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El camarero/I

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I

Soy un hombre pacífico y acostumbrado a dominarme; no en balde llevo treinta y ocho años de camarero. Sin embargo, aquellas palabras me hicieron el efecto de un latigazo, sobre todo porque tuve que oirlas delante de mi querido Kolia[1].

—¿Con qué derecho—me gritó el huésped— mete usted a nadie en mi cuarto? Hasta ahora he tenido confianza en usted y nunca he cerrado con llave; pero usted se ha introducido como un ladrón. ¡Si usted acostumbra en su restorán a aligerar los bolsillos de los clientes, yo no estoy dispuesto a permitirle!...

¡Dios mío, qué cosas me dijo! Y eso que no estaba borracho. Se hubiera pensado, al oirle, que guardaba un tesoro en su cuarto.

En el fondo, lo que le movía a tratarme así era el deseo de venganza, pues le habíamos suplicado que buscase otra habitación. ¡Le habíamos aguantado tanto! Es escribiente en un puesto de policía, de lo que está muy orgulloso. Sospecha de todo el mundo, ve enemigos en todas partes. Yo le había hecho saber cortésmente que me era imposible seguir alojándole en casa, porque era demasiado descontentadizo, y porque, además, casi siempre estaba borracho. Esto le había enfurecido. ¡Qué escándalo nos armó!... Y el caso es que nosotros siempre habíamos sido muy amables con él, y hasta le temíamos un poco, pues Kolia aseguraba que, valiéndose de su empleo, nos podía hacer daño.

Yo discutía a menudo con Kolia acerca de mi oficio de camarero; desde que el muchacho era ya crecido y tenía cierta instrucción, le hacía sufrir mucho que su padre fuera criado. Echov—tal es el nombre de nuestro huésped, que no lo ignoraba, se complació en humillarme delante de él. ¡Se atrevió a acusarme de que robaba a los clientes! Si no se apresura a encerrarse con llave en su cuarto, creo que lo mato. Poco después me mandó un recadito con Niucha, mi mujer. Se excusaba de haberme dicho palabras tan mortificantes, y me proponía pagarme cincuenta kopeks más al mes si le dejaba seguir en casa. Como es natural, yo no acepté. No quería un huésped que pagaba su habitación sin ninguna puntualidad y nunca de una vez, y de quien no se podía esperar nada bueno, pues es un hombre extraño que siempre entra y sale callandito y procurando no encontrarse con nadie.

Con este motivo, Kolia y yo tuvimos una discusión muy violenta, y hasta llegué a darle un soplamocos por haberme faltado al respeto. Desde entonces, suele decirme: —Cualquier botarate se permite tratarle a usted groseramente.

Yo no le contesto. "Eres—pienso—demasiado joven todavía, y no comprendes aún la vida. Cuando la comprendas, cuando conozcas un poco el mundo, no hablarás así." Es doloroso, sin embargo, oir en boca de un hijo semejantes palabras. Sí, yo soy un criado, un camarero; pero, si tal es mi destino, ¿ qué voy a hacerle yo?... Además, hay criados y criados; yo presto mis servicios en un restorán de primer orden, al que concurre la alta sociedad, la flor y nata de la aristocracia, y en el que los porteros tienen la consigna de no permitir la entrada a la gente de medio pelo. La mayoría de nuestros clientes son personas ricas, instruídas: generales, capitalistas, profesores, grandes comerciantes, aristócratas, un público, en fin, distinguidísimo. Hay que saber conducirse con gente de tal categoría; hay que andar con pies de plomo para no provocar su enojo. Y, como es natural, el director es muy exigente en lo que se refiere a la servidumbre. Para entrar de camarero en nuestro establecimiento, hay que pasar por un examen muy severo, como en la universidad: ha de poseer uno una figura majestuosa, una cara grave, una mirada severa. No basta traer y llevar los platos; se necesita hacerlo de un modo correcto. Hay que estar ante los clientes de una manera tal, que parezca que no está uno, y, al mismo tiempo, no apartar de ellos la atención y fijarse en los más pequeños detalles. En nuestro establecimiento, un camarero es casi igual al maître d'hotel de un restorán de segundo orden.

—Te dedicas a una ocupación baja e inútil—me dice con frecuencia Kolia—. Te humillas ante cualquier canalla con dinero, y por un rublo de propina estás dispuesto a lamerle...

¿Qué les parece a ustedes? ¡Se atreve a reprocharme que reciba propinas! Y con esas propinas, que a veces recibo de manos de clientes borrachos, le he educado, le he dado instrucción, le he comprado su traje de colegial, sus botas, sus libros. ¡Dios mío, los muchachos no saben nada de la vida! ¡Si viera cómo se humillan ante sus superiores personas hasta del gran mundo!...

No hace mucho, servimos, con motivo de la llegada a nuestra ciudad del señor ministro, un banquete en el salón redondo. Yo fuí designado, entre otros camareros, para servir a la mesa. Pues bien: un personaje muy importante, con el pecho cubierto de condecoraciones, se metió debajo de la mesa, a toda prisa, en busca del pañuelo que se le había caído al señor ministro, y me apartó la mano cuando me agaché yo a cogerlo, temiendo que me adelantase a él. Yo quisiera que Kolia lo hubiera visto. Si yo le cojo el pañuelo a un cliente o le enciendo una cerilla, lo hago en cumplimiento de mi deber, mientras que otros lo hacen por servilismo.

Yo soy criado desde mi niñez, criado de oficio, no de afición, como lo son otros, pertenecientes, con frecuencia, a la más alta sociedad. A veces se les ve muy inflados, muy orgullosos, bebiendo champagne y luciendo sus sortijones, y se diría que no hay nadie por encima de ellos; pero, a veces también, si se hallan en presencia de un personaje de más campanillas, se olvidan de todos sus humos, hablando de un modo humilde, halagador, ocupan con las posaderas tan sólo el borde del asiento y se rebajan más que criados...

Ni siquiera en mi físico soy inferior a gran parte de mis clientes. Hasta dicen que me parezco al abogado Glotanov, Antón Stephanich. Mis compañeros suelen gastarme bromas a propósito de tal parecido. Glotanov y yo llevamos frac y somos un poco barrigudos—claro es que su frac está mejor cortado y es de mejor tela que el mío, y su barriga es más respetable que la mía, quizá porque cuelga sobre ella una gruesa cadena de oro. Como yo, Glotanov es un poco calvo. Si en vez de barba usase patillas, como yo, y llevase en el frac el número que llevamos los camareros, se le podría tomar por mí. Verdad es que en el bolsillo de su frac hay una cartera llena de billetes, y en mi cartera casi están solitas, las pobres, la tarjeta del juez Perekrilov, que me debe doce rublos, y la del cantante Zatepsky, que me debe nueve. Hace tres semanas que no vienen ni uno ni otro. Si creen que olvidaré la deuda, están aviados. ¡Se había uno divertido si tuviera que pagar por todos los clientes que se dejan la cartera en casa!

Hay personas que no tienen posibles, pero que se pirran por hacer creer que son muy ricas, principalmente cuando van con mujeres. Les halaga subir por nuestra escalera, alfombrada lujosamente, y comer en nuestros salones de paredes blancas, adornadas con altos espejos. Naturalmente, el darse ese gusto les cuesta demasiado caro, sobre todo con lo caprichosas y exigentes que son las mujeres a quienes acompañan. ¡Y hay que ver la cara que ponen al mirar la cuenta!

Como si fuesen a comprobarla, salen a veces con nosotros al pasillo, y nos suplican, temblándoles la voz, que les prestemos algún dinero. Con frecuencia, no puede uno negarse, y no suele perderlo, sino ganar algunos rublos, que vienen a ser los intereses del capital prestado. En esto no hay nada inmoral; los ricos procuran también sacarle a su dinero el interés que pueden. El señor Glotanov suele hablar durante la comida de la necesidad de hacer circular el capital, para que aumente, y tiene ya tres casas que le producen grandes beneficios.

El señor Glotanov es muy amigote de Vasily Vasilievich Kacherotov, a quien nosotros conocemos por "La Providencia". Les presta dinero a los hijos de familias ricas y lo cobra después con intereses muy crecidos. Cuando le conocí era un pobre diablo, y ahora está en relaciones con la gente de alto copete, es protector de un convento de monjas y les hace la corte a las religiosas jóvenes, que no se atreven a rechazarle. Se dice que muchas señoras de la aristocracia, a quienes ha salvado de la ruina, le distinguen con sus favores. Y este hombre es feo y hiede, a causa de sus dientes podridos. ¡Lo que es tener dinero!

A pesar de los sufrimientos de mi vida, estoy bien conservado aún. Las patillas me dan un aspecto majestuoso. En nuestro restorán, organizado a la moda francesa, les está prohibido a los camareros gastar barba o patillas: todos deben ir afeitados. Pero cuando nuestro director, el señor Stros—que tiene dos queridas y hermosos caballos, me vió por primera vez, al servirle a la mesa, llamó al maître d'hotel y le ordenó: —¡Que se le dejen las patillas!

El maître d'hotel, Ignacio Eliseich, se inclinó respetuosamente y dijo: —A sus órdenes... A los clientes les gustan los camareros majestuosos.

—Bueno, que siga así.

De modo que se hizo una excepción en favor mío.

—Líbrete Dios de afeitarte!— me dijo Ignacio. Tienes suerte.

¡Claro!... Cuando se está dotado de una cara respetable, los clientes no se atreven a dar propinas demasiado pequeñas.

En fin: estoy bastante bien de físico. Mi amigo Kiril Saverianich asegura que parezco un embajador...

Kiril Saverianich... ¡Vaya un hombre! Es tan inteligente, que si su nacimiento hubiera sido menos humilde y hubiera contado con alguna protección, habría llegado, de seguro, a ser un hombre público y a hacer grandes cosas; pero el destino le ha obligado a ser barbero, suerte lamentable en un hombre de gran instrucción, que maneja muy bien la pluma y ha escrito unas memorias. El me consuela siempre en mis desventuras y me defiende de los ataques de mi hijo.

—Tú, Jacobo Sofronich—me dice—, nutres a la gente, y yo le arreglo la fisonomía. ¡La vida es así!

A veces, mirándome al espejo, vestido de frac, me enorgullezco de mí mismo; en otro tiempo era un don nadie... un camarero insignificante, sin ninguna importancia. Me reñían con frecuencia, y un día, hasta me...; pero más vale no recordarlo. Ahora soy alguien, tengo mi piso, mi familia, gano setenta u ochenta rublos al mes, sé conducirme ante la gente de buena sociedad. Mi hijo estudia en el colegio, y mi hija Natacha, también. Y, sin embargo... A veces me tratan de un modo... Señores que parecen bien educados, que hablan varias lenguas, que tienen modales distinguidos, que son muy corteses entre ellos, son, a pesar de todo, groseros conmigo.

No hace mucho, un señor, de uniforme y condecorado, que había comido en nuestro restorán en compañía de una señora con un sombrero enorme, adornado con ricas plumas—conocí al punto que se trataba de una simple cocotte—, me llamó imbécil porque toqué, sin querer, a la señora con el borde de la bandeja.

Como es natural, me excusé y no me atreví a decir nada; pero me sentí muy ofendido.

Luego, este señor me dió un rublo de propina, para deslumbrar con su generosidad a la señora. Cuando se lo conté a mi amigo Kiril Saverianich, me dijo que eso son pequeñeces inevitables, de las que no se debe hacer caso. Hasta me habló de un libro donde no sé qué sabio afirma que todo trabajo es honrado y digno; pero yo, sin embargo, me sentía ofendido. Kiril Saverianich no podía formarse idea de mi vejación.

El tiene su barbería, es un hombre independiente, y nadie se atreverá a insultarle, mientras que a mí... Si yo le hubiera contestado como se merecía al militar, hubiera perdido en seguida mi colocación, y no hubiera podido entrar en otro restorán de primer orden, pues se hubiera sabido al punto lo sucedido, en todas partes. Los escritores pueden escribir en sus libros lo que les dé la gana, porque no saben lo que es ser insultados. Si ellos soportasen lo que nosotros soportamos, escribirían otra cosa.

He visto de cerca a los señores escritores. Vienen a veces a comer a nuestro restorán. A un escritor calvo se le dió un banquete, que servimos nosotros... Había escrito no sé qué libro. Se pronunciaron un sinfín de discursos y se nos rompieron dos rublos de vajilla. No saben esos caballeros que somos nosotros, los criados, quienes pagamos la vajilla que rompen los clientes, a los que no se atreven a molestar los hosteleros con tales bagatelas. Manoteando al perorar, rompen vasos y copas, y cada vaso y cada copa que se rompe es un rublo que sale de nuestros bolsillos. Con toda su sabiduría, no comprenden una cosa tan sencilla.

Ve uno cosas que le descorazonan. Ahí tienen ustedes el caso del señor Glotanov, el abogado...

Este señor come manjares exquisitos, bebe vinos de marca, tiene casas, dinero y no se sabe por qué el cielo le ha concedido todo eso. Es un hombre como nosotros, acaso peor. Por lo menos, hay quien afirma que es un granuja.

Recuerdo el banquete de la sociedad de fabricantes, de la que es abogado el señor Glotanov.

Asistieron todos los grandes capitalistas de la ciudad, entre ellos el famoso millonario Guchin, el cual le dijo en alta voz al señor Glotanov, dándole unas palmaditas en el hombro: ¡Eres uno de nuestros granujas más ilustres!

Todos se rieron, incluso el mismo Glotanov.

Después, a los postres, una francesa que estaba sentada junto a Guchin, queriendo hacerle gracia a éste, le gritó al abogado: —Granuja!

Pero Glotanov, que estaba ya borracho, se enfadó y le dijo: —¡Cállate, sinvergüenza! No puedo permitirle a cualquier prostituta...

Se armó un terrible escándalo. Se rompieron yo no sé cuántas botellas de champagne. Al administrador del establecimiento le costó gran trabajo restablecer el orden.

La pobre francesa lloraba, toda manchada de caviar. Me dió lástima. ¡Cuántas criaturas como ella he visto en nuestros majestuosos salones blancos! Todas han sido honestas, puras, y la gente de alto copete las ha prostituído, convirtiéndolas en una mercancía que pasa de mano en mano...

Estas cosas tan tristes siempre me hacen pensar en mi hija Natacha. ¿Qué le espera en la vida? Ella no está llamada a heredar billetes de banco, acciones, casas de muchos pisos, como han heredado las señoritas Pupayev, nuestras caseras...


  1. Diminutivo de Nicolás.