El Niño de Guzmán: 10
Capítulo X
Mientras en el restaurant de Quebrantas pasaban estos lances poco verosímiles, en el Casino sucedía algo vulgar en la vida social, moneda corriente: un curioso arrimaba la mecha al montón de pólvora.
Era Gonzalvo de los infinitos investigadores de afición, amigos de saber y oler. En nada se parecía su curiosidad a aquella generosa y casi santa que impulsa al hombre de ciencia, al sabio, a chamuscarse las cejas y secarse el meollo por alzar una punta del velo que cubre los arcanos de la naturaleza. Ni menos era la curiosidad despierta y semicientífica del dilettante literario, a quien interesan el arte, la historia y de rechazo, como documento, las costumbres. Lo más pernicioso de la curiosidad de Gonzalvo es que degeneraba en erotomanía. Pertenecía al número de los que por sistema «buscan la mujer» y no conciben que exista mujer ni hombre sin intriga o lío más o menos complicado. Este tipo, en la Península Ibérica, es representativo de la raza. La pasionalidad africana y el epicureísmo latino se juntan para engendrarlo. No le hablasen a Perico Gonzalvo de móviles que no fueran sexuales; no le insinuasen siquiera que puede haber horas del día, sitios y personas libres del erótico duendecillo. Sin él no se explicaba Gonzalvo la política, la hacienda, la guerra, el arte... Verdad dije con él... tampoco se explicaba estas altas cosas.
No se crea que hombres como Gonzalvo son más enamorados que el resto del género humano; al contrario: no aman nunca; son enfermos, obsesos, maniáticos a su modo. Cree, por otra parte, este linaje de hombres que la preocupación incesante de la contravención al sexto mandamiento les da una autoridad, una malicia y experiencia respetabilísimas, y que, sabuesos del pecado, acreditan la finura de su nariz olfateándolo donde nadie lo sospecha. Tenía siempre Gonzalvo en estudio, como él decía, a una beldad de la Corte, y a imitación del inglés que seguía a Blondín para no perder la impresión de verle desnucarse, Gonzalvo, mariposón cítrico y terco, giraba alrededor de las que estaban en ocasión próxima de fragilidad, hasta que la caída se consumase y pudiese decir satisfecho: «Ya ha sucedido. A otra...».
Desde un año hacía -desde que la Lobatilla patinaba con airosas vueltas sobre resbaladiza superficie-, Gonzalvo formaba parte de su corte, lo cual, mirado en cierto respecto, suponía especie de homenaje indirecto a la honradez de Narda -pues implicaba que no era todavía ángela caída- frase de Gonzalvo mismo. Divertíase este en presenciar el asedio de Íñigo Santa Elvira y Manolo Lanzafuerte, en oír los requiebros tártaros con salsa francesa de Mirovitch; pero sobre todo, le entretenían los recelos de Mauricio -recelos altivos, que no le impulsaban a coartar la libertad de su mujer, que ardían por dentro, en alternativas de rabia y de felicidad ciega; suplicio cruel cuyos estragos se le leían en el rostro-. «Ese buen mozo ya está estropeado...», decía Gonzalvo con la secreta complacencia de una inconfesable envidia. -Los hombres, entre sí, se perdonan la belleza menos que las mujeres-. Así es que cuando Narda y Gelita salieron del Casino colgadas del brazo de Pedro, Gonzalvo, al oír a Manolo y a Íñigo -los dos aspirantes- preguntarse con inquietud: «¿Con quién va la Lobatilla?», les sugirió instantáneamente esta diabólica idea:
-Puede que lo sepa il marito... Vamos a ver cómo le trata hoy el crimen.
Recordárase que «el crimen» había tratado a Mauricio primero rematadamente mal, después con benignidad portentosa, coincidiendo con la presencia de Pedro Niño en la sala. Mauricio, poseído de la honda superstición de los jugadores, llegó a fijar con vivos rasgos indelebles en su recuerdo la figura del que impensadamente le trajo aquel puñado de billetes, que no tardaría Narda en reclamar para derrocharlo. El casi satánico amor de Mauricio a su esposa era -no se engañaba Colmenar en esto- el móvil de su jugar desenfrenado. Parecíale amargo y humillante tener que rehusar a su Narda un capricho, una fruslería, una satisfacción vanidosa. Noches enteras se pasaba el desdichado ideando combinaciones para que saltase pronto una riqueza fantástica, y arrojarla a los diminutos pies de su mujer; porque creía -y esta terrible y triste creencia minaba su corazón y roía su alma- que el día en que no pudiese darla a manos llenas dinero, se verificaría aquello, el horror que era el fin de todo, el desquiciamiento de la bóveda celeste; aquello después de lo cual no quedaba nada, nada, sino los arranques de la desesperación... Como todos los que sufren a menudo profundas emociones, Mauricio tenía el alma elástica, y fácilmente recobraba el equilibrio, reaccionando y, saboreando el respiro que le daba la suerte. Hallábase -cuando sus amigos subieron a buscarle- en uno de esos raros momentos dichosos, y acrecentaba su goce el mismo esfuerzo realizado para contener el júbilo que le aligeraba y le hacía hervir la sangre en las venas. Sólo con mirarle conoció Gonzalvo que había ganado Mauricio, ganado mucho, lo cual redobló la trastienda de su picaresca malicia, sugiriéndole aquello de «desgraciado en el juego...». Con festivo acento le interpeló:
-Buena racha, ¿eh?
-No ha sido mala... -respondió el conde de Lobatilla-. No he querido seguir, porque los pelaba demasiado. Y, ¿a que no sabéis en qué ha topado la suerte? ¡Si esto del juego es lo más raro!... Me ha traído la fortuna un extranjero, es decir, extranjero no parece... Uno a quien no conozco.
-Aprensiones... -murmuró Santa Elvira.
-No por cierto... Yo perdía un horror... Y viene aquel sujeto, y lo mismo es entrar él que volverse la suerte. ¡Un copo de trece mil, un bonito golpe!
-¿Era jorobado? -preguntó Lanzafuerte.
-Derecho y esbeltísimo... Moreno, un bigotito negro... Me gustaría saber cómo se llama...
-Y a nosotros también -respondió intencionadamente Gonzalvo-. ¿Vestía complet a cuadritos? ¿Una perla en la corbata? ¿Guantes de gamuza?
-Justo... ¿Le habéis visto? ¿Anda por ahí?
-Hace un momento sí andaba -advirtió Íñigo-. Pero ha salido del Casino en compañía de dos señoras.
-Hombre... ¿cuáles? Porque por el hilo...
-Sacarás el ovillo... -repuso Gonzalvo- ¡Y vaya si lo sacarás! Como que las señoras a quienes acompaña el forastero son muy conocidas para ti... Una de ellas se llama doña Bernarda Zárate de Noroña.
La expresiva fisonomía de Mauricio reveló vivo asombro, y casi instantáneamente, notando la expresión sarcástica de Íñigo, se veló con sombra de temor. Uno de los caracteres de la cruel enfermedad de los celos más innobles, pero más rabiosos -los celos materiales-, es la instantaneidad con que el celoso admite cualquier hipótesis denigrante y ofensiva. A uno de estos celosos le decís que la mujer que acaba de despedirse de él con el velo puesto, el rosario a la muñeca, para ir a misa, ha entrado derechamente en una taberna de los barrios bajos para encontrar allí a un torero a quien no conoce -y lo creerá sin titubear-. No hay para el infortunado celoso de esta clase valla entre la posibilidad y el hecho; la falta absoluta de la estimación en que otros amores se basan le hace concebir como natural lo absurdo, y concebido como natural, verlo realizado ya, con todos sus infames y repulsivos pormenores-. Mauricio sufría ataques agudos con triste frecuencia. Lo único que tranquilizaba un poco su enferma imaginación, era saber que Narda iba acompañada de Gelita. ¡Extraño caso! Como si el ser de Mauricio se hubiese partido en dos, quedando a un lado las buenas y nobles cualidades, a otro los instintos de la fiera pasional, había llegado a sentir por su ex novia cierta ternura, aunque a veces, excitado por las pullas de Borromeo, tuviese para ella frases satíricas y deprimentes; y el amor a Nardita, cada vez más infiltrado en la sangre, iba mezclado con un ulterior menosprecio imposible de definir, desprecio que era furia, y que hacía más frenética, más ardiente y devoradora la dicha maldita... La primer palabra del esposo fue preguntar a Íñigo:
-Y Gelita, ¿iba también?
-También... A las dos te las ha robado el forastero -respondió el rondador de Narda, asociándose tácitamente a la supuesta ofensa conyugal.
Mauricio se calmó. Poco había de durar el alivio. Lo extraño del caso volvió a soliviantarle, y fue rejón clavado diestramente esta frase del curioso Perico:
-¿De modo que tú no conoces poco ni mucho al que trajo la suerte y te sopla las damas?
-No... no atino... -tartamudeó Mauricio, que momentos después, practicando hábil maniobra, separose de sus amigos y huyó, bajando precipitadamente las escaleras de la terraza.
-Lleva la mosca en la oreja -dijo Gonzalvo-. Va a seguir a su mujer... Realmente es raro... ¿A dónde habrán ido? Porque, a estas horas...
En efecto, las dos señoras -cogidas en el engranaje inflexible de la vida desordenadamente metódica que se hace en esos centros donde todo el mundo se conoce y vive, por decirlo así, en colmena- de no estar en el Casino, tenían que estar en su casa; y ¿era lógico que Nardita se hubiese ido a su propio domicilio con un hombre a quien no conocía su esposo? Si no fuese porque Mauricio no era ningún pelele con quien impunemente se jugase, Gonzalvo se arriesgaría a seguirle a su vez... Pero Mauricio tenía dientes y uñas, y era suspicaz como un árabe cuando de su mujer se trataba; y la gran curiosidad de Perico Gonzalvo estaba templada, justo es decirlo, por la más exquisita prudencia y un discretísimo cariño al propio pellejo... Adoptó la sabia resolución de no moverse de la terraza, fiado en que a la postre todo se sabe, desde los tiempos de Lampuga, en que el diablo dio en chismoso...
Mauricio, libre ya de la opresión de la gente, detúvose un instante para rehacerse, para discurrir. Su primera hipótesis fue que alguna de las damas se habría indispuesto, y aceptaría, como sucede en casos tales, el brazo de un desconocido. Pero descartó este supuesto la certeza de que Nardita había echado con cajas destempladas a los de su zaguanete. Si hubiese indisposición, natural era que reclamase el auxilio de sus habituales acompañantes. Quitada la suposición de la enfermedad, volvió a presentarse la otra, la primera; aquel extranjero era alguien a quien Narda había conocido en Biarritz, y con quien tenía intrigas, coqueteos, inteligencia. ¡Dios sabe qué! Pero, ¿y Gelita? ¿Qué papel representaba en toldo ello Gelita? Con la rapidez y versatilidad de impresiones propias de los desatados nervios del celoso y del jugador, en un instante pasó Mauricio del mayor aprecio a Gelita a la suposición que más la infamaba. Es de advertir que por un lado la incorregible fatuidad del varón -mucho más fatuo que la hembra, por razones que sin esfuerzo se comprenden, porque las victorias fáciles engendran vanagloria-; por otro la muletilla de salón, que consistía en declararle verdugo a él y a ella víctima, habían engendrado en Mauricio un convencimiento íntimo y profundo de que Gelita, rencorosa allá en el fondo de su alma como toda mujer desairada, ni había podido resignarse al desaire, ni a que otra llevase el nombre de su antiguo novio. En ciertos momentos creía que Gelita, al mostrarse su aliada, disimilaba por orgullo femenil; y en otros la suponía dispuesta a una venganza, a gozarse en el desquite... El ascendiente de Borromeo sobre la joven era lo que prestaba odioso fundamento a tales sospechas. En un instante, la fantasía de Mauricio edificó sobre esta base el Alcázar de una presunción horrible. La ofensa a su honor venía tramada desde Biarritz, y Gelita se prestaba a encubrirla satisfaciendo así de una vez la atrasada cuenta de sus agravios...
Fue la primer providencia del celoso dirigirse a su casa. Era preciso comprobar que no estaban allí las dos señoras. Y no estaban, en efecto; el portero dio detalles: «Han pedido el coche, señorito, en el Casino, a las doce y media...». El reloj de Mauricio señalaba las once. La estupefacción de ver confirmada su sospecha, la especie de vértigo que le producía el no inferir ni remotamente dónde podría esconderse Narda, le clavaron un instante en el umbral; y tan desencajado le vio el portero, que preguntó respetuosamente:
-¿Está malo Vuecencia?
Hizo Mauricio una señal negativa y salió a paso agitado, a la ventura... ¿Cómo había de ocurrírsele a él buscar a Narda en Quebrantas? Instintivamente se dirigió, sin embargo, al único sitio en que, fuera del Casino, podía encontrarse quien de su mujer le diese razón. Hacia los soportales de la Plaza fue sin darse cuenta de ello. Y la casualidad -extraña cómplice, o, más bien, enemiga jurada de los locos pasionales- le hizo tropezarse de manos a boca con el vejezuelo Ardoain, politiquillo local, recriado a la sombra protectora de don Servando Tranquilo, y educado en su escuela de servicialidad solícita y de calma chicha inalterable. Divisar a Mauricio y precipitarse a su encuentro, fue todo uno.
-Felices, señor Conde... Tanto bueno, señor Conde... Ya sabía yo que por aquí había de aparecer el señor Conde sin tardanza...
-¿Que lo sabía usted? -dijo Mauricio, aguzando el oído.
-¡Claro! Estando ahí la Condesa y Rafaelita... Porque me encontraba, como todas las noches, entretenido con mi taza de café y mis terroncillos de azúcar y mis periódicos... cuando llegan la Condesa y su prima... y un caballero muy fino... Iban tan aprisa, que ni tiempo me dieron a saludarles, a ofrecerme... Pero yo calculé: «¡Bah, van a refrescar a Quebrantas!», y ahora, al verle a usted, lo más lógico; viene usted a recogerlas...
-¿Que han entrado en Quebrantas? ¿Está usted seguro?
Y Mauricio, sin esperar respuesta, sin despedirse del viejo, se lanzó al restaurant como una bala. El corazón le estallaba, las sienes eran dos fuelles de fragua, doblábansele las rodillas... Un mozo quiso detenerle, pero él le arrolló, profiriendo interjección brutal. Y subió, y entró en el saloncillo -en el crítico momento en que Narda, entornando los ojos, entreabriendo los labios, deshojaba la rosa a petición de Pedro.
En momentos tales, casi siempre la violencia del sentimiento contiene la acción. Rara vez el celoso que cree haberse cerciorado de su desventura empieza por entregarse a extremos terribles. Hay un período de inmovilidad, que hasta remeda la calma, la sangre fría. Y aquél de los actores del drama que conserva suficiente lucidez, aprovecha el momento rapidísimo para dominar la situación. Esta persona, hay que decirlo, fue Narda. Mientras Gelita se ponía más blanca que el mantel y se levantaba sugestionada poe el espanto; mientras Pedro, atónito, se ponía en actitud defensiva esperando lo que hiciese el aparecido, en quien reconocía a su jugador; mientras Mauricio era estatua, Nardita, dirigiéndose a la puerta y llegando hasta casi rozar a su esposo, sin miedo a que, despertándose de repente, la hiciese trizas, le interpeló con el aire más natural y la más afable dulzura:
-¡Gracias a Dios! Nos faltabas para la partie carrée... Ahora sí que vamos a pasarlo bien, Mauricio... Ven, ¡que te presente a nuestro primo Pedro Niño de Guzmán!...
Y volviéndose hacia Pedro, cuya fisonomía expresaba asombro, confusión, vergüenza:
-Pedro, este es mi marido... ¿A que no pensaste conocerle así?