apaga el ruido de sus pasos. Caminan silenciosamente envueltos en sus capas sombrías, con los rostros ocultos por antifaces. Llegan al palacio de Kozuke y escalan los muros. Una vez en él se desenmascaran, encienden sus antorchas y con formidables gritos se precipitan al asalto. Triunfan prontamente de la resistencia de sus adversarios; pero el chambelán está oculto en el almacén de carbón. Después de largas pesquisas le encuentran y le quieren obligar á hacer el "Hara-Kiri." Se opone, y entonces los ronines, creciéndose ante su cobardía, le traspasan con su lanza, le cortan la cabeza y la llevan, como trofeo, á la tumba de Ako. Luego, se constituyen prisioneros. En suma, su acción es legítima, según las costumbres del país, y excita la admiración del pueblo que pide el perdón para los cuarenta y siete samurais. Pero como han atacado á un alto personaje, están condenados al suicidio, y al amanecer, se les lleva vestidos de blanco, al templo de Sengakugi en el cual se les da muerte con arreglo á los ritos establecidos.

Se les hace magníficos funerales y el pueblo conserva piadosamente el recuerdo de sus hazañas.

Para los japoneses, los cuarenta y siete ronines son la más perfecta expresión del samurai, cuyas virtudes deben ser: la fidelidad al jefe, la prudencia en el consejo, la audacia en el ataque y un profundo desprecio á la muerte.

El Mikado actual se ha hecho eco del sentimiento de todo un pueblo el día en que, para rehabilitarles en nombre de la autoridad, ha dispensado á estos bravos el honor postumo de condecorarles con el Ramo de Oro que él mismo colgó en las tumbas de la Colina de la Primavera.

EL CASAMIENTO DE YAMATA
I

Una mañana de la quinta luna de estos últimos veranos, una linda barca subía lentamente por el O-gava y salía de Tokio, la capital del Japón, que se llamaba Yeddo bajo el virreinado de los Taicounes.

Dirigían la embarcación dos bateleros en pie, uno en la proa y otro en la popa, quienes, de vez en cuando, cambiaban entre sí algunas palabas referentes al oficio, por encima de las cabezas de dos jóvenes que iban sentados en el fondo de la barca.

Uno de éstos, inclinado hacia el agua, hundía en ella uno de sus dedos, como si quisiera trazar una línea sobre la superficie del río; el otro, con las manos sobre la cabeza, miraba al cielo.

El aire era deliciosamente fresco; el sol, velado aún, parecía un rubí perdido entre muselinas, y nubes rosadas rodaban sobre el horizonte, como cojines de seda, rechazados por el brazo de un durmiente que despierta.

En las márgenes del río, la ciudad parecía un pueblo de vapores y el confuso rumor que surgía de ella se esfumaba en el alborozo matinal de los pájaros acuáticos congregados á miles en los grandes juncos y en los cañaverales.

De pronto, el joven que estaba tendido se levantó y, mirando á su compañero, se echó á reir. Este volvió la cabeza y se rió también.

—¿Qué te pasa, Boitoro?—dijo.

—¿Y á ti, Miodjin?—contestó el otro.

—¿Por qué te ries?

—¿Por qué mi risa, como sauce que se inclina hacia el agua, ha encontrado un reflejo en tus labios?

Miodjin bajó la cabeza, enrojeció un poco y mordió su abanico.

—Soy yo, pues, quien debe comenzar las confidencias—replicó Boitoro, á quien no sorprendió la confusión de su amigo.

—¿Qué confidencias?—murmuró Miodjin.

—¿Por qué callar tanto tiempo?—dijo Boitoro.—Desde hace un año nuestro secreto no ha salido de nuestros corazones, aunque éstos se escuchaban y se entendían. Nuestros actos hablaban en vez de nuestros labios, y, de común acuerdo, seguimos el mismo camino, sin saber donde vamos. En este momento ¿por qué nos conduce esta barca fuera de la ciudad?

—Porque hoy es el sexto día del mes, el día de la fiesta de las banderas y huimos de la multitud que invade la ciudad —respondió Miodjin riendo.

—¿A dónde vamos?
—A la posada de los "Cañaverales florecidos" donde hay apacibles soledades y paisajes encantadores.

—¿Y no esperas allí más que eso?—preguntó Boitoro, con aire de incredulidad—¿No piensas encontrar, como el año pasado, á la puerta de la posada, á dos jóvenes acompañadas por su madre, su hermano mayor y algunos criados? ¿No hace mucho tiempo que aguardas impacientemente este día, con la esperanza de ver de nuevo el puente barnizado de laca que se curva sobre el estanque, el cedro centenario que cobija á la posada y el rostro regocijado del posadero?

—¿Por qué violentar estos dulces pensamientos? ¿Por qué recordarlos en pleno día, como aves nocturnas á las que daña la luz ? Si desde hace un año estamos callados ¿por qué, pues, hablar hoy?

—Porque ya no somos niños, Miodjin, y hemos variado bastante. El grano hundido en la tierra oculta durante algún tiempo su misteriosa labor; pero después, sube el tallo y desplega su follaje; el amor es como una planta, y el que ha germinado en nuestro corazón no espera sino un rayo de sol, la cálida mirada que lo haga florecer. El año pasado no éramos sino dos jóvenes estudiantes, alegres y locos, y debíamos ocultar el sentimiento que abrigábamos, como los ladrones ocultan un tesoro robado; pero hoy han terminado nuestros estudios, somos libres y es preciso que obremos prontamente, sin esperar á que otros hayan conquistado el corazón de nuestras amadas.
—Tienes razón, amigo mío—dijo Miodjin, un poco melancólicamente—haré lo que quieras.

En este momento dejaron de remar los barqueros.

—Miren el Fousi-Yama—dijo uno de ellos.

Calláronse los jóvenes y ambos se levantaron para admirar en el horizonte la soberbia montaña que, sin las brumas de la mañana, por encima de los arrozales, se elevaba majestuosamente, envuelta en su manto de nieve, á la que el sol arrancaba destellos dorados; entre las colinas aterciopeladas y verdes, ondulando á sus pies, parecía un príncipe en medio de los señores de su corte prosternados á sus plantas.

—Futen, el dios de los vientos, que vive en la cima del monte Fusi, ha soplado sobre las nubes que rodeaban su mansión—dijo Miodjin.

—Efectivamente—añadió Boitoro, colocándose la mano sobre los ojos á guisa de pantalla—la mañana está despejada y tendremos un poco de brisa todo el día, que nos permitirá soportar el calor, porque se distinguen los edificios de los bonzos.

Volvieron á remar los barqueros llegando al poco tiempo á una pequeña bahía, ensombrecida por una soberbia vejetación, ante la posada de los "Cañaverales floridos."

Los lirios, las flexibles cañas enlazándose como haces de mazorcas salpicados de flores en forma de estrella ó de crestas delicadas, como el plumón de un patito, sólo dejaban un estrecho camino á las barcas que conducían á los parroquianos á la posada. La habitación

EL PABELLÓN DE LAS MIL CAMPANITAS.
no se veía sino á medias, bajo las largas ramas

planas del cedro centenario que sobre ella se extendía, y á través de la espesura de las plantas trepadoras, enroscadas en sus delgados pilares de madera.

A una voz de los remeros, una criada joven, vestida con un traje de algodón azul y tocada con un gran sombrero de paja de bambú, sostenido por un cordón que le pasaba por detrás de las orejas, salió de la casa. El posadero salió, á su vez, con el abanico en la mano, y saludó:

—¡Ah!—exclamó—¡qué honor para mi posada recibir la visita de tan nobles señores!

Y, levantando un poco su túnica, se inclinó para amarrar á una estaca la cuerda de la barca.

Los jóvenes saltaron á tierra y entrando en la posada, se despojaron de sus sables y de sus pesados sombreros de laca negra, adornados únicamente con una mariposa ó una flor de oro. Después de haber bebido una taza de sake se perdieron en una avenida umbrosa.

—¡Si no vinieran!—exclamó Boitoro.

—Estoy seguro de que vendrán—dijo Miodjin, con acento de profunda convicción.

Biotoro miró á su amigo con aire sorprendido y curioso á la vez.

—Sí, estoy seguro de que vendrán—repitió Miodjin.

—Oí que una de ellas, que estaba cerca del pabellón de "Las mil campanitas," decía á su hermana:

"Cuando volvamos el año que viene, este joven pescador habrá crecido un sasi." Sé hasta el nombre de la mayor: se llama Yamata.
—¿La mayor? ¿la que yo amo?—exclamó Boitoro—¿Sabías su nombre y no me lo has dicho? Y el de tu bien amada, ¿lo sabes también?

—No—dijo Miodjin, quien de repente se había puesto pálido como la arena del sendero.


II

El pabellón de "Las mil campanitas" era un pequeño mirador que se alzaba en una de las márgenes del río en un claro del follaje. Se componía solamente de un techo, sostenido en cada ángulo por una vara de bambú; el entarimado, bastante apolillado, estaba más alto que el terreno y era necesario dar una zancada para subir.

Del lado del río había una pequeña balaustrada. El pabellón no tenía ninguna campana que justificara su nombre, á no ser que se considerasen como tales, las plantas trepadoras que lo tomaban como por asalto. El paisaje que se veía desde él era verdaderamente encantador.

Los dos jóvenes se instalaron en el pabellón y miraban el río porque ninguna barca que viniese de la ciudad, pudiera ir á la posada, sin pasar ante ellos. Boitoro había encendido su pipa, cuyo depósito de plata no era mayor que un dedal. Miodjin, acodado en la balaustrada, esforzábase por ocultar su turbación y su tristeza; pero su compañero notó su palidez.

—¿Qué tienes?—le preguntó.—¿Estás enfermo?
—¿No estás tú como yo?—dijo Miodjin, con voz temblorosa.—Toda la sangre me afluye al corazón y me ahoga una terrible angustia, á medida que se aproxima el momento, que con tanta ansiedad esperamos.

—Yo también estoy emocionado—dijo Boitoro—pero mi emoción es alegre; mi sangre corre más aprisa por las venas y me siento feliz, mientras que tú pareces sufrir.

—Me asaltan mil inquietudes—replicó Miodjin—es verdad que amamos; pero, ¿somos correspondidos? Las jóvenes á quienes esperamos ¿no habrán dispuesto de su corazón? Tengo tristes presentimientos. Ahora mismo me ha parecido que un zorro me hacía gestos, detrás del tronco de un cedro.

—Abandona los funestos presagios—exclamó Boitoro.—Ya se acerca la barca tan deseada.

En efecto, una barca surcaba el O-gava y se oía como un murmullo musical. Los dos amigos se inclinaron hacia el agua por ver si podían distinguir á las personas que venían en la barca; pero no se veía sino una masa deslumbradora cuyos vivos colores se reflejaban, ondulantes, en el río. No se distinguía sino á los remeros cuyas siluetas se recortaban en el cielo, pero no tardó en verse una serie de banderolas que empavesaban la pequeña embarcación y poco después, quitasoles rosa de papel de fibras de bambú y lindos tocados femeninos.

Los rayos del sol jugueteaban en medio del grupo, arrancando destellos que cabrilleaban en el agua, agitada por los remos.

De repente exclamó Miodjin:

—¡Son ellas!

—Sí, sí, son ellas—dijo Boitoro que se resguardaba del sol con su abanico.—Yamata viene acodada en el tabique de su camarote.

No tardó la barca en deslizarse ante el pabellón de "Las mil campanitas," y Boitoro y Miodjin pudieron ver á dos jóvenes que, acompañadas por una mujer de edad madura, estaban sentadas en la popa, rodeadas por el oleaje de seda de sus vestidos. Largos alfileres de concha rubia se hundían en sus negros cabellos que diríase rodeados de una corona de rayos; y la tez crema de sus rostros estaba ligeramente coloreada por la transparencia de sus quitasoles.

Una de las muchachas alzó la vista hacia el pabellón, sonrió al distinguir á los dos jóvenes y pudo verse brillar sus dientes, como granos de arroz.

En la proa de la barca, un joven elegantemente vestido, estaba inclinado atándose las cintas de sus zapatos y el sol abrillantaba su sombrero de laca negra, en forma de escudo. Los criados ocupábanse de los cestos de las provisiones. En el interior del camarote, visible a causa de sus anchas ventanas, una cantante de leyendas nacionales, alquilada para divertir á los paseantes, estaba acurrucada en el suelo y hacía vibrar las cuerdas de su biva, cantando al mismo tiempo, con voz aguda, una romanza popular.
Sobre el agua silenciosa, en el aire tranquilo, se oía perfectamente la letra de la canción:

"He aquí—dijo el hada al anciano—dos canastillas, una pesada y otra ligera: Elige.

"Para un pobre viejo como yo—dijo el anciano—la ligera será pesada aún." Y cogió la ligera.

"Como se lo había mandado el hada, no abrió la canastilla hasta que llegó á su casa. Estaba llena de trajes muy lindos.

"Su picara mujer le preguntó de dónde procedía aquello y cuando lo supo, pensó que también ella podía encontrarse con el hada.

"Se fué á la colina y, en efecto, vio aparecer al hada. "Me maltrataste—le dijo ésta—cuando estuve en tu casa bajo la forma de un gorrión.—Sin embargo, escoge entre estas dos canastillas."

"La mujer cogió la más pesada y volvió á su casa muy orgullosa; pero cuando abrió la canastilla, salieron de ella dos horribles monos encarnados que escaparon haciéndole gestos."

La cantadora enmudeció.

Desapareció la barca detrás de los lirios de agua y de los iris, en la pequeña bahía que rodeaba á la posada.

Boitoro, abandonando precipitadamente el pabellón, corrió al desembarcadero. Miodjin, le siguió á distancia y, ocultándose detrás de un árbol, vio que su compañero se acercaba á los recién llegados, saludándoles graciosamente.

—¡Ah!—exclamó el hermano de las jóvenes— Nos encontramos con los mismos compañeros del año pasado. Seguramente hemos de pasar un día muy agradable.

—Creía que nos volveríamos á ver—dijo la madre, cuyo ancho rostro se iluminaba con una sonrisa luminosa.

—La esperanza de volverles á ver, nos ha traído á este sitio—dijo Boitoro mirando á Yamata.

—¿No está su amigo con usted? Me pareció verle al pasar ante el pabellón—añadió la menor dé las jóvenes alzando la manga de su vestido, y ocultándose un poco detrás de su hermana.

Era linda y menuda, y tenía el aspecto vivo y curioso de un pájaro. Su vestido azul, adornado con hilos de oro, se ceñía á sus caderas, y un nudo enorme se inflaba detrás del talle. Llevaba gentilmente, sobre los alfileres que adornaban su peinado, su quitasol rosa y azul.

Su hermana era de una belleza más grave, velada dulcemente por un tinte melancólico; sus ojos de negras pupilas, dejaban escapar relámpagos brillantes y dolorosos y era encantadora su triste sonrisa.

Miodjin había abandonado su escondite al oír que la joven preguntaba por él. Acercóse al grupo y su mirada se cruzó con la de Yamata. Esta volvió la vista en seguida.

—Ahí le tienes—dijo en voz baja la más joven, á su hermana.

—Cállate, Mizou—murmuró Yamata;—disimula tu alegría.
Mizou hizo un gracioso gesto, y abrió su abanico para mirar á través de él.

—Futen—dijo la madre dirigiéndose á su hijo,—invita á estos señores á pasar con nosotros este día de campo, ya que hemos tenido la fortuna de volverlos á encontrar.

—Venerable madre, la noble Yakouna ha dicho en alta voz lo que pienso—respondió Futen inclinándose graciosamente ante los dos amigos.

—Perfectamente—dijo Boitoro,—y plegue al cielo que no sea este día el último que pasemos juntos. Futen hizo una gentil pirueta y, echando á correr, desapareció en el bosque.

Inmediatamente todos empezaron a pasear por la umbría con exclamaciones de gozo, con ese aspecto de pájaro que adquieren los habitantes de la ciudad cuando llegan al campo.

Buscaron un buen sitio sobre la hierba, para almorzar. Cada uno creía haber encontrado el más lindo rincón y todos corrían alegremente de un lado para otro.

Boitoro se había unido á Futen, el hermano de las jóvenes. Este era un muchacho alegre, de rostro redondo, picado de viruelas, de labios gruesos y pupilas maliciosas. Se había levantado el traje, fijando uno de sus paños en la cintura para que, al correr, no le molestara la maleza, dejando ver sus pantorrillas morenas y nervudas.

—¿No tienes hermanos, señor Futen?—le preguntó Boitoro, mientras caminaba al lado del joven.
—No; soy yo el jefe de la familia—contestó Futen, dándose aire de cómica importancia.

—¿Y te quejas de no tener otra compañía que la de las mujeres?

—El pez nada en el río en que nace; y pido todos los días al sol, que me envíe dos cuñados de mi gusto.

—Con la belleza de tus hermanas, Ten-Sio-Dai-Tsin no tendrá mucho que trabajar para complacerte.

—¡Ah! exclamó Futen—bien se ve que no las conoces. Son coquetas, caprichosas y derrochadoras, hasta el punto de espantar al marido más generoso.

—Pues yo sería feliz sometiéndome á los caprichos de Yamata—dijo Boitoro lanzando un suspiro.

Futen se puso serio de pronto.

—Si hablas al jefe de la familia— dijo— no bromees.

¿Quién eres para casarte con mi hermana?

—Hablaré en mi nombre y en el de mi amigo Miodjin que ama á tu otra hermana —dijo Boitoro.— No tenemos padres, de modo que él es toda mi familia, como yo soy toda la suya; nos conocimos en los bancos de la escuela y nos amamos desde entonces. El es samurai, como yo; poseemos bastante capital, del cual disponemos desde hace algunos meses. Ha un año que amamos, en secreto, á tus hermanas y hemos venido hoy aquí, para decidir algo en concreto.

—Está bien. Lo pensaré—dijo Futen volviendo á adquirir su aspecto alegre, y, desafiando á Boitoro para que le cogiese, echó á correr á través de los árboles.

Ya estaba elegido el lugar á donde se iba á comer y

YAMATA Y MIZOU.
los criados lo rodearon de un trenzado de cañas que

formaban como una muralla. También pusieron cañas sobre la hierba, colocando sobre ella, mesitas bajas, de laca negra, adornadas con oro. No tardó el suelo en cubrirse de cacerolas y platos, llenos de arroz y de sake, facilitados por el posadero.

La cantadora de leyendas, después de haber instalado su pupitre adornado con dos gruesas borlas rojas, apoyó en él su biva, y paseó, cogiendo flores.

Los nuevos amigos charlaban por grupos, pero la madre, batiendo palmas, exclamó:

—¡Pronto!... ¡pronto!...

Todos se colocaron en círculo, y cogiendo con una mano bastoncitos de laca ó de marfil, que se manejan como alfileres, empezaron á comer.

Boitoro estaba muy contento. Reía y bromeaba con su futuro cuñado devorando con los ojos á la bella Yamata. Mizou parecía también muy alegre y miraba á Miodjin sonriendo; pero éste, pálido y silencioso, no levantaba la vista del suelo y apenas comía.

Yamata no comía tampoco.

Futen seguía hablando, en voz baja, con la cantante y ésta cantaba improvisando, al compás de su biva, y sus canciones se referían á las secretas preocupaciones de todos; hablaba de unos jóvenes que, sentados sobre la hierba, comían juntos por vez primera. Pensando en las comidas familiares que hacen á diario los que aman, bebían sake en tazas con fundas de paja, pero pensaban que era más dulce vaciar el lindo vaso de dos golletes que se bebe el día de la boda.

"¿Quién sabe lo que ocurrirá?—decía la terminación.—Depende del dios de los vientos que sopla de un lado ó de otro y junta ó separa las cosas."

Esta alusión en nombre de Futen, que es también, el genio de los Vientos, era tan clara que todos miraron á aquél, sonriendo.

—Bien—dijo alegremente—hay que ofrecer algunas libaciones á ese genio caprichoso para que sople á gusto de todos. ¡A tu salud. Futen!

Y vació, de un solo trago, una copa de sake.

Todos rieron excepto Yamata y Miodjin. La comida se prolongó mucho tiempo.

Después que hubieron acabado de comer, bailaron alrededor de los restos. Futen propuso el corro del arroz pero sólo él conocía las numerosas y complicadas figuras; se equivocaban, se cansaban, y todos terminaron acostándose sobre la hierba, para dormitar.

Por la noche, iluminaron las embarcaciones y, lentamente, volvieron á la ciudad. Las dos barcas se deslizaban una al lado de la otra balanceando sus grandes linternas. La cantadora de leyendas punteaba distraídamente las cuerdas de su instrumento.

Por la parte de la ciudad, un gran resplandor iluminaba el cielo: era Tokio que se encendía. A medida que se iban aproximando, aumentaba el ruido de los gritos y de las músicas, y á cada momento, los cohetes hendían el aire.
—Todavía dura la fiesta—dijo Futen, que iba en pie, en la popa de la barca.

Las orillas del río estaban á obscuras. Los almacenes, los entrepuentes, los despachos de expedición, que lo encerraban entre sus filas de construcciones regulares, no tenían ni una luz encendida. El festón ininterrumpido formado por sus tejados, destacábase, en negro, sobre las claridades de las calles.

Pasaron las barcas bajo un hermoso puente encorvado como un arco tenso; después bogaron por un canal, en donde se detuvieron.

Como la casa de las jóvenes estaba un poco lejos, tenían que ir á pie.

—Nosotros las acompañaremos—dijo Boitoro,—y así sabremos donde está su casa.

—¡Cuidado no os vayáis á perder entre la multitud, y tened cuidado con los ladrones!—previno Futen.

Y, tomaron aliento para gobernarse en medio de la baraúnda, como si se arrojasen en ondas agitadas por el huracán.

Al día siguiente, muy de mañana, los dos amigos salieron al campo para buscar un arbusto parecido al espino, cuyas hojas permanecen constantemente verdes.

Cuando le hubieron encontrado sacaron sus respectivos sables y cada uno cortó una rama. Pero, luego de un momento de reflexión, Miodjin arrojó la suya á la maleza.

—¿Por qué haces eso?—le preguntó Boitoro.
—Porque no es conveniente pedir á las dos jóvenes á la vez. Cuando se haya decidido la suerte de la mayor, habrá tiempo de pensar en la más joven.

—Tienes razón—dijo Boitoro bajando la cabeza—¡Pobre amigo mío, cuánto se va á retardar tu felicidad!

—Esperaré—dijo Miodjin sonriendo tristemente. Los dos amigos volvieron á la ciudad, é inmediatamente fueron á la casa donde vivían las jóvenes.

Boitoro pidió prestado un taburete á un comerciante vecino y colgó la rama verde encima de la puerta de entrada de la casa de Futen; después se alejó y ambos se apostaron en la esquina de la calle para obervar.

Un criado de la casa, que salió al poco tiempo, levantó las narices y viendo la rama suspendida, volvió á entrar rápidamente. Algunos instantes después, salió la familia y miró la rama, entrando al poco tiempo.

—¡Ah!—gimió Boitoro quien no quitaba los ojos de la casa—¿me aceptará?

Volvió á abrirse la puerta y apareció una criada con una especie de banquito de laca verde. Seguíala Yamata pálida de emoción. Sostenida por la criada, la joven subió lentamente al taburete, desató la rama y se la llevó.

—¡Me acepta! ¡me acepta!—exclamó Boitoro, que atravesó corriendo la calle para entrar en casa de su prometida.

En su alegría, no vio la turbación de Miodjin quien, en lugar de seguirle, se apoyó en la pared con los ojos llenos de lágrimas.
Llegó el día fijado para la boda de Yamata y Boitoro, Y todos los invitados iban ataviados con sus mejores trajes. Yamata los recibió con una triste sonrisa y muy pálida, vestida con su traje nupcial.

Boitoro estaba grave y contento, y Futen había puesto, momentáneamente, sordina á su loca alegría; la madre de la casada enjugaba una lágrima y Miodjin mostrábase obsequioso con la joven Mizou.

Cuando estuvieron todos reunidos, comenzaron las ceremonias. Todos fueron conducidos á un patio en cuyo centro ardía un gran fuego.

Dos jóvenes, vestidas con trajes azules bordados con mariposas de oro, avanzaron graciosamente. Estas jóvenes representaban una pareja de lindos insectos, todo alas y todo amor, que simbolizan la felicidad conyugal. Cada una sostenía por un asa una gran canastilla llena de juguetes de niños, que, sucesivamente iban arrojando al fuego.

—El niño ya no jugará—decía una.

—La niña se convertirá en mujer, como la crisálida en mariposa.

— Sonreirás á tu esposo y arreglarás la casa.

Y los juguetes, unos después de otros, iban cayendo en el fuego, que crepitaba. Cuando ya no quedaba más que uno, las dos mariposas, exclamaron batiendo palmas:

—¡Marchémonos! ¡Marchémonos!

Entonces rompió á llorar la madre, Mizou levantó la manga de su traje hasta la altura de los ojos, Futen bajó la cabeza y Yamata se ocultó el rostro bajo sus blancos velos.

Esta ceremonia nupcial, que diríase un duelo, significaba que la joven moría para su familia y sólo era para su esposo.

Entonces los invitados, escoltando á la novia, salieron en dirección de la casa del novio.

Boitoro y Miodjin habían escapado sin ser vistos, y el primero estaba ya en el salón de honor de su casa cuando llegó la comitiva. Recibió á su esposa con las muestras de la más profunda alegría é invitó á los acompañantes á beber y á divertirse; pero las jóvenes que iban vestidas de mariposas condujeron á los recien casados ante las imágenes de los dioses del hogar, colgados de las paredes. Uno frente á otro, apuraron hasta la última gota, un vaso de metal lleno de sake. Este vaso, que sostenía una de las jóvenes por un largo mango, tenía dos golletes.

Cada uno de los esposos bebía en el que estaba á la altura de sus labios.

—Así debéis beber la vida—decían las mariposas. —El mismo licor será, para vosotros, dulce y amargo.

—En adelante todo es común para vosotros: las alegrías y las penas.

—Bebed, bebed. Los primeros sorbos son embriagadores.

—Procurad que nada enturbie la bebida, que nada la agríe, que nada la trueque en veneno.
—Que hasta la última gota, sea un filtro de amor y de felicidad.

Se levantaron los esposos y ya quedaban unidos para toda la vida.

Los asistentes fueron entonces á admirar la canastilla de la novia y los muebles que llevaba: trenzas, biombos, espejos de tocador, cofrecitos de laca, batería de cocina.

Después se sirvió la comida en una galería que daba al jardín. Cuando hubieron acabado de comer y todos estaban embriagados, Yamata, que había tenido la vista baja, alzó la cabeza y miró á Miodjin de reojo. Le divisó un poco distante, en frente de ella. La dolorosa contracción y la palidez de su rostro, la impresionaron, y le hizo una señal para indicarle que quería hablar con él; pero el joven no la vio y levantándose, se fué al jardín. Yamata se levantó también y fué en su busca. Un sollozo desgarrador le indicó el sitio donde se hallaba. Estaba tendido sobre la hierba y lloraba amargamente con la cabeza entre las manos.

—¡Hermano!...¡Hermano!... —exclamaba Yamata arrodillándose cerca de él—¿Lloras? ¿Qué tienes?

El joven se levantó vivamente.

—¡Tú!...¡tú aquí! ¡ah! ¡déjame! ¡déjame! ya no soy el dueño de mi corazón; lo ha desgarrado el dolor tanto tiempo contenido. ¡No puedo más! ¡Tú no debes asistir á la muerte de mi corazón!
—¿No soy tu hermana?—dijo Yamata dulcemente.—¿No quieres que comparta tus penas?

—¿Pero eres capaz de venir á insultarme con tu felicidad?

—¿Mi felicidad?

—Sí, ¿no has comprendido que desde hace un año te amaba y llevo ya un mes sufriendo?

—El me escogió—murmuró Yamata.

—Boitoro era más digno que yo de tu amor. Le he ocultado mi pensamiento para no entristecerle. Ahora déjame llorar.

—¡Ah! ¿qué hemos hecho, Miodjin? —exclamó Yamata estallando en sollozos— yo también pensaba en ti hace un año, pero también mi hermana te amaba y como tú, le oculté mis sentimientos para no entristecerla.

Los dos jóvenes, aterrados ante esta confesión, se miraron largo tiempo en silencio.

—Hermano mío —dijo después la joven llorando,— hay que resignarse. Soy la esposa de Boitoro.

—¿Por qué lo hicistes?

—¡Ah! por mil razones, que hoy me parecen mil lazos, dejé adivinar á mi hermana, que amaba á uno de los extranjeros que encontramos en la posada de "Los cañaverales florecidos." Estaba persuadida de que era á ella á quien tú amabas y tuve temor de que sospechara lo más mínimo si yo no aceptaba á Boitoro. ¡Para que sean felices, deben ignorar nuestro dolor! Somos las víctimas y también sufrimos los dictados del Destino. No nos convirtamos en verdugos.

"Pero mi hermana te espera. Parece amarte profundamente. No queramos que ellos sufran como nosotros. Sacrifiquémonos por su felicidad, ya que es irreparable nuestra desgracia.

—¡No, no!...—exclamó Miodjin.

—Miodjin ¿vas á tener menos valor que una mujer?

Miodjin bajó la cabeza y, después de un momento de silencio, dijo:

—¡Hermana! tienes un alma heroica. Yo estoy al borde de un precipicio sin fondo en que está abismada toda mi felicidad. Ya no me queda más que caer del todo en él. Me someto: mándame ¿qué debo hacer?

—Casarte con mi hermana—dijo Yamata con voz temblorosa y con los ojos llenos de lágrimas;—debes hacerla feliz en nombre del amor que me profesas, como yo amaré á mi esposo, en recuerdo tuyo.

—Te obedeceré—dijo Miodjin—haré el sacrificio que nos ha impuesto una tierna amistad. Mañana colgaré en su puerta el ramo simbólico.

—Gracias; eres un hombre. El cielo nos recompensará en la otra vida por haber tenido la abnegación de renunciar á la dicha terrestre. Adiós, hermano... ¡Adiós!

—¡Adiós!... ¡Adiós!...— murmuró Miodjin mientras Yamata se alejaba enjugando sus lágrimas.

Y cuando dejó de ver flotar entre los árboles sus velos blancos, se arrojó sobre la hierba, para ahogar los sollozos que le estrangulaban la garganta.


FIN


  1. Ya en prensa la presente edición española, se recibe la noticia de la muerte del Mikado, acaecida el 30 de julio de 1912 á las once y cuarenta y tres minutos (hora del Japón).
    El Emperador Moutsu-Hito es de los pocos que han ejercido en su pueblo tan sana y poderosa influencia. Desde la edad de quince años en que subió al trono hasta que á los sesenta (nació en Kioto el 3 de noviembre de 1852) la diabetes y el mal de Bright lo llevaron á la tumba, no dejó de luchar en pro de la cultura del pueblo nipón que parecía estancado en el siglo XIII y que en menos de cuarenta años ha entrado en el concierto mundial, habiendo dado á Europa, pruebas sangrientas de su poderío, en su reciente guerra con Rusia. (N. del T.)