El Niño de Guzmán: 08

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El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

El destino



Estos pujos de romanticismo con que venía a España Pedro, le impulsaron a no fijar día de llegada, a no avisar a nadie -ni a aquel primo Carlos Borromeo, con quien sostenía activa correspondencia, y a quien debía comunicación intelectual y cariñosa de que la muerte de O’Neal por algún tiempo le había privado-. Disfrutaba misterioso goce pensando que llegaría a San Sebastián como a país extranjero, y que así, de incógnito, penetraría en el Casino, dejando en la estación su malaventurado equipaje, primer piedra en que había tropezado, primer causa de desilusión. Puede ser que entre la concurrencia se encontrase Borromeo... Rozaría su traje, y no le conocería.

Llevábale la casualidad al Casino una de las noches en que se organiza allí el cotillón, después de haberse reunido en la terraza la gente a ver los fuegos artificiales. El cielo estaba estrellado, era suave la temperatura, habíase dormido el mar, y ni un hálito de brisa se solazaba en las copas del denso arbolado del Parque, alumbrado por el reflejo de las luces del suntuoso edificio, que derramaba claridad alrededor. En la terraza, donde Pedro acababa de deslizarse, hervía la multitud, con blando susurro de río y zumbido de poblada colmena; bajo las farolas se aislaban corros, se formaban tertulias, se dividía aquella masa social en núcleos, agrupados bajo la ley de la costumbre o el instinto, delatando hábitos adquiridos, simpatías, afectos. Pedro, solitario, reclinándose en la balaustrada de piedra, miraba el espectáculo -el primer espectáculo mundano que le ofrecía su patria.

La impresión era de extrañeza, al notar la identidad de aquel Casino con los de otros puntos de veraneo elegante del extranjero. A no ser porque dominaba, en lugar del mosconeo suave de las conversaciones francesas, el recio y categórico sonido del habla castellana, y el alto diapasón que los españoles nunca moderan, creyérase Pedro en Baden, en Cannes o en Niza. La misma promiscuidad, el mismo evidente codeo de mujeres alegres, finas damas y grandes señoras, el mismo carácter internacional, el mismo lujo violento y excesivo, sin sobriedad y casi de mal tono, igual ansia de lucir y aturdirse, que se exacerba en esos sitios adonde la gente no va por ningún fin útil y donde la competencia aguza apetitos y vanidades. El edificio del Casino, a pesar de las reminiscencias del Renacimiento español que quiso introducir en él el arquitecto, sólo ofrecía el carácter de las que el ayo de Pedro llamaba severamente catedrales del moderno Baal; una suntuosidad más aparente que efectiva, un lujo sin amor, sin la irradiación de alma que en otro tiempo convirtió en relicarios las iglesias. Este juicio que formó Pedro desde el primer instante, se confirmó cuando pudo recorrer las salas de juego. A fuer de hombre de nutrida existencia intelectual, el juego no había tenido nunca para Pedro atractivos: esa sensación rápida, brutal y seca -el alternar de la pérdida y la ganancia- no llegaba hasta sus nervios. Las austeras censuras de O’Neal acudían a su memoria, escuchando el retintín del dinero y las voces entrecortadas, roncas, estridentes de ansiedad, que corean los incidentes de la lucha: «¿No va más?». «Hagan el juego...». Había acentos nasales, acentos irónicos, otros que timbraba sofocada angustia. Al pronto se detuvo Pedro en los caballitos, ruleta disfrazada de juguete, que tanto se presta a la iniciación del vicio en chanza, y en que lo insignificante de la pérdida posible -¡bah!, dos o tres mil pesetas a lo sumo- familiariza con el abismo. Alrededor de la amplia mesa donde, caballeros en sus monturas, galopaban como insensatos los diminutos jockeys de varios colores, aglomerábase un racimo de señoras, de señoritas, de criaturas, cabecitas rubias y morenas, mejillas frescas enrojecidas por tempranas fiebres de codicia y sacudidas por rachas de alegre despilfarro. Las muchachas de quince a veinte, desdeñosas del baile que se prepara allá arriba -¡bah!, el baile, ¡cosa anticuada ya!- repetían estremeciéndose de emoción los clásicos gritos: «¡al rojo!, ¡al verde!». En aquella diminuta timba corría el dinero que era una bendición: había exhibiciones de lindas bolsas de raso, de portamonedas y carteras de flexible tafilete, cifradas y blasonadas con brillantes: el ruge-ruge sedoso de los billetitos de veinticinco y cincuenta acompañaba el retintín de la plata -el oro ya es como el baile, una tradición-. Todo parecía gritar allí al que traía la ilusión de una España empobrecida y noble: ¡Qué demonio, la moneda se hizo redonda para que ruede!... Aquí no hemos notado escasez de tan precioso artículo. Nos rebosa, nos sale por los poros, nos brota por las narices, como el vino a los borrachos. Estornudando rociamos dinero. Ya ves el paso que le damos. ¿Pues y lo que costaron los trapitos que llevamos encima? Y lo mejor es la expansión con que perdemos. No verás una cara compungida. España está de buen humor. Dicen algunos que tiene pendiente una guerra allá no sé en qué colonias, pero no piensa en ella... y para los idealistas, aquello en que no se piensa, igual que si no existiese...».

De la sala de los caballitos, donde los perfumes fuertes le atosigaban, pasó Pedro a otra en que se jugaba más formal. La greguería de los caballitos, la convertían el baccarrat y el treinta y cuarenta en relativo silencio y expectación casi solemne. Algunos rostros de jugadores, aunque trataran de aparecer indiferentes, estaban hasta crispados; comprendíase que no se moverían de allí aun cuando el techo amenazase desplomarse. La atención de Pedro se concentró en uno de los puntos; verdad que era de esos hombres que no pasan inadvertidos; en todas partes se distingue su gallarda y noble figura. Al verla, involuntariamente pensamos: «Si yo pudiese escoger mi envoltura la escogería así».

La contemplación de Pedro fue un homenaje al conde de Lobatilla, que reunía las perfecciones atribuidas a los héroes de novela y la fuerte expresión de las cabezas de Velázquez. Y al mismo tiempo que Pedro le admiraba le compadecía. La ansiedad y la zozobra daban a la cara de Mauricio líneas casi trágicas. En sus ojeras que acusaba la proyección de luz; en sus sienes, donde los combates de la vida empezaban a señalar depresiones, y en el nacimiento de su pelo, donde se divisaban no pocos hilos blancos, reconoció Pedro los estigmas que graba el vicio, y le embargó una piedad involuntaria, observando cómo se estremecía el jugador a cada vuelta de la fortuna, que en aquel momento le era decididamente adversa.

Sin duda se encontraba en una de esas horas que tanto temen los jugadores -pues la mala racha o serie negra existe, y lo mismo que el marino conoce la venida de la tempestad, los puntos presienten el ramalazo de la contraria-. Cuando Pedro fijó los ojos en Mauricio, sin sospechar quién era, el hijo del duque de la Sagrada se pasaba, con ademán convulsivo, la mano por la frente, sin duda impregnada de sudor, y arrojaba las cartas con un extravío tan vehemente que no se podía menos de compadecer a aquel guapísimo condenado. La mirada de simpatía del Niño se cruzó con la hosca mirada del perdidoso, y este, dominándose y sonriendo altanero, cogió las cartas otra vez. «Quince mil pesetas pierde», oyó Pedro que pronunciaban a su espalda. El jugador, de pronto, volvió a cruzar la visual con el forastero, cual si buscase en ella esperanza y vigor. Fue un choque eléctrico. Mauricio se enderezó, se reanimó -porque la energía del jugador va y viene en un soplo. Y con lo repentino del conjuro mágico se inició el fenómeno singular de la buena vista. Las puestas de Mauricio salían todas; ganaba a cada vuelta; delante de él iban amontonándose billetes, que ya compensaban lo perdido, que en breve lo superaron.

Pedro notaba con pueril gozo los efectos de su influencia. Latía su corazón, estremecíanse sus nervios; no disfrutaría así si fuese él mismo quien ganase. Y, en cierto respecto, era sin duda él, pues coincidía con su entrada, con su presencia, el súbito cambio de la suerte, y lo oía murmurar a su lado, a sus espaldas, con entonaciones de asombro: «¡Caramba con el extranjero! Este es el de la buena vista... Desde que llegó... ¡Bonito copo! ¿Y cómo se llamará? Va a llevarse lo perdido, y encima doce mil...». Los hermosos ojos de Mauricio daban las gracias a su mascoto; llenos de luz, casi húmedos, sonreían, pagaban el favor con expresión tan elocuente y viva, que Pedro se acortó, se encontró desazonado, y temeroso de que la suerte se cansase, optó por retirarse lo más disimuladamente posible, saliendo de nuevo a la terraza.

Apenas sentó en ella el pie, le acarició el oído una risa melodiosa, un bisbiseo de voces femeniles que le parecieron conocidas, y vio de frente, al pie de una farola, a las dos burlonas de la estación de Irún. Eran ellas, ellas mismas, con el propio atavío, lujoso, atrevido y elegantísimo, que ahora estaba como en su natural ambiente. Acababan de llegar; hallábanse solas; Pedro interpretó aquella soledad como nuevo síntoma de una posición equívoca y de costumbres libres. A un tiempo advirtieron las dos damas que tenían delante al de la estación, y a Rafaela una honda campanada, algo que era a la vez terror y gozo, la inmovilizó, suspendió sus potencias. A la maliciosa seña de Narda, contestó balbuciente:

-¿Pero no sabes quién es? ¿No te has enterado?

-Si tú me lo dices...

-¡Vuestro primo Pedro!... Pedro Niño de Guzmán.

Narda espantó los ojos, batió suavemente las enguantadas manos y apretó el brazo de su compañera. Una racha de animación y placer, de semi-locura, de las que eran tan frecuentes en su carácter, acababa de envolverla en rosada atmósfera, presentando a su imaginación un cuadro de deliciosas perspectivas. Convendrá saber desde luego que la nota esencial de la mujer tan diversamente juzgada por Colmenar y por Tranquilo, el resorte de su elástica y feliz organización, era vivir con tal intensidad en el momento presente, que suprimía por completo la noción de lo pasado y de lo futuro. Cuando Narda Zárate hacía un gasto, no se metía a indagar si la quedaría de reserva un céntimo; cuando concebía un propósito, no calculaba consecuencias. Ninguna mujer respondió mejor al concepto que del sexo en general forman los que lo asimilan al niño. Sus palabras eran tan impremeditadas como sus acciones -pero diez minutos después casi no se acordaba de haberlas dicho-. Había algo de infantil y algo a la vez de ingenuamente perverso en el modo de ser de aquella criatura, que sin embargo semejaba, a ratos, tierna y dulce; que nunca alardeaba de personalidad, y que, mimosa e insinuante, era un ser instintivo bajo apariencias refinadas, un alma en que todo pasaba rápidamente, pero quemando. Había que ver con qué monería dijo a la formal Rafaela:

-Gelita, paloma sin hiel... ¿sabes que se me ocurre una cosa magnífica? Vamos a divertirnos como no nos hemos divertido en nuestra vida toda... ¡A divertirnos para veinte años! Nosotras sabemos que ese es el Niño, ¿verdad?, y el Niño no sospecha que somos nosotras. Esta mañana nos tomó por pajarracas... como nos encontró de aquella facha... ¡de esta facha misma! ¡Ay qué encanto! ¡Es divino! Tú no hagas sino lo que me veas hacer... Tú confirma lo que yo diga... ¡Anda, vente!...

Hendiendo un grupo de gente de la colonia francesa, abriéronse paso las dos damas, aproximándose a Pedro. Rafaela, aturdida, se dejaba arrastrar por Narda, dócil al impulso que la acercaba a Pedro, a la realidad de su sueño secreto y celeste. Sin embargo, aún repetía: «Pero, hija... Pero, Narda...». Fue todo obra de un minuto, una cosa de esas que no dan tiempo a pensarlas -lo que Narda prefería, un vértigo-. Antes que pudiese Rafaela ni sospechar el desenlace de la historia, hallábase tan próxima a Pedro, que podía sentir el calor de su aliento, el roce de su cuerpo. A la claridad de los faroles, pudo la enamorada detallar minuciosamente el rostro que amaba antes de haberlo visto. Pedro no se parecía a Mauricio, ni a nadie de la familia Sagrada: se asemejaba a su padre; tenía los rasgos del tipo meridional; no era alto, no era guapo -aunque la dulcísima turbación de Gelita demostrase que sin serlo podía impresionar muy favorablemente-. La tez aceitunada, los ojos color de café, la cara enjuta, el negro pelo liso, el bigote juvenil, fino, bien puesto y acentuando con viril energía, con doble trazo sombrío, las líneas de la limpia boca, la cintura quebrada, las carnes escasas, no explicaban cómo pudo aquel hombre pasar por inglés -tan español era, hasta la médula, en su exterior.

La segunda naturaleza de la educación sin embargo, había injertado sobre el patrón ibérico y andaluz cierta energía física, propia de las razas que ejercitan el músculo, y dado a las actitudes de Pedro un vigor especial. Poseía más agilidad, más soltura, una robustez esbelta, que sólo por raro caso muestran los señoritos del Mediodía de España, a no ser que pertenezcan a esa colonia recostada de Málaga y Jerez, en que ya hay infusión de sangre británica. Sólo con ver la actitud de Pedro, recostado en el mástil de la farola; sólo con observar cómo le caía la ropa, cómo acusaba sus hombros y sus caderas, adivinábase en su organismo un fondo de fuerza, un intacto depósito de esa riqueza vital que prepara la longevidad y la sana vejez. No hacía estas reflexiones Arcángela, porque las mujeres, y sobre todo las de delicado sentir, no disecan, no anatomizan; sólo miran al rostro, y en el rostro sólo buscan los ojos, y de los ojos la mirada, o, más bien, la ventana que abre sobre el alma el mirar. Anegábase Arcángela con transporte en las pupilas del Niño, al través de las negras y curvas pestañas pobladísimas que les prestaban intensidad y brillo aterciopelado. Entre tanto, Pedro, absorto, contemplaba a Narda. Acababa de reconocer a sus dos diablesas de Irún, y mentalmente decía: «Aquí, en esta atmósfera, se parecen más aún a verdaderas señoras de calidad estas muchachas. Pero están solitas... y me miran tanto, y me provocan tanto... que ya no cabe la duda».

Y el descubrimiento, que creía definitivo, lejos de producir en Pedro el humorismo retozón que suelen determinar averiguaciones de esa clase, le causó una especie de pena, que se tradujo en un movimiento para alejarse, para perderse entre la multitud que se apiñaba en la terraza. La intención no pasó inadvertida para Nardita, la cual dijo radiante de buen humor:

-Quieres escabullirte... Aguarda, aguarda...

Con redoblado ímpetu se lanzó en seguimiento de la presa. Entre el gentío tropezaron con Manolo Lanzafuerte, uno de los asiduos del zaguanete de Bernarda, y esta, temerosa de que se les pegase, le hizo con la mano una seña, que expresivamente significaba: «En este momento te deseo a cien leguas de aquí». Quedose el gomoso sorprendido; su olfato le dijo que algo extraordinario ocurría. Subió de punto la curiosidad, acompañada de cierta mortificación, al notar que las dos jóvenes se dirigían a un desconocido: y en el mismo instante vinieron a prestar auxilio a Lanzafuerte y a estorbar el propósito de las dos damas el camastrón de Perico Gonzalvo, e Íñigo Santa Elvira, llegado de Biarritz por el mismo tren que el Niño, atraído por aquella Narda tan prometedora y tan guasona, que se entretenía en tenerles boquiabiertos en espera del maná del pecado. Narda recibió a Íñigo como a perro en juego de bolos. «Te llamaban por ahí... Careo que haces falta arriba...», díjole en tono incisivo y concluyente. Se detuvieron indecisos los tres rondadores, y Lanzafuerte, escamado ya, vio que las jóvenes se dirigían a cortar el camino al forastero. Este, al pronto, cuando se las encontró cara a cara, pareció contrariado; después, a las primeras palabras de Narda -¿qué le diría?- desfrunció gradualmente el entrecejo, se animó, y por último, contestó con vivacidad galante. El diálogo no fue muy largo, y ni una sílaba pudo llegar a oídos de los tres curiosos intrigados, y, como suele decirse, con la mosca en la oreja. Su extrañeza subió de punto cuando Narda y Gelita, acompañadas ya del forastero, llevándole medio a remolque, comenzaron a efectuar una retirada, dirigiéndose a la escalera de la terraza que baja al Parque. La animación de Bernarda, la emoción de Gelita, la actitud del desconocido, que iba con la cabeza caída, algo turbado también, eran sobrado asunto de cavilaciones. La sociedad escogida encierra tan poco de imprevisto, son tan contados en ella los azares, se sabe de antemano con tal precisión quién es todo el mundo, lo que hace y por qué lo hace -aun dentro de las más irregulares situaciones-, que la aparición de un desconocido se presta a comentarios. Las miradas que cruzaban Gonzalvo, Lanzafuerte y Santa Elvira, significaban interrogación curiosísima. ¿Quién era el bólido? Y cuando le vieron bajar la escalinata en compañía de las dos -sin ofrecer el brazo a ninguna- prorrumpieron en frases como estas:

-¿Has visto, Íñigo?

-¿Con quién se va la Lobatilla?

-¿Qué será? -subrayó Gonzalvo-. Aquí hay gato, señores.