El Tempe Argentino: 21
Capítulo XIX
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El mante de los naturalistas y mamboretá de los Guaraníes es un género de insectos que comprende varias especies diseminadas en todas las regiones del globo, como sucede generalmente con las creaiones más útiles al hombre, que se multiplican y prosperan bajo todas las latitudes. Único carnicero entre los ortópteros (de dos alas rectas) se mantiene únicamente de insectos, dando caza principalmente a los voladores. Por esta propiedad, unida a su gallardía y mansedumbre, debiera ser naturalizado en nuestra casa y jardines; y sería de desear que las gentes del campo, en lugar de destruir los nidos de estos insectos, los respetaran como merecen los defensores de las cosechas. Mas, por desgracia, los mismos beneficiados propenden, sin saberlo, al aniquilamiento de la especie, cada vez que, pretendiendo limpiar los plantíos, arrancan de las axilas de las ramas unas aparentes excrecencias corticales en que se abrigan los huevecitos del mamboretá, y no las larvas que taladran los árboles, según erróneamente lo asegura nuestro Grigera en su Manual de Agricultura.
Hace algunos años que en una publicación popular he combatido este pernicioso error que impide la multiplicación de esos inocentes y útiles compañeros del hombre, que con tanta frecuencia como confianza lo visitan, aun en el interior de su morada, como si vinieran a ofrecerle sus servicios.
El mante o mamboretá es un insecto que ha llamado siempre la atención del pueblo y de los doctos en todos los países, inspirándoles asombro y reverencia.
La antigüedad veía en el aire meditabundo y la vestidura talar del mante, una semejanza de las antiguas Sibilas, y creía que realmente vaticinaba lo futuro, según lo acredita el nombre genérico que le dieron, que significa profeta. Hoy mismo casi todas las naciones del antiguo mundo miran este insecto con una especie de superstición, atribuyéndole facultades de un orden elevado y sobrenatural, como lo prueban los nombres que se le han aplicado científicamente, tales como: el santo, el religioso, el devoto, el predicador, el mendicante, el adivino. En el África central, según el viajero Caillaud, es este insecto objeto de verdadera adoración; según Sparman, es venerado como una divinidad tutelar por los Hotentotes, quienes tienen por santa a la persona en que por casualidad se llega a posar un mante; en Turquía lo miran como insecto sagrado: y en todo el Oriente se le tributa una especie de culto, y se considera como una señal feliz encontrárselo en su tránsito. En la Europa culta se le mira con admiración; en Francia se le tiene igual estimación, lo llaman prie-Dieu (ora a Dios) y creen firmemente que reza; y en España sucede lo mismo pues le dan el nombre de rezador. Se asegura que el mamboretá enseña el camino al niño alejado de la casa de sus padres, y a la joven extraviada que tiene la suerte de encontrarlo. Generalmente lo tienen por adivino, y acostumbran preguntarle: ¿Dónde está Dios? creyendo ver que el animalejo señala el cielo con la pata. Asi es como la superstición obliga a los pueblos a respetar un insecto útilísimo para la conservación de las plantas.
Y esas creencias por más extravagantes y absurdas que sean, no hay que presumir que son exclusivamente vulgares o del pueblo ignorante, pues que han participado de ella hombres instruidos. El naturalista Moufet dice con candor: "Este animalito es reputado tan adivino que enseña su camino al niño que lo interroga, extendiendo una de sus patas, y rara vez o nunca se equivoca.
Confunde a la razón, que, por solo las exterioridades, hayan podido adquirir tan inmerecida fama unos irracionales cuya vida toda es un tejido de iniquidades: a juzgarlos dotados del albedrío que se les apropia. ¡Tanto es lo que engañan las apariencias! ¡Tal es el poder fascinador de la hipocresía! El fratricidio, el mariticidio, el canibalismo, la ferocidad y la holgazanería son los verdaderos atributos del mante europeo. Refiérese que apenas nacidos, los hermanos se atacan y devoran unos a otros, sucumbiendo los más débiles. Durante su juventud hace cada uno una vida enteramente salvaje y vagabunda, sin relación alguna con los de su especie; antes al contrario, siempre que se encuentran dos, se traba un combate a muerte, hasta que el uno consigue cortarle a su contrario la cabeza para comérsela en el acto. En su pubertad se unen, es verdad, cediendo al instinto de la propagación; pero el macho tiene que alejarse con rapidez, por que si no es bastante pronto en la huida, como suele suceder, al momento es devorado por la hembra. Cuando a esta le llega el tiempo de aovar, abandona su carga sobre una rama, donde perecería su descendencia, si la naturaleza no hubiera previsto a su conservación por medio de una pasta en que salen encerrados los huevos.
Es ciertamente misterioso, que los mismos insectos en el Nuevo Mundo sean de índole y costumbres diametralmente opuestas a los del otro continente. Al menos yo puedo asegurar que en tantos años de observaciones, nunca he visto ni he oído decir que el mamboretá, tan común en este país, ejecute ninguno de esos actos feroces que se refieren del ultramarino.
Nuestro mamboretá, tan gracioso y familiar como inofensivo, es generalmente de un verde mate descolorido, los hay atabacados, y algunas especies tienen las alas pintadas con los hermosos colores del iris, dispuestos en anillos concéntricos como en el meteoro. Su configuración es la misma de los mantes del viejo mundo, y su tamaño llega a tres pulgadas. Tiene el corselete muy fuerte, largo y delgado, el vientre grueso, almendrado, blando, y cuatro piernas larguísimas, sobre las cuales, cuando está quedo, se le ve con el cuerpo erguido; posición que en ningún otro insecto se observa. Su pequeña cabeza es libre y voluble, de manera que con facilidad dirige la cara a todos lados, y aun puede mirar hacia atrás sin volver el cuerpo. Sus ojos lisos o únicos, son espaciosos y abultados; sus dos grandes y transparentes alas están plegadas como abanico debajo de dos anchos élitros o cubiertas flexibles. Los otros dos miembros, que los naturalistas cuentan en el número de las patas, son verdaderos brazos, con su correspondiente antebrazo, en igual disposición que los nuestros, aunque en lugar de manos, tiene unas manoplas, armadas de corvas y fuertes uñas, de las cuales se sirve lo mismo que el hombre cuando tiene baldados los dedos. Aunque se ayuda de los brazos y manoplas para la locomoción como los cuadrumanos, los usa principalmente para su defensa y para agarrar insectos y comérselos a bocados, no chupándolos, como dicen los entomólogos del mante europeo.
Para asir con la mano impunemente al mamboretá, es menester asegurarlo por los brazos tomándoselos entre los dedos; pues aunque nunca trata de morder, sabe clavar sus uñas de un modo mortificante para las manos delicadas.
Cuando está parado, conserva vertical su cuerpo, con los brazos en ademán deprecativo, lo mismo que el sacerdote cuando hace sus preces en el altar. Se le ve casi siempre en esa postura, inmóvil, horas enteras, en acecho de su presa.
El mamboretá es exclusivamente insectívoro, con la particularidad de que desde que nace vive de la caza, sin hacer el más leve daño a las plantas ni a las frutas. Aunque lento para andar, es ágil para la caza, y diestro para la pelea. Es tan arrogante y confiado, que si se le toca o molesta, en lugar de huir, se mantiene firme y se defiende con los brazos, haciendo quites y dando manotadas, como si fuese una persona, sin perder ni avanzar terreno. También suele pavonearse el mamboretá, desplegando sus alas hasta el suelo e imprimiéndose por intérvalos un sacudimiento que produce un ruido semejante al de las vibraciones de una hoja de esmalte; como si se ufanase, cual pavo real, ostentando la belleza de su ropaje.
Llegado el tiempo del desove, en el otoño, la hembra del mamboretá lo efectúa, saliendo cada huevecillo envuelto en una masa gris, en tal disposición, que los cuarenta o más huevos oblongos quedan acomodados paralelamente en tres o cuatro hileras, formando un grupo en forma de una pequeña avellana adherida a la bifurcación de la rama de un arbusto. La masa después de seca, queda bastante dura, esponjada e impermiable para proteger la nidada contra las desigualdades del clima, durante todo el invierno. De este modo se salva la especie, y esto explica como ha podido extenderse por tantas regiones un ser que perece en el invierno. A los primeros calores del verano salen del huevo ya en aptitud de buscarse la vida cazando insectillos. Tienen desde chicos la misma estructura de sus padres, pero sin alas, y son más vivos y graciosos en sus movimientos. Al paso que van creciendo, mudan el pellejo varias veces, hasta que, siendo adultos, les crecen las alas. Hay otras especies, aunque no tan comunes, de formas muy extrañas; una, al primer aspecto, parece una pajita y éste es el nombre que lleva; otra, parece una media hoja seca, lo que ha dado origen a la creencia vulgar de que son realmente pajas y hojas convertidos en bichos.
Tal es el mamboretá, el más extraordinario de los msectos; tan raro por su figura como por su desarrollo, maneras y costumbres, que nace perfecto en su organización, sin pasar por el estado de larva; que ofrece el hecho raro de la poligamia femenina; que tiene brazos y manos de que se sirve como los monos; que manifiesta tanta expontaneidad en sus acciones y movimientos; que al orgullo, al valor y la fuerza, une la mansedumbre, la paciencia y la confianza; que no solamente parece animado de verdaderos sentimientos, sino dotado de inteligencia, alucinando de tal modo sus apariencias a los verdaderos racionales, que le atribuyen el don de profecía, lo veneran como santo, y lo adoran como Dios.
Cuando los europeos arribaron por primera vez a las costas del Nuevo Mundo, encontraron a este singular insecto, distinguido también con cierta consideración popular entre los indígenas que en la región del Plata le habían puesto el nombre significativo de mamboretá, frase interrogativa de la lengua guaraní que en la nuestra equivale a la pregunta: ¿Dónde está tu chacra? [1].
Así como los nombres inadecuados de religioso, santo, profeta, predicador, rezador y mendicante, que este insecto lleva en el Viejo Mundo, patentizan la superstición y la ignorancia de las naciones que los impusieron; así también encuentro que, bien analizado, en nombre americano basta por sí solo para caracterizar la nación que lo aplicó.
Es obvio que la sencilla pregunta ¿Dónde está tu chacra? dirigida a un forastero extraño, presupone que el pueblo que la hacía se componía todo de labradores, cada uno propietario de una casa y heredad en cultivo, sin duda, porque comprendian que la propiedad territorial es un derecho y el trabajo un deber de todos, y por consiguiente formaban una sociedad basada sobre la justicia, la igualdad y la fraternidad; de lo que necesariamente debía resultar la libertad y el bienestar de todos sus miembros. En una palabra, debió ser un pueblo laborioso, bueno y feliz. Tal era en efecto la nación numerosa de los Guaraníes que tranquilamente ocupaba este dilatado suelo en la época de su descubrimiento por los Españoles. Así lo describen los primeros historiadores del Río de la Plata: eran labradores, industriosos, pacíficos, bondadosos y hospitalarios.
Y todavía conservan tan buenas cualidades los míseros restos que de aquella raza han quedado con la denominación de Correntinos y Paraguayos, que aun poseen en toda su integridad y belleza el idioma de sus mayores, única herencia que aun no se ha intentado arrebatarles. Empero, esa nación infortunada, dejará, a despecho de sus verdugos, un monumento de su civilización y de su importancia, tan duradera como el planeta que habitamos, en los caracteres de su admirable idioma indeleblemente estampados en los árboles y en los valles, en los bosques, en los ríos, en las creaciones todas del vasto y fecundo suelo que fué suyo, pues que en todos sus ámbitos se verán siempre y serán perpetuamente repetidos los nombres guaraníes, hasta del más oculto arroyuelo, de la más humilde planta, del más pequeño pececillo y del insecto menos conocido; nombres sabiamente impuestos por la nación guaraní, que han sido adoptados, no sólo por sus dominadores, sino por la ciencia misma. Los entendidos guaraníes aplicaron a cada animal, a cada planta, a cada objeto, un nombre adecuado a sus propiedad o caracteres más notables. Al observar entre las avispas una especie que vivía en sociedad fraternal como ellos, que todas trabajaban como ellos sin admitar zánganos, y que como ellos se protegían mutuamente, dijeron: he aquí unas avispas amigablemente unidas, —camuatí; y este fué el nombre con que las distinguieron. Al ver un viviente de extraña figura, con fuertes brazos y manos, al parecer más aptas para el trabajo que las patas de la avispa, y que demostraba superior inteligencia, le preguntaron: "Dinos, peregrino ¿por qué te vemos siempre errante y solitario alrededor de nuestros cortijos? ¿Dónde está tu chacra? — Mamboretá;" y ésta última frase fué el nombre del insecto.
¡Desdichado pueblo guaraní! ¿Qué ha sido de tu antigua prosperidad y libertad? ¿Dónde están los populosos caseríos de vuestros padres? ¿Dónde vuestras propiedades, vuestros campos, vuestras chacras? Todo ha sido devorado por la codicia de vuestros conquistadores, que invocando un Dios de justicia y una religión de paz y confraternidad, todavía han exigido vuestro sudor y vuestra sangre. Ellos, con la misma verdad que a un insecto feroz y fratricida de su país, se aplicaron a sí mismos los títulos de religiosos, profetas, predicadores y santos.
- ↑ La voz "chacra" en esta parte de la América, corresponde exactamente a una posesión de tierra y casa de labranza, que en España se llama "cortijo", y éste es el significado que tiene la voz correspondiente del nombre compuesto, "mamboretá".