El Robinson suizo/Capítulo XXII

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El Robinson suizo (1864) de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XXII


CAPÍTULO XXII.


Ingertos.—Colmena.—Abejas.


Comenzámos la tarea del siguiente dia colocando las cañas de bambú junto á los troncos de los arbolillos del criadero para que no se torciesen, á cuyo fin llevámos en el trineo tirado por la vaca lo necesario para esta operacion. El búfalo quedó en la cuadra, pues deseaba que la herida del hocico e cicatrizase ántes de dedicarle al trabajo. Se le dió un buen puñado de sal para contentarle, y la pobre bestia, ya casi domesticada, lo recibió con tanto agrado que queria seguirnos.

Nuestros trabajos comenzaron por la calle de árboles que conducia desde Falkenhorst al Puente de familia. Casi todos, por la fuerza del viento, estaban en el suelo ó muy ladeados. Los fuímos poco á poco enderezando y sujetando á las estacas, con tallos que reuniesen la flexibilidad y consistencia requeridas.

La índole misma de la ocupacion dió lugar á que los niños suscitasen varias cuestiones relativas á la agricultura y botánica, que con el mayor gusto resolví para instruccion suya.

—¿Estos árboles, papá, preguntóme Federico, son bravíos, ó están ya ingertados?

—¡Cómo bravíos! dijo Santiago riéndose á carcajada, ¡si nos querrás dar á entender que hay árboles montaraces y árboles domesticados!

—Ahora has querido despuntar de agudo, pobre Santiago, respondí, y has dicho una simpleza; verdad que no existen árboles cuyas ramas se inclinen complacientes á la voz del hombre, lo cual no se opone á que los haya silvestres y otros que no lo sean. Para obtenerlos se emplea un medio que se llama ingertar, que consiste en la insercion de una ramita ó yema de un árbol que produzca buen fruto, en otro que lo dé ácido o de mal gusto; más tarde os enseñaré prácticamente este procedimiento sencillo, que ofrece en sí mucho recreo, porque de esta suerte, no solamente el agricultor obtiene toda clase de frutos, aunque sean de extrañas regiones, sino aun variar y modificar sus especies. Pero debeis tener presente que los árboles deben ser de igual naturaleza; por lo tanto no podria ingertarse un peral en un cerezo, porque el fruto del primero tiene pepita y el del segundo hueso, por cuya razon el cerezo puede ingertarse en un ciruelo, el peral en el membrillero, el albérchigo en un albaricoquero, etc.

Estas explicaciones abreviadas interesaron vivamente á mis labradorcillos.

—¿Pero cómo, preguntóme el discreto Ernesto que apuraba más la materia, se pudo concebir la idea del primer ingerto, puesto que ha dicho V. que cuantos árboles producen buenos frutos fueron sometidos á esa educacion prévia? ¿Dónde encontró el hombre la primera rama de buen fruto para ingerirla en las silvestres?

—La pregunta está muy en su lugar, respondí; sin embargo, es inexacto sentar como regla general que todos los árboles tengan precision de ser ingertados para producir buenos frutos, cuando sólo sucede con los de Europa, porque como su clima no es tan favorable como el de otras partes de la tierra, no produce naturalmente buenos frutos, miéntras que en otras regiones donde aun no ha intervenido la industriosa mano del hombre encontramos á cada paso bosques enteros de frutales, como cocoteros, guayabos, naranjos, etc., que deben sólo á la naturaleza su exquisito sabor y aroma. Arrancados estos árboles cuando tiernos de su suelo natal y trasplantados en Europa, son los primeros ejemplares que han tenido para ingertar los silvestres. Los horticultores conservan á este efecto planteles de arbolillos que llaman criaderos, semejantes al nuestro, de donde sacan las estacas cuando las necesitan.

—Ya se conocerá pues el orígen de todos los buenos frutos de Europa, exclamó nuestro doctorcillo.

—Casi todos lo son, respondí, y puedo satisfacer tu curiosidad. Los de cáscara dura ó de hueso, como la nuez, el almendro y el castaño son originarios del Oriente; el albérchigo vino de la Persia; la naranja y el albaricoque, de Armenia; la cereza que sesenta años ántes de Jesucristo no se conocia en Europa, fue traida del Ponto Euxino por el gloton Lúculo; las aceitunas vinieron de la Palestina: los primeros olivos se plantaron en el monte Olimpo y de allí se extendieron por Europa; los higos son oriundos de Lidia; la mejor ciruela, excepto algunas especies que se suponen indígenas, se debieron á la Siria; la pera, que los antiguos llamaban fruta del Peloponeso, la debemos á la Grecia; el moral, al Asia; y el membrillo, segun opinion comun, á la ciudad de Cidou en la isla de Creta. Se cree igualmente que la manzana llamada por los romanos epirótica ó asiria, es fruto natural de estas comarcas; pero estoy más por que tuvo origen en el Norte, donde todavía existen otros del mismo género que pueblan nuestros bosques y que jamás el arte ha mejorado. No pretendo decir que la Europa ha sido tan desheredada por el Criador en el reparto que hiciera de sus dones á todos los países de la tierra, y que si la mayor parte de los frutos conservan denominaciones que le dan una apariencia de orígen extraño, más se usan para designar las diferentes especies que para indicar su procedencia.

Esta leccion dada en el terreno mismo produjo tanto mayor efecto en la imaginacion de mis alumnos de horticultura, cuanto que presenciaban su aplicacion.

Despues de haber arreglado los árboles del paseo, pasámos á hacer lo propio con los del otro criadero del Sureste, donde se hallaban los más preciosos arbolillos, siendo ya más de medio dia cuando se acabó la tarea. Volvímos á Falkenhorst con buen apetito, lo cual previera nuestra buena ama de gobierno, teniéndonos dispuesta una suculenta comida compuesta de búfalo en cecina, y natilla de harina de sagú y manteca fresca de vaca, con que nos deleitamos.

Varias ocupaciones domésticas me entretuvieron el resto del dia, y al caer la tarde empecé á madurar un proyecto que hacia tiempo se me ocurriera, aunque su ejecucion presentaba grandes dificultades. Consistia en sustituir á la escala de cuerda por la que jamás ascendia mi esposa sin zozobra, con otra fija para librarla de recelos. Verdad era que sólo la usábamos cuando nos íbamos á descansar á la habitacion aérea, pero cuando llegase el mal tiempo necesariamente nos obligaria á residir de continuo en aquellas alturas, y como consecuencia, á subir y bajar más veces para lo que fuese menester, acrecentándose así los riesgos, que algun dia tan fatales consecuencias podian acarrear. Nuestro nido se encontraba á tal elevacion que no habia ningun madero de los del buque, ni siquiera los mástiles, que desde el suelo llegaran hasta su puerta, en el dudoso caso que nuestras débiles fuerzas reunidas fuesen capaces de efectuar operacion tan ruda y arriesgada. Sin embargo, siempre que contemplaba el mostruoso tronco del árbol preguntábame cien veces si tan dificultoso era colocar una escalera por fuera. ¿Se encontraria quizá medio de disponerla por dentro?

—¿No me dijiste, pregunté á mi esposa, que en el tronco de este árbol se alberga un enjambre de abejas?

—Vaya si las hay, exclamó Franz; y si no, dígalo yo, que bien me picaron el otro dia: aun tengo la cara hinchada...

—Y debes añadir, respondió su madre, que si te lastimaron fue porque desde la escala introdujiste un palo en el agujero por donde salian.

—Lo hice para saber si llegaba al fondo.

—Ya está resuelto el problema, exclamé: como el hueco es suficiente para contener un enjambre, no sería extraño que la enfermedad que corroe el corazon de los árboles se haya corrido hasta abajo. Es menester asegurarnos; despues agrandarémos todo lo posible el hueco donde construiré la escalera: tengo ideado el modelo. Con que, ¡manos á la obra, hijos mios! ¡a trabajar!

Antes que tuviese lugar para enterarles de lo que debian hacer, impacientes los niños para secundarme, unos se encaramaron sobre las raíces, base del tronco, otros treparon por la escala, y todos con palos y martillos comenzaron á golpear en diferentes partes para calcular por el eco hasta donde llegaba el vacío. Tan extemporánea tentativa pudo tener funestas consecuencias para uno de los asaltantes: este era Santiago, que precisamente, como el más atolondrado, estaba á la boca de la abertura por donde entraban y salian las abejas, las cuales le acribillaron con sus aguijones cara y manos al salir en tropel asustadas de sentir quizá bambolear el palacio artístico de cera. Aunque sus hermanos estaban un poco más abajo, quedaron tambien no poco maltratados; y únicamente Ernesto, merced á su indolencia habitual, fue el que salió mejor librado, pues como llegó el último, cuando vió el enjambre, se retiró más que de prisa; todo eran gritos, llanto, pataleo, hasta que llegó mi esposa, y con tierra desleida en agua cubrió las partes lastimadas de los chicos, lo que les calmó el dolor.

Este percance interrumpió la sonda, y miéntras mis imprudentes obreros se hallaban fuera de combate y sin poder ocuparse en nada, entretúveme en labrar una colmena para alojar á tan belicosas enemigas, así como en idear el medio de hacerlas abandonar el tronco sin riesgo de quedar ciegos. Entre las grandes calabazas que tenia, elegí la parte cilíndrica de una que coloqué sobre una tabla, pegándola con barro y dejando por debajo un agujero para dar entrada á las abejas. Otra media calabaza sirvió de techo á esta colmena; pero como las abejas aun no habian vuelto de su espanto, y faltaban brazos para hacer algo ántes de la noche, aguardé á que estuvieran todas en el hueco, y que el fresco, al entumecerlas, contribuyese tambien al éxito del proyecto.

Una hora ántes de amanecer ya estaba levantado, y desperté á los niños para que me ayudasen á la traslacion de las abejas á la colmena que les tenia dispuesta. Los dispersos entraron al fin durante la noche en su palacio. Carecia de mascarilla y demás preservativos que usan los colmeneros para guarecerse de sus picaduras, que suplí con mi industria: comencé por tapar con greda la abertura del árbol, dejando sólo el espacio suficiente para introducir la extremidad de una pipa que encendí, cubierto el rostro con un paño, y me puse á fumar, dirigiendo el embriagador humo del tabaco dentro para atontar el pequeño pueblo de que queria apoderarme. Al salir el humo, dejóse oir en el interior un gran zumbido, semejante al de una tempestad lejana, calmóse despues, y quedó todo en silencio sin que saliese abeja alguna. Entónces Federico y yo, valiéndonos del escoplo y el hacha practicámos una abertura en el tronco de cerca de tres piés en cuadro debajo de donde estaban las abejas, y repetí la fumigacion con una pelota de tabaco encendido para que el rumor y el aire no despertasen las abejas; pero nada debia ya temerse por los pobres insectos; narcotizados agrupáronse en racimos á las paredes de su morada, y no faltó más que recogerlos en escudillas de calabaza y trasladarlos á la nueva colmena situada en lo alto del árbol. Terminada la operacion pude examinar impunemente el hueco del árbol. ¡Cuál fue mi admiracion al ver los trabajos inmensos de tan industriosos insectos! Era tal la riqueza de miel y cera que allí había, que temí carecer de suficientes vasijas para contenerla. Todo el hueco del tronco estaba atestado de panales que fuí desprendiendo con precaucion y depositando en calabazas que me traian los niños.

Cuando quedaron fuera los habitantes de la higuera, á quienes se dejaron los panales superiores que aun estaban en fabricacion, y algunos llenos, para que las abejas se acostumbrasen á la nueva morada, se recogió el resto, que con lo anteriormente extraido, bastó para llenar un gran tonel de miel, quedando todavía para el consumo del momento. Tapóse el casco muy bien con tablas y lienzos para que las abejas atraidas por el olor no acudiesen; y para impedirlas que volviesen al antiguo nido, eché bastante tabaco encendido dentro, tapando las aberturas, excepto la superior, por donde comenzó á salirse el humo, lo cual me probó que aquella secular higuera, á semejanza del sáuce de Europa, estaba hueca por dentro sosteniéndola únicamente la corteza, bien gruesa por cierto. Logré mi deseo. Cuando las abejas se encontraron en estado de volar y quisieron ir á su palacio antiguo, el mal olor las despidió de allí, y ántes de anochecer, despues de muchas idas y venidas se acomodaron en la nueva residencia. El órden y la paz volvió á reinar en aquella sabia república.

Invertido el dia en tan diversas ocupaciones, se dejó para el siguiente la separacion de la miel y la cera. Vaciado el tonel en una gran caldera con un poco de agua, se puso á fuego lento. Cuando se hubo derritido se coló por un saco, que estrujábamos, y despues se volvió al tonel que estuvo destilando todo el dia. Al anochecer la cera se habia solidificado, y flotaba formando un grueso disco, quedando debajo la miel tan pura como el mejor almíbar. Trasladada á un tonel á propósito, se puso al fresco en un hoyo, y la cera se derritió en seguida para hacer otras bujías más duras y de mejor luz que las que nos sirvieran hasta entónces.

Durante esta larga operacion fuímos disponiendo los materiales para la obra magna de la escalera; á eso de media noche todos los trabajos pendientes quedaron terminados, y pudímos entregarnos al sueño hasta el amanecer del otro dia.