El Robinson suizo/Capítulo IX

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El Robinson suizo (1864) de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo IX


CAPÍTULO IX.


La emigracion.—Nuevo domicilio.—El puerco espin.—El gato montés.


Mi primera diligencia á la mañana siguiente fue juntar la familia, y dirigir á todos una corta alocucion sobre los peligros que nos pudieran sobrevenir en una tierra desconocida, tanto por su situacion como por sus habitantes, si acaso los hubiese, y de aquí la necesidad de ir todos juntos y con cuidado durante el camino. Todos oyeron con la mayor atencion mis prevenciones y prometieron cumplirlas exactamente. En seguida hicimos nuestras oraciones de costumbre, á las que siguió un ligero desayuno, y cada cual se dirigió á preparar lo necesario para la marcha. Se reunio todo el ganado; y el asno y la vaca cargaron con el bagaje que pudo caber en las alforjas, reducido á lo estrictamente necesario, como municiones de boca y guerra, herramientas y utensilios de cocina y mesa, sin olvidar las pastillas alimenticias, un poco de manteca, y las hamacas y cobertores de lana que iban encima de todo. Ya estaban para colocarse estos, cuando apareció mi esposa muy atareada y con el célebre saco bajo del brazo, reclamando lo primero, un puesto para las gallinas y las palomas, que segun ella no debian quedar abandonadas á merced de los chacales; despues otro para el pequeñuelo Franz, alegando que por su tierna edad no podria soportar las fatigas del camino, y otro por último para el saco que ella llamaba suyo, y nosotros el saco encantado, tanto era lo que de él cuidaba. Accedí á su deseo, y como las grandes alforjas, con honores de albardas, todavía no estaban llenas, metí en una el saco, y entre este y los paquetes, dispuse un sitio cómodo y seguro para Franz, en términos que no pudiera caerse aunque corriese ó tropezase la bestia.

Respecto á la volatería, tampoco me pareció dificultoso complacer á mi esposa; éralo sí por de pronto coger todas las gallinas que andaban dispersas, y por más que los niños corrian ninguna se dejaba atrapar, hasta que mi esposa, como más práctica, lo consiguió muy luego, sacando de su saco encantado unos cuantos puñados de grano que fué desparramando, hasta que el rastro llegó dentro de la tienda, donde al fin entraron todas á la voz de su ama, e impidiéndoles la salida, poco costó hacer prisionera á toda la gente de pluma. Los niños se rieron mucho de esta industria, confesando á una que su madre sabía más que ellos: Santiago fue el encargado de introducirse por debajo de la tienda como zorro en gallinero, y uno á uno nos fue entregando los cautivos, que con las patas liadas, quieras que no, se metieron en un canasto tapado con un cobertor, que se acomodó despues encima de la vaca.

Como mejor se pudo, se hacinaron luego dentro de la tienda los objetos que no pudimos llevarnos; se atajó su entrada con cuantas estacas, barricas y cajas poseíamos, encomendando ese resto de nuestra hacienda á la providencia de Dios, para que nos lo conservara si tal era su voluntad.

Ya dispuesto y arreglado todo, se emprendió la marcha, llevando cada cual á cuestas un saco con provisiones. Federico y mi esposa rompian la marcha. Seguíanles la vaca y el asno montado por Franz; las cabras guiadas por Santiago formaban el tercer cuerpo; el mono cabalgando sobre su nodriza la cabra no cesaba de hacer gestos y contorsiones grotescas; el grave Ernesto iba cuidando de las ovejas, y por último detras de estas, el padre vigilante y solícito constituia la retaguardia. Los dos perros, como ayudantes de campo, flanqueaban y recorrian sin parar toda la línea.

La caravana avanzaba con ordenada lentitud, y aquella marcha solemne tenia cierto aspecto patriarcal.

—Hénos aquí, dijo Ernesto, que siempre la echaba de erudito, viajando como lo hicieron allá en otros tiempos nuestros padres, y como lo hacen aun hoy dia los árabes, los tártaros y demás pueblos nómadas del Asia, que á cada paso cambian de domicilio llevando consigo sus familias, ganados y riquezas. Verdad es que para esa clase de emigraciones no carecen de buenos caballos y robustos camellos, miéntras que nosotros disponemos únicamente de una vaca medio ética y de un asno viejo y trasijado. Lo que es por mí, desearia fuese el último viaje hecho con tan escasos recursos.

—Así lo espero, contestó su madre un poco sentida de la especie de reconvencion que envolvian sus últimas palabras. Te repito que lo espero, y hasta me atrevo á asegurar que nos hallarémos tan bien en el punto adonde por mi deseo vamos, que al fin, si ahora hay quejas, luego todos me han de dar gracias por habérselo hecho emprender.

—No lo dudamos, querida mia, me apresuré á contestar; te seguimos con el mayor gusto, y el bienestar que como consecuencia en adelante disfrutarémos, será para nosotros de un doble precio por cuanto á tí únicamente lo deberémos.

Entretenidos en esta conversacion llegámos al puente, y allí se nos vino á reunir la marrana que se escapara cuando el llamamiento general. Mezclada con el ganado, siguió en su compañía; si bien sus continuos gruñidos demostraban claramente lo poco satisfecha que iba de la caminata.

Estando ya á la otra banda del arroyo, un obstáculo imprevisto desordenó las filas. La espesa y fresca yerba que cubria el suelo tentó á los animales que comenzaron á dispersarse, paciendo aquí y acullá; y mucho hubiera costado reunir toda esta tropa entregada al merodeo, á no mediar los perros, que rehicieron la hilera; y restablecido el órden por completo, se pudo continuar la marcha. Sin embargo, para que no volviese á repetirse semejante escena, mandé á la vanguardia que variase de direccion, acercándose á la playa que por su aridez no haria incurrir al ganado en semejante tentacion.

Poco habríamos andado en esa direccion, cuando oímos ladrar desaforadamente á los perros y esconderse entre las matas, como si hubiesen visto alguna fiera. Federico preparó la carabina y les siguió de cerca; Ernesto se aproximó á su madre, mas sin dejar por eso de preparar tambien la suya; y Santiago, siempre aturdido, corrió hácia donde soñaba el ruido, miéntras que yo, con el arma baja y el dedo en el gatillo, avanzaba en la misma direccion, encargando á todos la mayor prudencia y sobretodo sangre fria. Pero Santiago, que sin atender á razones ya se habia internado entre la maleza, salió en breve gritando:

—¡Corre, papá, corre; verás un puerco espin disforme! tiene puas como mi brazo. ¡Ven, ven pronto!

Cuando llegué, ví en efecto un puerco espin de tamaño regular, atacado por los perros, que cuando se le acercaban erizaba las puas de tal suerte y con tal rapidez, que sus dos contrarios, con el hocico ensangrentado, no acertaban por dónde entrarle.

Viendo esto Santiago, y que la lucha no llevaba trazas de acabarse, sacó del cinto una pistola, y disparándola casi á boca de jarro, tuvo tan buen acierto que la bala penetró por la cabeza de la fiera quedando muerta en el acto.

Reprendí á mi hijo su demasiada viveza, pues con la precipitacion hubiera podido causar la muerte de alguno de los perros; pero el ardor de la victoria tenia tan entusiasmado al chico, que apénas escuchó mis razones, sin pensar más que en ver cómo se apoderaria del puerco—espin. Ayudado por su hermano, atóle su pañuelo al cuello, y arrastrándolo por el suelo lo presentó á su madre, que tenia al lado á Franz, la cual se hallaba inquiera por nuestra ausencia y por el disparo que habia oido.

—¡Mira, mamá, venía gritando, qué animal tan terrible he muerto de un pistoletazo! es un puerco espin, que nos hemos de llevar porque papá dice que es bueno para comer...

A la par que mi esposa felicitaba al niño por su hazaña, demostró no llenarla del todo la proposicion. Ernesto, sin atender á lo que su hermano decia, se puso á examinar detenidamente la fiera, é hizo la observacion de que tenia dientes incisivos y que sus orejas y piés se asemejaban á los del hombre.

—Allí te hubiera yo querido ver, continuó Santiago dirigiéndose á su hermano con cierta arrogancia; allí, allí, y hubieras visto como erizaba las puas contra los perros; mas no le valió, pues llego, y ¡pum! de un solo tiro quedó muerto. ¡Ah! es un animal terrible cuando se le ataca.

—¡No será tan terrible, respondió Federico con visos de envidia que trataba de disimular cuando te has atrevido á acercártele! Papá y yo le teníamos cierto respeto, y si no te hubieras adelantado...

—Lo cierto es que yo le he muerto, replicó con viveza y algo amostazado Santiago de la ironía de su hermano.

A cuya sazon llegué á tiempo de cortar la disension que se iba agriando, y recordé á los niños la union y armonía que debia reinar siempre entre hermanos.

—Todos vosotros, añadí, trabajais de consumo por el bien general. ¿Qué importa que haya sido uno ú otro el más diestro ó afortunado en este encuentro? Vaya, dejemos eso, y ocupémonos de los pobres perros, que se han llevado la peor parte en la refriega, habiendo sido los más valerosos, sin que se vanaglorien de ello.

En efecto, los bravos alanos tenian clavadas en el hocico las puas que se desprendieran del puerco espin en la lucha, lo que hizo suponer en la antigüedad á los naturalistas que este animal despedia dardos cuando se veia acosado, siendo él mismo á la vez carcaj y arco. Miéntras me ocupaba en curar á los perros, operacion que requeria alguna destreza, de paso instruí á los niños de algunos curiosos detalles sobre la historia del puerco espin, rectificando sobretodo sus ideas sobre las preocupaciones vulgares á que diera lugar la extraña configuracion de su cuerpo.

—Es bien extraño, añadí, que la historia natural, que de suyo versa sobre objetos palpables, haya sido, entre todos los conocimientos humanos, la que el hombre ha desfigurado más á fuerza de adornarla con circunstancias maravillosas, ¡como si la naturaleza tan bella y tan fecunda por sí misma necesitase recurrir á la imaginacion de los hombres para aparecer cual es en sí: grande, magnífica, y sobretodo admirable!

A instancias de Santiago quedó decidido que el puerco espin haria parte del bagaje, y envolviéndolo en un pedazo de lona lo coloqué cuidadosamente á las ancas del asno, atándolo lo mejor posible para que no se cayese, ni incomodase á Franz que iba sentado delante. En seguida continuámos la marcha. Federico con la carabina dispuesta iba á la cabeza con la esperanza de encontrar algo que pudiera cazar él solo. No habríamos andado doscientos pasos cuando comenzó el pollino á correr y á dar coces, rebuznando de la manera más estrepitosa. Franz gritaba que por Dios le detuvieran, que si no se iba á caer, pues no podia sujetarle con el ronzal. Acudímos todos á ver la causa de aquel arrebato, la cual consistia en que las puas del puerco espin le estaban aguijoneando de una manera terrible. Se cambió el animal de donde estaba colocándole con mayor precaucion; y restableciendo el órden, seguímos andando hasta llegar bajo los gigantescos árboles, término de nuestro viaje.

—¡Qué árboles, papá! exclamó Ernesto; con razon se les puede llamar gigantes; ¿pero de qué género serán? Por un lado parecen mangles, y por otro...

—¡Vaya! dijo Santiago que no se paraba en barras, poco tiene que discurrir. No hay mas que verlos para conocer que son nogales.

—Me parece que os equivocais ambos, dije entónces; tengo para mí que estos prodigiosos árboles por su aspecto y grandísimo desarrollo de las raíces pertenecen al género de las higueras y á la especie que se llama higuera de las Antillas, más conocida en las Indias con el nombre de baniano [1]. Pero sea lo que se quiera, poco importa, proseguí dirigiéndome á mi esposa que estaba gozando interiormente al contemplar mi sorpresa y admiracion. Sean higueras ú otra cosa, es preciso convenir que el hallazgo de estos árboles y tu idea de fijar aquí nuestra residencia te honra sobremanera; por de pronto, y provisionalmente, podemos alojarnos debajo de estas raíces, que parecen expresamente dispuestas para vivienda; y si más adelante podemos encaramarnos en lo alto, estarémos resguardados de la invasion de cualquiera fiera por trepadora que sea, y la desafio á que pueda subir por ese tronco tan derecho y liso.

Comenzámos á descargar el bagaje, se trabaron las bestias para que no se alejaran mucho, exceptuando la marrana, que, segun su costumbre, no quiso sujetarse á la ley general, y hubo que dejarla á su albedrío, como igualmente se hizo con la volatería, que más domesticada no ofrecia tanto riesgo de extravío, cuando nos asustó un arcabuzazo que sonó algo léjos; más pronto nos tranquilizámos al oir la voz de Federico, quien salió del bosque gritando:

—¡Papá! ¡papá! ¡mira qué gato montés he muerto! Es magnífico!

—Bravo, contesté al verle tan ufano con su presa. Acabas de hacer un gran favor á las palomas y gallinas de nuestra colonia. No dejes de estar alerta por si se presenta algun otro compañero á rondar por los alrededores, porque esos animales son enemigos encarnizados de toda especie de volátiles.

Ernesto no dejó de hacer sus observaciones científicas respecto á la nueva presa, y bromeándole por la erudicion de que hacia tanta gala, convenímos todos en que en lugar del nombre de gato montés que Federico habia dado al animal que acababa de matar, el de margai [2]era el que más le convenia bajo todos aspectos.

—Lo que yo ahora pido, dijo el novel cazador, es que el caballero Santiago me haga el favor de no entretenerse con la piel del gato como lo hizo con la del chacal, porque esta es muy hermosa y tan atigrada que da gusto verla. ¿No es verdad, papá, que sería lástima? Con ella me labraré un cinto algo mejor que el otro, del que colgaré pistolas y el cuchillo de monte.

—Es muy justo, contesté, y así estaréis iguales; y como la carne de esta fiera no puede aprovecharse, lo mejor será echársela á los perros que les vendrá muy bien.

En consecuencia indiqué al niño cómo se debia manejar para desollar al margai á fin de sacar la piel entera sin estropearla. Lo hizo conforme le advirtiera, y la carne se repartió á los alanos. Como Santiago deseaba tambien sacar partido de la piel del puerco espin, rogóme que le ayudase á desollarlo, porque contaba con ella labrar una especie de armaduras para los perros como aditamento á las carlancas para que estuviesen de todo punto invulnerables. Terminadas ambas operaciones, hice varios trozos del puerco, uno de los cuales pasó al puchero que mi esposa tenia ya preparado para hacer la sopa, y los restantes los salé y puse en paraje fresco para el dia siguiente. Nos dirigímos al cristalino arroyuelo que á corto trecho corria en busca de piedras planas y lisas para disponer el fogon; y juntando las ramas secas que á mano encontrámos, encendímos lumbre, dejando á la solícita y tierna madre el cuidado de aderezar la comida.

Miéntras se aderezaba, me entretuve en formar una especie de agujas con las puas más finas y delgadas del puerco espin, regalo que destinaba á mi esposa para que le sirvieran para coser las correas y demás necesario á los arneses de las bestias. Con un clavo, cuya punta enrojecí al fuego, abrí en las agujas de nueva especie el ojo suficiente para enhebrar el hilo ó bramante, y aunque toscas é imperfectas, no por eso dejaron de ser bien recibidas por mi esposa, quien abrevió con ellas no poco su costura.

Ocupado siempre en nuestra morada aérea concebí el proyecto de una escala de cuerda, y no ocurriéndome por entónces medios para construirla de otra clase, era preciso como preliminar colgar de las primeras ramas un bramante que sirviese para subirla. A cuyo efecto ejercité á los niños á tirar piedras atadas á un cordel largo, para ver si acertaban á engancharlo en alguna rama; pero como la más baja estaba á más de treinta piés de elevacion, ninguno de los proyectiles alcanzaba, y así fue necesario recurrir á otro expediente.

En esto mi esposa nos avisó que la comida estaba lista, y dejé lo del cordel para otra ocasion. El puerto espin dió un gusto riquísimo á la sopa, y aunque estaba un poco dura, nos supo bien la carne, por lo que mi esposa no se resolvió á comerla, contentándose con una lonja de jamon y un pedazo de queso.


  1. Llámanse banianos los miembros de cierta secta idólatra de las Indias orientales que creen en la metempsicosis, y por tener en gran veneracion á esta clase de higuera, los naturalistas le han dado el nombre de Baníano. Esta árbol gigantesco, cuyas ramas á veces se inclinan hasta tocar el suelo, en cuyo caso echan luego raíces produciendo nuevos troncos, llega uno solo á formar selvas pequeñas de 1,600 pasos y aun más de circuito. Su fruto es del tamaño de una nuez.
  2. Este gato montaraz de América tiene allí por nombre margai ó marque. Pertenece á la clase de cuadrúpedos digitígrados. En mayor escala que los gatos comunes tiene las propiedades del tigre, y á veces se hace temible hasta á los mismos hombres (Notas del Trad.).