El Niño de Guzmán: 09

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El Niño de Guzmán de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IX

Capítulo IX

Aventurilla



En las alamedas del Parque, donde ya la sombra encubría, Pedro se decidió a ofrecer el brazo, ambos brazos; colgáronse de ellos las damas -a quien él tenía por cosa tan diferente. Los sentimientos del alumno de O’Neal en aquel instante eran de naturaleza asaz extraña.

La profunda impresión del ingreso en la patria para él desconocida, uniéndose a la crisis sentimental, que sigue en ciertas organizaciones elevadas a las flaquezas y caídas materiales, habían infundido en Pedro esa plenitud de espíritu que generalmente precede al despertar de la pasión. En aquel instante diera él por una aventura -pero aventura poética, teñida de matices amorosos-, el dedo meñique. La calentura de la juventud le abrasaba. Entre el compacto gentío donde no le conocía nadie, complacíase en fantasear, sin figurarse que el sueño pisase a la realidad los talones, que latía por él un corazón, que unos ojos le llamaban, que una mujer se le acercaba trémula. Cuando sus gentiles enemigas de la estación de Irún se pusieron al habla con él, encogiose de hombros, reconociendo el contraste de sus anhelos con las circunstancias. ¡Ahí está la aventura que el Casino puede ofrecer! ¡Estas son las que hoy se encuentran! ¡Desear la reja enramada de jazmines, la luna, el peligro, y encontrar por conquista dos criaturas venales! Sin embargo, el aura peculiar a la alta señora en la Lobatilla, a la mujer honrada y pura en Arcángela, esparcían un delicado y exquisito aroma que el alma de Pedro percibía. Aquello era bien distinto de lo de París, y no se necesitó más para que la imaginación de Pedro floreciese y le impulsase a crear lo que suponía que allí faltaba -lo espiritual, lo romancesco-. En lo más recóndito de su ser reinaba victorioso el sortilegio de Nardita. Érale desagradable tiznar con el negror del vicio aquella miniatura seductora, y quería, aunque sólo fuese un instante, rodearla de brillantes y perlas, darla un marco de oro cincelado, respetarla y adorarla. Convertir a Narda en dama pulcra y noble le halagaba mucho, y con el idealismo de la raza, su yo inventaba y creaba el mundo divino del sentimiento.

Fue esto, más que reflexionado, instintivo, como los movimientos que dicta la necesidad de la conservación. Propúsose sacar de sí mismo, cortar de la tela de sus sueños la aventura e inclinándose hacia Nardita la dijo con afabilidad, acordándose sin querer de un pasaje del Quijote mil veces leído:

-Como no tengo el gusto de conoceros ni de saber qué sois en el mundo, os pido un señalado favor: permitidme que os considere y tenga por señoras muy principales, honestas y recatadas. Este capricho creo que no os molestará ni pizca. Figuraos que habéis dado con un inglés estrambótico... Así como así, noto en vuestro aire y porte dignidad, finura y señorío... Para mí sois princesas disfrazadas.

Nardita y Gelita trocaron un guiño. Ocurrióseles la natural sospecha de que el primo las conocía y se había prestado a la broma con la certeza de interrumpirla cuando le acomodase. Esta suposición les infundió -a Gelita especialmente- confianza y tranquilidad. Lo atrevido e incorrecto de la escapatoria se atenuaba; los peligros estaban conjurados ya; sólo quedaba el encanto de escaparse a aquella hora, por la arboleda o por las calles, del brazo de Pedro. La emoción la hizo enmudecer. Narda, en cambio, se despachaba a su gusto, esmerándose en expresarse a la flamenca.

-Convenido, seremos unas señoras, filadelfia, lo que se te antoje... Sólo que no debías tutearnos, chaval. Digo... a no ser que convengamos en que somos parientas tuyas, verbigracia, primas. Entonces...

Riose Pedro, a quien hacía feliz la idea, y le acompañó Narda, que se divertía a todo trapo.

-Tienes razón; primos seremos... ¡Ese parentesco es tan socorrido! ¿Me dejáis bautizaros, primas? A ti, la rubia, te llamaré... te llamaré Zoraida, estrella de la mañana, sultana de las flores. Y a ti la morena... Zulima. Porque me gustaría que os asomaseis a verme pasar a uno de esos ajimeces calados que existen en la Alhambra... ¡La Alhambra! Pero ¿qué vale un ajimez, si no sale de él una mano blanca agitando un paño o lanzando una flor de granado recién cogida?

Y al hablar así, Pedro apretó a hurto, despacio, la diestra enguantada de Nardita.

-¿Y a dónde nos llevas, Mustafá? -interpeló ella con desenvoltura.

-Si no tenéis miedo, ni frío... os llevo a dar un paseo en bote.

-¿En bote a estas horas? Estás más loco... que una cesta de gatos. En seguida encuentras embarcación, marineros ni cosa que lo valga. Sé práctico, sé formal, y llévanos al bodegón de Quebrantas.

-Mal me secundáis -murmuró Pedro deteniéndose un instante-. Comida no debería ni nombrarse. Os mantengo un año, si ayunáis esta noche... Quiero creer que nunca cenáis acompañadas.

-¡Cómo que no cenamos! ¡Mira este! -declaró Narda con la elocuencia de la verdad-. ¿No ves, lipendi, que somos señoras del moño al tacón? Precisamente por eso, lo que nos seduce, lo que nos hipnotiza, es correrla, ya que nunca volveremos a tener ocasión semejante...

Entre sorprendido y convencido, Pedro se echó a reír.

-Tienes razón, Zoraida mía -dijo sencillamente-. Quedamos en que no conoces ese bodegón, ni sospechas que es un restaurant, ni lo que se hace en él.

-Conozco alguno de París, a donde me ha acompañado, como es natural, mi marido, tu señor primo. ¿Qué te figurabas?

-Eres muy donosa. Y Zulima, la mudita, ¿no ha cenado en restaurant tampoco?

-No por cierto -respondió Gelita-. Yo soy soltera, y disfruto aún de menos libertad que mi amiga... ¡Tú no conoces las costumbres de la gente smart!

Pedro, con viveza amistosa, la estrechó el brazo. Empezaba a encontrar deliciosa la broma, por lo bien que la llevaban las dos discretas hembras. Iban a buen paso, alborozados los tres, y Nardita, a media voz, tarareaba un couplet francés humorístico:


Conduisez moi au restaurant,
sous le pin, sur le vent, sur le piti-piti-pon...



Habían salido del Parque, y atravesaban las calles, anchas y tiradas a cordel -y a tal hora casi completamente desiertas- de la ciudad. Animado por aquel silencio, Pedro se explayó:

-¡Qué fastidio! Me gustaría ahora llevaros por callejas intrincadas y estrechísimas, sin más alumbrado que el farolillo que cuelga delante de un Cristo, y que fuésemos a parar a algún palacio destartalado y viejo, con un escudo tamaño así... También me agradaría rondaros la reja, que salieseis a ella, pelar la pava, rasguear la guitarra, cantar... ¿Se hace esto en algún punto de España? Allá emigramos. Os llevo conmigo.

-Pero, ¿querías rondar a las dos? -objetó Narda, maestra en preguntitas capciosas.

-¡No, a una sola! -exclamó el Niño, apretando otra vez, sin ser visto, con rápida y ligera presión, la mano de la Lobatilla-. Veo que os reís de mis tonterías... Es decir, que seguís riéndoos... porque ya esta mañana, en la estación, os hice felices con mi candidez de declararlo todo... Gozad, no me importa... Vuestra risa es fina, está llena de ingenio, de humorismo, de donaire. Lo único que exijo... ya sabéis, ¡eh! -añadió alzando el dedo como en son de alegre amenaza-. Que respetéis mi chifladura o mi antojo; que me parezcáis señoras, perfectas señoras, todo el tiempo que con vosotras pase...

Volvieron a trocar otra ojeada las dos damas. Si las conocía, y era broma, hay que confesar que el primo la manejaba con originalidad y travesura. Narda hubiese preferido, sin embargo, que el Niño no las conociese. ¡Era tan picante, tan chusco ser confundida con las pájaras! Gelita, en cambio, a cada alarde de respeto del Niño, respiraba mejor. Llegaban ya a los soportales, ante la puerta de Quebrantas, que no era bodegón, sino buen restaurant, y vertía luz y despedía tufo de cocina francesa. Desde hacía tiempo tenía la Lobatilla capricho de cenar con Mauricio allí; pero no se le había logrado. Pedro se adelantó, pidió la mejor habitación reservada, y por angosta escalera les llevaron a un saloncito, el eterno saloncillo de los figones caros -piano, divanes, plantas, decorado vulgarísimo-. Sintió el Niño cierta repugnancia, porque aquel sitio recordaba otros de París: memorias antipáticas, enfriadoras. «No he salido de Francia», pensó con tedio; y abriendo el balcón y asomándose a él, dejó a sus compañeras que soltasen los abriguillos, que se quitasen los velitos, los guantes; que se diesen una atusadura frente al espejo, rayado por los diamantes de las sortijas. Ellas aprovecharon la ocasión para conferenciar.

-Nos conoce -allanó Gelita- y se chancea...

-Ojalá te equivoques... Y te equivocas, hija. La diversión está en que no nos conozca... Nos cree individuas de la benemérita... sólo que muy finolis, triple extracto...

-Debemos desengañarle -advirtió Gelita, contrariada y descontenta.

-¡Boba! Lo que debemos es confundirle más. ¡Tú gastas un pavo...! El caso es que se quede atónito cuando oiga: «Señor don Pedro Niño de Guzmán y otras hierbas... le presentamos a sus parientas doña Bernarda y doña Rafaela... pues».

-Narda -repitió Gelita, sofocándose mucho-, esta es una locura insigne. ¿Qué van a decir? ¿Qué pensará Mauricio?

-¡Mauricio! Estará rezando a san treinta y cuarenta... Y hoy le tengo como un corderito... ¡La ausencia suaviza de un modo...!

-¿Y si tuviese celos? -interrogó Gelita, gravemente.

-¡Anda, anda! Por fas o por nefas los ha de tener... Si no los tuviese, no me querría... ¡Celos! Son la sal y la pimienta... ¡Pobretines celosos! -añadió aquella peregrina criatura-. ¡No conocer Mauricio que él es el único hombre que me gusta! Me gusta... como si fuese pecado el que me gustase. Y a él le gusto yo también... como un pecado mortal... -Narda entornó los claros ojos-. Al Niño -prosiguió- te lo cedo... Es para ti, pichona... ¡Adelante las combinas de Borromeo! ¡Y tú, sosa, engatúsale!

Pedro, dejando el balcón, cruzó el gabinete y salió a encargar dos ramos de flores. Mientras tanto, el mozo -francés por más señas, y que no conocía a las damas- presentaba, con sonrisa de inteligencia que hizo a Narda feliz, la lista. Escogieron los clásicos langostinos, un helado, salmón, Graves, Champagne frío. Pedro entró otra vez: las flores tardarían: eran muy difíciles de encontrar a tales horas. Sentose al piano desafinado, y le arrancó varios desacordes -así los calificó Nardita-. O’Neal le había enseñado música; su voz era fresca, de tenor, y Gelita, de codos sobre el piano, le oyó, encantada, entonar la Siciliana, de Cavalleria. Pero las pupilas de Pedro, al exhalar aquellos acentos de sensual y quemante pasión, se clavaban lucientes en el rostro de Narda, en sus cabellos de oro descolorido, en su boquita fresca y sinuosa, iluminada por el nácar de los dientecillos. Persuadido de que era una criatura fácil e indigna, no por eso la miraba con menos ilusión, resuelto como estaba a tratarla de tal manera, con tan ideal galantería, que la bonita imagen llegase a idealizarse en su alma con la pureza del sacrificio. «Quiero -pensaba- representarme que tengo cerca a una inaccesible virtud, rodeada de dificultades, de obstáculos, de vallas sociales. Quiero creer que para venir aquí, a favorecerme con su presencia, ha burlado la vigilancia, no sólo de un esposo, de una familia, de la servidumbre, sino de toda la sociedad, que rodea a la mujer y la acordona y sujeta a rigurosa inspección. Quiero creer que no sólo debo respetar su decoro, sino reconciliarla consigo misma a fuerza de cortesía, y resguardar su buen nombre, su fama intacta, con el más inviolable secreto. ¡Qué hermosa es! ¡Qué infantil gracia, qué cándido reír el suyo! Y lo que más me seduce: ¡qué divinamente se presta a mi capricho! Nadie dirá sino que ha vivido siempre en las más altas esferas sociales».

Entretanto, el mozo cubría la mesa con manteles blanquísimos, y la guarnecía de platos, cristalería, conchitas, menudos saleros. Un grueso ramo de rosas apareció por ensalmo. La esperanza de pingüe propina estimulaba. Sentáronse, empezando a despachar los entremeses. Narda dirigía preguntas a Pedro acerca de su nacionalidad, su condición, sus antecedentes, sus planes al venir a España. «A mí se me ha puesto en la cabeza -decía- que tú te propones buscar novia. Te presento a Zulima, que está a merecer. Se me antoja que la has dado flechazo...». Una ojeada angustiosa de Arcángela contuvo a Narda. «¿No te dejas allá, en París o en Londres, ningún trapicheo?».

-Ninguno. Yo soy muy raro, y en esto del querer aún más... No me preguntes, hermosa Zoraida -tartamudeó Pedro-; adivíname, descíframe... Soy un loquito. Háblame sólo del momento presente. Tú eres española, ¿verdad? ¿Madrileña? Sírveme una copa de rosé...

Tomó Narda la garrafa donde reposaba el espumoso ya helado, y colmó la copa de Pedro, sirviéndose después otra, y llenando la de Gelita. Era el Niño, a pesar de sus viñas jerezanas, muy sobrio. O’Neal, que profesaba horror a la intemperancia inglesa, había acostumbrado a su discípulo al agua pura. Sólo toleraba bebidas ligeras, apenas graduadas, vinos poéticos, claros, blancos, que fluidifican y doran la imaginación. En su cerebro el picor del Champagne despertaba siempre un bullir de ideas grandes y hermosas; y el poquillo de borrachera -si tan feo nombre mereciese- exteriorizaba sus ensueños, sus quimeras, la belleza íntima de sus ideales. Con el Champagne, la palabra de Pedro era afluente, su acción caballeresca, su galantería apasionada. El vino no transforma: delata y nada más.

-Oye -le decía Narda-. Estamos enteradísimas de ti. Si hubieses mentido, te cogíamos infraganti. Nos llamaste la atención en Irún, y preguntamos aquí quién serías. Manolo Lanzafuerte nos dijo que eras un sobrino del fósil duque de la Sagrada, y que te llamas Pedro Niño de Guzmán... Por eso te diremos siempre Niño... ¡Nene, si te gusta!

-Magnífico -replicó Pedro-. Niño soy, y me parece que hasta la fecha no había empezado a vivir. Vosotras no podéis entender esto. Dentro de un rato, cuando nos hayamos despedido para no volver a vernos nunca...

-¿Tan mal nos quieres? ¿Tanto te estorbamos? -exclamó Narda.

-No, Zoraida mía, no... Porque me has arrebatado el corazón... porque me lo tienes entre tus deditos, por eso, por eso, desde mañana no he de acercarme más a ti. ¡Me matarías, tirana! Otra copa de rosé... Con ella me siento animado, capaz de deciros mil cosas. Compréndeme; interpreta mis manías; no te espantes de mis chifladuras. Has de saber, Zoraida, que yo todavía no he querido. Tengo bien cumplidos veinticinco años, y aún no puede alabarse ninguna mujer de costarme lágrimas... de quitarme el sentido como me lo quitas tú. Habré suspirado... sin saber por quién; por algo que yo me figuraba muy alto, ¿sabes?, en las mismas nubes... a los pies de la Virgen María. No creas que pienso yo que la vida no tiene más fin que enamorarse; pero ¡voto a...!, el que no se enamora nunca, es un pedazo de alcornoque. ¿Verdad, Zulima? Los ojillos negros de Zulima me dicen que tengo razón... Voy a servirte, Zulima; no quiero que estés tristona porque hago más caso a tu compañera... No seas envidiosa. Esto del querer...

Zoraida rió picarescamente.

-Consuélala, Niño, haces bien... Ésa es de la casta de los celosos...

-Yo también lo soy -declaró el Niño-. Es decir, lo sería si llegase a perderme... Y te participo, Zoraida, que o he de perderme, o no he de mirar más a ninguna. Porque, ¿van a parecerse a ti las demás? Imposible... Como tú señora de mis pensamientos, sólo hay una. Tú eres la que bajó de allí.

-¿De la roseta del techo?

-De la gloria... Por eso no he de verte más... Pero cree que siempre, siempre te conservaré agradecimiento... Siempre, cuando me acuerde de mi llegada a España... Bebe, Zulima, ¿te sirvo?

-No -respondió la joven lentamente-. Me duele la cabeza un poco. Ya me dolía hoy en el tren...

Un pisotoncillo de Narda quiso advertir a su prima: «No hagas caso. Si todo esto es guasa viva, mujer... ¿Vas a tomarlo por donde quema?». Pero Gelita, abatida, rechazó la copa de rosé.

-Sultana Zoraida -prosiguió Pedro-; yo tenía un depósito de amor que al verte... Créelo, vale más que no te vea. En el Casino he sentido encontrarte otra vez. Porque tú me sorprendiste indefenso; me cogiste descuidado... Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Qué mayor honor, señora, que caer a tus pies? Como que eres la misma, la mismita que yo venía deseando descubrir... ¡Gracias, gracias por haberte aparecido!

-Efectos del Champagne... ¡Qué sandunguero!

-No lo creas, los meridionales nos embriagamos con agua. Maldita la falta que nos hace el vino. ¿Pero tú comprendes lo que digo, Zoraida? Puede que sí; puede que te expliques mis rarezas mejor que se las explicaría... una señorona. A ella no podría decirle así, con confianza: «Niña, al salir de aquí, si te he visto no me acuerdo». Esto es un sueño, el sueño de una noche de verano. Yo conservaré tu sombra... y... y huiré de tu cuerpo. Mañana dejas de ser Zoraida; eres... ¿qué sé yo? No me lo cuentes... Prefiero ignorarlo. Ahora... ahora, me vas a hacer un favor... que te pido rendidamente... ¿ves? -Y Pedro apoyó en el suelo una rodilla-. Da un beso a esta rosa... y después deshójala en mi copa de Champagne. No solicitaré otra cosa de ti. ¿Qué regalo más alto y suave se ha de pedir a una dama castísima e ilustre?... Es que esto es serio... muy serio, ¡vaya! ¡No concibo cosa más seria en el mundo!...