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El Virrey de las indecisiones

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El Virrey de las indecisiones

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(1809)


El corazón del hombre es su destino.


I

Muy fácil parece, y sin duda alguna es algo de lo más difícil, tener carácter.

Uno de nuestros prohombres de carácter, el ilustrado doctor don Carlos Tejedor, insinuaba en su Curso de Derecho criminal: «Debían abrirse escuelas de carácter, para formar desde niño el del hombre, pues que la mayor parte de faltas, delitos y crímenes producidos son por falta de carácter, de convicción y entereza». Y otro elocuente catedrático en esa misma Universidad de Buenos Aires, doctor Juan Carlos Gómez, enseñaba afrontar las responsabilidades sin vacilar. A cincuenta años distante recordamos sus palabras: «En el transcurso de mi breve actuación política he visto á militares valientes que no trepidaban en dar una carga de caballería, llevándose todo por delante, medrosos al día siguiente de escenas de valor, temiendo la opinión pública ante el reproche de la prensa, no faltos de conciencia, mas temían á la responsabilidad moral». Sin enumerar muchos nombres, no son los del intrépido Ignacio Rivas y Emilio Conesa los únicos Generales de quienes presenciamos iguales vacilaciones.

Pero mientras no asistimos á la inauguración de la «Escuela del carácter», he aquí un cuentito de otro militar valiente hasta la temeridad, y víctima de sus fluctuaciones. Si á su intrepidez se debe el primer triunfo en las calles de Buenos Aires, su falta de energía moral detuvo á medio camino las chispas que en sus hijos prendiera, siendo á poco arrollado por el carro de la revolución triunfante.



II

Media noche era por filo en la del 25 de Julio de 1809 cuando el Virrey de la Victoria levantaba su cabeza encanecida de entre el fárrago de papeles esparcidos y desbordando de su mesa de trabajo, en el despacho del antiguo Alcázar de los Virreyes. No hemos podido averiguar si es que las virtudes desterradas del viejo mundo se refugiaron en el nuevo, ó acaso rebalsando abundancia en España arribaron, pues en corto tiempo llegaba al Perú un «Marqués de la Concordia», el «Conde de la Lealtad» aquí, otro «Marqués de la Fidelidad» á Lima, títulos y virtudes descollantes que naufragaron antes de llegar á Méjico y Nueva Granada. La verdad es que agraciado con título de Castilla, el penúltimo virrey eligió el de «Conde de Buenos Aires». Otro de nuestros ilustrados profesores de la misma antigua Universidad citada, el ilustre jurisconsulto doctor Estéves Saguí, inolvidable presidente en la municipalidad, nos escribía: «No llegó á usar Liniers en el título agraciado la designación de su preferencia, y en verdad que en esos tiempos bien lo merecía, pues no se lo dejó usar el Cabildo, que alzándose con el santo y la limosna á todo un rey de España replicó: «No podemos permitir se dé ese título en detrimento de los derechos de la ciudad de Buenos Aires».

Diarios, oficios, cartas, notas, periódicos, impresos, manuscritos y aun anónimos que releyendo á solas trasformaban la cabeza de Liniers en un horno, formábanle atolladero sin salida en que se abismaba, en la misma sala de que poco antes había despachado con cajas destempladas al marqués de Lassenay, quien en nombre del gran francés venía á tentarle á él, francés, antes que general español, ofreciera su virreinecía bajo la protección del gran usurpador.

Sucesivamente acababa de leer:

De Fernando VII cuya proclamación no hacía mucho presidiera, y de sus adoradores que clamaban por Fernando el Deseado: «No haga caso de lo que hacen decir á papá, pues está chocho, y el privado Godoy lo tiene embrujado. Yo soy el rey aclamado por mis fieles vasallos». En otro, de data anterior: «No den oídos á Fernandito, cuya truhanería es capaz de vender la misma madre que lo parió. Fui forzado á la abdicación. Soy el rey por derecho divino». — Carlos IV.

Otro recorte de Gaceta vieja aludía al «tuerto Pepe Botellas», menos tuerto y menos botella que el último virrey Cisneros, mandado como de encargo: «Yo soy el rey por derecho del amo del mundo, que San Napoleón impera en la tierra más que Santiago en el cielo».

En las Juntas que nunca comulgaron juntas, pues cada provincia levantó una, la central de Madrid, de Sevilla, de Cádiz, de Galicia y hasta del último rincón de España, cuando á la afligida madre Patria apenas restaba un pedacito de isla, cada alcalde repetía: «Cuidadito con dar cumplimiento á lo mandado por esos cuatro gatos, ó leones, que desde la isla de León rugen, sin haber hecho nunca otra cosa».

Y esto, mar por medio, que de más cerca, cierta amulatada Carlotita, más fea que un susto, como que oficial de palacio hubo prefiriera caer en chirona, antes de caer en sus reales brazos, venida de perder un reino en Portugal, próxima á perder la corona, que en cuanto á la vergüenza la había perdido por todas partes, comunicaba: «Puesto que señor padre ha renunciado la corona de todas las Españas, y el hermanito Fernando está á perder la cabeza, que juicio nunca lo hubo, me sacrificaré únicamente por conservar la herencia de familia, aunque preciso sea reembarcarme para el Plata, anticipándome pleito homenaje y acatamiento á la aclamación de única regente en todos los dominios de América».

Elío, murmuraba desde Montevideo: «Soy el virrey, no ése que, verdadero franchute, se atreve á deportar ricos y encumbrados españoles». Todavía más inmediato, los partidarios de Alzaga, rey en mientes, Martín I, repetían en coro: «Esto es venta. ¡Abajo el francés y los afrancesados!»

Dentro del mismísimo Fuerte, el coronel de Patricios, Saavedra, encabezando los criollos, susurraba al oído de Liniers: «Dejaos de vacilaciones. El pueblo que conducisteis á la victoria os aclama sobre toda autoridad. Confiad en sus fuerzas, que respondo á su nombre os sostendrá contra todo viento y marea, como lo probó el primer día de este mismo año. Salgamos á la plaza, y en ella seréis aclamado única autoridad en pie, sobre la del rey, de rodillas en Bayona.»

¡Ni las tentaciones de San Antonio!

Todavía Huidobro, el general de más alta jerarquía, también virrey propuesto por una de tantas Juntas, desprendida avanzada en observación, husmeaba desde la otra banda el mal cariz que iban tomando las cosas en ésta, acentuando recelos del otro flamante virrey «in partibus», Cisneros...

¡Tal batiburrillo capaz era de marear á hombre de más cabeza que Liniers! ¿Qué hacer en medio de la corriente cuando de los cuatro puntos del horizonte soplaban vientos encontrados sobre el Plata? Fácil es seguir si se presenta el camino recto del deber, pero llegados á la bifurcación ¿cuál será la senda de la verdad?

Vivo ejemplo el virrey de las vacilaciones que tradicionamos!

Aquella fué su noche triste, tan afligida como la de Cortés en México. Más de una tenebrosa noche de tribulaciones le rodearon, como ésta del día de sus días, Santiago, patrón de España y de su nombre.
III

Levantándose de improviso, abrió la puerta, saliendo á pasear por el baluarte, entre las garitas en que á uno y otro extremo del bastión se cobijaban centinelas.

La atmósfera estaba serena y fría, de riguroso invierno. Luna llena de Julio espejaba visos azulados en el Plata resplandeciente, inmenso y solitario en aquellas horas. En el silencio dilatándose ecos lejanos, gritos de pescadores que salían á tender sus redes, oyóse: «¡embarque!» Tal exclamación á orden parecida, resonó vibrante en su oído, y cavilando sobre esa voz anónima en el misterio de las altas horas de la noche, aviso del cielo le pareció en medio de sus cavilaciones. Refrescada su ardiente cabeza por las brisas del Plata, dio término á sus paseos resolviendo consultar con la almohada.

Al pasar frente la capilla, por su puerta entreabierta vislumbró luz de algún cirio olvidado en la solemne misa de la mañana. Entró postrándose ante la santa de su devoción, rogando á los pies de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, á quien otrora ofreciera banderas prisioneras arrolladas ya á su peana. En las sombras del solitario Oratorio largo tiempo le absorbieron profundas meditaciones, retirándose más tranquilizado. Aquella voz de la ribera y esta luz salida á su encuentro aclararon la selva enmarañada de sus pensamientos.

Un día pasó sin recibir ni oir á nadie. En la noche siguiente, preparaba la embarcación más velera, bajó al puerto, embarcando sigilosamente y acompañado sólo del comandante Rodríguez. Envolvióse en su ancha capa militar, y recostado á la popa, después de largas noches de insomnio quedó profundamente dormido, mientras navegaba viento en popa rumbo á la Colonia. Durmió, soñó, ¿qué soñaba? Parecían disiparse de pronto las nubes, huyendo en girones las vacilaciones anteriores, tentaciones todas que no prendieron, al resolverse ir en busca del sucesor, á cuyo oído llegaban voces de que hasta las piedras de la ciudad se levantarían por no dejarse arrebatar al «Virrey de la Victoria».

Y era la espléndida alborada de mañana limpia y luminosa cual una de esas vagar sonrisas de invierno que sonrosar suelen la azulada faz de nuestro río, cuando saliendo de sueño agitado al terminar la noche alcanzó á divisar la última estrella que caía hundiéndose en horizonte obscuro. Desechando siniestros augurios, bien cerca abordaba al mismo viejo muelle de piedra por que ascendiera los primeros peldaños de su gloria en 1777, encaminándose á la casa de Gobierno.

Muy de madrugada, aún no había pedido el chocolate en la cama el viejo Cisneros, cuando el oficial de guardia le despertó azorado.

— Ahí está Liniers.

— ¡Cómo! ¿Se divisa del muelle?

— Más acá, señor.

— ¿Está ya en la playa?

— Más aquí.

— La guardia á formar. ¿Va llegando á la plaza?

— Más inmediato.

— ¡Mis pistolas, ligero! ¿Trae mucha tropa? —y ceñíase su rota espada de Trafalgar.— ¿Dónde, pues? —abriendo la puerta para dirigirse á la sala, en medio de la que, cuadrado y haciendo la venia militar: — Aquí, excelentísimo señor, y á sus órdenes, —contestó Liniers avanzando al caer el penúltimo Virrey en los brazos del postrero, de quien en sus primeros años había sido subalterno. Lealtad de corazón no engaña. Elío aconsejaba el fusilamiento de Liniers. Los partidarios de éste que impidiera el arribo de Cisneros.
IV

Los buenos ejemplos contagian. A mil leguas distante pocos años después el penúltimo virrey del Perú vacilaba. En la capital de la Ciudad de los Reyes, Abascal fué incitado á colocar sobre sus sienes la corona de los Incas, puesto que la de España acababan de precipitar su pérdida reyertas domésticas entre el padre y el hijo, por lo que el Espíritu Santo, ó más propiamente el espíritu maligno de la mismísima princesa Carlota, desde el Brasil pretendía la corona, caída sucesivamente de Carlos, de Fernando, de Bonaparte, sin encontrar propia medida donde encasquetarse. Asegúrase que Carlos IV le ordenó desobedeciese á su hijo; José Bonaparte le brindaba honores, y la ambiciosa Carlota le mandaba plenos poderes. Al noble anciano no deslumbró el brillo de una corona. Con lágrimas en los ojos cerró oídos á la voz del que ya no era rey, despreció indignado los ofrecimientos del invasor de su patria y llamó respetuosamente á su deber á la hermana de Fernando. La población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el día destinado para jurar á Fernando VII, pues nadie ignoraba las encontradas intrigas que le rodeaban, la gratitud que Abascal sentía por Carlota, y la amistad que le unía á Godoy. El anhelo general en Lima era la independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero, ejército y pueblo lo deseaban y lo esperaban. Las tropas formadas en la plaza, el pueblo apiñado en las calles, las corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra. En su gabinete era vivamente instado por sus amigos. Hombre al fin, sus ojos se deslumbraron con el esplendor del trono, y dicen que vaciló un momento. Pero volviendo luego en sí, tomó su sombrero y salió con reposado continente al balcón del palacio, y todos le escucharon atónitos al hacer solemne proclamación de Fernando VII y prestar juramento al nuevo rey.

Un grito inmenso de admiración y entusiasmo acogió sus palabras, y el rostro del anciano se dilató con el placer que causa la conciencia del deber cumplido, placer tanto más intenso cuanto más doloroso ha sido vencer para alcanzarlo la flaca naturaleza de la humanidad.

Tal le perfila el literato peruano señor Lavalle, biógrafo de Abascal. Este tuvo que dar sólo un paso y asomarse al balcón. El virtuoso Liniers virrey de quien tomó ejemplo aquél, hizo algo más: cerrando los oídos al pueblo que le aclamaba, cruzó el Plata cuan ancho es en su dilatado estuario, para entregar su autoridad al recién venido sin autoridad mayor.
V

Muchos años habían transcurrido.

Cierto día nos encontramos frente á Liniers contemplando lo que había sido cincuenta años después de su muerte, y más singular, en el momento de su último naufragio, pues el que llegó á la cumbre de la gloria en Buenos Aires, fué tan desventurado hasta después de sus días que, muerto, se fué al agua.

En otra noche de plena luna cual la en que navegaba la de sus sueños en el Plata, surcábamos el Paraná acompañando la diputación de Buenos Aires que se dirigía al Congreso en la ciudad de aquel nombre. Sumamente crecida, la corriente era tan rápida que al choque violento de la primera lancha de tierra, fuese al río negro bulto que pasando rápidamente á popa del vapor apenas alcanzamos á distinguir. Cuando momentos después regresaba la urna pescada, supimos contenía los restos del general Liniers y sus compañeros muertos en Cruz Alta. La comisión presidida por don Juan Barra y el cónsul de España en el Rosario, según Fillol, conducía las cenizas de Allende, Concha, Moreno y Rodríguez, jefes levantados en armas contra la revolución de Mayo, y de Liniers, cuya popularidad acaso hubiese retardado la emancipación.

Uno de los congresales de Buenos Aires, el poeta Mármol, exclamó de improviso cuando se le dijo que todos los españoles se habían ido al agua.

— Estos godos protestan, aún después de cincuenta años de muertos, viajar en compañía de los hijos de la tierra que dió en tierra con los que se opusieron á su independencia.

Era aquella noche del 20 de Marzo de 1861. En esa misma hora caía en ruinas la ciudad de Mendoza, desapareciendo por espantoso terremoto, cuyas vibraciones se prolongaron á los confines de Buenos Aires, llegando á sospecharse que la inmensa oleada que produjo el choque y casi naufragio, últimas ondulaciones fueran de los estremecimientos del Andes al Paraná. Más tarde, en el silencio de media noche, descendimos á la improvisada capilla ardiente para honrar las cenizas de los que el general Concha, ministro en el gobierno de Isabel II, había solicitado repatriación del presidente de la República, doctor Derqui, quien se apresuró á decretar honras debidas á su rango. Y en verdad que dignos son de recordación los méritos del «Virrey de las vacilaciones».
VI

Su biógrafo español repite: «Tiene Liniers el carácter honrado y lleno de honor. No conoce el miedo, pero sin firmeza de carácter ni el vigor que se necesita para mandar. Su pasión dominante es la de hacer bien. No tiene un real, ni es capaz de guardarlo. En toda circunstancia se ha comportado en calidad de nobleza y leal caballero. Este valiente soldado que carecía de las grandes cualidades del mando, retrocedió con timidez ante el ancho camino que se le ofrecía, y siendo el arbitro de la situación se resignó á obedecer humildemente. Siempre en perpetua vacilación, á poco de oficiar á la Metrópoli: «aquí se necesita un Virrey lleno de energía y probidad, y sobre todo que venga con dos regimientos de tropa veterana», cruzó el Plata á prestar acatamiento al viejo inválido de Trafalgar, que sólo traía un ojo y un oído escaso para percibir todos los ruidos subterráneos de chamusquina revolucionaria, con más achaques y veleidades y tan blanduzco de espíritu, que al anunciársele Liniers, pregunta tembloroso: ¿Viene sólo? — Solo llegaba acompañado de su lealtad!»

Confirmó hasta su muerte la virtud de título con qué fué agraciado. Nos refería en Madrid, no hace muchos años, el señor conde don Santiago Liniers (sobrino), que de allí le expidieron título de «Conde de la Lealtad» cuando nuestro Cabildo le impidiera usar el de «Conde de Buenos Aires» que él había elegido.

¡Infortunado reconquistador! Antes que su biógrafo español advirtiera de menos en el lugar solitario, testigo de la hermosa muerte de aquel hombre de bien, una lápida que recuerde su nombre y su vida, nombre que escribir debieran con emoción profunda, juntas las manos por efusión generosa, la piedad argentina y la gratitud de España, ya había escrito nuestro gran historiador Mitre:

«Fué un bravo francés que se ilustró entre nosotros como el primer caudillo militar que nos condujo por primera vez á la victoria, al ensayar las armas con que conquistamos la independencia, siendo por la fatalidad de los tiempos la primera víctima inmolatoria de nuestra revolución. ¡Gloria es debida al héroe franco-hispano-argentino de la reconquista y de la defensa de Buenos Aires! Sobre su tumba pueden darse el abrazo de fraternidad españoles y argentinos, y honrar juntamente la memoria de un hijo de la heroica Francia».

¡La heroicidad y el martirio son de reconocimiento universal!