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El Robinson suizo/Capítulo XXI

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Robinson suizo (1864)
de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XXI


CAPÍTULO XXI.


El chacal.—Aguila de Malabar.—Macarrones.


Regresámos por el sendero de las peñas sin el menor tropiezo. El búfalo, al que desde luego habíamos cargado con las cañas, respingaba de cuando en cuando; pero el freno, que tan sensible le era, le hizo cada vez más obediente. Durante la caminata divisámos un gran chacal que salia de su madriguera, el que tan pronto como nos viera echó á huir más que de paso, y habiéndose dado caza los perros, pronto lo alcanzaron: era una hembra. Santiago quiso desde luego penetrar en la cueva por si encontraba cachorros; mas como temia que el macho pudiera estar con ellos, disparé ántes un tiro dentro de la cavidad por si salia. Conociendo que no estaba en ella, mi hijo penetró. Turco y Bill le habian tomado la delantera, y los encontró devorando una camada de chacalillos, de los que con gran trabajo pudo salvar uno, que permití conservase para criarlo, lo que le puso muy contento. Era tan grande como un gatito, con el pelo de color de oro, lo que le hacia muy vistoso.

Este suceso ocasionó otro descubrimiento interesante: miéntras el chacal nos tenia detenidos, calé al búfalo á un arbolillo que reconocí al punto ser la palmera enana espinosa, que hacia tiempo buscaba y deseaba encontrar para plantarla como vallado al rededor de Zeltheim.

Era ya casi de noche cuando llegámos al campamento, donde encontrámos á la familia que nos aguardaba inquieta é impaciente. La vista del búfalo, nuevo huésped del que tan buen servicio se esperaba, llamó la atencion, y dió márgen á varias preguntas que nos obligaron á contar minuciosamente nuestra peligrosa aventura. Santiago, siempre fanfarron, bien hubiera deseado atribuirse el exclusivo honor de la captura, sin embargo hice la debida justicia al valor y serenidad que demostrara en la jornada. El hallazgo del chacalillo dió pábulo igualmente á la conversacion, y tanto fue lo que se habló, que llegó la hora de cenar y aun no me habia tocado el turno de informarme de lo sucedido durante mi ausencia.

Refirióme mi esposa que nadie habia estado ocioso. Los unos se habian ocupado en cortar leña y caña dulce para las hogueras de noche, y otros en cortar la gran palmera en que se encaramó Ernesto con el fin de extraer la preciosa harina del sagú, añadiendo que durante su ausencia habia penetrado en la choza una cuadrilla de monos haciendo grandes estragos en ella; el vino de palmera, los cocos, las patatas, todo lo habian comido ó destrozado incluso el cercado, en términos que al regresar la familia de la pequeña excursion la costó mucho reparar la avería. Federico, que por la tarde habia ido á dar una vuelta, alcanzó una caza magnífica logrando coger en el mismo nido situado entre elevadísimas rocas un ave de rapiña que, si bien de pocos dias, ya estaba del todo cubierta de plumas, manifestando al punto que la vió Ernesto ser un águila de Malabar, opinion que confirmé, acosejando á Federico la criase con esmero, por cuanto despues de domesticada, lo cual era fácil, se la adiestraria para cazar al vuelo como el halcon. Mi esposa refunfuñó un poco al oirlo, diciendo:

—No sé verdaderamente cómo nos vamos á componer para alimentar tantos comensales como traeis diariamente, sin contar lo que me encocoran y entretienen.

La observacion estaba en su lugar; pero al fin pude tranquilizarla, demostrándola que los huéspedes, más bien que objeto de lujo, todos prestaban su especial servicio, y en caso de escasear los comestibles serian un gran recurso para la despensa; mas para conciliarlo todo y aliviar á mi esposa, que tan recargada de trabajo estaba, participé á todos que cualquiera que trajese algun nuevo animal á la colonia, el portador se encargase de mantenerle, so pena de que á la menor contravencion se soltaria el cautivo, castigando así la pereza ó indolencia de su dueño.

Tomada esta determinacion, que tranquilizó á mi esposa, dispuse se encendiese lumbre con leña verde para ahumar los trozos de búfalo salado que habíamos traido de la expedicion, los que estuvieron expuestos toda la noche para que se curasen bien. Llegó por fin la cena. Todos teníamos buen apetito y mejor humor. Mi esposa habia asado uno de los mejores trozos del búfalo; departióse acerca de las aventuras del dia y hazañas de Santiago, y despues de haber pasado revista á los animales, distribuirles abundante pienso y tomar las disposiciones necesarias para pasar la noche con seguridad, entrámos en la choza, donde los mullidos colchones de heno que el ama de gobierno habia tenido buen cuidado de preparar, nos procuraron el descanso del que tanta necesidad teníamos.

Federico, que por consejo mio habia tenido la precaucion de vendar los ojos al águila para amansarla, la colocó en una rama, sujeta por una pata. En cuanto al chacal de Santiago, al que se diera un poco de leche, no fue menester atarle: se acurrucó como un gato junto al seno de su amo, y los dos nuevos y fieros huéspedes pasaron la noche tranquilos. Contento el búfalo con el pienso de patatas que le habia tocado, se le arrendó á un árbol cerca de la vaca para que se acostumbrase á su vista. Los perros quedaron de centinela, y todos dormímos profundamente, en términos que nadie se levantó para atizar las hogueras, que al despertar encontrámos enteramente apagadas.

Al despuntar el dia nos levantámos todos listos y corrientes, y despues de un ligero desayuno, estaba ya para dar la órden de regresar á Falkenhorst, cuando supe que la familia lo habia dispuesto de otro modo.

—¿Pues qué, dijo mi esposa, despues que nos ha costado tanto trabajo derribar la palmera del sagú la abandonarémos sin sacar de ella partido? Lo digo, no sólo por la harina que contiene, sino que si logramos partir el tronco á lo largo, conseguirémos al mismo tiempo una canal para conducir el agua del arroyo á Zeltheim. ¿Qué te parece la idea?

—Tan acertada como todas las tuyas, la respondí; y aunque la ejecucion no me parece fáci, sin embargo lo probarémos.

En efecto, la palmera, derribada por consejo de Ernesto, segun tuve lugar de convencerme, era de las que llaman sagotales, cuya médula debia contener el precioso sagú que mi esposa deseaba emplear como pasta para sopa. No era en verdad corta empresa hender el robusto tronco de un árbol de setenta piés de altura y proporcionado grueso. No obstante, provistos de las escasas herramientas con que contábamos, nos trasladámos al sitio donde estaba, y tras cuatro horas de ímprobo trabajo, á pesar de su blandura, á fuerza de hachazos, é introduciendo luego cuñas en la hendidura que se iba haciendo, lográmos dividir el tronco por la mitad y sacar la médula harinosa, aunque mezclada con filamentos que impedian emplearla inmediatamente por mucho que lo desease mi esposa para hacer macarrones, pues debia prepararse ántes, operacion que nos veíamos obligados á aplazar por carecer de los utensilios necesarios. Lo más que pudo hacerse fue envolverla bien en un paño limpio para que no se ensuciase y colocarla en el fondo de la carreta. De todos modos, ya nos vímos desde luego poseedores de un alimento nutritivo y, en caso de apuro, capaz de suplir á los demás [1].

El resto del dia se empleó en cargar nuestras riquezas en la carreta. La carne de búfalo curada, los cocos y las pepitas del árbol de la cera componian el bagaje sin contar los animales, y entre ellos el búfalo que se iba aficionando á la vaca. Sin embargo, por mucha que fuera la impaciencia por regresar á Falkenhorst, todavía pasámos otra noche en la tienda. Al rayar el alba del siguiente dia la caravana se puso en movimiento. El búfalo uncido á la carreta juntamente con la vaca su nodriza, en lugar del asno, comenzó á hacer su aprendizaje de tiro; su ayuda nos fue tanto más necesaria cuanto que el cargamento era considerable, si bien hubo que renunciar á llevarnos las dos mitades enteras del tronco de la palmera por su excesivo peso y volúmen, pues solo un trozo pudo colocarse por bajo del carro, suspendido en el eje, impidiendo su longitud atravesar por ciertos puntos, vímonos precisados á tomar otro camino más directo y expedito para llegar á Falkenhorst, abandonando el proyecto de recoger al paso huevos de gallinas silvestres para que los empollasen las nuestras. No obstante, acompañado de Ernesto me desvié un poco de la familia para recoger el jugo gomoso de cautchú que contendrian las vasijas que dispuse al pié de los árboles para recibirlo. Aunque poco, encontré el suficiente para ensayar la fabricacion. Agrandé las hendiduras para que el líquido siguiera manando, y dejé otros vasos para recogerlo á su tiempo.

Reunido con mi gente, al llegar al Bosque de los guayabos oímos ladrar los perros que iban de vanguardia con Federico y Santiago. Sobresaltéme al pronto, temiendo que hubiese aparecido alguna fiera. Mandé hacer alto, y requería la carabina disponiéndome á hacer fuego, cuando ví venir á Santiago riendo á más no poder.

—¡No hay que asustarse, papá! es la marrana. Está visto, este animal nos ha de estar siempre dando sustos con sus jugarretas.

En efecto, entre los desaforados aullidos de los perros se oia ya claramente un agudo gruñido que me tranquilizó. Llamé á Turco y Bill, y aproximándome, encontré en la espesura á la indómita y fugitiva marrana rodeada de ocho ó diez lechoncillos que comenzaban ya á imitar en todos sus tonos los melodiosos acentos de su madre, la que al vernos dió muestras de reconocernos como sus antiguos amos, y en pago de tan cariñoso recibimiento la regalámos algunas patatas, bellotas y la galleta que sobrara de la comida, justa recompensa del fruto que íbamos á sacar de aquella cria. Quedó pues resuelto que se la quitarian cuatro lechoncillos para asarlos y los restantes se quedarian con la madre para que siguiese lactándolos, logrando así con el tiempo que se multiplicase la especie en beneficio nuestro, los cuales nos proporcionarian abundante carne.

Nuestra llegada á Falkenhorst causó la mayor alegría. Los animales nos salieron al encuentro demostrándonos, cada cual á su manera, su contento por volvernos á ver. Los que traíamos se mezclaron con aquellos para que el hábito de verse juntos los amansase como los otros. El águila lo fue igualmente; mas al atarla Federico con una cadenilla de alambre á una rama de la higuera donde ya se encontraba el papagayo, tuvo la imprudencia de descubrirla los ojos que tuviera tapados hasta entónces. La refraccion de la luz en sus pupilas causó en el ave de rapiña tal efecto, que nos llegó á asustar; se enfureció de tal modo, recobrando su voraz instinto, que en un instante el pobre papagayo, que se encontraba á su alcance, quedó despedazado, sin que pudiéramos socorrerle. Al verlo Federico montado en cólera disponíase á matarla, cuando Ernesto imploró indulto para la culpable, diciendo:

—Dámela, que la amansaré, y quedará tan dócil como un perro.

—Ni siquiera lo imagines, le respondió, es mia porque la he cogido; pero bien pudieras decirme lo que harias para domesticarla.

—¡Hola! Con que quieres conservar el águila ¿he? pues yo guardaré el secreto.

—¡Qué poco complaciente eres, Ernesto!

La cuestion seguia adelante, y mi intervencion se hizo necesaria.

—¿Por qué, dije á Federico, pretendes que tu hermano te ceda gratuitamente el secreto? ¿No tiene igual derecho con su estudio, que tú con tu habilidad y destreza? ¿Qué más justo que le cedas algo en cambio de lo que me maravilla?

—Tiene V. razon, papá, respondió Federico más sosegado. Pues bien, Ernesto, nos arreglarémos: yo te daré el mono, si me quieres decir el modo de amansar este fiero animal que deseo conservar. Ya ves, el águila vale mucho, ¡es animal heroico!

—Será todo lo que quieras, añadió Ernesto; pero como no me siento con vocacion de ser héroe, no insisto en poseer la emblemática ave; más deseo llegar á ser sabio, y así, prosiguió con ironía, me encargo de ser el cronista y poeta que cante las hazañas y altos hechos que llevarás á cabo con tu águila.

—Basta de broma, le respondí, burlon; dínos el secreto.

—Es muy sencillo, dijo Ernesto, si bien ignoro si se logrará el efecto: he leido no recuerdo dónde, que los caribes amansan las aves más fieras con sólo hacerlas aspirar el humo del tabaco.

Federico se echó á reir con aire de incredulidad; pero Ernesto fué al punto á buscar una pipa y tabaco que habíamos encontrado en el buque, y volviendo luego, se puso á fumar gravemente debajo de la rama en que se encontraba el águila cada vez más enfurecida. A medida que ascendian las bocanadas de humo, el águila fue apaciguándose, lo que visto por Ernesto se las dirigió á la cabeza, envolviéndola en sus espirales, y poco á poco, volviendo en sí de aquella especie de letargo, fijó en nosotros sus miradas con aire estúpido, acabando por quedar inmóvil y como embriagada, en términos que Federico pudo taparla los ojos sin reparo alguno. Agradeció este á su hermano el favor que acababa de dispensarle, y en recompensa fuése á buscar el mono para regalárselo á Ernesto, quien se proponia sacar de él gran partido.

Terminado el incidente, nos acostámos en la blanda cama que tanto echáramos de ménos las noches anteriores.






  1. El sagú que aquí se menciona es una fécula amilacea que se extrae de la médula de varias palmeras y especialmente del sagotal ó saguyero. Viene á Europa de las Islas Oceánicas ya preparada en globulillos de color blanco sonrosado, es inodoro, de sabor dulzaino, y como alimento agradable y ligero, muchos lo toman por sopa, y se recomienda especialmente para niños, ancianos y convalecientes, cuyas fuerzas digestivas se hallan debilitadas. El sagotal, que produce esta harina, pertenece á la familia de las palmeras, compuesta de tres especies que crecen aisladamente en los bosques de Asia, Africa y América intertropical, y de donde se arranca su fruto, que es alimento sano y agradable, fluye una savia que por fermentacion se convierte en licor alcohólico, que es el mismo que anteriormente cita el autor como descubierto por Ernesto y que tanto sorprendió á la familia (Nota del Trad.).