El Niño de Guzmán: 11

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El Niño de Guzmán de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XI

Capítulo XI

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A la mañana siguiente, muy temprano, despertó a Pedro -que bahía dormido mal, con sueño agitado, en su cuarto de la fonda- la visita de Borromeo, el cual se fue derecho a su cama y le soltó un cariñoso abrazo. Cuando el Niño pudo mirar a su madrugador visitante, costole trabajo refrenar un movimiento de pena. ¿El Borromeo Noroña, el misántropo que tan bien escribía, que tanta inteligencia revelaba, era aquel ser enteco y contrahecho, lastimosa caricatura de hombre? Creyó ver uno de los enanos de Velázquez; pero la mala impresión transformose al punto en generosa lástima. Borromeo advirtió lo que pasaba por el espíritu de mi primo, y quiso echar a broma la aflictiva realidad.

-Veo que mi facha te enamora... No hagas caso... ¡Ya sabes que me llamo Gentileza! La naturaleza ha sido madrastra conmigo. Con Mauricio derrochó y ya no quedó migaja para el segundo. ¿Piensas que no me conozco? ¿Pero qué más da? Periquín querido, hermano mío verdadero, ¿qué ha pasado anoche? ¿Con qué pie entraste en España y en nuestra familia?

-El pie izquierdo -respondió Pedro saltando de la cama, vistiéndose pantalón y un ligero batín, y correspondiendo a las afectuosas demostraciones de Borromeo con expansiva cordialidad-. Lo sucedido es algo que no me explico todavía. Para broma la encuentro pesada; para veras sería incalificable... ¿Qué te diré? Lo cierto es que, en veras o en broma, he desempeñado un papel ridículo: verdad que empecé desde la frontera misma... Ya he resuelto marcharme enseguida de aquí, así que visite a tu padre, cumpla mis deberes de cortesía y arregle cierto asunto...

-¿Estás loco? -exclamó Borromeo...-. No te exaltes... Yo he venido a abrirte los ojos, a que veas claro, a que comprendas... Soy tu amigo, soy el que te esperaba... ¿Por qué no me avisaste anoche para recibirte en la estación? Se hubiese evitado todo...

-Té diré... Ha sido puro capricho... Romanticismos, tonterías... Me gustaba hacer contigo lo que tú haces ahora conmigo; sorprenderte. Al acercarme a España, me pedía el alma cosas imprevistas, libertad en el proceder, extravagancias si se quiere... A eso se debe mi grotesca aventura de anoche.

-No te acuerdes más de ella. No tiene importancia, y te lo demostraré -declaró Borromeo-. ¿Llamo para que te sirvan el desayuno?

El Niño dijo que no con la cabeza, y desnudando el torso y tomando una esponja, la saturó de agua fría y se la echó por la nuca y por el pelo, secándose después reiteradamente. Lavose con cuidado las manos, y más despejado y fortalecido por las abluciones, volvió a sentarse frente a su primo que le contemplaba cariñoso, impaciente por hablar.

-Ríete de esa emboscada en que caíste- repitió apenas se encontró Pedro dispuesto a oír-. Una locuela y un insensato no deben echarte a perder la venida a España. Aquí te esperan novedades... Ya verás... ¡Ya hablaremos largo y tendido!

-No culpo a nadie, sino a mí -respondió el Niño con cierto abatimiento-. Lo que en la esposa de Mauricio fue inocente y graciosa humorada, en mí constituyó sandez y desatino. ¿Cómo pude tomarla por... por lo que la tomé? ¿Quién no veía en ella a la dama, a la mujer fina? Sólo un mozo sin experiencia ni mundo, como yo soy...

Borromeo, enarcando las cejas, volvió a protestar.

-¡Pero, hijo! -exclamó-. ¿Es posible que digas eso? Tú no tienes de culpa ni tanto así. La tiene Narda, que te conocía perfectamente y se complacía en representar esa farsa indecorosa, llevando de comparsa a un angelito de Dios, a Rafaela, que habrá sufrido todo el tiempo clavos, azotes y cruz. A bien que, por su mismo candor, Rafaela no entendía la trascendencia de la broma estúpida... ¡No me hables, porque la indignación me rebosa! La chanza ha sido género Narda puro y neto, estilo de los botarates que la rodean y de las casquivanas con quienes se junta en Biarritz y en Madrid... Gente sin pudor ni decoro, hampa aristocrática, que se llama la crema y debiera llamarse el queso con gusanos... ¡Qué peste! ¡Remedar el descoco, jugar a la sinvergüenza, divertirse en parecerse a la hez de la sociedad!... ¡Cuando pienso! ¡Y ese hermano mío que no la mete en las Arrepentidas, que no se va con ella a la dehesa de Fonrubia, a encerrarla donde no escandalice! ¡Cómo dominan las pasiones, cómo fascina una mujer artificiosa! ¡Pensar que Mauricio, un Noroña, se pasa la noche jugando para satisfacer los antojos de esa calamidad!

Escuchaba Pedro impaciente, con visible estremecimiento colérico. Al fin notó Borromeo, y se detuvo. Los ojos del Niño ardían.

-No me gusta -dijo conteniéndose- oírte hablar así de tu hermano y de su mujer. No me presto a tal conversación. No te creo. Estás ciego; estás exaltado. Repito que yo he tenido toda la culpa de lo ocurrido anoche.

-Veo que me equivoqué, al creer que podía usar contigo franqueza de hermano...

El acento triste de Borromeo produjo su efecto. Esta vez fue Pedro quien echó el brazo al cuello de su amigo.

-Háblame como a un hermano, sí -respondió con uno de esos bellos movimientos de alma, espontáneos, que sólo tiene la juventud-. Yo también estoy aislado y carezco de verdaderos afectos. Una de las cosas que me han traído a España, ha sido el deseo de verte. Nuestras cartas... tus cartas, son mi único alimento desde hace algunos meses. La persona a quien quise más... la he perdido.

Conmoviose Borromeo, y por disimularlo bromeó.

-Verme, no es plato de gusto... Oírme, por lo visto, tampoco... En fin, Pedro, yo aspiro a que se borre de tu memoria el suceso de ayer; que vengas a mi casa, que estés en ella como en la tuya propia. Hay allí algo que puede compensar todos los desencantos; algo que es tu felicidad segura. Ya adivinarás que hablo de Arcángela. ¡Alma purísima, de otros tiempos distintos de estos infelices en que nos tocó vivir! La fatalidad, la mala compañía, la arrastra a veces; pero, ¡cómo lucha! Lo habrás notado anoche; la habrás visto en un potro... De seguro -no la he hablado aún-, de seguro padeció agonías mortales.

El Niño, a estas palabras de Borromeo, se dio cuenta por primera vez de que, en efecto, Arcángela parecía a ratos agobiada de pena. Había reparado tan poco en ella... Casi nada. Le sorprendió comprobarlo.

-Puede ser -respondió-; no me enteré. Como no sabía que se trataba de Arcángela...

-Fíjate en ella... -repuso Borromeo-. Y no porque la encuentres al lado de quien la encuentras y en remolinos sociales contrarios a su índole y modo de ser, juzgues injustamente a esa criatura. Rafaela es en mi casa iris de paz... Si no fuese por Rafaela, yo ya no viviría bajo las mismas tejas que mi padre. No tendría estómago ni paciencia para sancionar... En fin, pues no permites que hablemos de esto...

-Mejor será -declaró Pedro, volviendo a ponerse tosco.

-Pedro de Rafaela me permitirás que te diga...

-Tampoco me gusta esa conversación... Carlos, dejémonos de mujeres. ¿No te parece que un español que vuelve aquí después de educarse allá tiene otros problemas a que dedicar su atención? He sido castigado por caer en la vulgaridad de buscar en España, ante todo, la aventura, el enredo, la comedia de capa y espada. Mi patria debe ofrecerme algo más, algún empleo para mis fuerzas, algún objeto para mi actividad de hombre joven y de buena intención. Dejemos a la suerte que me depare, cuando llegue el caso, la mujer, si es que debe deparármela... En este momento -y el Niño se levantó y empezó a pasear como león enjaulado-, si sueño con alguien es con España. ¿Qué haré para conocer, y servir a la que desde ahora declaro señora de mis pensamientos? Y digo para conocerla, porque, a la verdad, por ahora se me figura que no estoy en ella todavía. Este pueblo, el Casino que vi anoche, el maldito restaurant... no corresponden a la idea que de España he solido formarme.

-Te sobra razón -declaró Borromeo-. Este es un pueblo ridículo, snob, afrancesado hasta las cachas. Trapos, vanistorio, holgazanería... por lo menos durante el verano...

-¿Y Madrid? -preguntó el Niño-. ¿Madrid será una ciudad neta y castiza?

-¡Quia! -respondió Borromeo-. ¡Madrid! ¡Buen hato de perdularios está Madrid! En aquella anárquica confusión vienen a juntarse los chupones políticos, las sanguijuelas flacas y gordas, todos los que pintan figura, los perdidos al alta escuela y las perdidas almizcladas. Aquello es el pandemónium de las miserias del país. El pueblo achulado, el señorío encanallado... Ahí tienes a Madrid. Me siento Nerón para aplicarle un fósforo, después de rociarlo bien con petróleo.

-Según eso, ¿tampoco Madrid es España? -preguntó Pedro de buena fe.

-Tampoco... España hay que buscarla... en otro lado. Sobre todo, en provincias... Verdad que también estas van perdiendo su carácter y su fisonomía tradicional e histórica, poética por consiguiente. Sin embargo, internándose bien... penetrando en los lugares, en las aldeas, huyendo de la parte fabril e industrial, de todo lo que la manoseada civilización y el ordinariote e infernal progreso han contaminado... podríamos llegar al corazón de España. ¡Aún están en pie las murallas de Ávila, las agujas de la catedral de Burgos, los claustros de Salamanca, el templo del Pilar!

Pedro, dando tormento a su juvenil bigote, reflexionaba.

-¿De manera -preguntó- que lo único vivo en España son los muertos?

No respondió al pronto el fogoso apologista de la España vieja: le había sonado a crítica objeción lo que el Niño decía con sorpresa, pero sin malicia alguna, sin intención polémica -ajena enteramente a su espíritu leal-. Por otra parte, aquel modo de ver de Borromeo, aunque le extrañaba, en el fondo le era simpático. Parecíase bastante al de O’Neal, con la única diferencia de venir más impregnado de pesimismo. De todas maneras, era el concepto romántico de España -su concepto propio.

-Los vivos -declaró Borromeo por fin-, los vivos están difuntos, por no parecerse a los muertos, por no imitar sus virtudes y su fe. ¡Por haberse disfrazado de mamarrachos al estilo moderno!

-Y ese disfraz a la moderna -insistió Pedro-, ¿en qué consiste? ¿Se conserva debajo del disfraz la España de otros días, o ha desaparecido? Comprendo que por muchas explicaciones que me hagas, no voy a entender si yo mismo no me cercioro. Hay un problema que me da infinito en qué pensar. Si España se ha modernizado, ¿cómo es que no tiene carácter ni condición de nación europea, en el sentido progresivo de la frase? Si está como antes, ¿de qué os quejáis los que la deseáis inmutable y fija?

-Está como antes... y no esta -repuso, no sin algún embarazo y dificultad, Borromeo-. Han penetrado aquí las cursilerías, las malas artes, las soflamas y las corruptelas de afuera: los imbéciles tan pronto piensan en francés, como se guillan y se vuelven anglófilos...

-Pero la cultura real, profunda, intensiva de esos países, ¿ha logrado comunicarse a España? -preguntó Pedro-. Sería lo único que importase. La nata, la médula de ciertas grandes naciones ¿se ha importado aquí? ¿Se sabe siquiera en qué consiste?

-No, por fortuna -respondió secamente Borromeo-. La nata ajena no nos conviene. ¡La nuestra era mejor que todas!

-Y aquel sentimiento antiguo, tan bello, del honor castellano, ¿se acabó... o dura? ¿Anima a los españoles todavía?

Soltó Borromeo una carcajada sardónica, acerba.

-¡Ay, Dios mío! ¡Qué sé yo dónde estará!

-¿No lo conservan las altas clases?

El pesimista se encogió de hombros.

-Las altas clases... lo peorcito de la casa, Niño. Yo puedo decirlo, porque... ¡porque no nací detrás de un mostrador! Teníamos el deber de servir de modelo... y servimos de piedra de escándalo. En nosotros una acción baja es doblemente censurable y afrentosa. ¿Qué obliga, si no obliga la nobleza?

-Tienes razón -dijo el Niño-. Nos incumben grandes deberes... Por eso yo quiero servir de algo, hacerme útil, ayudar a que España recobre su puesto...

-Pues dilo, y te pondrás en evidencia, y serás un bicho raro, un ser caído de la luna. Antaño, de las altas clases salían las dos profesiones más elevadas por su fin: el clero y la milicia. Hoy, los nobles redimen sus hijos a metálico, consideran a sus capellanes menos que al jefe de cuadra o de cocina, y después se quejan de que ni el ejército ni el clero calcen los puntos que deben calzar. Esas dos profesiones quieren ideal. Ni fe ni amor patrio: ahí tienes el cuadro en fondo negro.

-Entonces, aquí lo único sano será la clase media.

Carcajada de Borromeo, con sabor a hiel.

-¡La clase media! ¡Pues si de ahí viene la podredumbre! Enriquecida por el expolio de los bienes de la Iglesia; engreída ridículamente con los títulos nobiliarios que prodigaron a banqueros y mercachifles los políticos, con anuencia de los reyes; idólatra del dinero, pervertida y prevaricadora... ¡Santo Dios! ¡La clase media! Yo creo que ahí está la fuente de todos nuestros males!

-¿No queda entonces sino el pueblo?

-¡Ah! -exclamó Borromeo con llamarada de entusiasmo-. ¡El pueblo, sí! Los sencillos, los idiotas, los infelices... de ahí, de ahí esperamos que surjan de nuevo las energías, las creencias, la sinceridad, el patriotismo. ¡El pueblo! ¡Que nos invadan, y se verá de lo que el pueblo es capaz! Oro puro de conciencia, acendrado por el temor de Dios; resignación, virilidad... ese es el pueblo de España.

-¿Vives tú mucho con el pueblo? -preguntó el Niño con esa lógica directa que sólo los verdaderos niños gastan.

-No... Yo salgo poco de mi casa... Yo, por mi género de vida...

No se atrevía a decir el pobre contrahecho, sobrecogido por la franca pregunta, el verdadero motivo de que jamas se rozase con sus ensalzados humildes. Y era que ese pueblo, al cual falta la educación social, que suple a la generosidad, suele mofarse sin rebozo o compadecerse a voces de los defectos físicos. Precisamente porque vivía tan lejos del pueblo tenía de él esa idea optimista.

-Pues es preciso que nos acerquemos al pueblo, que lo estudiemos -declaró el Niño-. Acaso en ese protoplasma encontremos los residuos, las formas primitivas del varonil honor, que creó los héroes castellanos. Quizás en él sorprendamos las raíces de los sentimientos que engendraron aquellas figuras de santos españoles, tan admirables, tan heroicas. Dime, Carlos -preguntó con misteriosa emoción el Niño-, ¿crees tú que hay ahora santos?

-Santas, sí. Arcángela lo es -respondió convencido Borromeo.

Pero el Niño sonrió. No concebía la santidad con casaca de terciopelo anaranjado, riendo y bromeando en la estación de Irún. Después de una pausa, dijo vivamente:

-Apenas cumpla mis deberes con tu padre, nos iremos a viajar por España. La recorreremos toda. Buscaremos dónde late su corazón y nos reclinaremos en él. Tú te vendrás conmigo; tú harás el favor de acompañarme. ¿Verdad que sí?

Borromeo, sofocado de placer, aceptó.