El Virrey de las indecisiones: 4

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
IV

Los buenos ejemplos contagian. A mil leguas distante pocos años después el penúltimo virrey del Perú vacilaba. En la capital de la Ciudad de los Reyes, Abascal fué incitado á colocar sobre sus sienes la corona de los Incas, puesto que la de España acababan de precipitar su pérdida reyertas domésticas entre el padre y el hijo, por lo que el Espíritu Santo, ó más propiamente el espíritu maligno de la mismísima princesa Carlota, desde el Brasil pretendía la corona, caída sucesivamente de Carlos, de Fernando, de Bonaparte, sin encontrar propia medida donde encasquetarse. Asegúrase que Carlos IV le ordenó desobedeciese á su hijo; José Bonaparte le brindaba honores, y la ambiciosa Carlota le mandaba plenos poderes. Al noble anciano no deslumbró el brillo de una corona. Con lágrimas en los ojos cerró oídos á la voz del que ya no era rey, despreció indignado los ofrecimientos del invasor de su patria y llamó respetuosamente á su deber á la hermana de Fernando. La población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el día destinado para jurar á Fernando VII, pues nadie ignoraba las encontradas intrigas que le rodeaban, la gratitud que Abascal sentía por Carlota, y la amistad que le unía á Godoy. El anhelo general en Lima era la independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero, ejército y pueblo lo deseaban y lo esperaban. Las tropas formadas en la plaza, el pueblo apiñado en las calles, las corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra. En su gabinete era vivamente instado por sus amigos. Hombre al fin, sus ojos se deslumbraron con el esplendor del trono, y dicen que vaciló un momento. Pero volviendo luego en sí, tomó su sombrero y salió con reposado continente al balcón del palacio, y todos le escucharon atónitos al hacer solemne proclamación de Fernando VII y prestar juramento al nuevo rey.

Un grito inmenso de admiración y entusiasmo acogió sus palabras, y el rostro del anciano se dilató con el placer que causa la conciencia del deber cumplido, placer tanto más intenso cuanto más doloroso ha sido vencer para alcanzarlo la flaca naturaleza de la humanidad.

Tal le perfila el literato peruano señor Lavalle, biógrafo de Abascal. Este tuvo que dar sólo un paso y asomarse al balcón. El virtuoso Liniers virrey de quien tomó ejemplo aquél, hizo algo más: cerrando los oídos al pueblo que le aclamaba, cruzó el Plata cuan ancho es en su dilatado estuario, para entregar su autoridad al recién venido sin autoridad mayor.