El Saco de Roma: 04

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El Saco de Roma de Juan de la Cueva
Jornada III

Jornada III

FILIBERTO. DON FERNANDO GONZAGA. ALEMÁN. FARIAS. GUARDA. MENSAJERO de Roma. ATAMBOR. AVENDAÑO. ESCALONA. CORNELIA. JULIA. CAMILA.



Por la muerte de BORBÓN fue efigido capitán general FILIBERTO. Salen a un desafío singular FARIAS, un soldado español, y un ALEMÁN luterano: hace traerlos a su presencia, y sabida la ocasión de su desafío, manda que al luterano arrojen en el río atado a un peso, y da libertad con muchas alabanzas a FARIAS. Viénele un MENSAJERO de Roma, cuéntale los grandes daños que en ella se hacen, pidiéndole que cesasen. Otórgaselo; demándale las tres romanas que cativaron ESCALONA y AVENDAÑO, prometiendo su rescate; entrégaselas, y manda que luego marche el campo para Bolonia.


FILIBERTO:

	
Del bélico furor y ardor de Marte 	
los míseros romanos quebrantados 	
andan vagando de una a otra parte, 	
temblando de los bárbaros soldados, 	
que arbolando de César le estandarte, 	
a cuya sombra todos arrimados, 	
con detestables daños han rendido 	
el pueblo en todo el mundo más temido. 	
   Agora resta, ejército potente 	
de Carlos invictísimo enviado 	
a Esperia, a sosegar la fiera gente, 	
y a opresar al rebelde y obstinado, 	
que viendo la ruina y mal presente 	
dejemos las reliquias que han quedado 	
en Roma, del incendio riguroso, 	
y el campo recojamos victorioso. 
	
DON FERNANDO:
	

Filiberto magnánimo, elegido 	
por el cesáreo campo, en el oficio 	
del general Borbón, que muerto ha sido, 	
sin verde Roma el fin, y cruel suplicio; 	
suplícote me sea concedido 	
de ti, que el campo ande en su ejercicio, 	
que es robar, pues ya sabes, que el soldado 	
ha de ser de la guerra aprovechado. 	
   Porque la gente de la invicta España, 	
que en este asalto ha sido la que ha hecho 	
todo el efecto, usando de la maña 	
de guerra, y del valor de su alto pecho, 	
hará punto, y tendrá a injuria extraña 	
impedirle su intento, y con despecho 	
levantará un motín, que nos veamos 	
en más afrenta que jamás pensamos. 	
Y por esta razón, o valeroso 	
Filiberto, permite aprovecharse 	
del saco, aquel ejército furioso 	
que su gloria es en esto recrearse.
 
FILIBERTO:
		
Gocen del triunfo y premio victorioso, 	
que es el fin a que vienen a entregarse 	
al rigor de Vulcano, que mi intento 	
no es impedirle a ellos su contento. 	
   Mas condolido ya de la crueza 	
que se usa con Roma, ya arruinada, 	
ha movido mi ánimo a terneza, 	
sintiendo el mal que ha hecho nuestra espada. 
	
DON FERNANDO:
	
	
Deja aquesa congoja, esa tristeza, 	
que con razón ha sido castigada 	
su locura, y oigamos qué ruido 	
es éste, que acá viene dirigido.
 
FARIAS:
	

No hay para que más razones, 	
ya estamos puestos en puesto, 	
donde entenderás bien presto 	
lo que sirven tus blasones. 	
Y el agravio que te hice 	
ha sido muy justamente 	
y quien contradice miente, 	
y quien otra cosa dice.
 	
ALEMÁN:
		

Si han de averiguar las manos 	
lo que dices que me has hecho, 	
¿No ves que son sin provecho 	
aquesos desgarros vanos? 	
Aqueste guante me diste, 	
señalándome el lugar 	
donde te lo había de dar, 	
y al mesmo efecto veniste, 	
   Aquí estamos, helo aquí, 	
la ropa nos desnudemos, 	
porque los dos peleemos, 	
cual tú me pediste a mí.
 	
FARIAS:
	

No quiero verte desnudo 	
por que eres soldado viejo, 	
yo sí, que de tu pellejo 	
pienso de hacer escudo. 	
   No por que entiendo con él 	
de peligro defenderme, 	
que no podrá guarecerme, 	
que es menos que de papel. 	
Y es agravio conocido 	
a la española nación 	
contra flaca defensión 	
haber hazaña emprendido.
 	
ALEMÁN:
			

Aquese hablar ataja, 	
no ves que estás blasonando, 	
y eres según voy notando, 	
gran hablador de ventaja. 	
Ea, desnúdate luego, 	
o vestido como estás.
 	
FARIAS:
		

Pues lo quieres, tú verás 	
como sales deste juego.
 	
DON FERNANDO:
	
	

Campo singular entiendo 	
que es aquel, dame licencia, 	
trairelos a tu presencia, 	
quitaré el combate horrendo. 
	
FILIBERTO:
		
Pues te agrada, don Fernando, 	
ir personalmente allí, 	
ve, y traémelos ante mí, 	
que aquí los estó aguardando.
 	
FARIAS:
		

Acaba de desnudarte. 	
Tanto dilatas venir, 	
es que temes el morir, 	
y quieres así escaparte. 	
Yo lo otorgaré perdón 	
con hacerte dos mamonas, 	
porque de tales personas 	
basta tal satisfacción. 
	
ALEMÁN:
			

Español cobarde, entiendes 	
que en mí reina cobardía, 	
veamos si tu osadía 	
te de aquí lo que pretendes. 	
FARIAS:
		

Poltrón, vil, y afeminado, 	
tú verás lo que hay en mí,
 	
DON FERNANDO:
	
	

Parad, soldados, aquí.
 	
FARIAS:
		

Déjenos, señor soldado. 
	
DON FERNANDO:
	
	

No puede ser, que me envía 	
el general a llamaros, 	
y de fuerza he de llevaros.
 	
FARIAS:
		

Comigo no se entendía. 
	
DON FERNANDO:
	
	

Si entiende, que yo os lo pido, 	
y si vos me conocéis 	
mi ruego a hacer vendréis. 
	
FARIAS:
		

Habiendo esto concluido, 
	
DON FERNANDO:
	


Español, tened por bien 	
ir comigo al general, 	
que es la persona real; 	
no uséis de aquese desdén.
 	
FARIAS:
		

Si viera al emperador 	
a quien sólo soy sujeto, 	
no tuviera más respeto 	
que a vos os tendré, señor. 	
   Porque tal comedimiento 	
cual comigo habéis usado 	
son prisiones que han atado 	
mi voluntad, de su intento. 	
Y así, vamos do mandáis, 	
mas será con condición 	
que oída nuestra ocasión 	
a do estamos nos volváis. 
	
DON FERNANDO:
	
	

Luego que el caso se vea 	
el general proveerá 	
lo que en ello se hará, 	
o por paz, o por pelea. 	
Filiberto valeroso, 	
estos dos fuertes soldados 	
salieron desafiados 	
a combate riguroso. 	
   Enviásteme por ellos, 	
yo te los traigo y presento; 	
sabido su fundamento, 	
en paz procura ponellos, 	
Que soldados tan valientes 	
no es justo perder así, 	
y si no hay agravio aquí, 	
reprima sus accidentes. 
	
FILIBERTO:
		
Para que yo dé sentencia 	
y pueda determinar 	
vuestro campo singular, 	
del cual no tengo experiencia, 	
conviene que me informéis 	
cual ha sido la ocasión, 	
y oída la información 	
así la sentencia habréis.
 	
FARIAS:
	
	
En el asalto romano, 	
gran sucesor de Borbón, 	
metido, en la confusión 	
del ejército inhumano, 	
andábamos los de España 	
con los de Italia revueltos, 	
hurtando, todos envueltos. 	
Los de Francia y Alemaña. 	
   Cada cual, cual más podía, 	
del robo se aprovechaba, 	
y el que menos alcanzaba 	
llevaba más que quería. 	
Sucedió que andando en esto 	
una gran casa encontré. 	
Y queriendo entrar hallé 	
a uno a la puerta puesto. 	
   Dijo que me detuviese 	
por que entrar no era posible, 	
o que castigo terrible 	
vería si me atreviese, 	180
confieso que me volviera 	
no por él, mas porque oí 	
gran estruendo, y vuelto en mí, 	
temí la que se dijera. 	
   Con un ánimo inhumano 	
dispuesto al cruel recuentro, 	
pregunté: ¿quién está dentro? 	
Que a mí me vaya a la mano. 	
Respondió: no basta yo, 	
y diciendo esto arremete, 	
y por mí espada se mete, 	
de la cual muerto cayó. 	
   Yo proseguí con mi intento, 	
y en la casa más entrando, 	
mas estruendo iba notando, 	
más voces, y más lamento. 	
Quisiera certificarme 	
de tan extraño ruido, 	
tan doloroso alarido, 	
primero que aventurarme. 	
   Y estando dudando así, 	
o decir: luteranos, 	
¿En Dios ponéis vuestras manos, 	
el cielo nos hunde aquí? 	
Yo que iba a entrar a este punto, 	
este traidor que salía 	
y una monja que traía 	
asida, y con ella junto. 	
   Como me vio diferente 	
en el hábito y postura, 	
Me dijo en tal desventura: 	
Español, séme clemente. 	
Que este fiero luterano 	
y otros de su mal ejemplo 	
este convento y su templo 	
han metido a saco mano. 	
   Las monjas traen arrastrando, 	
robando los ornamentos, 	
quemando los sacramentos, 	
y contra Dios blasfemando. 	
En oyendo la razón 	
de la monja maltratada, 	
arremetí con mi espada, 	
ardiendo en ciega pasión, 	
   Y viendo aqueste traidor 	
mi determinado intento, 	
la monja soltó al momento 	
por resistir mi furor, 	
y andando los dos riñendo 	
puesta en salvo la cautivo, 	
acudió gente de arriba, 	
y de la calle viniendo. 	
   Estorbaron la contienda, 	
porque él temió los de fuera, 	
yo los que bajar oyera, 	
y así tuvimos la rienda. 	
Hame venido buscando, 	
y pídeme que le dé 	
la cautiva que se fue 	
cuando nos vio peleando. 	
   Ésta ha sido la ocasión, 	
gran general, y éste diga 	
si es verdad, o contradiga, 	
y da tu resolución.
 	
FILIBERTO:
		
¿Esto que aquí se ha propuesto 
es verdad cual lo has oído?
 	
ALEMÁN:
			

Verdad es, mas soy ofendido, 	
y a vengarme estoy dispuesto. 	
Él me tiene de entregar 	
la cautiva, o dar la vida, 	
que esta razón de ti oída 	
por fuerza me ha de ayudar.
 	
FILIBERTO:
		
Sí haré, si eres cristiano.
 	
ALEMÁN:
			

No lo soy, más mi defensa 	
es, que esta guerra dispensa, 	255
aunque yo sea luterano. 
	
FILIBERTO:
	
¿Lid singular entre dos 	
sin mando puede acetarse? 
	
ALEMÁN:
			

Ahora puede dispensarse, 	
dando la licencia vos. 
	
FILIBERTO:
		
La licencia que daré, 	
será que al Tiber romano 	
te arrojen, mal luterano, 	
enemigo de la fe. 	
   Alto, haced lo que digo, 	
sin diferir un momento 	
de cumplir mi mandamiento. 
	
GUARDA:
	

Dársele ha el mesmo castigo.
 	
FILIBERTO:
		
Y tú, valiente soldado, 	
ve libre con la victoria, 	
que justo es darle tal gloria 	
a quien por Dios se ha mostrado. 
	
DON FERNANDO:
	
	

¡O qué divina sentencia, 	
digna de ser de ti dada, 	
y que sea celebrada 	
tu rectitud y prudencia! 	
Y entiende que siendo oída 	
del invicto emperador, 	
que estimará tu valor 	
por hazaña tan subida. 
	
GUARDA:
		

Tu mandamiento fue hecho, 	
como mandado me fue, 	
y en el Tiber lo arrojé. 	
DON FERNANDO:
	
	

Él ha sido un alto hecho.
 	
FILIBERTO:
		
¿Cómo ejecutaste, di? 	
GUARDA	
Señor, atele un cordel, 	
y una grande piedra en él, 	
y al río lo arrojé así. 	
   Un mensajero ha venido 	
de Roma, pide licencia 	
de venir a tu presencia: 	
de ti sea respondido. 
	
FILIBERTO:
	
Entre luego, y tú lo guía, 	
veamos qué es su demanda. 
	
GUARDA:
		

Que entréis Filiberto os manda. 
	
MENSAJERO:
		
Mueve Dios la lengua mía. 	
Haz de modo que se aparte 	
de su rebelde intención, 	
y que oyendo mi pasión, 	
de aplacar su ira se aparte. 	
Pues nuestro grave dolor 	
nos tiene tales, Dios mío, 	
tiempla y mueve el crudo brío 	
del contrario vencedor. 	
   Si lugar diese la miseria mía, 	
senado, excelso, y declarar dejase 	
a la turbada lengua en este día, 	
sin que en llanto, cual suele, la ahogase, 	
no hay tanta saña en vos, que no sería 	
conmovida, ni scita que no usase 	
de piedad, oyendo nuestro duelo 	
que es el mayor que visto sea en el suelo; 	
   porque si dél hubiese de dar cuenta, 	
y vuestro corazón oír pudiese 	
el mal nuestro, y de Dios la injusta afrenta. 	
No es posible que a llanto no os moviese. 	
¿De qué gente se oirá, que no se sienta 	
que la Iglesia de Dios en poder fuese 	
de antitematizados luteranos, 	
poniendo en ella sus violentas manos? 	
¿No os altera el espíritu? ¿Es posible 	
que vuestra cristiandad sufre tal cosa, 	
tal inhumanidad, mal tan terrible, 	
ofensa tal a Cristo y a su esposa? 	
¿No os levantáis, y dais castigo horrible 	
a la gente enemiga y odiosa 	
de la sede apostólica sagrada 	
de Dios instituida, a Pedro dada? 	
No es posible que en religión cristiana 	
quede tan gran insulto sin castigo, 	
ni el bárbaro inhumano, que profana 	
los preceptos de Dios como enemigo. 	
Ved por el suelo la valla romana. 	
Príncipes, escuchame, estad comigo, 	
que en breve suma quiero daros cuenta 	
si pudiere, de nuestra injusta afrenta. 	
   Luego que entrados nuestros muros fueron 	
por bélica violencia derribados 	
al suelo, y dentro en la ciudad se vieron 	
los libres y sacrílegos soldados, 	
los unos a los templos acudieron, 	
sin ser de su crueza reservados, 	
los otros a las casas principales 	
de grandes, o a robar los cardenales. 	
   Esto hicieron ya después que el fiero 	
furor de los nefarios luteranos, 	
asaz harto de haber con duro acero 	
tan gran matanza hecho en los cristianos, 	
con hambre insaciable de dinero, 	
acudieron al robo que sus manos 	
dejaban, por seguir otros ejemplos, 	
en corromper doncellas, quemar templos. 	
   Hanse hartado ya, ya no les queda 	
que poder hacer más, de lo que han hecho, 	
ni hay cosa ya que aprovecharles pueda, 	
ni en cosa en que no tengan su derecho. 	
Vuestra piedad, o príncipes, conceda 	
a Roma quedar libre deste estrecho; 	
miralda por el suelo ya arruinada 	
del furor y rigor de vuestra espada. 	
   Nunca se vio jamás en tal extremo 	
con haber sido perseguido tanto, 	
y es tanto que acordarme dello tremo, 	
y me corta el vigor el crudo espanto. 	
Que Alarico, en crueza rey supremo, 	
ni Atila le puso en igual llanto, 	
cual ahora se ve toda asolada 	
del furor y rigor de vuestra espada. 	
   Pideos humilde, o príncipes, que el fiero 	
cerco le alcéis, pues no le ha ya quedado 	
ropa, joyas, haciendas, ni dinero, 	
en que el campo no esté todo entregado; 	
mejor veis esto vos, que yo os refiero, 	
y mejor sabéis vos la que se ha usado 	
con la mísera Roma que os demanda 	
la piedad en hazaña tan infando.
 	
FILIBERTO:
	
	
Gran romano, no sé cómo te diga 	
el dolor que de Roma se ha sentido, 	
ni qué camino en este caso siga 	
que satisfaga, y sea yo creído, 	
porque no faltará quien contradiga 	
que de mí fue y ha sido consentido, 	
hacer a la alta Roma tal ultraje, 	
de las paces quebrando el homenaje. 	
   Bien es a todo el mundo manifiesto 	
lo poco que yo debo en esta parte, 	
y así no quiero disculparme en esto, 	
sino respuesta a tu embajada darte, 	
y digo que del cerco tan molesto 	
que con justicia dices agraviarte, 	
serás libre, y el campo levantado, 	
así cual pide Roma en tu recado. 
	
MENSAJERO:
		

Pues, general valeroso, 	
cuya bondad da ocasión 	
que olvidemos la pasión 	
de nuestro estado lloroso, 	
de aqueste fiero combate 	
tres captivas han traído 	
a tu real; yo las pido, 	
dando el debido rescate. 
	
FILIBERTO:
		
En eso y en lo demás 	
se cumplirá lo que dices, 	
como tú dello me avises, 	
sin faltar desto jamás. 	
Atambor, echad un bando 	
que cualquiera que tuviere 	
tres cativas, sea quien fuere, 	
las venga manifestando. 
	
ATAMBOR:
	

Manda el señor general 	
por bando, a ser compelido 	
al que de Roma ha traído 	
tres romanas al real, 	
que para ser rescatadas 	
de su miserable suerte, 	
manda so pena de muerte 	
sean luego ante él llevadas. 
	
AVENDAÑO:
		

Habiendo tu bando oído, 	
venimos a obedecello, 	
como es justicia hacello, 	
y tú ser obedecido. 	
Estas son las tres cativas 	
que del asalto romano 	
trujimos por nuestra mano 	
a las prisiones esquivas. 
	
FILIBERTO:
		
¿Son éstas las que buscáis? 
	
MENSAJERO:
		

Señor sí, aquestas son 	
cuya nobleza y blasón 	
es más de lo que pensáis, 	
y así, soldados valientes, 	
sin que en esto haya debate, 	
ponelde nombre al rescate 	
de las cativas presentes. 
	
ESCALONA:
		

Siendo de tanto valor 	
no tenemos que pedir, 	
mas querello remitir 	
a vuestro acuerdo, señor. 	
Y lo que hicierédes vos, 	
nosotros lo obedecemos, 	
y contentos quedaremos, 	
de cualquier modo, los dos.
 	
MENSAJERO:
	
	
El gran cardenal Colona, 	
alto general, me envía 	
a esto, y él te pedía 	
lo que lo por su persona. 	
Él dará resolución 	
de lo que se debe dar, 	
o quisieren demandar, 	
por aquesta redención. 
	
FILIBERTO:
		
¿Qué queréis, señor soldado, 	
que se os envíe en rescate?
 	
AVENDAÑO:
	

Señor, deso no se trate, 	
que eso a vos queda encargado.
 	
FILIBERTO:
		
Llevaldas, pues tan hidalgo 	
Avendaño se os ofrece, 	
y más de la que merece 	
por fácil merezca algo. 	
CORNELIA:
		

Sumo general de España, 	
no sé con qué razón diga 	
lo que tu bondad me obliga, 	
en tan heroica hazaña. 	
Mas remítolo al sentido, 	
pues se me turba la lengua, 	
y súplase aquesta mengua 	
con ser el caso entendido. 	
Nosotras cautivas fuimos 	
destos dos fuertes soldados, 	
en quien hallamos cobrados 	
los regalos que perdimos. 	
Porque en el buen tratamiento, 	
no pudiera yo su madre, 	
ni su poderoso padre, 	
tratarlas con más contento. 	
Y en nuestras penas esquivas 	
y en nuestras ansias sobradas, 	
fuimos servidas, guardados, 	
que nunca fuimos cativas. 	
Y así se enviará a los dos 	
el rescate, oh general, 	
tal, y si no fuere tal, 	
a pedirlo iré por Dios.
 	
MENSAJERO:
	
	
Dándonos, señor, licencia, 	
queremos ir nuestra vía. 
	
FILIBERTO:
		
Vaya Dios en vuestra guía. 
	
MENSAJERO:
		

Y él quede en vuestra presencia. 
	
FILIBERTO:
	
	Vos de mi guardia id con ellos, 	
acompañad su viaje, 	
no se le impida el pasaje, 	
y alguien se atreva a orendellos. 	
Valeroso don Fernando, 	
el campo recogeréis 	
luego, y con él os iréis 	
para Bolonia marchando, 	
porque nuestro emperador 	
me envían hoy avisar 	
que allá se va a coronar.
 	
DON FERNANDO:
	
	Así lo haré, señor. 	
Toca a recoger al punto, 	
y di a la gente de guerra 	
que el bando, y dejar la tierra, 	
se tiene de cumplir junto. 	
Que so pena de la vida 	
el que en Roma se tardare 	
un hora, si no marchare 	
a Boloña en vio seguida. 
ATAMBOR:
	

Manda el señor don Fernando, 	
en nombre del general, 	
que todos los del real 	
le sigan luego marchando, 	
y que dejando sus modos 	
y tratos, dentro de un hora 	
oyendo mi voz agora, 	
venga a noticia de todos.