El Tempe Argentino: 30
Capítulo XXVIII
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El pérsico, llamado así por su origen, melocotón en España, y en esta parte de América durazno o duraznero, es el frutal que se ha propagado en las islas, lo mismo que el naranjo, de un modo asombroso, formando montes, que parecen interminables sobre las márgenes de los canales y arroyos del delta. Al observar la espontaneidad de su germinación, el vigor con que crece y prospera, a pesar de la espesura que lo circuye; al notar su frondosidad y larga vida, la abundancia, la grandeza, el colorido, la delicadeza y la fragancia de sus frutos, podría creerse que el Plata y no la Persia es la patria originaria de este árbol, si no constase que fué traído al Nuevo Mundo por los primeros colonos europeos.
No es raro ver en las islas durazneros de la corpulencia de un hombre, con una copa de cinco varas de radio, llena de duraznos, o más bien, melocotones tamaños como naranjas. Generalmente crecen mezclados con los árboles silvestres, viéndose algunos tan oprimidos por la vegetación indígena, que apenas alcanza un rayo de sol por algún resquicio del tupido follaje que los rodea; y no obstante, se muestran vigorosos y fecundos. Sujetos al cultivo del hombre, los arbolitos de un año que se trasplantan a cuatro o cinco varas de intervalo, al siguiente verano empiezan a fructificar, y al cuarto año ocupan ya todo el terreno, cruzando unos con otros sus ramas laterales, encorvadas hasta el suelo con el peso de la fruta.
El hermoso melocotón o durazno silvestre de las islas no cede, en el conjunto de sus calidades, a ninguna otra de las frutas más preciadas de todo el orbe; pues que a la belleza de su forma esférica, matizada de lucidísimos colores, y a su olor aromático, reúne una pulpa delicada; de una dulzura tan grata al paladar que no causa saciedad, aunque se coma con exceso. Y si a estas excelencias se agrega que es en alto grado alimenticio y saludable, ¿cuál será la fruta que se le pueda comparar?
Sólo tres variedades se conocen del durazno isleño, designadas con los epítetos de blancos, amarillos y bayos, éstos por el color de su piel y aquéllos por el de su carne. No hay abridores o priscos ni pelones; todos son ligeramente vellosos y de carne adherida al hueso o carozo. Aunque de variado sabor, son sin excepción dulcísimos y fragantes.
Su pulpa suculenta, más o menos jugosa y refrescante, es un alimento que conviene a todas las edades, desde los niños de pecho hasta los ancianos, aunque no se tome con moderación, con tal que la fruta esté bien madura y se le quite la piel o cáscara. Para los estómagos débiles conviene sazonarlos con vino y azúcar. Si los pérsicos, en todas sus variedades, son con razón universalmente apreciados como una de las producciones más agradables y sanas de las zonas templadas, nuestros duraznos silvestres son los preferidos en Buenos Aires por su relevante bondad y exquisito aroma; ellos son el adorno de nuestras mesas y uno de los postres más deliciosos.
Antes de su madurez, se comen preparados en compota o en conserva; y en mermelada, estando maduros. Para conservarlos sin dispendio, se secan al horno con su hollejo, o al sol, decortezados y enteros, o descarnados, y con más frecuencia reducidos a lonjas, lo que constituye los orejones; preparaciones todas que no les dejan sino una parte de su mérito, pero nada pierden de la propiedad nutritiva y saludable.
Se extrae de esta fruta, por su abundancia, el aguardiente de durazno para el comercio local, en alambiques establecidos en el delta. Con el hueso o el carozo, haciéndolo infundir en aguardiente, se prepara uno de los mejores licores, conocido bajo el nombre de agua de noyó, de virtud estomacal. Un uso más importante de la parte leñosa de estos huesos es el que de ellos se hace para la preparación de un hermoso negro muy usado en la pintura al óleo bajo el nombre de negro de albérchigo, y muy estimado por el hermoso gris que de él se obtiene. Del tronco y ramas de este árbol suele manar una goma que tiene mucha analogía con la goma arábiga, y es considerada con razón como una sucedánea de ésta. Se la emplea en los mismos usos.
La madera del duraznero, que en otro tiempo era la única leña que se quemaba en las cocinas de Buenos Aires, y que continúa empleándose en la campaña como postes de corral, está hoy día clasificada entre las mejores maderas para taracea o embutidos. Sus vetas son anchas y bien marcadas, de un bello rojo pardo, mezcladas con otras vetas de un color más claro; el contacto del aire, lejos de alterar sus colores, aumenta su hermosura; su grano fino y unido lo hace susceptible de un hermoso pulimento; es fuerte y durable, y entre las maderas del país es una de las más buscadas por la ebanistería u obras finas de carpintería.
Tanto las flores del durazno como la hoja, la pepita o almendra y el carozo contienen ácido prúsico, el más terrible de todos los venenos sacados de los tres reinos de la naturaleza; pero que la medicina emplea como medicamento. Todas estas partes son amarguísimas. Las flores tienen una virtud laxativa, que es menos activa cuando están frescas; la infusión de los pétalos es la que se usa con frecuencia; con ella se hace el Jarabe de durazno, que se administra a los niños y a las mujeres débiles como purgativo y vermífugo [1]. Finalmente, las hojas y la almendra del durazno son empleadas por el arte culinario para mejorar el gusto de las cremas, pastas, etc.
El completo de tantas cualidades, así útiles como agradables, hacen de este árbol un don precioso de la naturaleza de nuestro delta, que todo el país ha apreciado debidamente, habiéndose apresurado cada uno de sus habitantes a trasplantarlo en el recinto de su morada, aun en el centro de las ciudades. Por todas partes en los establecimientos de campo, sean estancias, chacras o quintas, se ven montes de duraznos.
La presencia del duraznero despertará siempre recuerdos agradables a los hijos de este suelo. ¿A quién, en la niñez, no llenó más de una vez de regocijo el galano aspecto de este árbol, cuando, cubierto de un manto color de rosa, nos anuncia la cercana primavera? ¿A quién no ha encantado la vista de su copa agobiada por el peso de sus torneados frutos, rubios como el oro, o blancos como el marfil, con las chapas de carmín que anuncian su sazón? El duraznero nativo de las islas no puede rivalizar con los árboles siempre verdes que crecen a su lado; pero su tronco extiende largos brazos cuyos flexibles gajos brindan sus racimos de duraznos a la mano que quiera recogerlos. Aunque no ostentan copas densas y elevadas; pero agrupados cerca de la casa, forman frondosos bosquecitos de fresca sombra y silencioso retiro, alfombrados de fina y tendida grama.
¿Quién no ha recorrido alguna vez en su infancia los espesos montes de duraznos de nuestras chacras, ya buscando los nidos de los pájaros, ya espiando la madurez primera de la fruta? ¿Cuántas veces no han suscitado nuestra inocente bulliciosa rivalidad, disputándonos la posesión de los duraznos más hermosos y maduros para tener el placer de presentárselos a las personas más queridas? El duraznero ha sido el testigo de nuestros primeros goces, el compañero de nuestros placeres juveniles; jamás podremos contemplarlo sin cariño. Estas primeras emociones serán siempre caras al corazón sensible, y los objetos que las recuerdan no pueden serle indiferentes.
Empero, si queremos ver reproducidas con viveza esas imágenes risueñas de la primera edad, preciso será que penetremos por las amenas soledades del fortunado Tempe Argentino, por entre esos montes interminables de duraznos que las lianas floridas entrelazan con el mirto y el laurel, y que los arroyos retratan en sus tranquilas aguas, entreteniendo su lozanía y su frescura. En esos selváticos asilos, en que no se encuentran todavía huellas humanas que despierten ideas melancólicas, es donde la imaginación nos traza con delicia las candorosas escenas de la infancia, los afectos puros de nuestra juventud con sus nobles y santas aspiraciones, olvidando en horas apacibles los continuos pesares de la vida.
- ↑ Para hacer este jarabe se hace primeramente una infusión en agua hirviente de una gran porción de flores de durazno; después se mezcla el agua de la infusión con doble peso de azúcar refinado, y se pone al fuego para que hierva a fuego lento hasta que tome el punto de jarabe. La dosis a tomar: una cucharada cada media hora hasta que empiece a hacer efecto.
En el delta donde no hay médicos ni boticas, debían todos los quinteros recoger las flores cuando caen (que son los pétalos) hacerlas secar a la sombra y guardarlas para el uso de las familias.