El Tempe Argentino: 24

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XXII[editar]

Los mosquitos


Los mosquitos, las moscas, los piques y otros parásitos obligan al hombre a preservar su morada de los miasmas que inficionan la pureza del ambiente, necesaria para la vida, y a la práctica del aseo en su persona, que tanto importa para la conservación de la salud.

Las aguas encharcadas, las inmundicias y putrefacción de toda especie son los criaderos donde pululan las larvas de tan incómodos insectos, al mismo tiempo que son el foco de las emanaciones que alteran la bondad del aire respirable.

El único inconveniente real que tienen las islas es la molestia que causan los mosquitos en la estación del verano; pero, como sólo invaden por la noche, fácil es librarse de ellos con el uso del mosquitero, o ahuyentándolos con zahumerios. El barón de Humboldt en sus viajes por la América ecuatorial observó que los mosquitos no pasaban de una capa muy baja de la atmósfera, de unos doce a quince pies de altura; de modo que estableciendo a algunas varas de elevación un retrete para pasar la noche, se puede uno librar completamente de ellos, como vió el mismo Humboldt que lo había practicado cierto padre misionero.

Los indígenas habían hecho esa observación desde tiempos muy antiguos. Dice el padre Lafiteau que los conquistadores encontraron, en las márgenes del río de las Amazonas y del Orinoco, naciones numerosas que construían sus aldeas en el aire sobre troncos de palmas, a la altura de veinte pies del suelo, para librarse de la incomodidad de los mosquitos.

Puede asegurarse, porque se ha experimentado en estos países, que los mosquitos también desaparecen o se disminuyen al paso que se aumenta la población. Sábese que el mosquito es un insecto que solamente en el agua se propaga, y ha de ser una agua completamente tranquila. Pretender, fundándose en la propia observación, que estos insectos se multiplican entre el follaje, es repetir un error vulgar que sólo prueba la falta de nociones sobre la historia natural.

Depone la hembra del mosquito sus huevecillos sobre la superficie del agua estancada, porque es necesaria la quietud del líquido para la incubación, el nacimiento de su prole y las transformaciones por que tiene que pasar. Permanece la nidada flotando hasta que empollada por el calor del ambiente, salen a los dos días unas larvas semianfibias que viven y crecen dentro del agua, hasta que llega la época de su metamorfosis, antes del mes. Entonces vuelven a flotar en estado de crisálidas, que es cuando se van transformando en insectos alados, y en breve tiempo, rompiendo la túnica que lo envuelve, sale el mosquito hecho y derecho, para tormento de los demás vivientes.

Ahora bien, con la populación y el cultivo de las islas, habrá cada vez menos aguas detenidas, porque se despejarán los canales obstruidos por los camalotes y árboles derribados, se limpiarán todas las acequias de desagüe, y se harán desaparecer los lagunajos para utilizar el terreno. Hoy es ya notable la diminución de los mosquitos en los puntos habitados del delta. Si en nuestras ciudades los hay (a veces más tenaces y astutos que los de las islas), es porque tienen su criadero en los aljibes y otros depósitos de aguas pluviales.

Además de que, esa molestia, sólo sentida en algunas noches calurosas del verano, ¿no está suficientemente compensada con la seguridad de no ser uno incomodado por ningún otro insecto ni sabandija de los que en todas partes abundan? En el delta no existen aquellos ápteros chupadores que nos privan del sueño, y que no podemos evitar con el mosquitero. En la apacible mansión de las islas no hay insectos que causen la menor molestia durante las horas del dia; no hay bichos ofensivos, ni reptiles ponzoñosos, ni se multiplica alli la oruga que despoja los árboles de nuestras quintas, ni existe la langosta que tala los campos, ni la hormiga destructora de las flores y las frutas. ¿Qué paraje hay en el mundo conocido, que con menos inconvenientes reúna mayores ventajas que las preciosas islas del río Paraná? ¡Cuántas regiones que hoy vemos cubiertas de plantas útiles y ganados de todas especies fueron antes el exclusivo dominio de las fieras! El hombre, atraído por la fertilidad del suelo, estableció allí su morada, destruyó los focos de infección, y ahuyentó los animales nocivos, taló las selvas, desaguó los pantanos, purificó el aire, labró la tierra y la obligó a fructificar y alimentar numerosos rebaños para su sustento y su riqueza.